Una vez delante de su puerta, de los postigos que Valentin había cerrado, se detuvo, se desabrochó el abrigo para sacar el manojo de llaves del bolsillo de su pantalón. Siempre hacía los mismos gestos cuando volvía a su casa a aquella hora. Alguien se había parado en la esquina de la Rue du Minage. Era Kachudas, que esperaba que la puerta del sombrerero volviera a cerrarse para meterse también él en su casa.
Monsieur Labbé alzó los ojos y vio a la mujer del sastre en el taller del primer piso. Un poco inquieta, se había acercado para mirar por la ventana.
Hizo girar la llave en la cerradura, penetró en la caliente oscuridad, volvió a cerrar la puerta antes de girar el conmutador eléctrico y puso la barra; luego permaneció de pie, con la cara pegada a una grieta en uno de los postigos.
El sastrecillo, andando siempre prudentemente en medio de la calle, llegaba por fin a la altura de su casa. Avanzaba de una forma rara, como a sacudidas; por vez primera Monsieur Labbé observó que al andar cojeaba un poco de una pierna. Kachudas también miró hacia arriba, pero su mujer acababa de volver a la cocina. Se metió en su tienda, de la que se vio obligado a salir de nuevo para colocar las contraventanas, ya que no tenía un dependiente que lo hiciera por él. Todos sus movimientos eran nerviosos, bruscos. Sin duda había gritado, volviéndose hacia la escalera, una escalera de caracol idéntica a la de la sombrerería:
—¡Soy yo!
Se dio prisa, cerró la puerta echando el cerrojo. La luz de la planta baja se apagó, y un poco después apareció en el taller, donde lo primero que hizo el sastrecillo fue acercarse a mirar por la ventana.
Monsieur Labbé se retiró de su puesto de observación, guardó en la caja el resto del dinero que había cogido antes de salir, se dirigió a la trastienda y jugó por un momento con un objeto que se había sacado del bolsillo y que parecía un juguete fabricado por algún golfo callejero, dos pedazos de madera unidos por una especie de cordel.
No se había quitado todavía el abrigo mojado y, cuando se inclinaba, de su sombrero caían gotas de agua. Sólo se lo quitó al llegar al pie de la escalera, donde había un perchero, y vio una raya de luz bajo la puerta de la cocina.
La mesa estaba puesta con un solo cubierto, un mantel blanco, una botella de vino ya abierta y con un tapón de plata.
—Buenas noches, Louise. ¿No ha llamado la señora?
—No, señor.
La criada, después de mirar sus pies cuando se sentó ante la estufa, volvió con unas zapatillas en la mano y se arrodilló en el suelo. Él nunca se lo había pedido. Sin duda, en la granja le habían enseñado a cambiar el calzado a los hombres, a su padre y a sus hermanos, cuando volvían del campo.
Hacía tanto calor como en la tienda, y en el aire pesaba la misma quietud que parecía bloquear los objetos, dándoles un aspecto pétreo, eterno.
Detrás de la ventana que daba al patio seguía el ruido de la lluvia, y dentro era un reloj antiguo, en su caja de nogal y con un disco de cobre como péndulo, lo que sonaba, y parecía que las horas transcurrían más lentamente que en cualquier otro lugar. La hora no era la misma que en la sombrerería, que en el reloj de Monsieur Labbé o que en el despertador del primer piso.
—¿No ha venido nadie?
—Nadie, señor.
Le calzaba las zapatillas, de piel de cabritilla fina y reluciente. La estancia era más un comedor que una cocina, ya que los fogones y el fregadero estaban al lado, en un pequeño cuartito. La mesa era redonda, los asientos estaban forrados con cuero claveteado. Había muchos objetos de cobre, y en un rústico aparador, viejos platos de loza comprados en la subasta.
—Subiré a ver si la señora necesita algo.
—¿Puedo servir la sopa?
Desapareció por la escalera de caracol, y la criada oyó abrirse la puerta del primer piso, luego pasos, un murmullo, el ruido de las ruedas al empujar la silla, como todas las noches, por el cuarto.
Cuando volvió a bajar dijo, sentándose a la mesa:
—No tiene hambre. ¿Qué hay para cenar?
Se había puesto el libro delante, luego sacó las gafas de concha del estuche. La estufa le calentaba la espalda. Comía con lentitud. Louise le servía, y entre plato y plato esperaba inmóvil, en el cuartito, con la mirada perdida en el vacío.
Aún no había cumplido veinte años. Era más bien gorda, muy tonta, con unos ojos saltones e inexpresivos.
El cuchitril que servía de cocina no era lo bastante grande como para que cupiera una mesa. A veces, ella comía allí de pie, otras esperaba a que el sombrerero hubiese terminado y salido del comedor para sentarse en su sitio.
A él no le gustaba. Había hecho un mal negocio al contratarla, pero ya habría ocasión de pensar en ello más adelante.
A las ocho menos cuarto se pasó la servilleta por los labios, la dobló enrollándola y la metió en un servilletero de plata, volvió a tapar la botella, de la que sólo había bebido un vaso, y se puso en pie suspirando.
—Está preparada —dijo ella.
Entonces Monsieur Labbé tomó la bandeja en la que había servida otra cena y subió una vez más las escaleras. ¿Cuántas veces al día subía aquellas escaleras?
Lo difícil era, sujetando la bandeja con una mano sin que se derramase nada, sacar la llave del bolsillo y hacerla girar en la cerradura, porque aquella puerta siempre estaba cerrada con llave, incluso cuando él se hallaba en casa. Giraba el conmutador eléctrico, y Kachudas, desde la casa de enfrente, veía iluminarse el estor. Dejaba la bandeja siempre en el mismo lugar y volvía a cerrar la puerta a sus espaldas.
Todo eso era muy complicado. Había necesitado tiempo para organizarlo. Las idas y venidas del sombrerero seguían un orden preciso, que tenía una enorme importancia.
Primero había que hablar. No siempre se tomaba la molestia de articular palabras, porque de todas formas abajo sólo podía oírse un confuso murmullo. Hoy, por ejemplo, repetía con cierta satisfacción:
—¡Harías mal, Kachudas!
Aquella noche no había nada particularmente apetitoso para comer, pero eligió la parte más tierna de una chuleta de ternera. Algunos días se comía toda la segunda cena.
Se dirigió hacia la ventana. Disponía de tiempo. Apartó ligeramente el estor y vio al sastrecillo, quien, después de cenar, volvía a sentarse sobre su mesa mientras las pequeñas jugaban por el suelo de la habitación, y, sin duda, la mayor lavaba los platos junto con su madre.
Dijo en voz alta, volviendo a la bandeja:
—¿Has cenado a gusto? Perfecto.
Y fue a vaciar los platos —salvo el hueso de la chuleta— en el retrete, sin tirar de la cadena. Al comienzo lo hacía, pero era un error. Y había montones de errores y de imprudencias que había ido corrigiendo poco a poco.
Volvió a bajar con los platos vacíos, y Louise, la criada, terminaba de cenar en su sitio. Para no tener que lavar más platos, comía en el mismo que su patrón y bebía en su vaso. Mientras comía también leía, novelitas populares.
—¿No sale, Louise?
—No tengo ganas de que me estrangulen.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Casi había terminado. Sólo faltaban unos cuantos pasos para acabar su ritual diario, cerciorarse de que la puerta de la tienda estaba bien cerrada, apagar la luz, subir una vez más las escaleras, sacar la llave del bolsillo, abrir, volver a cerrar la puerta.
Al poco rato Louise subiría a acostarse en la habitación del fondo, y oiría sus pesados andares durante más de un cuarto de hora, antes de que el somier rechinase bajo su peso.
—¡Es un infeliz!
Ahora podía hablar en voz alta. De vez en cuando parecía necesitarlo. Por fin podía tirar de la cadena en el retrete, quitarse el cuello postizo, la corbata, la chaqueta, ponerse la bata de color pardo. Aunque aún no había acabado del todo, porque aún tenía que poner tres o cuatro leños en la chimenea.
Por la mañana era Louise quien los subía y los apilaba en el rellano del primer piso.
Todas las casas de la calle eran de la misma época, la de Luis XIII. Por fuera seguían igual, con sus soportales y sus tejados inclinados, pero en el curso de los siglos cada una había sufrido diversas transformaciones por dentro. Por ejemplo, Monsieur Labbé tenía encima un segundo piso, pero no podía acceder a él sin salir a la calle. Al lado de la tienda, una puerta daba a un estrecho pasadizo que conducía al patio. Y de allí arrancaba la escalera que llegaba al segundo piso, aunque no se comunicaba con el primero.
Antaño era práctico, cuando arriba había inquilinos. Desde hacía tiempo las habitaciones estaban vacías, exactamente desde el primer año de la enfermedad de Mathilde, que no soportaba oír todo el día pasos encima de su cabeza.
Había tenido que poner un pleito para desembarazarse de los que vivían en el segundo. ¡Habían pasado tantas cosas más complicadas que aquello!
¿No olvidaba nada? Los leños ardían. Los estores estaban bien cerrados. Podía apagar la luz del techo, demasiado fuerte para su gusto, y no dejar encendida más que la lámpara que había sobre el secreter, porque siempre había habido un pequeño secreter en un rincón, con muchos cajoncitos minúsculos, y ahora era muy práctico.
Tomó un fajo de periódicos, las tijeras, llenó su vieja pipa de espuma de mar. Dos o tres veces se volvió hacia la ventana, pensando en Kachudas.
—¡Pobre hombre!
Al principio las cartas le habían supuesto un trabajo de mucha paciencia, porque recortaba por separado cada una de las letras. Ahora conocía tan bien el periódico, que sabía en qué sección podía encontrar casi con toda seguridad las palabras que necesitaba. También halló en el costurero de Mathilde unas tijeras que cortaban limpiamente.
«Ha muerto la sexta, joven, y toda la ciudad lamentará nuevamente su suerte».
Había adquirido la costumbre de dirigirse de forma directa a Jeantet.
«Tenga en cuenta que Mademoiselle Mollard sufre del corazón desde hace varios años, que es pobre, que vive sola, que no tiene a nadie que la cuide y que se ve obligada a dar lecciones de piano a los hijos de sus amigas. En cuanto a su cuñado, el arquitecto, que se gana muy bien la vida, siempre se ha negado a ayudarla.
»Evidentemente, si la he matado no ha sido por eso. La he matado, como a las otras, porque era preciso hacerlo. Y eso no lo quiere comprender nadie. Volverán a decir y a escribir que soy un loco, un maniaco, un sádico, un obseso, y no es verdad.
»Hago lo que tengo que hacer, eso es todo.
»Si se me creyera, se evitaría ese pánico estúpido que impide a la gente salir de sus casas, y que tanto perjudica al comercio.
»A menos que se hagan tonterías, ya sólo queda una en la lista. Con lo que serán exactamente siete, y todas las investigaciones del mundo no van a impedirlo.
»La mejor prueba de ello, joven, es que le anuncio ya ahora que será el lunes próximo».
La dirección era fácil de componer, porque bastaba con recortar la firma de Jeantet al pie de un artículo, y la dirección impresa del diario que encabezaba los anuncios por palabras.
Louise acababa de entrar en su habitación, y resoplaba como de costumbre.
Monsieur Labbé cerró la carta, pegó un sello y metió el sobre en el bolsillo de su chaqueta, que colgaba de un arco de la bóveda. Al día siguiente por la mañana, después de haber quitado las tablas de la fachada, esperaría a que llegase Valentin, y luego iría a dar su paseo habitual por la ciudad, tanto si llovía como si no.
Lo sorprendente es que no había tenido que cambiar en nada sus costumbres. Por la mañana siempre se había paseado por el barrio, dando la vuelta a una o dos manzanas, y por la tarde siempre había acudido al Café des Colonnes.
Eran las nueve y media. Aún le quedaba una hora por delante, y se fue a sentar frente a la chimenea, con las piernas estiradas y un grueso libro de amarillentas páginas sobre las rodillas.
Era uno de los tomos de las «Causas célebres» del siglo XIX. Cinco meses atrás había comprado veinte volúmenes desparejados en la sala de subastas. Aún le quedaban siete por leer.
Fumaba dando bocanadas cortas y espaciadas. Hacía calor. Al fin Louise habría acabado por dormirse. Sólo oía el ruido monótono de la lluvia, a veces el crepitar de los leños, y no había nadie que pudiera turbar su lectura.
Monsieur Labbé estaba tranquilo, sereno. De vez en cuando dirigía una mirada al despertador.
—¡Aún faltan veinte minutos!
Sólo diez. Cinco. A las diez y media cerró el libro suspirando, se levantó y entró en el cuarto de baño. A las once menos cuarto se acostó en la cama de la derecha.
Antaño sólo había una cama en la habitación, una cama preciosa que hacía juego con los demás muebles de la alcoba. Cuando Mathilde cayó enferma la trasladaron por la calle —porque no existía una escalera que uniese los dos pisos— al piso vacío de arriba, y la reemplazaron por dos camas gemelas separadas por una mesilla de noche.
Se volvió para asegurarse de que las brasas aún candentes de la chimenea no fuesen a caer sobre la alfombra y prendiesen fuego.
Kachudas, enfrente, seguía trabajando. Era un pobre infeliz. Lo hacía todo él mismo, incluso los pantalones y los chalecos, que los sastres más importantes encargaban a costureras que trabajaban en sus casas.
Ahora que la habitación estaba a oscuras, Monsieur Labbé podía ver a través del estor el rectángulo luminoso del otro lado de la calle.
Antes de dormirse, dijo a media voz, porque siempre era bueno hablar:
—Buenas noches, Kachudas.
No dejaba que sonase el despertador: se despertaba por sí solo a las cinco y media. La gorda Louise aún dormía, metida en su húmeda cama; debía de oír cómo se levantaba, iba a buscar unos leños al rellano, volvía a cerrar la puerta, encendía la chimenea. Aquella mañana, al cabo de un momento notó que faltaba algo, era el crepitar de la lluvia, el ruido del agua en el canalón. Aún era demasiado oscuro para ver el cielo, pero se adivinaba que el viento del mar empujaba las nubes tierra adentro.
Tenía que hacerse la cama, ordenar la alcoba, sacar el cubo con las cenizas de la chimenea; todo eso lo hacía con movimientos precisos, que efectuaba en un orden minuciosamente estudiado.
Hablaba un poco, decía cualquier cosa, no tardaba en ver iluminarse la ventana de enfrente. No era Kachudas, que todavía estaba durmiendo, sino su mujer, que encendía el fuego en la casa, barría el taller, recogía los retales.
Oía pasar carretas que se dirigían al mercado, luego otras se detuvieron en la calle misma, voces de campesinas, el ruido de los cestos y de los sacos que dejaban caer en el suelo.
Era sábado. Se bañó, se vistió, mientras Louise se lavaba al otro lado del tabique del cuarto de baño.
Ella fue la primera en bajar para preparar el café, y cuando él bajó ya estaba encendida la chimenea.
—Buenos días, Louise.
—Buenos días, señor.
En la sombrerería metió un fósforo por el agujerito de la estufa de gas. En la calle se oía cada vez más ruido, pero aún no era el momento de retirar los postigos.
Primero había que desayunar, luego subir el desayuno de Mathilde. El cielo empezaba a palidecer. Monsieur Labbé empujaba hasta la ventana la silla de ruedas que siempre ponía en el mismo sitio, en el mismo ángulo, asegurándose de que la cabeza de madera, que procedía de su trastienda, no se pudiera caer.
Había que apagar la luz. Levantar el estor. Todo era gris, casi blanco. La lluvia se había transformado en niebla, y la lámpara de Kachudas sólo se veía como a través de un velo.
Los cristales estaban helados. ¿Iba por fin a helar? En la calle, las mujeres del campo, arrebujadas en las manteletas, a veces dejaban de ordenar sus cestas para golpearse los costados con sus ateridas manos. Una de ellas, una anciana de corta estatura, se instalaba en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, y ya había encendido un brasero. En aquella época vendía castañas y nueces.
Kachudas aún no se había instalado en su mesa. La puerta de la cocina estaba abierta y toda la familia estaba desayunando. Madame Kachudas no se había lavado ni peinado. El menor de sus hijos, el único varón, que tenía unos ojos grandes y negros en forma de almendra, todavía llevaba la camisa de dormir.
Eran gente rara. Por la mañana comían embutidos. Kachudas estaba de espaldas, con un hombro más alto que el otro.
Monsieur Labbé le esperaría. Siempre tenía alguna cosa que hacer. Ya había quemado los periódicos de los que recortó las palabras y las letras. Llevó a Louise su traje de la víspera para que lo planchara, porque cuidaba mucho su indumentaria, su ropa era siempre de paño fino, los zapatos hechos a medida.
Primero se oyeron los chirridos de unos cuantos carros y alguna que otra voz aislada, pero ahora, de una punta a otra de la calle, se oía el estruendo ensordecedor de todos los sábados. Sabía de antemano qué olor a verdura fresca, a coles mojadas, a gallinas y a conejos iba a asaltarle apenas abriese la puerta de la tienda.
Aún tuvo que esperar un rato, mirando por la rendija, antes de que Kachudas saliese por fin de su casa, y entonces le imitó, saludándole por encima de las mujeres del mercadillo:
—Buenos días, Kachudas.
Los flacos hombros se estremecieron, el hombre se volvió, abrió la boca, pasaron unos segundos antes de que pudiera decir:
—Buenos días, Monsieur Labbé.
Para él, aquello debía de ser increíble, un poco alucinante, tal vez aún más a causa de la niebla.
Las cosas sucedían como todas las mañanas, al menos como todos los demás sábados; el sombrerero estaba recién afeitado, bien vestido; retiraba dignamente las tablas de su escaparate y las iba entrando una a una, depositándolas en el rincón que había detrás de la puerta.
Los adoquines aún estaban mojados y había charcos en las aceras. La chacinería, al lado de la tienda de Kachudas, estaba iluminada.
Valentin llegó a las ocho y media, con la nariz enrojecida, y apenas entrar en la tienda tuvo que sonarse.
—He pillado un resfriado —dijo.
El ambiente sobrecalentado de la sombrerería le permitiría cuidarse el resfriado. Monsieur Labbé se puso el abrigo y cogió el sombrero.
—Volveré dentro de un cuarto de hora.
Se dirigió hacia el mercado cubierto, y muchos le saludaban, porque había nacido en La Rochelle y siempre había vivido allí. Eligió el buzón de la Rue des Merciers; aquella mañana no corría ningún peligro, nadie iba a fijarse en él entre el ir y venir del gentío. Luego, como le gustaba hacer los sábados, entró en el mercado cubierto, se paseó ante los puestos de pescado y de mariscos.
Sólo un momento antes de volver a su casa compró el periódico, en la esquina de su propia calle, y se lo metió en el bolsillo sin sentir la curiosidad de echarle un vistazo.
Una granjera se había presentado con su hijo, a quien Valentin, con el pañuelo en la mano, probaba gorras. Ya era de día. Monsieur Labbé se quitó el abrigo y el sombrero y le dijo a Louise, hablando por la puerta entreabierta:
—Compre langostinos. La viejecita de Charron los tiene muy hermosos. ¿Ha llamado la señora?
—No, señor.
Primero se comería su parte de langostinos abajo, luego la de Mathilde en la alcoba. Había sido una suerte que la antigua asistenta, Delphine, se hubiera ido a vivir con su hija a la isla de Oléron, porque Delphine, que había trabajado en su casa durante veinte años, no ignoraba que a Mathilde no le gustaba ninguno de los productos del mar.
Hubiera podido encontrar a alguien mejor que Louise. Muchísimas cosas hubieran podido arreglarse de forma más agradable. Incluso empezaba a detestar a la muchacha. Nunca hacía preguntas. No se podía saber lo que pensaba. Si es que pensaba algo.
No le gustaba que durmiese en la casa. Delphine, que tenía hijos, volvía a la suya, al otro lado de la estación, inmediatamente después de cenar. También Louise al principio dormía fuera. Más tarde, a causa de los asesinatos de las viejas, le había dicho que no quería volver a salir una vez hubiese oscurecido.
¿Por qué había aceptado darle una habitación en el primer piso? ¿Acaso tenía entonces aún una vaga idea en la cabeza? Cuando no se la miraba desde muy cerca, no dejaba de ser deseable. Pero ahora que la oía lavarse al otro lado del tabique, no podía ignorar que era muy sucia. El olor de su cuarto, en el que había entrado en alguna ocasión, daba náuseas, como la ropa interior que dejaba tirada sobre una silla.
Probablemente no era peligrosa, pero no dejaba de ser una complicación, y él ya había hechos muchas cosas para ahorrarse complicaciones.
Más adelante ya vería.
Se cambió de chaqueta, siempre se ponía una chaqueta vieja para trabajar, entró en la trastienda y encendió el infiernillo que utilizaba para moldear los sombreros con vapor.
Abrió un armario con la más pequeña de las llaves que llevaba encima. Estas llaves, que tenían una importancia capital, estaban limpias y relucientes como herramientas, y siempre las llevaba en el mismo bolsillo, sin olvidarse nunca de dejarlas sobre la mesilla de noche antes de acostarse.
En el fondo del armario colgaba del techo un cordel, y tiró de él dos o tres veces.
Valentin, que seguía ocupado con la clienta del niño, dio unos pasos para anunciarle:
—La señora le llama, Monsieur Labbé.
Porque tirando del cordel se accionaba un mecanismo que daba unos golpes en el suelo del primer piso, exactamente igual que antes, cuando, para llamar, Mathilde golpeaba con un bastón ese mismo suelo.
—Ya voy —anunció suspirando.
Volvió a cerrar el armario, se guardó las llaves en el bolsillo. Era curioso, en la tienda de Kachudas el sastrecillo estaba ocupado tomando las medidas a un niño que iba acompañado de su madre. Un niño y una madre a cada lado de la calle, y, esto era aún más curioso, del mismo pueblo.
Desapareció por la escalera de caracol y Valentin pudo oír sus pasos. La puerta estaba cerrada.
Las cortinas impedían que desde fuera se viese algo. En su cocina, Madame Kachudas, que nunca pensaba en los vecinos de enfrente, levantaba los brazos para ponerse un vestido encima de la combinación, porque la familia, para no pasar frío, se vestía e incluso se lavaba en la cocina. Para las hijas y para el niño ponían una palangana de esmalte sobre una silla.
Añadió un tronco a los del hogar, se sentó, encendió la pipa y solamente entonces abrió el periódico.
«El Estrangulador ha causado una nueva víctima».
¿No es curioso comprobar cómo las palabras pueden deformar la realidad? ¡El Estrangulador! Y encima con mayúscula. Como si hubiese alguien que naciese estrangulador. O como si fuese una vocación. ¡Y la verdad era tan diferente! Eso siempre le irritaba un poco. Y fue esta misma irritación la que le empujó a escribir su primera carta al periódico. Aquella vez habían publicado el titular:
«Un loco peligroso anda suelto por la ciudad».
Él replicó: «No, no se trata de ningún loco. No hablen de lo que no conocen».
Sin embargo, el joven Jeantet no era tonto. Mientras la policía se dedicaba a detener a los vagabundos y a los marineros alborotadores, interpelaba al azar a los viandantes por las calles y les pedía la documentación, el reportero iba formando poco a poco una explicación coherente. Después de la tercera víctima, Mademoiselle Lange, la mercera de la Rue Saint-Yvon, y cuando ya se había organizado la vigilancia cuando oscurecía, él afirmaba:
«Se equivocan al ocuparse de los vagabundos y, en términos generales, de todos los que llaman la atención por su indumentaria o su comportamiento. El asesino es necesariamente un hombre que pasa inadvertido. No se trata, pues, de un forastero, como algunos suponen. Si se tienen en cuenta las idas y venidas que han requerido sus tres crímenes, es más que probable que al menos una vez haya tenido que tropezar con una de esas patrullas de voluntarios que recorren la ciudad todas las noches».
Llevaba razón. El sombrerero se había cruzado con una patrulla y había seguido tranquilamente su camino. Habían dirigido hacia él la luz de una linterna, y una voz había dicho:
—Buenas noches, Monsieur Labbé.
—Buenas noches, señores.
«… Solamente un ciudadano conocido y respetable ha podido…».
Aquel muchacho al que veía escribir todas las noches en la primera mesa del Café des Colonnes, iba mucho más lejos en sus deducciones.
«… Las horas en que se han cometido los crímenes demuestran que es un hombre casado, de costumbres regulares…».
Basaba esta afirmación en el hecho de que ninguno de los crímenes se había cometido después de la hora de la cena.
«… Por lo tanto es un hombre que no sale solo por la noche…».
Luego entraba en detalles. Después del quinto asesinato, el penúltimo, el de Léonide Proux, la comadrona de Fétilly, había escrito:
«Lo más verosímil es que hiciese salir a la comadrona de su casa por medio de una llamada telefónica, lo que parece confirmar el maletín que llevaba en el momento en que la mataron…».
No era verdad. Precisamente fue la única con la que Monsieur Labbé tropezó casi por azar. Desde luego, estaba en la lista. Aunque es posible que, de no haber tropezado con ella, la hubiese telefoneado.
«Dado que hubiese sido peligroso hacer una llamada telefónica tan comprometedora desde una cabina pública o un café…».
Quería ser demasiado inteligente, más inteligente que el asesino. Llegaba a afirmar que este tenía teléfono en su casa. ¿No se le ocurrió pensar que en ese caso su mujer o la criada hubieran podido oírle?
La cuestión es que Monsieur Labbé no tenía teléfono, siempre se había negado a que se lo instalaran. El joven Jeantet seguía disparatando:
«Se trata verosímilmente de un hombre que trabaja en una oficina, de la que sale entre las cinco y las seis, y que comete sus crímenes antes de volver a su casa».
No dejaba de ser desconcertante que escribiese esto en el café, donde veía todos los días a comerciantes, a gentes de profesiones liberales, pasar una hora o dos jugando a las cartas antes de cenar.
Hoy había algo más. El periódico publicaba como subtítulo:
«¿Se conoce una descripción del asesino?».
Descubrieron el cadáver de Mademoiselle Irène Molland poco después de las ocho de la tarde.
Había sido un agente de policía que había tropezado literalmente con el cuerpo. Enseguida se había enterado toda la calle. La madre de la niña a la que la víctima dio su última lección había dicho:
—Yo no quería dejar que se fuese sola. Le supliqué que esperara a que volviese mi marido, para que la acompañara hasta la puerta de su casa. No quiso escucharme. Se reía de mis temores. Decía que no tenía ningún miedo. Mientras se alejaba, he dejado por un momento la puerta entreabierta para escuchar el ruido de sus pasos. Ahora me acuerdo de que vi a un hombre en medio de la calle.
»Estuve a punto de pedir socorro, pero luego pensé que era ridículo, que un asesino no se iba a quedar en medio de la calzada. De todas formas, cerré la puerta muy deprisa. No le vi bien, pero estoy casi segura de que era un hombre bajito y delgado, con un impermeable demasiado largo.
El impermeable de Kachudas, o, mejor dicho, el impermeable que no pertenecía a Kachudas pero que un viajante de comercio que no era de la ciudad dejó en su casa porque estaba raído y sucio, al comprarle un abrigo, y que el sastrecillo aprovechaba cuando llovía.
Monsieur Labbé se volvió hacia la ventana. Kachudas ya se había subido a la mesa. Hablaba con su mujer, que estaba a punto de salir, con la bolsa de la compra en la mano. Es posible que ella le estuviese preguntando qué le apetecía para comer.
El sastre aún no había leído el periódico. Por la mañana sólo salía de su casa para quitar las tablas. Al cabo de un rato, cuando volviese del mercado, su mujer le llevaría el Écho des Charentes.
También Louise salía para hacer la compra. La campanilla de la puerta de entrada acababa de resonar varias veces. Había clientes en la tienda.
Antes de salir del cuarto Monsieur Labbé no se olvidó de murmurar unas palabras, y cambió ligeramente de sitio la silla.
Valentin vio aparecer las piernas, el torso, por fin la cabeza tranquila y reposada. Como parecía confuso, el sombrerero le preguntó:
—¿Qué pasa?
El resfriado joven señaló a un campesino enorme que se balanceaba apoyándose alternativamente en una y otra pierna.
—Necesitaría un cincuenta y ocho y sólo tenemos un cincuenta y seis.
—A ver.
Ensanchó el sombrero con vapor, y el cliente se marchó mirándose en los espejos con un asomo de inquietud.