11. EL MIEDO AL AGUA

(Domingo 16 de octubre, 12:30 de la mañana)

Swacker asomó la cabeza.

—El sargento Heath está aquí con un caballero llamado Bloodgood.

Markham miró a Vance, que hizo un gesto de conformidad, y ordenó a Swacker que los hiciera pasar.

Bloodgood se presentó taciturno y malhumorado. Pendía desmayadamente un cigarrillo de sus gruesos labios, y llevaba hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Saludó con un frío gesto a Vance, sin pronunciar palabra, y se inclinó ligeramente cuando fue presentado a Markham y a mí. Invitado a sentarse, se dejó caer en la silla más próxima.

—Pregunten lo que quieran —dijo, indiferente—. Kinkaid me telefoneó para advertirme que iban ustedes a ponerme sobre el tapete.

—¿Le dijo eso? —Vance se había aproximado a una de las ventanas y fingía curiosear el exterior—. Muy interesante. ¿Le avisó que tuviese cuidado o le aconsejó lo que tenía que contestar? —preguntó a Bloodgood sin más preparativos.

Bloodgood se irguió en su asiento.

—Ni una cosa ni otra. ¿Por qué iba a hacer eso? —replicó, procurando contenerse—. Pero sí me dijo que usted me relacionaba con el accidente de Lynn Llewellyn la noche última.

—Usted mismo es el que se relaciona, mister Bloodgood —replicó Vance, sin apartar la mirada del pedazo de cielo gris que se vislumbraba por los vidrios de la ventana—. Nosotros pensamos meramente que usted podría darnos alguna explicación o sugestión que nos ayude a llegar al fondo de este endemoniado asunto.

El tono de Vance, aunque firme y enérgico, no era agresivo, y Bloodgood se sintió evidentemente bien impresionado, pues adoptó una postura más natural en su silla y abandonó su gesto de mal humor.

—Realmente no tengo nada que explicar, mister Vance —dijo en tono cortés—. Usted se refiere, supongo, a las instrucciones que di al camarero japonés para que trajese agua clara a Lynn… Eso no fue más que una desgraciada coincidencia. Traté sólo de mostrarme amable con un cliente del Casino…, cosa que es mi deber. Kinkaid es un poco descuidado para eso. Yo sabía que Lynn no acostumbra beber agua mineral, y además le había oído pedir agua corriente a primera hora de la noche. La mayor parte de los camareros conocen sus gustos, pero Mori hace poco que está con nosotros. Añadiré que Llewellyn no bebe mucha cuando está en el Casino. Probablemente leyó en alguna parte que hay que tener el cerebro despejado cuando se juega. ¡Ya ve usted qué tendrá que ver! —Bloodgood hizo un gesto de desprecio—. ¡La suerte no necesita averiguar el estado mental de un hombre para prodigarle sus favores!

—Estamos de acuerdo —murmuró Vance—. La ley de las probabilidades rige igualmente para el sobrio que para el embriagado. Sí. Ya lo dijo Consolín. Pero detrás de su politesse hacia Llewellyn, ¿no se ocultó, en realidad, otro deseo que el de servir a un cliente?

—¿Un deseo… siniestro quiere usted decir? —preguntó Bloodgood, poniéndose repentinamente serio.

—No he especificado tanto —contestó Vance, sin dejar de fumar plácidamente—. ¿Por qué atribuir un sentido tan poco caritativo a mis preguntas? «Confío en que el gusano de la conciencia no roerá tu alma».

Bloodgood se tranquilizó, y una sombra de cansada sonrisa volvió a animar su boca.

—Acabaré por ahorcarme yo mismo —rio—. Soy de los que me entregan un cuchillo y lo cojo por la hoja. El hecho es que, en otras circunstancias, yo no me habría mezclado en las bebidas de Llewellyn; no me es simpático el individuo, pero me dio lástima en aquel momento. Kinkaid no le tiene tampoco mucha simpatía, y no he visto a nadie con peor suerte jugando a la ruleta. Rara es la vez que gana, y Kinkaid se divierte viéndole perder. Anoche tuvo una racha de suerte; llevaba ya recuperada una buena parte de lo que anteriormente había perdido. Después se hizo pedazos…; reacción psicológica. Me imagino que se puso nervioso, desequilibrado, y empezó a hacer las cosas más absurdas, cubriéndose las posturas, y jugando en su contra. Aquello no podía durar mucho. Necesitaba beber como hombre alguno jamás lo necesitó; y cuando vi el agua mineral, que aún no había tocado, me sentí humanitariamente inclinado a ayudarle. Por eso pedí el agua fresca. La ocasión, por otra parte, no podía ser más oportuna: ganaba entonces más de treinta mil dólares. Pero evidentemente mi bondad me hizo cometer un error.

—Sí, así son las cosas. Uno nunca sabe cómo acertar. ¡Extraño mundo este! —Vance hablaba como abstraído—. ¿Y sabe usted de dónde le sirvieron el agua que usted tan caritativamente pidió?

—Supongo que del bar.

—¡Oh, no! No. Del bar, no. Mori se vio detenido camino de su misericordiosa misión. El agua salió de la jarra particular de Kinkaid.

Bloodgood se enderezó y abrió desmesuradamente los ojos.

—Sí —insistió Vance—. Kinkaid dijo a Mori que trajese el agua de su despacho. Había demasiada gente en el bar, según me explicó. Y ello suponía un retraso innecesario. Lo hacía por el bien de Llewellyn. Todos se preocupaban de su bienestar la noche pasada. ¡Ángeles guardianes! Todos muy simpáticos. Y a pesar de tanta solicitud, el ingrato joven se desplomó después envenenado.

Bloodgood hizo ademán de querer hablar, pero lo pensó mejor, y recostándose en la silla miró al espacio en sombrío silencio.

Tras una corta pausa, Vance arrojó su cigarrillo y tomó asiento frente a Bloodgood.

—¿Estará usted enterado, naturalmente, de la muerte de la esposa de Llewellyn la pasada noche? —preguntó.

Bloodgood hizo un gesto afirmativo, sin apartar su mirada de un punto lejano.

—Lo leí en los periódicos de esta mañana.

—¿Cree usted que fue un suicidio?

Bloodgood bajó la cabeza y miró a Vance.

—¿No lo fue? Los periódicos dicen que se encontró una nota…

—Así fue. Pero no muy convincente, sin embargo.

—Pues ella era muy capaz de suicidarse —sugirió Bloodgood.

Vance cambió de tema.

—Supongo —dijo— que Kinkaid le diría por teléfono que miss Amelia Llewellyn también sufrió un accidente la noche pasada.

Bloodgood se puso nerviosamente en pie.

—¡Qué dice! —exclamó—. Nada me comunicó acerca de Amelia. ¿Qué sucedió?

El hombre parecía realmente consternado.

—La joven bebió un vaso de agua… en la habitación de su madre… y le sucedió algo muy parecido a lo de su hermano. No obstante, el accidente no fue grave. Ya está perfectamente bien… Acabamos de venir de allí ahora. No hay motivo para esa preocupación. Tenga la bondad de sentarse. Sólo he de hacerle algunas preguntas más.

Bloodgood recobró su asiento con visible mala gana.

—¿Está usted seguro de que se encuentra bien?

—Sí…, segurísimo. Podrá usted verla cuando salga de aquí. Estoy convencido de que agradecerá su visita. Kinkaid está allí también… Y ya que hablo de él, ¿cuáles son sus relaciones con Kinkaid, mister Bloodgood?

El hombre titubeó, y después dijo, no muy seguro:

—Puramente financieras. Claro está que en ellas va envuelto un cierto sentimiento de amistad. Le estoy muy agradecido. De no ser por él, probablemente estaría aún enseñando química o matemáticas con un tercio del salario que gano en el Casino, cosa que me aburría bastante. Kinkaid es exigente, pero es bastante generoso. No puedo decir que le admiro por completo, pero tiene muchas cualidades apreciables, y siempre ha jugado limpio conmigo —Bloodgood hizo una pausa y prosiguió con cordial sonrisa—: Creo que me quiere…, y eso tiene, naturalmente, que inclinarme en su favor.

—¿Concede usted alguna significación al hecho de que hiciera servir a Llewellyn el agua de su propia jarra?

La pregunta pareció inquietar a Bloodgood considerablemente. Se agitó en la silla y respiró angustiado antes de contestar.

—No sé qué decir. Ha llegado usted a preocuparme. Pudo muy bien ser una extraña coincidencia… Kinkaid acostumbra hacer espontáneamente cosas así; en el fondo es un hombre bondadoso. Acoge sus pérdidas como un caballero, y nunca se queja cuando la suerte le vuelve las espaldas. Puedo atestiguar que monta sus juegos legalmente, y si he de decir la verdad, no puedo imaginármelo tramando nada contra uno de sus clientes, porque sus ganancias pongan en peligro la casa y más tratándose de su propio sobrino.

—¿Y no pudo haber otra razón que las ganancias de Llewellyn? —sugirió Vance.

Bloodgood reflexionó unos momentos.

—Comprendo lo que quiere usted decir —contestó al fin—. Con Amelia y Lynn y la esposa de Lynn fuera de su camino… —se interrumpió de pronto, moviendo la cabeza—. ¡No! Eso sería no conocer el carácter de Kinkaid. En caso de apuro, quizá un revólver… Sé que allá en África salió a tiros de algún mal paso. Pero nunca empleó el veneno. Esa es arma de mujeres. Por educación y por naturaleza, Kinkaid no es una serpiente.

—Siempre obra en línea recta, ¿no es eso?

—Sí, eso es. En línea recta, o no hace nada. O quiere una cosa o no la quiere. Carece de finesse, en el sentido psicológico de la palabra. He ahí por qué es un gran jugador de póquer, y sólo una medianía en el bridge; pero sólo un hombre puede jugar al póquer. Es frío, audaz y no teme a nadie. Es tan astuto como el mismo Lucifer. No se detendría ante nadie para conseguir sus fines. Pero siempre obra a cara descubierta. Se puede confiar en él, aunque se proponga mataros… ¿Veneno? No. Eso no va con su carácter.

Vance fumó largo rato, pensativo.

—Usted es químico, mister Bloodgood —dijo al fin—, y conoce íntimamente a Kinkaid. Dígame: ¿también a él, por casualidad, le interesa la química?

Por primera vez durante todo el interrogatorio, Bloodgood padeció descomponerse. Lanzó una penetrante mirada a Vance y carraspeó, nervioso.

—No se puede decir que le interese —dijo con poco aplomo—. Ese es un asunto completamente fuera de sus actividades y aficiones —hizo una larga pausa y añadió—: Si la química produjera dinero, desde luego que Kinkaid se interesaría por ella, pero sólo desde un punto meramente especulativo.

—Bien, bien —murmuró Vance—. Siempre a la espera de cualquier oportunidad lucrativa. Eso es instintivo en todo jugador.

—Kinkaid se da cuenta —añadió Bloodgood— de que su actual posición no puede durar indefinidamente. Una casa de juego es, en el mejor de los casos, una fuente temporal de ingresos.

—Exacto. Así es nuestra hipermoral civilización. Es triste… Pero dejemos a Kinkaid por el momento… Díganos lo que sepa del joven doctor Kane. Cenó en casa de los Llewellyn la noche pasada, y miss Amelia le llamó cuando la esposa de Lynn se sintió enferma.

El rostro de Bloodgood se ensombreció.

—Sé muy poco de ese caballero —dijo con cierta brusquedad—, y sólo le he tratado en casa de los Llewellyn. Creo que se interesa por miss Amelia. Viene de buena familia, es amable, tiene simpatía y demás. Pero siempre me ha chocado su falta de carácter. Diré también, ya que; usted me pide detalles, que a veces me ha impresionado su indecisión, lo que le hace aparecer como si estuviera sumando números antes de contestar a una pregunta concreta o cuando trata de exponer su opinión.

—Un arriére pensée en acción —sugirió Vance.

Bloodgood hizo un gesto de conformidad.

—Sí. Algo afeminado en su proceso mental. Quizá ello es sólo debido a su carácter fachendoso y a su constante esfuerzo por agradar… con aquellos insinuantes modales que el joven doctor cultiva.

—¿Qué tal muchacho era Lynn Llewellyn cuando usted le conoció en el colegio?

—Vulgarcito. Bastante bueno, pero inclinado a la vagancia. No tenía madera de estudiante. Pensaba sólo en divertirse, y nunca se preocupó del porvenir. Pero yo jamás le censuré por eso; no era culpa suya. Su madre le ha mimado siempre mucho. Se lo perdonaba todo, haciendo posible que volviera a caer en las mismas faltas. Pero tuvo el buen sentido de conservar en sus manos los cordones de la bolsa. He ahí por qué juega el muchacho… Muchas veces lo confesó francamente.

—Tiene metido en la cabeza que su madre es responsable de los envenenamientos de la pasada noche —insinuó Vance en tono indiferente.

—¡Santo Dios! ¿Es cierto? —exclamó Bloodgood verdaderamente asombrado—. No puedo comprender tal sospecha. El mismo acostumbra hablar de ella como «la más noble de todas las viudas romanas». Y no se equivoca. Ella fue siempre el hombre de la familia. No consiente que nadie se mezcle en sus asuntos.

—¿Le recuerda a usted a Agripina? —preguntó Vance.

—Una cosa parecida.

Bloodgood se sumió de nuevo en sombrío silencio.

Vance se levantó, paseó unos momentos por la estancia y, de pronto, se detuvo ante Bloodgood.

—Míster Bloodgood —le dijo—. Tres personas fueron envenenadas anoche. Una de ellas ha muerto; las otras dos se han restablecido. En el estómago de mistress Lynn Llewellyn no se ha encontrado ningún veneno. Dos de las víctimas —Llewellyn y su hermana— enfermaron después de tomar un vaso de agua. Y la jarra de la mujer muerta estaba vacía cuando nosotros llegamos…

—¡Gran Dios! —la exclamación fue poco más que un suspiro, pero tuvo la emocionante calidad de un horror supremo. Bloodgood se puso penosamente en pie. Su rostro se había puesto repentinamente pálido, y sus hundidos ojos brillaban como dos discos de metal pulimentado. El cigarrillo se le desprendió de los labios, pero no pareció darse cuenta de ello—. ¿Qué trataba usted de decirme? Los tres fueron envenenados con agua…

—¿Por qué le asombra eso tanto…, aunque fuese cierto? —preguntó Vance con fría calma, sin apartar de Bloodgood su mirada escrutadora—. En efecto, iba a preguntarle, ya que conoce los detalles de lo sucedido la noche pasada, si podría usted sugerir alguna explicación.

—No…, no. Ninguna —la voz de Bloodgood tenía ahora un timbre poco natural, y él parecía respirar con esfuerzo—. Me desconcertó el detalle del agua, ya que fui yo el que la pidió para Lynn.

Vance sonrió fríamente, y avanzó un paso más hacia el hombre.

—No es eso, mister Bloodgood —le dijo con energía—. Tendrá usted que buscar mejor excusa para su extraña emoción.

—Pero ¿cómo voy a confesar lo que no existe? —protestó Bloodgood, buscando en sus bolsillos otro cigarrillo.

Vance prosiguió implacable:

—Ítem uno: usted estuvo en la cena de los Llewellyn la noche pasada, y tuvo acceso a todas las jarras de agua de la casa. Ítem dos: la única jarra que sabemos positivamente que no estaba envenenada, es la de miss Llewellyn. Ítem tres: usted ha propuesto el matrimonio a miss Llewellyn. Ítem cuatro: usted es químico… Y ahora considere esos cuatro ítems a la luz del hecho de que fue también usted el que pidió agua clara para Lynn en el Casino. ¿Tiene usted algo que decir?

Bloodgood parecía ensimismado mientras Vance hablaba. Tragó saliva varias veces y se humedeció los labios con la lengua. Le colgaban los brazos a ambos lados, y daba la impresión de que todos los músculos de su cuerpo se encontraban en dolorosa tensión. Levantó la cabeza y miró francamente a Vance.

—Comprendo perfectamente mi situación —dijo en voz baja—. A pesar de que no ha sido posible encontrar rastro del veneno, yo aparezco como complicado en los acontecimientos de la pasada noche. No tengo explicación que dar. Ni tengo nada que decir. Puede usted obrar como guste. La banca abierta. Faites vôtre jeu, monsieur.

Vance estudió a su enemigo sin cambiar de expresión.

—Creo que arriesgaré todas mis fichas a la próxima vuelta de la rueda, mister Bloodgood —le dijo—. La partida no ha terminado, y tengo en ensayo un nuevo sistema —le hizo un ademán de despedida y se alejó—. Quede, usted libre para ir a visitar a miss Llewellyn.

—Espero que su nuevo método será mejor que los que estoy acostumbrado a ver —rezongó Bloodgood, y salió del despacho sin decir nada más.

Vance recobró su asiento, y eligiendo un Régie de su pitillera fumó largo rato.

—Endemoniadamente extraño este individuo —rumiaba—. Me dijo algo de altísima importancia, pero… ¡por Júpiter!… que no sé lo que es. Se mostró razonable y veraz hasta que le mencioné el agua. La idea del veneno no le impresionó, pero la del agua le hizo perder los estribos. Parece una especie de hidrofobia psíquica. Es desconcertante, Markham… Ese hombre oculta algo…, algo vital para nuestra comprensión del asunto. Pero no ha habido manera de hacerle hablar. Conozco al tipo. Realmente estaba dispuesto a dejarse arrestar antes que contestar a mis preguntas… Temor…; eso es lo que era. Se vio arrinconado, pero también se dio cuenta de que nosotros no conocíamos la causa de su arrinconamiento. ¡Astuto jugador! ¡Qué asombrosa rapidez mental en el cálculo de las probabilidades del juego!

Vance movió la cabeza en actitud dolorosa.

—Ni un pensamiento consolador. Luchamos contra la astucia, Markham; y tenemos los ojos vendados. No hacemos más que tantear en las tinieblas. ¡Pero él nos dijo algo! Tenemos que descubrir lo que fue. Es la clave. Tengamos esperanza. ¡Adelante, viejo amigo! Spes fove, et fore eras semper ait melius.