(Martes 18 de octubre, 2:15 de la tarde)
Vance miró a Llewellyn durante unos momentos con increíble tranquilidad. Después habló:
—Sí, tiene usted razón. Mientras yo hable, usted me dejará vivir…, ya que cree que puedo halagar su vanidad…
—¡Vance! —Markham habló por primera vez desde que entramos en el Casino—. ¿Por qué pactar con este miserable? El ya tiene tomada su decisión y nada nos queda que hacer.
Habló en tono brusco y premioso, pero bajo él se adivinaba un valor y una resignación que hizo aumentar mi entusiasmo por el fiscal.
—¡Vamos! ¡Hable! —ordenó Llewellyn con exagerada calma—. ¿O prefiere que yo mismo le cuente la historia?
—No, no es necesario…, excepto para unos cuantos detalles. He aquí cómo yo he visto el asunto: usted decidió deshacerse de su esposa y atribuir el hecho a su tío. Su esposa era un estorbo; tanto usted como su madre la odiaban…, y usted se sentía un poco más seguro de coger toda la herencia quitándola a ella de en medio. En cuanto a Kinkaid, usted nunca le quiso, y eliminándole como posible heredero eliminaba al mismo tiempo otra causa de discordias. Le odiaba usted apasionadamente por su superioridad y absoluto desprecio hacia usted. Es la actitud acostumbrada en los seres inferiores de su tipo. Puso usted manos a la obra, animado por su vanidad y su egoísmo, y planeó el que usted creyó crimen perfecto, que debía conducirle a la eliminación de todos los factores que estorbasen su camino. Y fraguó su golpe de manera que, sucediese lo que sucediese, las sospechas no pudieran recaer sobre usted… ¡Magnífica idea! Pero no tuvo usted inteligencia suficiente para perfeccionar el plan.
Vance hizo una pausa, contrarrestando con un gesto de desdén la amenazadora mirada de Llewellyn. Después prosiguió:
—Concibió usted la idea del veneno como agente criminal porque era un medio indirecto y oculto y evitaba, por tanto, la necesidad de algún acto de valor. Eso está de perfecto acuerdo con su carácter. Usted sabía que su esposa se lavaba los ojos todas las noches. Y usted había leído en los libros de toxicología de su padre (que probablemente consultó expresamente para sus fines) que era posible causar la muerte por la absorción de la belladona por las mucosas de la nariz y ojos. Fue cosa sencillísima el disolver una cantidad de tabletas de belladona o atropina en el líquido destinado a los lavados. Pero no estaba usted lo suficientemente versado en los modernos métodos toxicológicos (quizá la poca modernidad de los libros de su padre fue la causa de esta ignorancia) para saber que hoy día no es el estómago el único órgano que se da a los peritos para su examen. Se tenía antes la equivocada idea de que sólo era preciso el análisis del estómago para probar un supuesto envenenamiento; pero las últimas investigaciones han aclarado más este asunto. Y de ello hablan las obras modernas. Debió usted leer a Webster, o a Ross, o a Withaus y Becker, o a Autenrieth. Sin embargo, nos mareó /usted bastante hasta que yo fijé la atención en la botella de líquido para los ojos que encontré en el armario del cuarto de baño…
—¿Cómo es eso? —los ojos de Llewellyn se abrieron un poco más, pero sin ceder en su incansable vigilancia—. Una vez me habló usted acerca de ese armario.
—¡Oh, sí! Pero en aquella ocasión yo sólo estaba reuniendo datos. Después que usted sacó y vació la botella (lo que ocurrió el domingo por la mañana a su regreso del hospital) la volvió usted al armarito, colocándola de modo que la etiqueta no estaba visible. Yo noté que allí había cambiado algo… Pero no lo pude precisar. Por eso di perfecta libertad de acción a todos los de su casa durante el domingo… Por cierto que ese mismo día visitó usted una farmacia. ¿No es verdad? Y pidió que le rellenaran la botella con su primitiva solución innocua, temiendo que una botella vacía pudiera llamar la atención.
—Diré que sí. Prosiga.
—Le estoy muy agradecido por haber vuelto esa botella a su sitio con la etiqueta hacia adelante. Eso me dio una pista…, y el análisis químico del toxicólogo confirmó mi suposición. Supe entonces que su esposa había muerto por absorción de belladona a través de los ojos, y que alguien de la casa manipuló en la botella para borrar el rastro.
—Muy bien. Hasta ahora todo fue acertado. Y supongo que usted creería que Amelia y yo fuimos envenenados también con belladona.
—No. ¡Oh, no! Nada de belladona. Conozco lo suficiente la toxicología para creerme eso. Usted se envenenó a sí mismo con nitroglicerina.
Llewellyn dio un ligero respingo.
—¿Cómo supo usted eso? —preguntó sin apenas mover los labios.
—Por simple deducción —contestó Vance—. El doctor Kane me dijo que usted padecía del corazón, y que le recetó unas tabletas de nitroglicerina. Indudablemente en alguna ocasión usted tomó unas cuantas de más y se sintió algo mareado. Estudió usted después la acción de la nitroglicerina y descubrió que una sobredosis le haría perder el conocimiento, sin producirle daño más duradero. En consecuencia, luego de preparar la escena en su casa, se administró una buena dosis de tabletas y se borró usted temporalmente del cuadro a la vista de un auditorio. No hubo manera, claro está, de averiguar cuál fue el veneno. Meros síntomas de colapso solamente. Me figuré lo que había sido en el momento en que Kane me habló de las tabletas de nitroglicerina.
—¿Y Amelia?
—Lo mismo. Sólo que con ella ocurrió algo imprevisto. Usted no había pensado envenenarla. Había planeado que fuese su madre la que tomara el agua de la jarra en que había disuelto la nitroglicerina. Pero su hermana trastornó sus planes.
—¿Cree usted que yo quería envenenar a mi madre?
—¡Oh, no! —contestó Vance—. Todo lo contrario. Usted se proponía que ella, al igual que usted, apareciese como una de las víctimas del complot, para eliminar toda posibilidad de que se sospechase de ustedes.
—¡Sí! —un fulgor extraño apareció en los ojos de Llewellyn—. Tenía que proteger a mi madre. Tenía que pensar en ella tanto como en mí mismo. Eran demasiados los que sabían que no quería a mi esposa, y es una mujer dura y agresiva en muchos aspectos. En seguida las sospechas habrían recaído sobre ella.
—Eso parece evidente —convino Vance—. Y cuando usted supo que su hermana había ingerido la nitroglicerina, ensayó otro medio para alejar a su madre de esas sospechas. En cuanto nos oyó en las escaleras, el domingo por la mañana, representó usted, en nuestro beneficio, una conmovedora escena de Edipus, fingiendo creer que su madre era culpable. Doble astucia. Tendía a descartarle a usted, y daba a su madre la oportunidad de convencernos de que ella era inocente. Lo cual fue una pequeña cobardía, porque realmente podríamos haberla creído complicada en el asunto. Pero en sentido dramático, la escena fue efectista… ¿Hay algo más que le interese conocer acerca de mis deducciones?
Llewellyn reflexionó maliciosamente unos momentos; después, preguntó:
—¿Qué le pareció a usted lo de las tabletas para la rinitis y la nota de la suicida?
—Justamente lo que usted pretendió que me pareciera —contestó Vance—. Ellas constituían los contornos básicos de su trama. Confieso que estuvo bien pensado. Pero yo fui un poco más lejos de lo que usted hubiera querido. Usted se proponía que yo aceptase a Kinkaid como la realidad; pero en seguida reconocí en él la víctima que había de servirle de testaferro.
Llewellyn frunció el ceño, y sus ojos se entornaron peligrosamente. Había en su rostro la expresión de un odio colosal. Después hizo una mueca burlona.
—¿De manera que usted desechó la hipótesis del suicidio? —dijo—. Eso era precisamente lo que yo me proponía. ¿Y pensó usted en seguida en Kinkaid?
—Así fue. Pero la cosa era demasiado evidente…
—¿Y el agua pesada?
—¡Oh, sí! Eso salió a relucir en cuanto reflexioné un poco. Tal como usted se lo proponía. La trama se hizo algo transparente en cuanto uno o dos de los principales factores se resolvieron por sí mismos. La estructura estaba bien calculada, pero algunos de los detalles acusaban poca consistencia. Falta de conocimientos y estudios por su parte. Todo en usted es algo infantil. Desde un principio le tuve a usted en la imaginación como una posibilidad…
—¡Está usted mintiendo! —rugió Llewellyn—. Veamos su razonamiento.
Vance lanzó un profundo suspiro y se encogió de hombros con desdén.
—Como usted dijo antes, mientras hablo continúo a este lado de la eternidad. No son de despreciar unos momentos más de vida… Según las circunstancias, yo soy muy agradecido para los más pequeños favores. Y no me gustaría abandonar este mundo dejándole a usted en un estado de incertidumbre mental.
Su voz se había vuelto tan fría y reposada como la de Llewellyn.
—Su carta solicitando mi presencia en el Casino el sábado por la noche fue la primera equivocación que cometió usted. Era hábil, no obstante, pero no lo suficiente. Respiraba insinceridad…, como usted se lo propuso; pero decía demasiado, y revelaba más o menos el carácter del que la escribió. La había concebido un cerebro afeminado, astuto y falaz, y esto daba la pista del tipo de persona que había que buscar. Realmente, como usted comprenderá, no era necesario que yo presenciase su colapso en el Casino; cualquiera podría haberme dado los detalles. Pero dejemos pasar eso… Usted escribió a máquina la carta, así como queriendo indicar alguien poco familiarizado con aquel mecanismo: Kinkaid, por ejemplo. Después depositó la carta en Closter para enfocar nuestra atención hacia el pabellón de caza de su tío, situado por aquellos alrededores. Pero eso también fue pasarse de listo; pues si Kinkaid hubiese realmente enviado la carta, la hubiera echado al correo en cualquier otra parte menos en Closter. Pero este es un detalle secundario, y yo no se lo echo en cara; descuidó usted otras cosas que sobrepasan con mucho a tan trivial error… El frasco de tabletas para la rinitis estaba vacío, como queriendo proporcionar un indicio para la futura culpabilidad de Kinkaid. Usted sabía, claro está, que no se encontraría belladona alguna en el estómago, y que el hecho sugeriría la idea de un falso suicidio. Sus manipulaciones en las jarras de agua iban encaminadas a dar la impresión de que ese líquido había servido de vehículo para la administración del veneno. Era el segundo poste indicador (el matasellos de Closter fue el primero) que nos debía encaminar hacia el motivo del agua pesada. Una vez descartada la hipótesis del suicidio, y descubierto el hecho de que Kinkaid se dedicaba a la fabricación de agua pesada, las sospechas contra él tendrían que ser abrumadoras. Y usted y su madre habrían quedado automáticamente eliminados, a condición de que ella hubiese ingerido la nitroglicerina que usted le preparó… ¿Es mi razonamiento acertado hasta aquí?
—Sí —confesó Llewellyn de mala gana—. Prosiga.
—Nadie, por supuesto —continuó Vance—, conoce los efectos que el agua pesada produce en los seres humanos cuando se ingiere en gran cantidad, pues aún no se ha dispuesto de líquido suficiente para hacer las experiencias, suponiendo que fueran factibles. Pero se ha discutido mucho sobre los probables efectos tóxicos del agua pesada, y no pudiendo probar científicamente que no fue este líquido el administrado a usted y a su madre (caso de que ella hubiese bebido el agua en lugar de su hermana), las presunciones sobre la culpabilidad de Kinkaid serían muy poderosas. Y estas presunciones, junto con las otras pruebas que usted había simulado, le habrían colocado en una situación de la que prácticamente le hubiera sido imposible salir. Usted sabía también que la naturaleza del supuesto veneno, administrado a usted y a su madre, nunca podría ser determinada a causa de que ambos escaparon a sus fatales efectos. Así, pues, su querido tío Kinkaid era el responsable de todo… Y ya que hablo de él, ¿me quiere usted decir cómo descubrió la empresa privada de Kinkaid en el pabellón de caza?
Los ojos de Llewellyn tomaron una expresión maliciosa.
—Hay una chimenea que va desde mi cuarto al suyo, y por ella, más de una vez, le he oído hablar con Bloodgood allá arriba.
—¡Ah! —exclamó Vance, decepcionado—. ¿De manera que tenemos que: añadir el espionaje a sus otras hazañas? No es el suyo un carácter precisamente admirable, Llewellyn.
—Por lo menos consigo mis fines —replicó el joven, sin la más ligera sombra de vergüenza.
—Así parece. Quizá opine usted que critico demasiado, pero hay una cosa que confieso no haber comprendido. Espero sea usted tan bondadoso que me ilumine. ¿Por qué sencillamente no envenenó usted a su esposa y a Kinkaid, ahorrándose la molestia de discurrir todas esas complicadas sutilidades?
Llewellyn hizo un gesto de condescendencia.
—Eso no habría sido tan sencillo; Kinkaid siempre está alerta. Además, su muerte, junto con la de mi esposa, habría arrojado las sospechas sobre mí. ¿Por qué exponerse? Me atraía más mariposear a su alrededor y verle sudar. Arruinarle primero… y después enviarle a la silla.
—Sí —convino Vance—. Comprendo su punto de vista. Jugar sin riesgo, y conseguir resultados más satisfactorios. Muy astuta y sutilmente concebida. Pero ¿y si no nos hubiésemos dejado atraer por la idea del agua pesada?
—Yo los hubiera hecho fijarse. Pero contaba con usted. Por eso le envié la carta. Sabía que a la Policía le pasaría inadvertido el detalle del agua; pero yo siempre he admirado la manera de discurrir de Philo Vance en sus investigaciones. Verdaderamente, usted y yo tenemos muchas cualidades comunes.
—Me siento abominablemente lisonjeado —murmuró—. El detalle del agua le salió a usted bastante bien, hay que reconocerlo. Kinkaid y Bloodgood le secundaron admirablemente; en el primer acto del emocionante drama representado aquí en el Casino.
Llewellyn rio complacido.
—¿Verdad que sí? Fue un golpe de suerte. Pero de todos modos habría sido lo mismo. Yo ya había pedido agua corriente de manera que usted pudiera oírme. Y ya iba a protestar del agua mineral, si Bloodgood no se hubiera sentido tan amable. Recordará usted, además, que esperé a que Kinkaid estuviese junto a la mesa antes de pedir mi segunda bebida.
—Sí, me fijé en eso. Muy hábil. Jugó usted bien sus cartas. ¡Lástima que no leyera un poco más sobre toxicología!
—Eso no importa ahora —replicó Llewellyn despreciativo—. Me ha salido mejor de este modo. Kinkaid tendrá tres cadáveres en su despacho para explicar lo que falte. No hay salvación para él en el mundo, pues aunque pueda probar la coartada, no podrá demostrar que no ha pagado a uno de sus secuaces para que los mate a ustedes. Y eso es aún mejor que hacerle detener como sospechoso de ser el autor de los envenenamientos de Park Avenue.
—Así, pues, nosotros también desempeñamos un papel en sus maquinaciones —hizo notar Vance, despreciativo.
—Y que lo harán ustedes maravillosamente —dijo Llewellyn, lanzando a Vance una mirada de triunfo—. Se me da bien el naipe estos días. Y es que suerte e inteligencia siempre van unidas.
—Certísimo… Y cuando nos haya asesinado se reunirá usted con su madre en el campo para simular una coartada irrefutable. El secretario de mister Markham atestiguará que Kinkaid nos citó aquí a los dos. Usted podrá declarar lo de mi conversación con Bloodgood la noche pasada, y Kane le apoyará. También podrá decir todo lo que sabe del agua pesada y Arnheim tendrá que confesar que yo estuve ayer en el pabellón de caza. Después se encontrarán aquí nuestros cuerpos, y puesto que todo acusa a Kinkaid será detenido y juzgado —Vance hizo un gesto de admiración—. Sí. Es lo que usted dice. Nada podrá salvarle, ya se pruebe que lo hizo por sí mismo, o que pagó a alguien para ejecutarlo. De todos modos está perdido. Muy bonito. No veo una tacha en el razonamiento.
—¿Verdad que no? —sonrió Llewellyn—. Yo mismo lo he discurrido todo.
Markham no pudo ya contenerse.
—¡Es usted un miserable asesino!
—Palabras, señor fiscal del distrito; nada más que palabras —replicó el otro con aterradora dulzura.
—Sí, Markham —dijo Vance—. Tales epítetos no hacen más que adular al caballero.
Llewellyn le lanzó una mirada de odio implacable.
—¿Hay alguna cosa más que no comprenda usted, Vance? Tendría mucho gusto en explicársela.
—No. Creo que el terreno ya está bien removido.
Llewellyn hizo un gesto de satisfacción.
—Perfectamente. No me queda más que poner a esto un digno remate. Yo lo planeé todo, desde el principio hasta el fin. He perfeccionado el asesinato más que nadie lo hizo. Le proporcioné a usted cuatro sospechosos y procuré mantenerme a la sombra. No importa dónde estuve usted. Cuanto más avanzaba, más se iba alejando de la verdad.
—Olvida usted que al fin le descubrimos —interrumpió Vance.
—Pues ese es mi mayor triunfo —se jactó Llewellyn—. Fracasé en uno o dos detalles secundarios, debido a mi desconocimiento de los venenos, y le di a usted una pista. Pero hice frente a sus sospechas con un golpe aún más hábil. He transformado lo que usted creía mi derrota en un triunfo supremo —había en su fija mirada una expresión de egoísmo maniático—. ¡Y ahora cerremos el libro!
Los músculos de su rostro se relajaron formando una máscara siniestra. Sus ojos azules tomaron un brillo casi hipnótico. Avanzó un paso más, y con marcada calma orientó su revólver. El cañón apuntaba directamente al estómago de Vance.
En los momentos decisivos como este, en que toda la vida que uno ha conocido está a punto de borrarse, y en que eso que llamamos conciencia, a lo que nos agarramos con todas las ansias del instinto, va a desaparecer, es curioso observar cómo nuestra imaginación recoge ruidos que nos pasan inadvertidos en el curso ordinario de los acontecimientos. Inmóvil en aquel sillón, en aquel terrible momento, yo me daba cuenta de que en alguna parte, allá lejos, gritaba una voz de mujer. Oí la sirena de un vapor que navegaba por el Hudson. Percibí que, abajo en la calle, alguien había accionado violentamente los frenos de un automóvil. Vibró en mis oídos el confuso rumor del tráfico en la próxima avenida.
Vance se incorporó ligeramente en su asiento y se inclinó hacia adelante. Tenía los ojos entornados y vagaba una desdeñosa sonrisa en sus labios. Por un momento creí que se estaba preparando para saltar y atenazar la mano de Llewellyn. Pero si tal era su intención, fue demasiado tarde. En aquel momento, Llewellyn, con el revólver fijamente apuntado en el estómago de Vance, apretó dos veces el gatillo en rápida sucesión. En el pequeño despacho sonaron dos detonaciones ensordecedoras; y acompañándolas, dos lenguas de fuego relampaguearon en la boca del arma. Me invadió una ola de horror que paralizó todos los músculos de mi cuerpo.
Los ojos de Vance se cerraron lentamente. Se llevó una mano a la boca. Tosió con angustia. La mano cayó sobre el vientre. Inclinó la cabeza y se desplomó de bruces, yendo a parar en contorsionado montón a los pies de Llewellyn. Mis ojos, que parecían querer salírseme de las órbitas, se clavaron en Vance con infinito horror.
Llewellyn le lanzó una lápida mirada sin cambiar de expresión. Luego se apartó a un lado mientras encañonaba a Markham, que permanecía en su asiento como petrificado.
—¡Levántese! —ordenó Llewellyn.
Markham respiró angustiosamente y se puso en pie con vigoroso impulso. Presentó el pecho desafiador, y ni por un momento abatió su mirada agresiva.
—Usted no es más que un policía —dijo Llewellyn—. Y voy a matarle por la espalda. ¡Vuélvase!
Markham no se movió.
—No lo haré, Llewellyn —replicó Markham con calma—. Si va usted a matarme, tendrá que hacerlo de frente.
Mientras hablaba oí un roce extraño al otro extremo de la pequeña habitación, e instintivamente volví la cabeza. Y lo que vi me dejó petrificado. Uno de los grandes paneles de madera de la pared de enfrente había desaparecido, y en la abertura estaba Kinkaid con una gran pistola automática en la mano. Estaba inclinado ligeramente hacia adelante y mantenía el arma apoyada en la escalera, apuntando directamente hacia Llewellyn.
Llewellyn también había oído ruido, pues volvió rápidamente la cabeza y miró desconfiado por encima de su hombro. Resonaron otras dos espantosas explosiones. Pero esta vez partieron de la pistola de Kinkaid. Llewellyn no terminó el iniciado movimiento. Abrió los ojos, en infinito asombro, y el revólver se le escapó de los dedos. Permaneció rígido durante dos eternos segundos. Después, todos sus músculos parecieron aflojarse; dobló la cabeza y cayó desplomado al suelo. Comprendiendo lo que había sucedido, tanto Markham como yo nos sentimos demasiado aturdidos para intentar hablar o movernos.
En el breve y terrible silencio que siguió sucedió una cosa sorprendente y extraordinaria. Por un momento creí que estaba presenciando un extraño y audaz acto de magia; algo así como un fantástico milagro bíblico. Mi fascinada mirada había acompañado a Llewellyn en su colapso y se fijaba ahora en el cuerpo inmóvil de Vance. ¡Y de pronto, Vance se movió y se puso en pie perezosamente! Y para colmo, sacó el pañuelo del bolsillo y empezó a sacudirse el polvo.
—Muchísimas gracias, Kinkaid —exclamó—. Nos ha ahorrado usted un montón de molestias. Oí acercarse su coche y traté de contener al joven hasta que usted subiese las escaleras. Tenía la esperanza de que oyera usted los disparos y viniera a dar la adecuada respuesta. Por eso le dejé creer que me había matado.
Kinkaid frunció el ceño, iracundo. Después cambió de expresión y rio por lo bajo.
—¿De manera que usted quería que yo acabase con él a tiros? Yo tampoco deseaba otra cosa. Celebro la oportunidad, y siento no haber podido presentarme antes, pero el tren llegó un poco retrasado, y mi taxi se encontró embotellado por el tráfico.
—No necesita usted disculparse —dijo Vance—. Llegó usted en el momento preciso —se arrodilló junto a Llewellyn y le pasó una mano por el cuerpo—. Está muerto, tiene atravesado el corazón. Es usted un excelente tirador, Kinkaid.
—Siempre lo fui —contestó el otro secamente.
Markham estaba todavía como hombre que no sabe si sueña o está despierto. Tenía el rostro intensamente pálido, y grandes gotas de sudor corrían por su frente.
—¿Estás seguro —balbució—, de que no te ha pasado nada, Vance?
—¡Oh, segurísimo! —sonrió Vance—. Nunca me sentí mejor. Alguna vez, ¡ay!, tendré que morir, pero no iba a consentir que un degenerado patológico como Llewellyn eligiese la hora de mi defunción —sus ojos se volvieron hacia Markham con expresión contrita—. Estoy apenadísimo por haber causado a ti y a Van toda esta angustia. Pero era preciso registrar la confesión de Llewellyn. No teníamos, como tú sabes, ninguna prueba abrumadora contra él.
—Pero…, pero… —balbució Markham, resistiéndose aún a aceptar la asombrosa situación.
—¡Oh! El revólver de Llewellyn no contenía más que cartuchos sin bala —explicó Vance—. Yo me cuidé de eso esta mañana cuando visité su domicilio.
—¿Pero tú sabías lo que él iba a hacer? —preguntó Markham mirando incrédulo a Vance y frotándose vigorosamente el rostro con el pañuelo.
—Lo sospechaba —dije Vance, encendiendo un cigarrillo.
Markham se dejó caer en el sillón como un hombre agotado.
—Voy a traer algún coñac —anunció Kinkaid—. Todos necesitamos un trago.
Y salió por la puerta que comunicaba con el bar.
La mirada de Markham estaba todavía fija en Vance, pero había perdido su expresión de asombro.
—¿Qué quisiste decir con eso de que necesitabas registrar la confesión de Llewellyn? —preguntó.
—Pues eso precisamente —contestó Vance—. Y esto me recuerda que tengo que desconectar el dictáfono.
Se aproximó a un pequeño cuadro que colgaba sobre la mesa de Kinkaid, y descolgándolo dejó al descubierto un pequeño disco de metal.
—Ya hemos terminado, muchachos —dijo dirigiéndose, al parecer, a la pared. Y separó dos alambres unidos al disco.
—Verás, Markham —explicó—; cuando me hablaste esta mañana de la supuesta llamada telefónica de Kinkaid no pude comprenderlo. Pero pronto se me ocurrió que no había sido Kinkaid el que llamó, sino Llewellyn. Era de este de quien yo esperaba alguna iniciativa después de las insinuaciones que vertí indirectamente en su oído la noche pasada. Confesaré, sin embargo, que no esperaba una cosa tan audaz y decisiva como lo que ejecutó Llewellyn, y por eso me sentí desconcertado al principio. Pero una vez nacida en mí la idea, pude ver que era un acto tan lógico como hábil. Premisa: tú y yo estábamos sobre la pista. Conclusión: los dos teníamos que ser eliminados. Y supuesto que se trataba de atraernos al Casino, ya no era particularmente difícil seguir el silogismo de Llewellyn. Yo estaba convencido de que él había ido realmente a Atlantic City para hacer la llamada telefónica; es, en efecto, difícil simular una llamada a larga distancia desde una estación local. Por tanto, comprendí que disponía de varias horas para hacer mis preparativos. En seguida llamé a Kinkaid en Atlantic City, le conté lo que ocurría y le pedí que regresara inmediatamente a Nueva York. También me enteré por él de la manera de penetrar en el Casino para instalar un dictáfono. He ahí la causa de mi visita al esforzado sargento. El y algunos de los muchachos de la brigada de investigación criminal, junto con un estenógrafo, están en el departamento de la casa de al lado, y habrán hecho constar todo lo que se ha dicho aquí esta tarde.
Se sentó en un sillón frente a Markham y dio una profunda chupada a su cigarrillo.
—Confieso —prosiguió— que no estaba muy seguro del método que emplearía Llewellyn para darnos el pasaporte y hacer recaer las sospechas sobre su querido tío. Por eso advertí a ti y a Van que no bebierais nada, pues había la posibilidad de que quisiera emplear el veneno de nuevo. Pero pensé que preferiría utilizar su revólver, y, en previsión compré una caja de cartuchos, me presenté en su casa esta mañana con un pretexto perfectamente tonto y sustituí las balas del arma por los cartuchos vacíos que había comprado. Existía el peligro de que él advirtiese la sustitución, si examinaba el arma por delante; pero yo me aseguré de que mis cartuchos estaban en su sitio antes de sentarme a vuestro lado. De otro modo, habría practicado inmediatamente un poco de jiu-jitsu con el muchacho.
Kinkaid volvió a entrar en el despacho con una botella de coñac y cuatro vasos. Colocó la bandeja sobre la mesa, los llenó y nos invitó a tomarlos con un movimiento de su mano.
—¿Bebo, Vance? —preguntó Markham con burlona sonrisa—. Nos dijiste que no bebiésemos nada aquí.
—Ahora ya no hay cuidado —contestó Vance, tomando a sorbos su Courvoisier—. Desde un principio consideré a mister Kinkaid como nuestro más valioso aliado.
—¡Al diablo con usted! —gruñó Kinkaid de mejor humor—. ¡Después de lo que me ha hecho pasar!
En aquel momento llegó hasta nosotros el ruido del golpazo de una puerta, seguido de pasos apresurados en la escalera. Kinkaid se asomó a la puerta del despacho que comunicaba con el Gold Room, y después la abrió de par en par. En el umbral apareció Heath, con un revólver Colt en la mano. Detrás de él fueron presentándose sucesivamente Snitkin, Hennessey y Burke. Los ojos de Heath, fijos en Vance, se dilataron en infantil asombro.
—¡No está muerto! —casi gritó.
—Ni mucho menos, sargento —replicó Vance—. Pero tenga la bondad de guardarse ese revólver. No queremos más tiritos por hoy.
La mano de Heath se fue bajando lentamente hasta apoyarse en el costado, pero su mirada de asombro no se apartaba del rostro de Vance.
—Sé, mister Vance, que usted me dijo que no me alarmase por nada de lo que pudiera oír por el dictáfono y que continuara en mi tarea hasta que usted me lo indicase; pero cuando oí lo que decía aquel niñito, y luego los disparos y su caída, no pude resistir más y lo abandoné todo.
—Ha sido usted muy bondadoso —dijo Vance—. Pero no era necesario —y extendiendo la mano señaló el cuerpo de Lynn Llewellyn—. He ahí al muchacho. No nos molestará más. Tiene una bala en el corazón. Tendrá usted que encargarse de hacerle transportar al depósito. Todo ha marchado maravillosamente. Sin escándalo. Sin proceso. Sin jurado, y la Justicia triunfante, a pesar de todo. La vida sigue su curso. Pero ¿por qué?
Dudo si Heath oyó algo de lo que Vance dijo, pues continuó mirándole con la boca abierta.
—¿Está usted seguro de que no está herido? —las palabras parecían salir de sus labios como automática expresión de sus temores.
Vance colocó en la mesa su copa de coñac y aproximándose a Heath, le puso afectuosamente la mano en el hombro.
—Completamente seguro —dijo dulcemente. Después movió la cabeza en burlona conmiseración—. Espantosamente apesadumbrado de decepcionarle a usted, sargento.
* * *
El asesinato de Virginia Llewellyn, como quizá recordaréis, ocupó las primeras páginas de la Prensa de aquel país durante varios días, pero pronto dejó su lugar para otros escándalos. La mayor parte de los detalles importantes se hicieron del dominio público. Pero no todos. Kinkaid fue, claro está, absuelto por la muerte de Lynn Llewellyn; Markham se encargó de que el asunto ni aún pasase ante el Gran Jurado.
El Casino permaneció permanentemente cerrado durante un año, y el bello caserón de piedra gris fue derribado para permitir la construcción de un moderno rascacielos. Por aquel entonces Kinkaid había amasado una pequeña fortuna, y la manufactura de agua pesada ocupó todos sus afanes desde entonces.
Mistress Llewellyn se repuso de la emoción de la muerte de su hijo más pronto de lo que yo esperaba. Se dedicó con más entusiasmo que nunca a las obras benéfico-sociales y frecuentemente vi su nombre en los periódicos relacionados con sus actividades filantrópicas. Bloodgood y Amelia Llewellyn se casaron a la semana de cerrar Kinkaid las puertas del Casino para siempre, y ahora viven en París. Mistress Bloodgood ha renunciado accidentalmente a su carrera artística. No hace mucho encontré al doctor Kane en Park Avenue. Se daba aires de persona importante, y me informó que se dirigía corriendo a su clínica para aplicar un tratamiento diatérmico a una paciente.
Fin de «El asesinato del Casino»