Vio luz bajo la puerta, oyó unas sordas pisadas en la escalera, lo cual significaba que era domingo. Aquel día se levantaba un poco más tarde que entre semana; por el contrario, la criada se sentía con ánimos para levantarse aún antes de oír el silbido del primer tren. Con la mirada perdida, bajaba a la cocina, encendía la lumbre y se quedaba allí, de pie, soñolienta, mientras se calentaba el agua de unos grandes barreños.
El primer domingo que estuvo en la casa, él bajó por curiosidad. Encontró la puerta acristalada de la cocina tapada con un mantel extendido que sujetaban unas chinchetas.
—¿Quién es? —preguntó Louise con voz hosca.
—Soy yo.
—¿Necesita algo? Ya ve que me estoy lavando.
Probablemente en el mismo barreño que se utilizaba para la colada. Así debían de hacerlo en su casa, en Charron, como en casa de Kachudas. Y toda la mañana la cocina olía a jabón de olor.
Monsieur Labbé no podía permitirle que usara el cuarto de baño, porque para entrar en él había que cruzar el dormitorio. Le compró una bañera de cinc. Ahora el domingo la oía llenarla con jarros de agua caliente que jadeante subía uno a uno. Si las demás mañanas a veces ni se tomaba la molestia de lavarse la cara, aquel día en cambio se quedaba una hora sentada en su bañera, limpiándose hasta el último rincón del cuerpo.
Aquello irritaba un poco al sombrerero. Nunca le había gustado el olor de los demás, la intimidad de los demás. Aunque había vivido durante quince años en aquella alcoba con una mujer inválida, que no podía hacer nada por sí misma, y que se ponía furiosa cuando alguien insinuaba que se abriese la ventana.
Tal vez no fuese culpa suya y hubiese que atribuirlo a su estado de salud. En cualquier caso, los últimos años Mathilde se había vuelto sucia, hasta el punto de que en ocasiones parecía hacerlo adrede, por desafío. Incluso había llegado a preguntarle, con un destello cruel en los ojos:
—¿No te parece que huelo mal?
Él se agachó delante de la chimenea para encender los leños. Siempre lo conseguía al primer intento, enseguida lograba una buena llama. Hacía más frío que los días anteriores, y un frío diferente. Al apartar ligeramente el estor, vio el cielo nocturno muy claro, helado, y al tocar cristal se le heló la punta de los dedos.
O sea que se había acabado la lluvia. Toda la ciudad se iba a alegrar. Él no. Sucedía un día demasiado pronto. Era como si el cielo le hubiese traicionado a él, una especie de fracaso personal.
Le hubiera gustado terminar en la misma atmósfera. La lluvia, en las calles negras, con un halo en torno a cada luz y reflejos en el suelo, no sólo le había proporcionado cierta excitación, sino que además facilitaba sus movimientos. Había menos gente en las calles. Y los que salían se pegaban a las casas, sin pensar más que en protegerse del agua del cielo y del fango de los adoquines.
En la casa de Kachudas aún no se había levantado nadie. Ni una sola luz. El sastrecillo dormía abrazado a su voluminosa mujer; es posible que después de sus libaciones de la víspera, se hubiera pasado toda la noche agitado, roncando, tal vez hablando en voz alta.
A su regreso ella no le hizo ningún reproche. Sin embargo, apenas entrar en la casa la embriaguez se le había acentuado, probablemente por pasar del frío al calor. Subió por la escalera de caracol (la misma que en la casa de Monsieur Labbé), se había olvidado de cerrar la tienda y de apagar las luces —lo cual hacía siempre él mismo—, y, una vez en el taller, se dejó caer sobre una silla, pasó un brazo por encima del respaldo, y apoyó la cabeza sobre el brazo doblado.
¿Lloraba? No era imposible. ¿O acaso se sentía enfermo? Su hijo, que tenía tres años y medio o cuatro, fue a corretear a su alrededor, luego las dos niñas pequeñas, y por fin Madame Kachudas salió de la cocina con una plancha en la mano. Enseguida se dio cuenta de lo que sucedía y no dijo nada, ni movió los labios, volvió a meterse en la cocina y unos minutos más tarde regresó con un tazón de café cargado.
—Bebe, Kachudas.
Le llamaba Kachudas. Nadie llamaba al sastre por su nombre. Incluso en la fachada sólo habían puesto el apellido, que era más bien el nombre de una tribu que debía de abundar en cientos de pueblos de Oriente Próximo.
Kachudas terminó por descubrir su rostro, y cualquiera se habría percatado, incluso desde el otro lado de la calle, de que estaba avergonzado. Preguntó algo a su mujer, quizá si los niños le habían visto en aquel estado. Ella le ayudó a beber el café, y después de haber tragado apenas la mitad se vio obligado a ir corriendo hacia el fondo del piso.
Monsieur Labbé no le había visto desde la noche anterior. Había sido Madame Kachudas quien bajó para poner en su sitio las tablas y atrancar la puerta. Apagó la lámpara del taller, y siguió trabajando en la cocina cuando ya todo el mundo estaba en la cama.
Era domingo, y casi con toda seguridad luciría el sol. Monsieur Labbé se comportaba como de costumbre, hacía la cama después de cambiar las sábanas, sacaba al rellano las sábanas y las toallas sucias de la semana, dejaba correr el agua en la bañera y no se olvidaba de hablar de vez en cuando, de decir cualquier cosa, para que todo pareciera real.
Con los años había convertido sus movimientos en una especie de ballet. Le salían de manera automática. Ya no necesitaba pensar en ello. Y había llegado a tal extremo, que cuando algo alteraba el ritmo se quedaba inmóvil durante unos segundos, desamparado, como una máquina estropeada, antes de reanudar lo que estaba haciendo. Por ejemplo, mientras se llenaba la bañera tenía tiempo de guardar sus trajes en el armario, la chaqueta en una percha, los pantalones bien doblados, y de dejar luego los calcetines, la camisa, el cuello postizo y la corbata sobre la cama.
Había un tiempo para todo, y sólo en contadas ocasiones alteraba el orden de sus movimientos.
Si se hubiera tomado la molestia de contar, uno por uno, cada movimiento, saldrían cientos, tal vez millares, que, puestos uno detrás de otro, acababan por llenar el día, y todos los hacía con cierta satisfacción, sobre todo el domingo, porque sabía que después de los ritos de la primera hora de la mañana iba a disfrutar de un largo día libre, completamente solo en la casa.
Cuando bajó, ya había empujado la silla de ruedas de Mathilde hasta dejarla junto a la ventana, con la cabeza de madera en el ángulo adecuado y los estores levantados, aunque aún no había amanecido, para ganar tiempo.
Encontró a Louise cerca de la estufa de la cocina, con un tazón de café con leche en la mano, completamente vestida, a punto de irse, con el traje y el abrigo de los domingos, y el sombrero puesto.
—En la despensa hay de todo —anunció con su voz triste, que era como la negación de la alegría de vivir.
Era tonta. Un verdadero tarugo. No había que prestarle atención. Todos los domingos cogía el primer autocar para Charron, donde pasaba el día con su familia y sus amigas.
Tenía una manera de mirar a Monsieur Labbé a la que él no conseguía acostumbrarse. Se le quedaba mirando como si no le viese. Si es que no le veía de una forma distinta a los demás, y a veces eso le inquietaba. ¿Qué idea tenía de él? ¿No pensaba que era una casa muy rara? ¿Había algo que se callaba? Pero ¿acaso pensaba?
—¿Está bien la señora?
—Como de costumbre. Gracias, Louise.
Él prefería esperar a que se fuera para sentarse a la mesa, porque bastaba su presencia para estropearle el placer. Cuando salía, iba a cerrar la puerta de la tienda, escuchaba sus pasos, que se alejaban por la acera, más sonoros que en otros lugares debido a los soportales, las campanas empezaban a sonar.
Siempre había sentido predilección por los domingos, incluso en la época de Mathilde, cuando aquel día significaba encerrarse en el piso superior y dejar pasar horas y horas de interminable aburrimiento. Quizás había acabado por acostumbrarse al aburrimiento, incluso empezó a gustarle.
Leía mientras comía. Leía el resumen pormenorizado del proceso de un incendiario del Jura que en 1882 había apasionado a las multitudes, casi hasta el punto de provocar una revolución, y hubo que enviar tropas. Por otra parte, lo de menos era lo que leía. Al día siguiente ya no se acordaba.
Compraba los libros en la sala de subastas, dos casas más allá de la suya, los elegía al azar, tan pronto novelas como relatos históricos. Eran siempre volúmenes de páginas amarillentas de las que se desprendía un olor peculiar y en los que a veces encontraba una flor seca, otras una mosca aplastada. Hasta llegó a encontrar una carta, con la tinta muy pálida, que había servido de punto de lectura, y raras veces no había un nombre escrito en la primera página o el sello violeta de una biblioteca pública.
Hoy se había prometido llevar a cabo un importante trabajo. Hacía mucho tiempo que pensaba en ello. Pero primero se levantó para ir a lavar su taza y su plato bajo el grifo, sacudir el mantel y barrer el suelo, lleno de migas de pan. También fue a la despensa para ver qué es lo que Louise le había preparado para el almuerzo, y quedó satisfecho, porque le bastaría con calentarse al baño María el guiso de la víspera.
Cuando subió al primer piso, para lo que hubo de cruzar la tienda, donde el domingo no encendía el gas, los Kachudas ya se habían levantado. El cielo era claro, de un azul verdoso; en la calle se oían pisadas, mientras el ruido de las campanas llenaba toda la ciudad.
El sastrecillo, que aún no se había lavado ni peinado, llevaba un pantalón con tirantes encima de la camisa de dormir. Siempre lavaban primero a los niños, para quitárselos de en medio. Pero, una vez arreglados, el problema era impedirles que ensuciaran la ropa del día de fiesta.
La mayor, Esther, la que trabajaba en el Prisunic, se paseaba de un cuarto a otro en combinación, y Monsieur Labbé podía distinguir sus incipientes pechos. Aún estaba delgada, sobre todo por las caderas, y pecho tenía más bien demasiado poco, como muchas chicas de su edad. Por la noche, en los rincones oscuros, en los umbrales, bajo las puertas cocheras, ¿se dejaba sobar por los chicos?
Era probable. A Monsieur Labbé le molestaba —aunque no hubiera sabido decir por qué— que hubiese hombres que sintiesen placer gracias a la hija de Kachudas, a la carne Kachudas.
El sastrecillo, que tenía mala cara, no sabía dónde meterse. Se le notaba inquieto. La conciencia debía de atormentarle más que el estómago. Aprovechaba el domingo, como de costumbre, para ordenar su taller, pero lo hacía de mala gana, pensando en otra cosa, y de vez en cuando miraba la casa de enfrente, en la que tras las cortinas se escondía el sombrerero.
¿Para qué preocuparse por él? No diría nada. Estaba aterrado. ¿Acaso un hombre como él podía ir a la policía y declarar, con aquel acento que nunca había llegado a perder?:
—El asesino al que buscan es mi vecino, el sombrerero.
—¿De veras?
—He visto un pedacito de papel en el dobladillo de sus pantalones, dos letras recortadas de un periódico.
—¡Vaya, muy interesante!
—Le seguí y estranguló a Mademoiselle Irène Mollard ante mis propios ojos.
—¡Vaya, vaya!
—Luego me dijo con su voz más natural: «Harías mal, Kachudas».
Efectivamente, haría mal. ¿No se les ocurriría preguntarle si por casualidad no tenía un impermeable de color beige? ¿Acaso no han sido los Kachudas, en todas las épocas, en todos los países del mundo, siempre los sospechosos predilectos?
¡Bueno! Ya era hora de ponerse a trabajar, porque recortar las letras, a veces una a una, buscándolas dentro de los artículos para luego pegarlas simétricamente, era una labor lenta, incluso cuando se estaba acostumbrado a hacerlo.
Monsieur Labbé no hacía borrador. Un rayo de sol se deslizaba por la ventana y proyectaba en la pared, delante de él, las complicadísimas flores de la cortina de blonda. Y dos destellos de sol, que se agitaban como animales vivos, parecían jugar sobre la caoba del secreter.
En la Rue du Minage se abrían y se cerraban puertas, algunas familias se encaminaban hacia la iglesia de Saint-Sauveur, entre el canal y el puerto. Se oían sirenas de barcos. Los pescadores, sin preocuparse del domingo, aprovechaban que la niebla se había disipado para salir al mar, y tenían que hacer cola en el canalizo.
La ciudad estaba radiante, de un amarillo dorado bajo el sol; el puerto, de un azul uniforme; los Kachudas no tardarían en salir, los niños delante, con sus mejores ropas, luego Kachudas y su mujer, aquel día siempre un poco torpones, con mucha menos soltura que entre semana.
Al salir de misa entrarían en la pastelería de la Rue des Merciers y sería el sastrecillo quien al volver llevaría la caja de cartón colgando de un cordel rojo.
«Breve recordatorio acerca de las víctimas del estrangulador».
Usaba la palabra a propósito, no sin cierta ironía, porque era la que empleaba la gente. Le importaba muy poco que le comprendieran o no.
Antes de empezar se subió a una silla, y pasó la mano por encima del armario, de donde tomó un objeto, una fotografía en cartón con un delgado marco de madera negra. Dos meses atrás estaba colgada en la pared, cerca de la cama de Mathilde, y en el papel pintado aún podía verse un rectángulo más claro.
Era la fotografía de un curso, en el convento de la Inmaculada Concepción, un día de reparto de premios.
Había quince muchachas, Monsieur Labbé las había contado a menudo, y podía atribuir un nombre a cada una de las caras. Todas tenían entre dieciséis y dieciocho años. Llevaban el mismo uniforme azul marino, una falda plisada, los cabellos recogidos en una trenza y una cinta alrededor del cuello, con una medalla. En medio de ellas había una religiosa flaca y pálida, ascética, que parecía una estampa devota, y que mantenía las manos escondidas en las mangas. Según Mathilde, era un mal bicho a pesar de su sonrisa angelical.
Las jóvenes de la segunda fila estaban de pie, sobre una especie de estrado cubierto por una alfombra, y había plantas verdes enmarcando el grupo.
Una vez hubo puesto la fotografía ante él, apoyada en el tintero de cobre que ya no servía, pues tenía una estilográfica, reanudó su trabajo, dejando asomar a veces la lengua entre los labios.
«Jacqueline Delobel, 60 años, viuda de un capitán de infantería».
Era la tercera empezando por la izquierda, una morenita de mirada traviesa y nariz puntiaguda, que parecía contener la risa mirando al fotógrafo, cuya cabeza debía de estar oculta bajo un paño negro.
«Buena familia. Hija del notario Massard, que escribió varios libros sobre la historia local. Vivió con su marido en diversas ciudades de guarnición, entre ellas Besançon. Tuvo dos hijos. Una hija casada con un importador de Marsella, y un hijo que en la actualidad es teniente espahí. Vivía sola, en un piso de la Rue des Merciers, encima de una tienda de cordelería y cestería. Peleada con su hija. Pensión modesta. No aceptaba dinero de su hijo, y vendía discretamente trabajitos de lencería».
Después de reflexionar un momento añadió:
«Su hija no vino a los funerales. Su hijo, que está de guarnición en Siria, no pudo ser avisado a tiempo».
La primera ya estaba. No le había costado mucho. Tenía poca salud. Pasaba restricciones para llegar a final de mes. A la caída de la tarde trotaba por las calles de un lado a otro, para ir a entregar los encargos; en La Rochelle es difícil pasar de una calle comercial a otra calle comercial sin meterse por callejas oscuras.
Afortunadamente empezó por ella. Con una mujer vigorosa como Léonide Proux tal vez hubiese fallado. Aún no se le había ocurrido fijar dos trocitos de madera —como los que algunos tenderos aún ponen en los paquetes, a manera de asas— en los extremos de la cuerda de violonchelo.
A pesar de la escasa resistencia de Madame Delobel, que prácticamente no opuso ninguna, se había magullado los dedos hasta el punto de sangrar.
Estuvo a punto de cometer otro error. Como aquello había pasado no lejos del canal, detrás de la iglesia de Saint-Sauveur, se le ocurrió empujar el cadáver hasta el canal. La marea estaba bajando.
La corriente era fuerte. Antes de encontrar a Madame Delobel habrían transcurrido varios días, varias semanas, quizá su cuerpo no hubiese aparecido nunca.
Y eso lo hubiera cambiado todo, ya que después no habría podido hacer lo mismo con los demás cadáveres. Por así decirlo, no habría simetría. Aunque no era exactamente eso. En cualquier caso, no hubiese tenido el mismo carácter.
Luego pudo ir al Café des Colonnes a hacer un robre mientras bebía su picón-granadina.
«Madame Cujas (Rosalie), librera, Rue des Merciers, casada con René Cujas, funcionario municipal».
También de buena familia, eso lo anotaba escrupulosamente. Hubiera podido limitarse a decir que se había educado en la Inmaculada Concepción, lo cual venía a ser lo mismo, pero era peligroso. Por otra parte era curioso que nadie se hubiese dado cuenta de que las viejas estranguladas en el espacio de pocas semanas habían sido todas alumnas del mismo convento.
Sólo el joven Jeantet, que era inteligente, había observado que todas tenían aproximadamente la misma edad y que se advertía como un aire de familia.
En la fotografía, la señorita Alain (su apellido de soltera) era probablemente la más guapa, de una belleza un poco fría.
«Su padre», apuntó, «fue teniente de alcalde de La Rochelle durante veinte años».
Eran ricos. Hubiera podido aspirar a cualquier partido. ¿Por qué esperó veintiocho años para casarse?
—Era demasiado exigente —decía con acritud Mathilde—. No renunciaba a un gran amor. —Y añadía sin amargura—: ¡Como si eso existiese!
A los veintiocho años se casó con Cujas, porque en aquella época su padre ya había muerto dejando una herencia muy embrollada, y sus hermanos tenían prisa por desembarazarse de ella.
Cujas había ejercido veinte oficios antes de entrar en el ayuntamiento. No era guapo. Tampoco muy inteligente. Tenía muy mala salud, y era su mujer la que sacaba adelante la casa.
Monsieur Labbé conocía bien la pequeña librería, en la que, cuando no encontraba nada de su gusto en la subasta, iba a hurgar en las dos cajas de libros de ocasión que había pegadas a la pared.
No era una librería importante. Vendían sobre todo postales y estilográficas, lápices, gomas de borrar. Pero había una trastienda a la que sólo tenían acceso los clientes de confianza, y el sombrerero sabía que era allí donde algunos de sus amigos, como Arnould, el hombre de las sardinas, se proveían de libros eróticos.
También sabía que al fondo había una puerta que daba a un callejón sin salida.
Como Madame Cujas no tenía criada, y después de cerrar la tienda casi sólo salía con su marido, para ir de vez en cuando al cine, hubiera podido estarse meses enteros esperando la ocasión para sorprenderla en la oscuridad de la calle.
Por este motivo entró en la trastienda. Los dos pedazos de madera, en los extremos de la cuerda de violonchelo resultaron muy prácticos. Era más robusta que Madame Delobel. Por eso una vez fuera llegó a preguntarse si había apretado el tiempo suficiente, y no se tranquilizó hasta el día siguiente, al leer el periódico.
Una vez, hacía de eso once o doce años, Mathilde comentó a la librera, cuando las dos estaban recordando lo que había sido de sus antiguas compañeras:
—La vida no es divertida.
Y Madame Cujas respondió tranquilamente:
—¿Y por qué iba a ser divertida?
Eso es lo que a Monsieur Labbé le hubiera gustado expresar, pero era difícil. Para cada una buscaba la fórmula:
«Consideraba la vida como una dura prueba», compuso con las letras recortadas.
No era una disculpa. No lo necesitaba. Era algo de mayor importancia, pero se daba cuenta de que la tarea que estaba llevando a cabo sin caer en el desánimo era casi imposible. Unas noches antes tuvo un sueño curioso, y tal vez fue a causa de ese sueño por lo que hoy estaba trabajando. Se encontraba en una sala que parecía un patronato de beneficencia, y todas las personas conocidas de la ciudad se alineaban en las sillas. Él estaba en el estrado, con una pantalla a sus espaldas, con un largo puntero en la mano, porque daba una conferencia en la que se proyectaban imágenes.
Lo que se proyectaba sobre la tela era la fotografía que antaño tomaron en el convento, y señalaba a las jóvenes una tras otra.
Empezó, con un tono desenvuelto, apresurándose a hacer una eliminación.
—No hablaremos de las muertas…
Eran dos. Una con pecas y ricitos alrededor de las orejas y donde comenzaban sus trenzas murió de tuberculosis a los veintidós años en un sanatorio suizo. Otra, de mirada ardiente, que ya entonces era una verdadera mujer, se casó con un importante armador de la ciudad, y murió en su primer parto. El niño aún vivía. Era también armador en Burdeos.
Quedaban, trece. Una de ellas había vivido en todas las capitales de Europa con su marido, que era cónsul, y ahora residía en Turquía. De otra no se sabía nada, salvo que se había fugado de casa a los diecinueve años y que aquello había sido un escándalo. A consecuencia de ello había muerto su madre. Su padre se volvió a casar.
Quedaban once. En la sala todos escuchaban sin acabar de comprender, y él se esforzaba en vano por conseguir que le entendieran. De vez en cuando cambiaba la placa en el aparato de proyección, cuando golpeaba el estrado con el puntero, y entonces se veía aparecer una vista panorámica de La Rochelle, una vista sin igual, porque se distinguían todas las calles, todas las casas, los transeúntes, e incluso, como por un milagro, las personas en sus casas.
De aquellas jóvenes del convento había una que vivía en París y era la esposa de un ministro, y cuya hija se había casado con un aristócrata austriaco. A menudo se veía su retrato en los periódicos; recientemente había ingresado en una clínica para una operación que no se había especificado.
Los Kachudas habían vuelto a su casa y desnudaban a los niños para volver a ponerles la ropa de diario. Después del almuerzo comerían el pastel Saint-Honoré con café con leche. Kachudas también se cambiaría de ropa y volvería a subirse a la mesa, a no ser que aprovechase el domingo para poner al día sus cuentas, lo cual siempre le resultaba penoso.
Era el único día de la semana que todo el mundo se lo pasaba en el taller excepto Esther, a la que no tardarían en ir a buscar unas amigas, que se pararían ante las ventanas y la llamarían juntando las manos en forma de bocina alrededor de la boca:
—¡Eh…!
La décima… Se hacía un poco de lío. Debería haber tomado notas en vida de Mathilde, porque ella dominaba como nadie esas historias. Vamos a ver… Había una que se dedicaba al teatro, pero no en París, sino haciendo giras por provincias.
Faltan dos… Señalaba las fotografías con la estilográfica, como lo había hecho en sueños con el puntero. La que tuvo la viruela… Era primera oficiala en una casa de costura de Londres, y había vuelto varias veces a La Rochelle para visitar a su madre, que vivía aún, arrugada como una pasa.
La última de las que se habían ido de la ciudad vivía en Lyon, es todo lo que sabía de ella.
Quedaban siete, además de Mathilde, y así se completaba la cuenta, porque naturalmente se excluía a la monja de la foto, que se llamaba madre Sainte-Joséphine, y que había muerto mucho tiempo atrás.
«Mademoiselle Anne-Marie Lange, mercera, Rue Saint-Yvon».
Los Kachudas ya estaban sentados a la mesa. Después de aquella, él también comería. Tendría toda la tarde para las demás.
Una solterona obesa que se atiborraba de pasteles y que tenía la casa llena de gatos. Era rubia y rosada, siempre vestida con colores claros, y una voz aguda con inflexiones de cánticos.
«Buena familia. Su padre…».
Su padre perseguía a las obreras más jóvenes, y eso le creó problemas, hubo escándalos que fue necesario sofocar. A los setenta y cinco años seguía igual, y su familia se vio obligada a vigilarle, a seguirle cuando salía a pasear, no le dejaban llevar nada de dinero encima, y habían despedido a las criadas, limitándose a tener criados en la casa. Ya había muerto. Una de sus hijas estaba en Estados Unidos, Anne-Marie, que no se había casado, vivía en su mercería con una antigua maestra de aspecto autoritario, y las malas lenguas aseguraban que las dos solas podían prescindir perfectamente de los hombres.
Era posible. En cualquier caso, para ella la fórmula era fácil. Bastaba con echar mano de lo que publicó el periódico.
«La autopsia ha revelado la presencia de un fibroma y de un tumor que probablemente hubiera degenerado en cáncer».
El día de Mademoiselle Lange llovía tanto que había podido atacarla en plena Rue Gargoulleau, a dos pasos del Hotel de France. Iba cargada con paquetitos que se esparcieron por la acera, entre otros, una botella de crema de leche fresca que se rompió.
Había que almorzar. Bajó, se calentó el guiso y tiró una parte al retrete, porque no siempre podía comer por dos. El domingo no necesitaba subir la bandeja, todo eso que se ahorraba. Luego lavaba los platos.
—Déjelos sucios y yo los lavaré cuando vuelva —había propuesto Louise.
Hubiera podido dejarlos. Pero no le gustaban las cosas a medio hacer, y menos aún los platos llenos de grasa. Además, aquello le tenía ocupado. Formaba parte de los ritos del domingo.
Volvió a subir, se lavó cuidadosamente las manos. En casa de Kachudas los niños jugaban por el suelo. Madame Kachudas zurcía unos calcetines de lana, y el sastre intentaba hacer cuentas, mojando de vez en cuando el lápiz con saliva y preguntando a su mujer:
—¿Siete y nueve?
A veces Monsieur Labbé echaba una siesta en su sillón, un sillón tapizado de terciopelo carmesí como la silla de Mathilde, pero hoy su trabajo le absorbía. Estaba terminándolo. Mañana por la noche, si todo iba bien, habría concluido. Sentía impaciencia y como el presentimiento de un vacío a la vez.
Luego sólo tendría que pensar en pequeños detalles que se habían convertido en rutina y que ya no le preocupaban.
Hasta ahora sólo había cometido un único error; estaba seguro de que no cometería más. Incluso el accidente del sastrecillo carecía de importancia. No le daba miedo. Al contrario. Casi le producía satisfacción. Tal vez antes estaba demasiado solo.
Con Louise se había arriesgado adrede a ciertas imprudencias.
Ahora había alguien que lo sabía, y eso era perfecto. Pasado mañana Kachudas leería su informe en el Écho des Charentes.
Es posible que ahora comprendiese ciertas cosas.
«Madame Geoffroy-Lambert, viuda del presidente de la Caja de Compensación…».
Justine. Así era como todo el mundo llamaba a la hermana de su amigo Julien Lambert, el de los seguros. Había ido a su entierro. Había ido a todos los entierros, puesto que se trataba de personas a las que conocía.
Otra viuda. Había muchas viudas. Claro que Justine se casó con un hombre que le llevaba veinte años, un personaje rico, importante, que poseía en la Rue Réamur el mejor palacete de la ciudad, y otro en París, donde vivía la mayor parte del año.
Era uno de esos altos funcionarios cuyas tareas son siempre misteriosas para el común de los mortales. Había pasado por la Inspección de Finanzas. Cuando fue consejero de Estado, se decía de él que era el hombre más cornudo de Francia.
En cualquier caso, desde que murió, se decía que Justine tenía una desmedida predilección por los jóvenes. En su casa se bebía mucho, se bailaba hasta el amanecer, y a los sesenta años no manifestaba la menor intención de renunciar a ese tipo de vida.
Tuvo un chófer del que se comentaba que era su amante, pero, para ir de tiendas a la Rue du Palais, donde, con su vocecilla aguda se comportaba más o menos como una reina, sólo tenía que andar unos pasos, y siempre lo hacía a pie. ¡Afortunadamente!
Justine fue la que le dio más trabajo. Llevaba un paraguas en la mano, y cuando se lanzó sobre ella estuvo a punto de quedarse tuerto con una varilla. Primero le pasó la cuerda del violonchelo por debajo de la barbilla, pero se defendió tanto, le dio tantos puntapiés, que él estuvo a punto de huir sin acabar de matarla.
De todas formas, consiguió lo que se proponía; fue la única vez que tuvo que correr, porque a menos de diez metros de distancia se abrió una puerta, y aún le parecía oír una voz de hombre que decía cortésmente:
—Gracias, Madame. Lo tendré en cuenta, desde luego. Puedo asegurarle que si sólo hubiese dependido de mí, hace tiempo que su petición hubiera sido atendida.
Sin duda, el representante de un contratista o algo por el estilo.
Justine no estaba enferma. No era desgraciada ni vivía resignadamente. No tenía ningún deseo de irse al otro mundo. Al sombrerero le repugnaba escribir, por ejemplo:
«¿Ha sido acaso una pérdida para la sociedad?».
Ni siquiera para su familia, que vivía aterrada por la posibilidad de un escándalo, hasta el punto de que su hija, casada con un personaje muy conocido, le prohibía poner los pies en París.
Después de haber resumido su currículum vítae se limitó a poner un signo de interrogación.
«Léonide Proux, 61 años, comadrona en Fétilly…».
Los Proux habían poseído veinte alquerías y dos castillos, y Léonide ahora tenía que vivir en Fétilly, un arrabal de la ciudad, cerca de la fábrica de gas, un barrio de ferroviarios, modestos funcionarios y obreros.
¿Acaso su padre, Luc Sabord, que perdió toda su fortuna con especulaciones ridículas, estaba loco, como decían algunos? ¿Acaso su marido, que murió a los cuarenta y un años, era sifilítico?
Sea como fuere, una hija deforme había muerto a muy corta edad, y su hijo no era como los demás; de todos modos se había casado, y vivía sin hacer nada en casa de sus suegros, que explotaban un pequeño viñedo en la Dordoña.
Mientras vivió, Proux no dormía en su casa la mitad de las noches. En ocasiones regresaba en compañía de mujeres que había recogido en cualquier lugar, a veces en el barrio de los cuarteles, y una noche había pegado a Léonide delante de ellas con el pretexto de que detestaba verla llorar, que lloraba ex profeso para amargarle la existencia.
Ella tuvo que recurrir a médicos. En el hospital aprendió el oficio de comadrona. Sus cabellos eran grises, la piel color de yeso. Era una mujer tranquila, como un témpano de hielo; decían que era muy hábil en su oficio. Nadie la había visto nunca reír ni sonreír, y tenía una manera de coger a los recién nacidos por los pies que daba sudores fríos a las parturientas.
Lo difícil era hacer comprender todo eso, y lo que significaba, en unas pocas frases, porque no podía recortar una infinidad de letras en el periódico.
No era verdad que la hubiese telefoneado. Tropezó con ella por casualidad cuando estaba merodeando alrededor de su casa para informarse acerca de sus idas y venidas. Aquel día incluso dudó antes de coger la cuerda del violonchelo. La casa era muy pequeña, y se veía luz por debajo de la puerta.
Léonide salió, con un manojo de llaves en la mano, cuando sólo llevaba unos minutos espiando.
La siguió hasta la fábrica de gas. Esperó a que pasara un coche. Ella le reconoció, tuvo tiempo de volver la cabeza, pero ya era demasiado tarde. No manifestó sorpresa ni miedo. Monsieur Labbé no se atrevía a escribir que para ella había sido un alivio, lo cual casi era verdad.
En cuanto a Irène Mollard, al día siguiente escribió al periódico lo que tenía que decir. Le recordaba, tanto en la fotografía como cuando salió de su última lección de piano, a un pájaro caído del nido. Fue un milagro que hubiese vivido tanto tiempo.
Sólo quedaba una, Armandine de Hautebois, actualmente madre Sainte-Ursule, que en otras fotografías de repartos de premios, con otras jóvenes, desempeñaba a su vez el papel que antaño representó la madre Sainte-Joséphine.
En cierto modo pasó de la fotografía al convento. No se tomó la molestia de vivir, ni siquiera de intentarlo, y sin embargo era rica, tenía hermanos y hermanas que habían triunfado en el mundo.
Sería mañana, porque sólo salía de la Inmaculada Concepción una vez al mes, el segundo lunes, para acudir al obispado. No iría sola. Las monjas nunca salen solas. Apenas tenía que recorrer cincuenta metros de oscuridad, y Monsieur Labbé se había visto obligado a trazar un plan bastante complicado.
¿Volvería a seguirle Kachudas? En el fondo, el sombrerero casi lo deseaba.
Si las cosas pasan exactamente como él preveía, mañana a las diez todo habría terminado.
No quería pensar en Louise. La tentación era ridícula. No venía a cuento.
Varias veces se repitió, mientras echaba leña al fuego, y más tarde bajando los estores, porque ya había anochecido:
—¡Sobre todo nada de Louise!
Bajó para servirse una copa de coñac, de la botella que guardaba en el armario del comedor. Se sentó para beberlo poco a poco, a pequeños sorbos, después de haber devuelto el frasco a su lugar para no caer en la tentación de tomar una segunda copa.