—Cierre la tienda, Valentin.
—Muy bien. Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Valentin.
Valentin había estado sonándose durante todo el día, y sacaba tantas mucosidades, que a uno se le humedecían los ojos sólo de verle y oírle. Por dos veces había aprovechado que no había clientes para poner a secar el pañuelo delante del radiador de gas.
Era también un pobre infeliz. Alto y pelirrojo, con ojos de un azul cándido, y un aire tan honrado que a menudo Monsieur Labbé, cuando abría la boca para hacerle una observación, volvía a cerrarla sin decir nada, y se limitaba a encogerse de hombros. Vivían juntos la mayor parte del día, porque en realidad la tienda y el taller formaban como una sola habitación. Había días en los que se pasaban horas sin ver un cliente. Cuando había quitado el polvo, ordenado todo lo que se podía ordenar, comprobado por centésima vez las etiquetas, el pobre Valentin, como un enorme perro que no supiera qué hacer con su cuerpo, buscaba un rincón donde meterse, procurando no hacer ruido, estremeciéndose al menor movimiento de su patrón, y como no tenía derecho a fumar en la tienda, chupaba silenciosamente caramelos con sabor a violeta.
—Hasta el lunes, Valentin. Que pase un buen domingo.
Era una caricia suplementaria, de pasada. Lo que importaba era saber si Kachudas iba a bajar o no. En todo el día no había salido de su casa. Había bajado una vez para una prueba, otra había enseñado unos tejidos a un cliente que tardaba en decidirse, y que por fin se había ido prometiendo que iba a volver. Seguía con la luz encendida en el taller, porque la niebla no se había disipado, y cuando los ruidos del mercado se atenuaron, se oyó a intervalos regulares la sirena de la boya. Rasgaba el aire como el mugido de una vaca monstruosa, y había gente que vivía en la ciudad desde hacía mucho tiempo y que aún se impresionaba al oírla. No había salido ningún barco. Algunos que deberían haber llegado aún no habían vuelto, y había inquietud por la suerte que pudieran correr.
Las campesinas habían regresado en sus carros o en los autocares mucho antes de que oscureciera, y ya sólo quedaban los hombres, que se habían metido en las tabernas, con la cara encendida y los ojos brillantes.
Kachudas había leído el periódico. Por lo menos su mujer se lo había llevado. En eso Monsieur Labbé no se equivocó. Aunque ¿se equivocaba alguna vez? No podía permitirse ese lujo. A pesar de todo lo que le rondaba por la cabeza, conseguía no olvidarse de nada, ni del menor detalle. De lo contrario, estaría perdido.
El periódico estaba sobre una silla, cerca de la mesa del sastre, y se veía que alguien lo había abierto.
Kachudas acudiría. El sombrerero estaba convencido de que acudiría, y se detuvo en el umbral, miró hacia la ventana iluminada y dijo maquinalmente, en voz baja, lo que dicen las granjeras al llamar a las gallinas:
—Pita, pita, pita, pita…
Andaba sin hacer ruido, y todavía no había recorrido veinte metros cuando se oyeron tras él unos pasos, era capaz de distinguirlos entre todos los pasos de la ciudad.
Allí estaba Kachudas. ¿Acaso había dudado? Decididamente, un pobre infeliz. El mundo está lleno de pobres infelices. Debía de desear ardientemente aquellos veinte mil francos. Jamás había visto reunida semejante cantidad, salvo, tal vez, detrás de la ventanilla del banco. Necesitaría dos años, trabajando de día y de noche sobre su mesa, para ganar una cifra así.
Sin duda alguna quería ganar aquellos veinte mil francos. Los deseaba con toda su alma. Y el deseo que tenía de ganarlos era tan grande que estaba aterrado.
Tal vez temía más perderlos de lo que temía al sombrerero. Lo que había sucedido tenía que ocurrir fatalmente: siempre es un tipo como Kachudas el que se hace sospechoso; había sido Kachudas a quien la madre de la niña del piano había visto y descrito a la policía.
Andaban uno detrás del otro, como todos los días, y a cada paso el sastrecillo se veía obligado a echar la pierna a un lado. Por el contrario, Monsieur Labbé andaba de una manera calmosa y digna, ciertamente de un modo distinguido.
Empujó la puerta del Café des Colonnes, le bastaba con escuchar y oler un poco para saber que era sábado. Oler, sí, porque los clientes del sábado no tomaban las mismas bebidas que los de los demás días.
El local estaba atestado. Había incluso gente de pie. Los campesinos más humildes se reunían en los pequeños bares alrededor del mercado; aquí se hallaban los más ricos o los que tenían más iniciativas, los que trataban con los vendedores de abono, los de los seguros, los hombres de leyes, que todos los sábados se instalaban en aquellas mesas y durante unas horas las convertían en su oficina o su mostrador.
Sólo las mesas de en medio, cerca de la estufa, eran un oasis que se respetaba, y a cuyo alrededor había una zona de calma y de silencio.
Chantreau, el médico, que no jugaba, estaba sentado detrás del senador, que tenía las cartas en la mano. Monsieur Labbé le tocó la mano.
—Buenas tardes, Paul.
Y al ver que su amigo sacaba una píldora de una cajita de cartón, le preguntó:
—¿Te pasa algo?
—El hígado.
Sufría periódicamente de aquello. De un día para otro parecía adelgazar varios kilos; hasta tal punto acusaba su rostro el dolor, que le salían grandes bolsas blandas bajo los ojos, y su mirada era la de un hombre que padece.
Los dos tenían la misma edad. En el colegio habían sido muy amigos, casi inseparables.
Gabriel recogía el abrigo y el sombrero de Monsieur Labbé.
—¿Lo mismo?
Delante del médico, sobre el mármol de la mesa, había una botella pequeña de Vichy. Kachudas, que acababa de entrar, vaciló antes de sentarse cerca de los jugadores.
¡Otro pobre infeliz! No sólo Kachudas, que acabó por sentarse en el borde de una silla, sino también Paul, el médico. Monsieur Labbé aún debía de guardar en algún sitio, en el fondo de algún cajón, una fotografía en la que estaban los dos a los quince o dieciséis años. A aquella edad Chantreau era delgado, tenía los cabellos rojizos, pero no del mismo rojo desvaído que Valentin; levantaba orgullosamente la barbilla, miraba al frente con desafío.
Eligió ser médico, pero no un médico corriente sino uno que hiciese grandes descubrimientos, a la manera de Pasteur y Nicolle. Su padre era rico, poseía como unas diez granjas en Aunis y en la Vendée. Lo único que hacía era administrarlas desde lejos, y, cosa curiosa, se pasaba las tardes en el Café des Colonnes, en el mismo lugar que ocupaban hoy los jugadores de bridge.
—Me asquea —decía de él el joven Paul—. Es avaro. No le importan nada los campesinos.
Todos venían de familias que poseían bienes, tierras, alquerías o casas, cuando no barcos o participaciones en uno.
Kachudas miraba intensamente y a hurtadillas a Monsieur Labbé, y este fingía no darse cuenta.
Era un juego. Aquello le demostraba que era un hombre superior. Los papeles se habían invertido: era el sastrecillo quien sudaba de miedo, quien bebía nervioso, a veces como si estuviera suplicándole algo.
¿Qué le suplicaba? ¿Que se dejase atrapar para permitirle cobrar los veinte mil francos de recompensa?
—Bebes demasiado, Paul.
—Ya lo sé.
—¿Por qué?
¿Por qué se bebe? Chantreau se había hecho médico. Volvió a la ciudad y abrió una consulta.
Decidió: «Sólo visitaré por la mañana, así tendré libre el resto del tiempo para mis investigaciones».
Se instaló un buen laboratorio, se suscribió a todas las revistas médicas.
—¿Por qué no te has casado, Paul?
Tal vez porque quería llegar a ser un sabio, quién sabe, y se conformaba con encogerse de hombros con una mueca de dolor.
Se dejó crecer la barba, se abandonó. Llevaba las uñas negras, la camisa no muy limpia. Empezó a ir al Café des Colonnes a las seis, como los que trabajan, luego a las cinco, más tarde a las cuatro, y ahora llegaba inmediatamente después del almuerzo; como entonces aún no había nadie para echar una partida, jugaba a las damas con Oscar, el patrón.
Acababa de rebasar los sesenta, como Monsieur Labbé. Todos pasaban ya de los sesenta.
—¿Ocupas mi lugar, Léon? Tengo que ir a charlar con mis electores.
André Laude, el senador, que acababa de ganar un robre, se levantaba contrariado. A su alrededor se oía un rumor continuo, zapatos que se arrastraban por el suelo cubierto de serrín, vasos que entrechocaban, platos, voces más altas que de ordinario.
—Acabarán por atraparle, seguro —decía un cultivador con polainas de cuero—. Los acaban cogiendo a todos, hasta a los más listos; luego ya veréis cómo le meterán en un manicomio, porque dirán que está loco, y nosotros, los contribuyentes, le mantendremos hasta que se muera.
—¡A no ser que tropiece con un tipo como yo!
—Tú harás como los otros, porque eres un bocazas. A lo mejor le pegas un puñetazo en la cara, pero luego seguro que lo entregas dócilmente a la policía. En un pueblo no te digo. Quizá sería diferente. Hay horcas y palas.
Tranquilamente, sin pestañear, Monsieur Labbé se sentó en la silla del senador, que se disponía a ir de mesa en mesa. Por un momento el sombrerero se preguntó si Kachudas no estaría también resfriado, porque tenía la cara roja y los ojos brillantes, pero observó que había dos platillos bajo su vaso.
¡El sastre bebía! ¿Para darse valor? Vio que hacía una seña a Gabriel indicándole que le sirviera un tercer vino blanco.
—Vamos de pareja —anunció Julien Lambert, el de los seguros, barajando las cartas.
Ese no bebía, es decir, se contentaba con un aperitivo, como máximo dos. Era protestante. Tenía cuatro o cinco hijos, y hubiera tenido muchos más si su mujer no hubiese abortado una vez de cada dos. Era motivo de bromas. Le preguntaban:
—¿Y tu mujer?
—En la clínica.
—¿Bebé?
—Aborto.
También tenía dinero, que había heredado de sus padres, y que le había permitido comprar una buena cartera de seguros. No se ocupaba mucho de su trabajo. Tenía buenos empleados. A veces uno de ellos, para un asunto urgente, iba a buscarle al café. Después de haber jugado al bridge durante toda la tarde, cenaba a toda prisa para seguir jugando en su casa o en la de unos amigos.
Por cierto, era hermano de Madame Geoffroy-Lambert, de la Rue Réamur, la cuarta víctima estrangulada. Monsieur Labbé había ido a su entierro.
—Te acompaño en el sentimiento, Julien.
Había asistido a todos los entierros porque las conocía a todas, al menos a través de Mathilde.
A quien no se veía era al joven periodista. Sin duda estaba ocupado en sus investigaciones. Dos o tres veces Monsieur Labbé dirigió una mirada furtiva hacia su mesa habitual.
—Hemos recibido otra carta —dijo Caillé, el impresor y propietario del Écho des Charentes, mientras estudiaba sus cartas.
—Comienza a exagerar —murmuró Julien Lambert, cantando dos tréboles. Y se volvió hacia Chantreau, que seguía atentamente la jugada—. ¿Crees que se trata de un loco, Paul?
El médico se encogió de hombros. En aquellos momentos el asunto no le interesaba. Sólo le preocupaban las garras que le estaban arañando los costados.
—En cualquier caso, sólo dejará de matar cuando le detengan —gruñó.
—Nunca cogieron a Jack el Destripador, y en un momento dado dejó de matar.
Aquello gustó a Monsieur Labbé, a quien no se le había ocurrido pensarlo.
—¿A cuántas mató? —preguntó—. Tres diamantes.
—Paso.
—Tres picas —dijo Lambert.
—Cuatro corazones.
Había un pequeño slam en perspectiva, y hubo un momento de silencio interrumpido por anuncios, para llegar a seis diamantes.
—Doblo.
—No sé a cuántas mató, pero en Londres y sus alrededores el terror duró varios meses. Incluso echaron mano del ejército. Oficinas y fábricas tuvieron que cerrar, porque los empleados y las obreras no se atrevían a salir de sus casas.
—Me gustaría saber cuántas mujeres hay en las calles en este momento.
El sastrecillo temblaba y vació de un trago su tercer vaso. No se atrevía a mirar en dirección a los jugadores, por temor a que su mirada se cruzase con la del sombrerero, y contemplaba lúgubremente el suelo sucio.
—Cuatro veces triunfos. Impasse para el rey de picas, y el resto lo llevo en la mano.
Hubiera sido interesante saber cómo era Kachudas cuando había bebido. Monsieur Labbé nunca le había visto borracho. El médico, por ejemplo, que empezaba a absorber alcohol ya por la mañana después de cada visita, y que no dejaba de beber durante todo el día, se mostraba de una benevolencia apenas teñida de ironía. A los últimos enfermos de la mañana les llamaba siempre:
—Hijo mío.
O bien:
—Mi pobre amigo.
O:
—Mi querida señora.
Y en vez de escribir una receta iba a buscar en su armario un medicamento que les ponía en la mano gratuitamente.
A primera hora de la tarde su aspecto era soberbio, con el rostro aureolado de humo, los ademanes lentos, la mirada insistente, sin decir apenas nada. Luego, poco a poco, se volvía sarcástico, incluso con sus mejores amigos.
Los que tropezaban con él hacia las diez de la noche, cuando volvía a su casa, después de haber bebido vino tinto en unas cuantas tabernas, aseguraban que lloraba por nada y que les agarraba del brazo.
—¡Un fracasado, chico! ¡Un viejo desastre de fracasado, eso es lo que soy! Confiesa que te doy asco, que os doy asco a todos.
En cuanto a Oscar, el dueño del café, obligado por su oficio a beber todo el día un vaso tras otro con los clientes, se le hinchaban los ojos, su andar se volvía digno y tambaleante, tartajeaba, y al caer la tarde confundía las sílabas, de modo que no siempre podía entenderse lo que decía.
En cualquier caso, el sastrecillo se ponía febril. No podía estarse quieto, sus movimientos eran bruscos como tics, o como si espantara moscas que estuvieran molestándole.
Monsieur Labbé tenía la agradable impresión de tenerle cogido por un hilo, de murmurarle cariñosamente:
—Calma, hombre, calma.
Sabía muy bien que el comisario Pigeac estaba allí, detrás de él, en la mesa de los cuarentones.
Le había visto entrar con su abrigo gris, un sombrero gris, la cara gris. Recordaba a un pescado, a una merluza sin brillo, y conservaba siempre una sonrisa fría en los labios, como para dar a entender que estaba al cabo de la calle de todo.
Monsieur Labbé estaba convencido de que no sabía nada de nada. Era un completo imbécil, un funcionario nato que sólo pensaba en subir en el escalafón, y que había ingresado en las logias masónicas porque le habían hecho creer que eso le ayudaría en su carrera. Sólo destacaba jugando al billar, en el que conseguía series de ciento cincuenta y doscientos tantos girando lentamente alrededor del tapete verde y mirándose de vez en cuando en los espejos.
—No vayas, hombre.
Se lo decía a Kachudas en su fuero interno, porque notaba que el vértigo iba apoderándose del sastrecillo, que tenía calor, que ya no sabía adónde mirar, que pensaba en sus veinte mil francos y en el testimonio de la madre de la niña del piano.
—Asegura —siguió diciendo Caillé, el impresor— que ya sólo matará a una mujer más.
—¿Por qué?
—No da ninguna razón. Sigue afirmando que es una necesidad, que no lo hace porque le guste.
—Mañana por la mañana se podrá leer su carta en el periódico. ¿Me toca hablar a mí? Sin triunfos.
Cuatro vasos de vino blanco. Kachudas ya se había bebido cuatro vasos de vino blanco; se había olvidado de mirar el reloj. Había pasado la hora a la que solía volver a su casa.
—Será el lunes que viene.
—¿Qué es lo que ha de ser el lunes?
—La última. Por qué el lunes, no tengo ni idea. Siento curiosidad por ver si hoy o mañana hay crímenes. Eso demostraría que escribe cualquier cosa.
—No escribe cualquier cosa —afirmó Julien Lambert.
—¿Por qué siete y no ocho?
—¿Y por qué mi hermana, que nunca había hecho daño a nadie?
—Tal vez no le gusten las viejas —dijo Chantreau con su voz gangosa.
Monsieur Labbé le miró con curiosidad, porque aquel comentario no era ninguna tontería. No era exacto del todo, pero no era ninguna tontería.
—¿Os habéis fijado —siguió diciendo Caillé— que todas son más o menos de nuestra edad?
Entonces intervino Arnould, el gordo Arnould, el de las sardinas Arnould, que aún no había dicho nada:
—Me acosté al menos con dos de ellas, y con una estuve a punto de casarme.
Lambert preguntó picado:
—¿Mi hermana?
—No hablo de tu hermana.
Pero todo el mundo sabía que Madame Geoffroy-Lambert había sido muy generosa con su entrepierna. Aunque sólo a partir de los cuarenta años, después de quedarse viuda, y que únicamente se dedicaba a los que eran muy jóvenes.
—¿Conocías a Irène Mollard?
—Era mona, pero a los diecisiete años ya decían que era como un pajarito de tan frágil. Y sentimental como una novela de folletín. Sentimental hasta el punto de que no se casó. Apostaría algo a que ha muerto virgen.
—¿Es verdad? —preguntaron al médico, que era quien la atendía.
—Nunca tuve ocasión de comprobarlo.
—¿Quién ha cantado tres tréboles? Estábamos en tres tréboles. Te toca a ti, Paul.
El café estaba lleno de humo, y los grandes globos de las lámparas de luz eléctrica, de un blanco lechoso e instaladas desde hacía poco tiempo, lo atraían hacia arriba. El senador iba por su tercera mesa, y en cada una pagaba una ronda. Casi en todas se le veía sacar una libreta del bolsillo y escribir unas palabras. Eran pocos los electores que no tenían nada que pedir, y cuando, desde lejos, Monsieur Labbé le miró, en el preciso momento en que volvía a guardar la libreta en la chaqueta, Laude le guiñó un ojo cínicamente.
Antes era el menos rico. Su padre era un modesto empleado del Crédit Lyonnais. El hijo se había casado con una hija única, cuando solamente era abogado y concejal. Ahora vivía en uno de los grandes palacetes de la Rue Réamur, no lejos del de Madame Geoffroy-Lambert.
—Por cierto —dijo Monsieur Labbé—, la casa de tu hermana debe de estar en venta, ¿no?
—¿Te interesa comprarla? —ironizó el otro—. Esa casa es invendible. Tiene once dormitorios y cuadras para diez caballos al fondo del patio. Estoy intentando convencer a la Prefectura, que siempre necesita oficinas.
—¡Calma, hombre!
Monsieur Labbé casi estaba tentado de ordenar a Gabriel que no sirviera más alcohol al sastrecillo, y seguramente Gabriel le hubiese obedecido. Hubo un momento en que se sintió inquieto, cuando Kachudas se levantó bruscamente y pareció que iba a precipitarse hacia la mesa del comisario. Pero pasó de largo y se metió en los retretes.
¿La vejiga? ¿El estómago? En aquel momento, como por casualidad y sin inmutarse, el sombrerero también se dirigió a los lavabos, por pura curiosidad, porque no tenía miedo.
Sólo era la vejiga, y se encontraron de pie, el uno al lado del otro, ante la loza que recubría la pared. El sastrecillo, que temblaba de arriba abajo, no podía huir. Monsieur Labbé, después de un momento de vacilación, le dijo suavemente, sin mirarle:
—Calma, Kachudas.
Estaban los dos solos. ¿Acaso se imaginaba el sastre que su vecino iba a estrangularle? Monsieur Labbé hubiera podido asegurarle sin mentir que no llevaba encima su instrumento.
Lo curioso es que nadie había pensado en establecer la lista de los habitantes de La Rochelle que tocaban el violonchelo. No debían de ser muchos.
En cuanto a él, probablemente habían olvidado que era músico. Al menos hacía veinte años que no tocaba su instrumento, y este lo guardaba en el desván. Para ir al desván había que salir de la casa, entrar en el callejón y subir la escalera del segundo piso. Eso fue lo que hizo, porque no era tan imprudente como para comprar una cuerda de violonchelo en la tienda del violero de la Rue du Palais. Sobre todo porque sólo había uno en toda la ciudad. Y hacía quince años que el sombrerero no había salido de La Rochelle, ni siquiera para ir a Rochefort, quince años en los que ni una sola vez había dejado de dormir en su cama.
Tampoco nadie había caído en eso. Los otros, de vez en cuando, faltaban a la cita de las tardes.
André Laude iba a París para las sesiones del Senado, y pasaba las vacaciones en un castillo de la Dordoña que formaba parte de la dote de su mujer. El mismo Chantreau hacía todos los años una cura en un balneario de Vichy. La familia de Julien Lamben tenía una casita en Fourras, donde, pasaba dos meses al año, y el asegurador tan pronto anunciaba que iba a Burdeos por negocios como se iba a París.
La mayoría poseía un coche, cogía trenes. Arnould, el armador, el verano anterior había hecho un crucero por el Spitzberg. Algunos días costaba encontrar un cuarto jugador para la partida, y a veces se veían obligados a recurrir a los de la mesa de los cuarentones.
Sólo el sombrerero estaba siempre allí, y todo el mundo estaba tan acostumbrado a su constante presencia, que ya no parecía algo insólito. ¿Cuánto tiempo hacía que no había visto una vaca de verdad, aparte de las que pasaban por las calles camino del matadero?
Al principio le compadecían. Compadecían sobre todo a Mathilde.
—¿Cómo puede soportar eso?
—Pues no tan mal, no tan mal.
El propio Kachudas… ¡Kachudas había estado en París y en Elbeuf! En verano Kachudas llevaba a los suyos al mar algunos domingos, eso sí, no muy lejos, a Chatelaillon, y aquellos días la calle quedaba tan vacía como una mesa de billar, sin más ruido que el piar de los gorriones.
Monsieur Labbé fue el primero en volver a su sitio. Sabía perfectamente que el otro no tardaría en seguirle.
—¿Los tres corazones?
—Yo he hecho cinco.
—Has fallado la salida. ¿Doy yo?
Eran las seis, y cada vez quedaban menos campesinos. Los rezagados eran los que tenían coche o camioneta, porque los carros, que habían salido ya hacía mucho, avanzaban muy lentamente por las carreteras en medio de la niebla, que se espesaba de nuevo una vez habían pasado. Era tan densa, incluso en la ciudad, que cuando la puerta del café se abría, penetraba en la sala como un humo frío, más blanco que el humo de las pipas y de los cigarros.
¿Quién hubiese creído, aparte de los de su mesa, que Monsieur Labbé había sido aviador? Y sin embargo lo fue durante la guerra del 14. Había derribado aparatos enemigos como pipas en un tiro al blanco de la feria, y conseguido varias menciones honoríficas. Hasta fundó un club de aviación en La Rochelle, del que durante un tiempo fue presidente. Y antes había hecho su servicio militar en los dragones.
—Doblo los dos tréboles.
—Yo redoblo.
No cometía un solo error. Julien Lambert, siempre quisquilloso, no podía hacerle el menor reproche. Cantaba siempre correctamente, sus impasses eran irreprochables.
¿No sería más sencillo ofrecer los veinte mil francos a Kachudas? Podía permitírselo. Vivía desahogadamente. Si dejaba que su negocio fuese a la deriva es porque prefería que fuera así.
Hubiera podido mudarse, ya que el comercio se había desplazado hacia la Rue du Palais, donde estallaban las luces y los fonógrafos de los Prisunic y demás grandes almacenes.
Incluso en la Rue du Minage era fácil iluminar mejor su escaparate, modernizar la tienda, pintar de color claro las paredes y las estanterías.
¿Para qué? Sus amigos raras veces le compraban un sombrero, preferían comprarlo en Burdeos o en París. Él se contentaba con volver a ponerlos en la horma en su trastienda, y abrir de vez en cuando el armario empotrado para tirar del cordel.
—Madame Labbé le llama —decía enseguida Valentin, como si hubiera sido el único en oír los golpes del techo.
Pestañeó al oír que Kachudas pedía a Gabriel con voz vacilante:
—Un coñac.
O sea que había decidido emborracharse, y desvió la mirada para evitar la del sombrerero.
¿Se atrevería después a subirse a su mesa y coger una tela que oliese a churre? A fin de cuentas, tenía su mesa, la lámpara colgada de un alambre, el pedazo de jabón de sastre atado a un cordel. Y también su particular olor, que llevaba a todas partes consigo y que sólo molestaba a los demás, y que él debía de aspirar casi con voluptuosidad. Y su mujer, siempre despechugada, con la voz muy aguda, a la que oía todo el día por la puerta entreabierta de la cocina, las hijas, el varón que había nacido después de cuatro chicas, la mayor de las cuales ya debía de empezar a tener pretendientes.
Cualquier día Madame Kachudas volvería a estar embarazada. Era sorprendente que hubiera pasado tres años sin estarlo. A menos que tuviese las entrañas descompuestas.
Cuando salieran, Monsieur Labbé podría abordar al sastre en la calle, calmarle, tranquilizarle, pedirle que esperara unos minutos e ir a buscar veinte mil francos para él. En el secreter de la alcoba había una abultada cartera que contenía una cantidad muy superior en billetes. Estaba allí desde la época de Mathilde, que no confiaba en nada ni en nadie, y que recelaba de los bancos.
—¡Gabriel!
—Sí, Monsieur Labbé. ¿Lo mismo?
—Un coñac con agua.
El coñac de Kachudas le había despertado el deseo de tomar también uno, pero no se emborracharía, se había emborrachado muy pocas veces a lo largo de su vida, salvo cuando era estudiante y durante la guerra, antes de iniciar un vuelo.
—El triunfo es trébol.
Chantreau, a su lado, se tragó una segunda píldora, y a Monsieur Labbé le llegó su mal aliento a la cara.
—¿Y tu mujer?
—Siempre igual.
—¿No le salen llagas?
Negó con la cabeza.
—Pues tiene suerte.
Hacía diez años que ningún médico había entrado en la casa. Al comienzo de su parálisis Mathilde quería verlos a todos. Cambiaba de médico cada semana. Hacía venir a especialistas de Burdeos y de París. Siguió toda clase de tratamientos, y luego llegó el turno de los curas, de las monjas, y dos años seguidos fue a Lourdes.
En total, aquella agitación duró cinco años, con altibajos, crisis de misticismo, periodos de esperanza y periodos de resignación.
—Júrame que «si yo falto» no volverás a casarte.
Al día siguiente le cogía la mano con aire protector.
—Escúchame, Léon. «Cuando yo falte» lo mejor es que no te quedes solo. Encontrarás una buena chica con la que casarte, y tal vez te dé hijos. Le darás mis joyas. ¡Sí, sí, quiero que se las des!
Durante ocho días leía de la mañana a la noche, y a la semana siguiente se pasaba horas enteras con la mirada fija en las cortinas, y el aire huraño.
Mandó llamar al curandero de Charron, en quien tuvo fe durante cerca de un mes. No había podido soportar a cinco enfermeras, y a la última la despidió con un torrente de insultos.
Un buen día decidió que no quería volver a ver a ningún médico ni a ningún cura, y un poco más tarde dijo a Delphine, que entonces era su asistenta, que no quería que volviese a cruzar el umbral de su dormitorio.
Chantreau, que era soltero, se pasaba sus solitarios días bebiendo. Julien Lambert tenía esposa —una yegua grandota y morena— e hijos, y mataba el tiempo jugando a las cartas.
En cuanto a Arnould, el hombre de las sardinas, se había divorciado para volver a casarse con una mujer quince años más joven que él, e iba al burdel al menos dos veces por semana; allí incluso llegaba a dormirse cuando bebía demasiado.
Fue Caillé quien paró al comisario cuando pasaba junto a su mesa.
—¿Cómo va la investigación, Pigeac?
—Bien, muy bien —respondió el otro con aire enigmático.
(¡Imbécil! ¡Menudo imbécil!).
—¿Le han entregado la copia de la carta que hemos recibido en el correo de la tarde?
—Ya la he leído.
—¿Qué piensa de ella?
—Que no tardaremos en cogerle.
—¿Tiene alguna pista?
Monsieur Labbé miró a Kachudas, cuyo nerviosismo casi hacía daño a la vista.
—Si intenta algo el lunes será su última salida. Pero es un farol, créame.
—Jeantet dice que no.
—Claro que si Monsieur Jeantet opina lo contrario… —dijo burlonamente el comisario Pigeac.
—Asegura que el hombre no miente.
—¿De veras?
—Esa necesidad de la que habla es inquietante. No sé si me entiende. Como Jeantet ha escrito muy bien, no parece que las víctimas hayan sido elegidas al azar.
—Felicite de mi parte a su reportero.
Y el comisario cortó con los dientes la punta de un cigarro, fingiendo una sonrisa.
—¿Por qué siete, y por qué el lunes?
—Caballeros, tengo que dejarles. Discúlpenme.
Una vez se hubo ido el comisario, Caillé gruñó:
—Se ha ofendido. Ya sé que Jeantet no es más que un crío. Le contraté casi por caridad, porque su madre, que es viuda, se gana la vida como asistenta. Pero apostaría cualquier cosa a que si alguien descubre al asesino va a ser él.
—¿Y si habláramos de otra cosa? —propuso Julien Lambert—. Te toca dar a ti.
Eran las seis y media, y Monsieur Labbé preguntó:
—¿Ha terminado el robre? Si no os importa, cedo mi sitio a otro.
Con él nunca insistían —cosa que solían hacer con los demás— a causa de Mathilde. Gozaba de una consideración especial. Todos tenían una forma particular de darle los buenos días, de estrechar su mano. Se había convertido en una costumbre. Cuando ya se había ido, siempre había alguien que murmuraba:
—¡Pobre hombre!
Era sólo de boquilla. Como cuando le dieron el pésame a Julien Lambert cuando estrangularon a su hermana.
Incluso hubo uno —el médico, una noche en la que había bebido demasiado— que masculló entre dientes:
—Seguro que esa ha echado de menos que la violaran.
—Hasta mañana.
—Te olvidas de que mañana es domingo.
Era verdad. El domingo no había partida de bridge.
—Entonces hasta el lunes.
¡El día de la última víctima! Luego todo habría terminado. Aún hablarían del asunto durante cierto tiempo, y después pensarían en otra cosa y ya nadie volvería a hablar de las viejas, que poco a poco se convertirían en leyenda.
Casi le daba pena. Miró al sastrecillo, y este, como si obedeciera, se dirigió hacia el perchero en el que había colgado el abrigo. No era el impermeable de la víspera. No se había atrevido a ponérselo. No volvería a ponérselo. Quién sabe si no lo había destruido ya.
Monsieur Labbé atravesó con calma el local, y su mirada se cruzó con la de Mademoiselle Berthe. Estaba sentada cerca de las ventanas, en el lugar que el día anterior ocupaba Jeantet. Iba bastante a menudo al Café des Colonnes, dos o tres veces por semana. Enseguida se notaba su perfume. Iba bien vestida, siempre de blanco y negro, lo cual hacía pensar en un luto, y eso la hacía más deseable.
Bebía lentamente su oporto, sola. Tenía una sonrisa discreta, apenas un amago, cuando uno de los hombres a los que conocía la miraba, pero ella nunca les dirigía la palabra.
A Monsieur Labbé le hubiera bastado guiñarle un ojo y dirigirse muy despacio hacia la Rue Gargoulleau, donde ella tenía un pisito.
Así le gastaría una buena broma a Kachudas. ¿Qué pensaría el sastre? ¿Qué iba a estrangular a Mademoiselle Berthe, aunque apenas tuviese treinta y cinco años?
Louise, su criada, estaba esperándole. Invariablemente, a las siete se sentaba a la mesa. Lo dejaría para la semana siguiente, cuando todo hubiese terminado, y aquello pudiera ser como un pequeño premio.
¡Anda Kachudas, amigo mío, ven! ¡Anda, hombre! Hoy ni vieja ni joven. Hoy volvemos a casa.
Los pasos del sastrecillo, a su espalda, eran inseguros. Debió de pensar que tenía que hablar con el sombrerero, porque, en un momento dado, cuando ya estaban en la Rue du Minage, se puso a andar más deprisa. Llegó hasta pocos metros de Monsieur Labbé, en medio de la niebla, que convertía a este en un fantasma de desmesuradas proporciones.
En el fondo, los dos se amedrentaron, y Monsieur Labbé, involuntariamente, apretó el paso.
Acababa de pensar: «¿Y si estuviese armado? ¿Y si quisiera matarme?».
Kachudas estaba lo bastante alterado para algo así.
Pero no. Se detenía, dejaba aumentar la distancia que los separaba, echaba a andar de nuevo, tanteando en la oscuridad.
Por fin, los dos se pararon delante de sus casas, sacaron la llave del bolsillo, y en el silencio de la calle, a través de la niebla, la voz tranquila de Monsieur Labbé dijo:
—Buenas noches, Kachudas.
Esperó, con la llave metida en la cerradura y el corazón encogido. Pasaron unos segundos, y entonces una voz ronca balbuceó como a pesar suyo:
—Buenas noches, Monsieur Labbé.