(Lunes 17 de octubre, 3 de la tarde)
Vance se quedó contemplando la negra y pesada puerta, con una maligna sonrisa dibujada en los labios.
—¡Por mi alma, Van —murmuró—, que aborrezco el melodrama! Además, no hemos almorzado… y son las tres de la tarde. Situación desagradable, pero interesante.
Cogió un silletín que encontró a mano y sentándose se puso a fumar, pensativo.
De pronto se extinguió la luz de la bodega y quedamos envueltos en las tinieblas cargadas de emanaciones químicas.
—Nuestro carcelero ha accionado el conmutador principal —suspiró Vance—. Bien, bien. ¿Podrás resistir, Van? Siento infinito haberte mezclado en esta fantástica aventura… Pero veamos si nuestros aprehensores son comunicativos.
Se aproximó a la puerta y la golpeó ruidosamente con el respaldo de la silla. Los pasos descendieron otra vez por las escaleras, y una voz apagada e inconcebible preguntó:
—¿Quién es usted…, y qué quiere?
—Siento ser mister Vance —contestó Philo—, y desearía algo de homard á la turque y una botella de Chauvenet.
—Le vamos a servir algo peor que eso —replicó la voz apagada, que, a pesar de su debilidad, tenía un tono agresivo—. ¿Cuántos están ustedes ahí?
—Sólo dos —contestó Vance—. Completamente inofensivos. Turistas. Curiosos de las bellezas de Jersey.
—Ladrones inofensivos… ¡Está bueno! —la voz rio, burlona—. Lo de inofensivos será cuando yo termine con ustedes. Volveré dentro de un minuto…, tan pronto como avise a los agentes.
Y oímos que los pasos ascendían por las escaleras.
Vance aporreó de nuevo la puerta con la silla.
—¡Espere un momento! —gritó.
—Bien. ¿Qué se le ocurre ahora? —la voz parecía muy lejana esta vez.
—Antes que usted moleste a los gendarmes —gritó Vance— debo informarle que toda la Policía de Nueva York sabe perfectamente dónde estoy y a lo que he venido. Tengo también una cita a las cinco con Markham, el fiscal del distrito, y si falto a ella, este pabellón de caza va a presenciar el más escrupuloso registro que recuerda la Historia… Pero no se preocupe usted por esto. Tengo mucho que meditar durante las horas que quedan.
Le oí poner la silla en el suelo y sentarse en ella. Después, por el débil resplandor de la lumbre del cigarro, le vi encender un Régie.
Hubo un corto silencio seguido de pasos en las escaleras y el murmullo apagado de unas voces. Unos momentos después volvieron a brillar las lámparas de la bodega, y los motores reanudaron su zumbido. Inmediatamente se oyó resbalar el pesado cerrojo, y la enorme puerta de roble giró lentamente hacia adentro.
Kinkaid se nos apareció al pie de las escaleras. Su rostro mostraba mayor impasibilidad que nunca.
—No sabía que se tratara de usted, mister Vance —dijo con voz helada, desprovista de modulación—; de otro modo, no habría obrado tan inhospitalariamente. Regresaba al pabellón y me percaté de que la ventana de la despensa había sido forzada. Di por seguro que habían entrado ladrones, y cuando vi luz en la bodega ordené que cerrasen la puerta.
—No necesita usted dar más explicaciones —dijo Vance amablemente—. Ha sido un error mío… y no suyo.
Kinkaid mantuvo la puerta abierta y se apartó a un lado. Subimos a la cocina y Kinkaid nos mostró el camino hasta el gabinete. Junto a una maciza mesa, en uno de los rincones, estaba en pie un hombre de unos treinta y cinco años, fornido, de pelo rojo como llamas y rostro sombrío y adusto. Vestía botas de goma, un traje de faena de hule y una basta camisa de franela gris.
—Míster Arnheim —anunció Kinkaid, a guisa de presentación—. Está encargado del laboratorio que ustedes estaban inspeccionando.
Vance se volvió hacia el hombre y se inclinó ligeramente.
—¡Ah! ¿Compañero de clase de Bloodgood y Quayle? —preguntó.
Arnheim dio un respingo y su rostro adquirió una expresión aún más sombría.
—Bien, ¿y qué hay con eso? —gruñó descortésmente.
—No se moleste, Arnheim —dijo Kinkaid, y le mandó retirarse con un ademán.
Arnheim se dirigió a la cocina y luego oímos sus pasos en los escalones de la bodega. Kinkaid se sentó sin dejar de observar a Vance con sus ojos inexpresivos.
—Parece usted muy enterado de mis asuntos —comentó.
—¡Oh, no! No. Sólo conozco cosas superficiales —aseguró Vance, sonriendo—. Precisamente estaba buscando más datos cuando usted llegó.
—Ha tenido usted suerte con mi intervención —dijo Kinkaid—. Arnheim es un mal muchacho cuando tropieza en el laboratorio con huéspedes que no han sido invitados. Yo me dirigía a Atlantic City a pasar unos días, y Arnheim salió a buscarme a Closter para traerme aquí.
Vance frunció el ceño, sorprendido.
—Extraño camino para ir de Nueva York a Atlantic City —murmuró.
—No tan extraño —replicó—. Necesitaba despachar algunos asuntos con Arnheim antes de partir; por eso tomé el tren hasta Closter e hice que se reuniese conmigo allí. Después me llevará en su coche hasta Newark para coger el tren de las siete hacia Atlantic City… ¿Explica esto satisfactoriamente mi itinerario?
—En cierto modo, sí —convino Vance—. Bien puede ser. Resulta completamente lógico, una vez explicado. ¿De manera que se proponía usted alejarse por algún tiempo del torbellino de la ciudad maldita?
—¿Y cómo no, después de lo que ha ocurrido? —Kinkaid había modificado el tono de su voz, y hablaba casi con petulancia—. He cerrado el Casino por unos días, en señal de respeto a la memoria de Virginia —se irguió en su asiento y lanzó a Vance una mirada equívoca—. Créalo o no, señor, lo cierto es que desearía poner las manos encima del miserable que la asesinó.
—Nobles sentimientos —murmuró Vance, sin gran entusiasmo—. Sensibleros, pero nobles. Y a propósito: su botella de agua estaba vacía cuando llegamos a la casa el sábado por la noche.
—Eso me dijo mi sobrino. Pero ¿qué tiene de extraño? No es ningún crimen el beberse un vaso de agua, ¿no es cierto?
—Certísimo —convino Vance—. Ni tampoco lo es manufacturar agua pesada… Magnífica instalación la que tiene usted aquí.
—La mejor del mundo —aseguró Kinkaid con evidente orgullo—. Fue idea de Bloodgood. Vio las posibilidades de industrializar el agua pesada, me lo comunicó y yo le dije que siguiera adelante…, que yo le financiaría. Dentro de un mes o así estaremos en condiciones de lanzarla al mercado.
—Magnífico. Es muy emprendedor el bueno de mister Bloodgood —Vance miró a Kinkaid con ensoñadora abstracción—. Así, pues, Bloodgood lanzó la idea, se fue a ver a Quayle en su laboratorio y se trajo todos los datos necesarios; después buscó a Arnheim y le puso al frente de las operaciones. Tres jóvenes químicos muy ambiciosos…, muy buenos amigos… y que se complementan, por decirlo así. Todo muy claro.
Kinkaid sonrió, malicioso.
—Parece usted tan enterado de mi empresa como yo. ¿Se lo dijo Bloodgood?
—¡Oh, no! El evitó hablar del asunto muy hábilmente. Aunque puso en ello demasiada cautela. Y claro, despertó mis sospechas. Anoche me presenté en Princeton. Até cabos. Su pabellón de caza era el más indicado. Y aquí me tiene usted.
—¿Por qué le interesa tanto mi laboratorio? —preguntó Kinkaid.
—El motivo del agua, como usted comprenderá. Es ya demasiada agua la que rezuman aquellos envenenamientos.
Kinkaid se puso en pie de un salto, rojo de indignación.
—¿Qué diablos quiere usted decir con eso? —preguntó, amenazador—. El agua pesada no es un veneno.
—Nadie lo sabe —replicó Vance, con calma—. Bien pudiera ser; pero por ahora no se puede decir nada. Interesante asunto… De todos modos, lo del agua no tenía pérdida. Me he limitado a Seguir simplemente los postes indicadores.
Kinkaid guardó silencio un momento.
—Sí; ahora comprendo lo que quiere usted decir —dijo al fin, lanzando a Vance una penetrante mirada—. ¿Descubrió usted algo?
—Nada que ya no sospechase —contestó Vance, evasivo.
—Hubiera sido una lástima que su escalo no hubiera tenido resultados satisfactorios.
—¿Mi escalo?… ¡Ah, sí! ¿Le tendré que abonar algo por los daños producidos?
Kinkaid rio entre dientes.
—No. Lo dejaré pasar por esta vez —dijo, casi de buen humor.
—Muchísimas gracias —murmuró Vance, levantándose—. Arreglado así el asunto, creo que mister Van Dine y yo debemos marcharnos. Siento tener tanta prisa, pero me muero de hambre. Ya ve, no hemos almorzado —se encaminó de nuevo a la puerta, y se detuvo—. ¿Dónde parará usted en Atlantic City? —preguntó.
A Kinkaid pareció interesarle la pregunta.
—¿Cree usted que necesitará buscarme? Estaré en el Ritz.
—Que le sea agradable la estancia —contestó Vance, y salimos para tomar el coche.
Había transcurrido una media hora cuando llegamos a casa. Vance pidió el té y ordenó que le preparasen otro traje. Después telefoneó a Markham.
—Una tarde agradabilísima —dijo al fiscal—. Escalamos la casa. Van y yo nos encontramos encerrados en una oscura bodega… Mencioné su nombre. Ábrete, sésamo. Fuimos ceremoniosamente (por no decir apologéticamente) puestos en libertad. Charlé con Kinkaid. Y aquí estoy dispuesto a hartarme del excelente Taiwan de Currie… Kinkaid, dicho sea de paso, está almacenando litros de agua pesada en su pabellón de caza de Jersey. Instalación grandiosa y complicada. Idea de Bloodgood…, ayudado e instigado por otro compañero de estudios, un arisco muchacho llamado Arnheim. Kinkaid no pareció disgustado porque yo hubiera descubierto su secreto. Hasta me perdonó por haberle forzado la entrada. Ahora se dirige a descansar unos cuantos días en Atlantic City… La pista del agua progresa. Dentro de un rato voy a llevar uno o dos cubos de agua fría, figuradamente hablando, al domicilio de los Llewellyn… Un caso extraño, Markham. Pero empieza a hacerse la luz. No es una iluminación cegadora, pero sí lo suficientemente clara para alumbrarme el camino… ¿Cenarás conmigo a las ocho y media en mi humilde cabaña?… Luego oiremos música en el Carnegie Hall. La primera mitad es de Rimsky Korsakov, y yo habría preferido infinitamente canard Moliere y un Chateau Haut-Brion… Te contaré todas las noticias cuando nos veamos… Y no te olvides de traer el informe de Hildebrandt, si ya está listo… Adiós, querido.
A eso de las seis, Varice se presentó en la residencia de los Llewellyn. El mayordomo nos recibió con frígida dignidad. Al parecer, no le sorprendía mucho nuestra visita.
—¿A quién desea usted ver, señor?
—¿Quiénes están aquí, Smith? —preguntó Vance.
—Todos, excepto mister Kinkaid. También se encuentra en la casa mister Bloodgood y el doctor Kane. Los caballeros están en el gabinete con mister Lynn, y las señoras, arriba.
Evidentemente, Lynn Llewellyn nos había oído, pues apareció en la puerta invitándonos a entrar.
—Celebro que haya usted venido, mister Vance —todavía parecía algo postrado, pero sus modales revelaban una viva ansiedad—. ¿Ha descubierto usted algo?
Antes que Vance pudiera contestar, Bloodgood y el doctor Kane avanzaron a nuestro encuentro y, tras las frases de rigor, Vance se sentó junto a la mesa centro.
—He descubierto unas cuantas cosas —dijo la Llewellyn. Después se dirigió a Bloodgood—. Acabo de llegar de Closter. Visité el pabellón de caza y charlé un rato con Kinkaid. Interesante bodega la del pabellón.
Llewellyn se aproximó a la mesa y se detuvo junto a Vance.
—Siempre he sospechado que mi tío guardaba buenos vinos en el pabellón —se lamentó—. Pero nunca me invitó a probarlos.
Bloodgood tenía la mirada fija en Vance y no pareció darse cuenta de las observaciones de Llewellyn.
—¿Encontró usted allí a alguien más? —preguntó.
—¡Oh, sí! A Arnheim. Muchacho enérgico. Fue el que nos encerró en la bodega. Por orden de Kinkaid, claro está. Un rato muy aburrido, naturalmente —se inclinó e hizo frente a la mirada de Bloodgood—. También vi anoche a otro de sus compañeros de estudios… Martín Quayle. Fui a hacer una visita al doctor Hugh Taylor. Y de paso eché un vistazo al laboratorio Frick.
Bloodgood avanzó un paso, sin desviar la mirada. Tras una pausa, preguntó:
—¿Se enteró usted de algo?
—Me enteré de muchas cosas acerca del agua —contestó Vance, con amable sonrisa.
—¿Y averiguó usted también quién es el responsable de lo que sucedió aquella noche del sábado? —preguntó Bloodgood, con voz tranquila.
Vance inclinó la cabeza afirmativamente y dio una profunda chupada a su cigarrillo.
—Sí. Creo que también me enteré de eso.
Bloodgood frunció el ceño y se frotó la barbilla.
—¿Qué medidas piensa usted adoptar ahora?
—¡Mi querido amigo! —reprochó Vance—. Usted sabe perfectamente bien que yo no puedo adoptar ninguna medida. Es muy difícil averiguar ciertos hechos, como usted comprenderá, pero es mucho más difícil probarlos… ¿Puede usted, por casualidad, ayudarnos?
Bloodgood se irguió, ofendido.
—¡Eso no! —exclamó—. Es su problema.
—¡Oh, bien…, bien! —Vance extendió las manos, desolado—. ¡Triste y complicada situación!
El doctor Kane, que había estado escuchando atentamente, se agitó, como si despertara de un mal sueño y se puso en pie.
—Debo marcharme —anunció, consultando nervioso su reloj de pulsera—. Cierro la consulta a las seis y aún tengo que aplicar la diatermia a dos casos uterinos.
Estrechó las manos a todos y salió apresuradamente.
Bloodgood apenas fijó la atención en la marcha del doctor. Todo su interés continuaba concentrado en Vance.
—Si usted sabe quién es el culpable y no puede probarlo —dijo tranquilamente—, quizá piense abandonar el asunto.
—No, no —protestó Vance—. Persistencia es mi divisa. Y perseverancia. «Dios está con los que perseveran». Confortante pensamiento. Y «el agua desgasta las piedras», como dijo Job. Interesante comentario. Y siempre vamos a parar al agua…, como habrá usted observado… El hecho es, mister Bloodgood, que tendré pruebas suficientes a no tardar. Espero un informe químico, que me entregará el oficial toxicólogo esta noche. Es hombre muy hábil. Mañana tendré bastante que hacer.
—¿Y si no encuentran veneno? —preguntó Bloodgood.
—Mejor todavía —contestó Vance—. Eso simplificaría las cosas. Pero yo le aseguro que habrá veneno… en alguna parte. Tiene demasiadas sutilidades este caso. Y ahí está su punto débil. Pero a mí me agradan los decimales… Es mucho más fácil escribir pi[9] que centenares de cifras.
—Comprendo lo que quiere usted decir —Bloodgood consultó su reloj y se puso en pie—. Usted me perdonará. Tengo que coger el tren de las siete para Atlantic City. Kinkaid me espera allí. El subirá al tren en Newark.
Se inclinó solemnemente ante nosotros y se dirigió hacia el vestíbulo.
Al llegar a la puerta se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Tiene usted inconveniente —preguntó a Vance— en que comunique a Kinkaid lo que usted me ha dicho de que conoce al que envenenó a Virginia?
Vance titubeó antes de contestar. Después dijo:
—No, ninguno. Es una buena idea. Kinkaid merece saberlo. Y puede usted añadir que mañana terminará este asunto.
Bloodgood contuvo la respiración y miró fijamente a Vance.
—¿De veras quiere que se lo diga?
—Sí…, sí —Vance lanzó hacia el techo toda una serie de anillos de humo—. Supongo que usted también parará en el Ritz…
Bloodgood guardó silencio un momento.
—Sí. Allí estaré —dijo al fin; y se alejó precipitadamente.
No había hecho más que desaparecer, cuando Lynn Llewellyn, presa de gran excitación, clavó sus dedos en el brazo de Vance. Le brillaban los ojos y temblaba de pies a cabeza.
Vance se agitó nervioso y se lo quitó de encima.
—No sea usted histérico —le dijo desdeñosamente—. Vaya y diga a su madre y a su hermana que desearía verlas un momento».
Llewellyn, confuso y avergonzado, balbució unas excusas y salió de la habitación. Unos minutos más tarde reaparecía para anunciar a Vance que las mujeres estaban en el cuarto de Amelia y que allí le recibirían.
Vance subió inmediatamente, y tras breve saludo, fijó la mirada en mistress Llewellyn, y dijo:
—Creí mi deber, señora, comunicar a ustedes lo que acabo de manifestar a las demás personas interesadas en este caso. Creo conocer al responsable de esta odiosa situación. Sé quién envenenó a su hija, señora, y quién puso el veneno en su jarra, de la que bebió miss Amelia. Y también sé quién envenenó a su nuera y escribió la nota del suicidio. En este momento no puedo decir nada más, pues no tengo las pruebas legales necesarias. Pero espero que mañana tendré a mano hechos suficientes para adoptar medidas definitivas. Mis descubrimientos causarán a ustedes dos gran pesar, y deseo que estén preparadas.
Ambas mujeres permanecieron silenciosas. Vance se inclinó ceremonioso y salió rápidamente de la habitación. Pero en lugar de dirigirse al piso principal, se encaminó a la habitación en que Virginia Llewellyn había muerto.
—Quiero echar otro vistazo, Van —me dijo, penetrando en el dormitorio.
Yo le seguí y él cerró la puerta sin hacer ruido.
Durante diez minutos dio vueltas por la habitación, deteniéndose meditabundo ante cada mueble. Revolvió los tarros de la mesa tocador, inspeccionó de nuevo los libros de los estantes, abrió el cajón de la mesilla de noche y curioseó su contenido, hizo funcionar la puerta del pasillo que comunicaba con el cuarto de Amelia Llewellyn y finalmente penetró en el cuarto de baño. Allí rebuscó por todos los rincones, olfateó el perfume del pulverizador y después abrió la pequeña puerta de espejo del armario botiquín. Examinó su interior durante algunos minutos, pero no tocó nada Al fin cerró la puerta y volvió al dormitorio.
—No hay nada más que hacer aquí, Van —me anunció—. Vámonos a casa y esperemos a que amanezca.
Cuando pasábamos por la puerta del gabinete, pudimos ver a Lynn Llewellyn sentado en una silla junto a la chimenea, con la cabeza entre las manos. O no nos oyó o estaba demasiado abrumado por las recientes declaraciones de Vance para preocuparse de las convencionales cortesías de la hospitalidad, pues no pareció advertir que íbamos a abandonar la casa.
Markham llegó al departamento de Vance a las siete y media.
—Siento la necesidad de unas cuantas rondas de combinados antes de cenar —nos dijo—. Este asunto me ha estado preocupando todo el día. Y tu llamada telefónica no contribuyó precisamente a levantar mi espíritu… Cuéntamelo todo, Vance. ¿Cómo y por qué se encontraron ustedes encerrados en una bodega? Parece increíble.
—Por el contrario, fue lo más razonable —sonrió Vance—. Van y yo asaltamos la casa. Utilizamos un formón como palanqueta para abrirnos paso. Fue de lo más espeluznante.
—Gracias a Dios, pudisteis escapar sanos y salvos —dijo Markham, con turbada expresión—, pues ya sabes que mi jurisdicción no llega hasta Nueva Jersey.
Vance llamó a Currie y le pidió Martini seco, con canapés de caviar Beluga y un vaso de Dubonnet.
—Si queréis combinados —nos dijo—, tendréis que perdonarme que yo no os acompañe.
Mientras Markham y yo tomábamos nuestros combinados, Vance, saboreando su Dubonnet, relató en detalle los acontecimientos de aquel memorable día. Cuando terminó, Markham movió la cabeza, consternado.
—¿Y adónde te condujo todo eso? —preguntó.
—Al envenenador —dijo Vance—. Pero conociendo tus escrúpulos legalistas, no puedo revelarte todavía el nombre del culpable. No te serviría de nada. El Gran Jurado no haría otra cosa que enviarte un voto de censura por ser demasiado ambicioso —y añadió, poniéndose serio—: ¿Se recibió el informe de Hildebrandt?
—Sí; pero no es definitivo. Me telefoneó poco antes de abandonar mi despacho para decirme que ha estado trabajando todo el día, pero que no ha encontrado aún rastros de veneno. Parecía algo preocupado y me dijo que proseguiría el trabajo por la noche. Parece ser que ha analizado el hígado, los riñones y el intestino sin ningún resultado y ahora va a examinar la sangre, los pulmones y el cerebro. Al parecer, está extremadamente interesado en el caso.
—A estas horas, yo esperaba algo más tangible —dijo Vance, levantándose y poniéndose a pasear por la habitación—. No puedo comprenderlo —murmuró, con la barbilla hundida en el pecho—. Tenían que haber encontrado el veneno. Toda mi hipótesis se tambalea, Markham. Ya no me queda nada que hacer.
Se sentó de nuevo y se puso a fumar en silencio.
—Hoy examiné otra vez el dormitorio de Virginia Llewellyn esperando encontrar algo, pero no ha sucedido nada que pueda tomarse como un dedo indicador, excepto que el botiquín se ha arreglado artísticamente por sí mismo. Está ahora como cuando lo inspeccioné por primera vez. Todo en su sitio. La composición es completamente correcta.
—¿Descubriste lo que ofendió ayer tu sensibilidad estética? —preguntó Markham, sin gran interés.
—Sí. ¡Oh, sí! Había un detalle que faltaba ayer: un cuadro blanco. Nada más significativo que una etiqueta medicinal sobre una esbelta botella azul. Una botella llena de líquido para los ojos. Evidentemente, alguien la había retirado después de mi primera visita al armario y la volvió a colocar con la etiqueta hacia atrás o hacia un lado. A eso se debe el que en lugar de ver ayer un valor composicional de una botella azul con una gran etiqueta blanca, viera meramente el curvado rectángulo azul de la botella. Pero hoy la etiqueta blanca estaba de frente como al principio.
—Observación muy útil —comentó Markham, con ironía—. ¿Podemos ponerle a eso, por casualidad, el título de testimonio legal?
Antes que Markham hubiera terminado de hablar, Vance se puso en pie.
—¡Por Dios! —exclamó, tratando de reprimir la excitación de su voz—. Esa etiqueta trastocada puede ser lo que yo esperaba, cuando te pedí que retirases la Policía de la casa, de los Llewellyn. Yo no sabía lo que podría suceder al encontrarse todos libres de vigilancias y restricciones. Pero yo sabía que algo tenía que suceder. Y el cambio de posición de esa botella es el único algo que ha sucedido. Ahora me pregunto…
Giró sobre sus talones y se aproximó al teléfono. Un momento después hablaba con el doctor Hildebrandt, desde el laboratorio químico de la morgue.
—Antes de intentar otra cosa, doctor —le dijo—, haga un análisis de la conjuntiva de los sacos lagrimales y de la mucosa de la nariz. Busque en ellos el grupo de la belladona. Puedo ahorrarle nuevas investigaciones…