9. UNA ENTREVISTA DOLOROSA

(Domingo 16 de octubre, 10:30 de la mañana)

Cuando entramos en el gabinete, Lynn Llewellyn estaba tendido en un cómodo sillón fumando una pipa. Al vernos se puso trabajosamente en pie, y se apoyó pesadamente contra la mesa del centro.

—¿Qué han averiguado ustedes? —preguntó, con voz débil, paseando su apagada mirada de unos a otros.

—Nada todavía —Vance apenas miró al joven y se encaminó hacia la ventana frontera—. Esperábamos que usted nos pudiera ayudar.

—En todo lo que necesiten —Llewellyn movió el brazo en vago ademán de dócil complacencia—. Pero no veo en qué podré ayudarlos. Ni aún sé lo que me pasó anoche. Recuerdo que estaba ganando mucho…

Su voz expresaba cierta amargura, y había un rictus sarcástico en sus labios.

—¿Cuánto ganó usted? —preguntó Vance, indiferente, sin volverse a mirarle.

—Más de treinta mil dólares. Mi tío me ha dicho esta mañana que los hizo reservar en la caja para mí. Yo lo que quería es hacer saltar aquella maldita banca.

—A propósito —Vance avanzó hasta el centro de la habitación y se sentó junto a la mesa—. ¿No notó usted algún gusto particular en el whisky o en el agua que bebió allí?

—Nada en absoluto —contestó el joven, sin titubear—. He estado pensando en ello esta mañana… y no recuerdo nada de particular. Bien es verdad que yo estaba muy excitado en aquel momento —añadió.

—Su hermana bebió un vaso de agua en la habitación de su madre —prosiguió Vance— y sufrió un colapso con los mismos síntomas que usted.

—Lo sé. No' puedo explicármelo. Es como una pesadilla.

—Así es —convino Vance. Después, tras una pausa, le miró fijamente—. Y diga, mister Llewellyn, ¿se le ha ocurrido que su esposa pueda haberse suicidado?

El joven apareció sorprendido y, girando en redondo, miró a Vance con los ojos dilatados por el asombro.

—¿Suicidarse? No…, no lo creo. No tenía motivos —de pronto rectificó—. Aunque nunca se puede decir… Y no tendría nada de raro, naturalmente. No se me había ocurrido… ¿Cree usted realmente que se suicidó?

—Hemos encontrado una nota que lo indicaba así —contestó Vance, imperturbable.

Llewellyn no dijo nada por el momento. Recorrió la habitación con paso vacilante y volvió a sentarse en el sillón en que le habíamos encontrado.

—¿Puedo leerla? —preguntó al fin.

—No la tenemos aquí ahora. Se la enseñaré más tarde. Estaba escrita a máquina…, dirigida a usted…, y hablaba de que se sentía desgraciada aquí y que su tío era muy bondadoso para ella. Y le deseaba a usted buena suerte en la ruleta. La encontramos cuidadosamente doblada bajo el teléfono.

Llewellyn no se movió. Tenía la mirada fija en el espacio, sin ninguna indicación facial de que estaba pensando. Vance continuó:

—¿Tiene usted, por casualidad, un revólver, mister Llewellyn?

El joven se agitó en su asiento, y dirigió a Vance una mirada interrogadora.

—Sí; tengo uno… Pero no sé qué relación…

—¿Dónde lo guarda usted generalmente?

—En el cajón de la mesilla de noche, junto a la cama. Hemos sufrido dos intentos de robo…

—Anoche no estaba en ese cajón.

—Naturalmente. Me lo había llevado.

Llewellyn estudiaba el rostro de Vance, sin pestañear.

—¿Acostumbra usted llevárselo siempre cuando sale? —preguntó Vance.

—No…, rara vez. Pero, por regla general, lo llevo conmigo cuando voy al Casino.

—¿Y por qué distingue usted al Casino con esa precaución tan particular?

Llewellyn hizo una pausa antes de contestar y brilló en sus ojos un dormido rencor.

—Nunca sé lo que me puede suceder allí —contestó al fin entre dientes—. Mi tío y yo no nos apreciamos mucho. A él le agradaría despojarme de mi dinero, y a mí me complacería arrebatarle el suyo. Para serle a usted completamente franco, no me fío de él. Y los acontecimientos de la pasada noche pueden o no justificar mis sospechas. De todos modos, yo tengo mi opinión formada sobre lo sucedido.

—No se la preguntaré a usted ahora, mister Llewellyn —dijo Vance fríamente—; yo también tengo la mía. Pero no es conveniente mezclar las hipótesis con los resultados… Quedamos, pues, en que usted llevó el revólver al Casino, y después lo volvió al cajón de la mesilla de noche, esta mañana, ¿no es eso?

—¡Sí! Eso es exactamente lo que hice —contestó Llewellyn, algo amoscado.

Markham aventuró una nueva pregunta:

—¿Tiene usted permiso para llevar armas?

—Naturalmente —contestó Llewellyn, recostándose en el sillón.

Vance intervino de nuevo.

—¿Qué me dice de Bloodgood? —preguntó—. ¿Es él también causa de sus temores?

—No me fío de él más que de Kinkaid…, si es eso lo que usted quiere decir —contestó el joven, sin vacilar—. Pertenece a Kinkaid… y haría todo lo que él le dijera. Es más frío que un pez, y ganaría millones si pudiera manejar las cartas de la manera que él quiere.

Vance sonrió, comprensivo.

—Comparto su punto de vista. Su madre nos indicó que pretende casarse con su hermana.

—Es cierto. ¿Y por qué no? Sería una buena jugada para él.

—Su madre nos dijo también que su hermana ha rechazado repetidamente sus ofertas de matrimonio.

—Eso no quiere decir nada —hubo un dejo de oculta amargura en su voz—. Su entusiasmo por el arte no es muy profundo. A veces se siente aburrida y no me extrañaría que llegase a casarse con Bloodgood. Le quiere de una manera fría y superficial —hizo una pausa, y después añadió, burlón—: ¡Qué buena pareja harían!

—Iluminador comentario —murmuró Vance—. ¿Y el doctor Kane?

—¡Oh, ese no tiene importancia! Quiere seriamente a Amelia y será siempre su esclavo. Está condenado de por vida a desempeñar el papel de Cayley Drummle con su Paula Tanqueray.

—Es un hogar patológico —comentó Vance.

Llewellyn no lo tomó a mal. Se limitó a encogerse de hombros y a murmurar entre dientes:

—Esa es precisamente la palabra. Todos caminamos tangencialmente a lo normal. Como todas las viejas familias con demasiado dinero y sin otro objeto en la vida que incubar rencillas y rencores.

Vance miró a Llewellyn con viva curiosidad.

—¿Entiende usted algo ele venenos? —le preguntó de sopetón.

El joven rio entre dientes; la pregunta no pareció impresionarle lo más leve.

—No —dijo, con viveza—. Pero evidentemente hay alguien por aquí que conoce a fondo la materia.

—En esa pequeña librería —dijo Vance, señalando con la mano— hay algunos valiosos volúmenes que tratan del asunto.

—¡Cómo! —Llewellyn se puso en pie—. ¿Libros sobre venenos…, aquí?

Contempló a Vance un momento lleno de horror. Después se dejó caer en su asiento y empezó a cargar su pipa.

—¿Le asombra a usted el hecho? —preguntó Vance.

—No, no; claro que no —contestó Llewellyn, con voz apenas perceptible—. Me extrañó por un momento… Situaba las cosas demasiado cerca de mi hogar. Después he recordado las aficiones científicas de mi padre… Probablemente se trata de algunos de sus viejos libros.

Un pensamiento obstinado parecía atormentar la frente de Llewellyn. Sus ojos reflejaban una intensa preocupación. La sospecha le barrenaba el cerebro y durante unos momentos quedó inmóvil, como si hubiera olvidado nuestra presencia.

Sin aparentarlo, Vance le observó atentamente antes de volver a hablar.

—No tenemos otra cosa que preguntarle por ahora, mister Llewellyn —le dijo en cortés despedida—. Puede usted subir a sus habitaciones. Si le necesitásemos, le avisaríamos. Lo mejor que puede usted hacer es quedarse en casa todo el día y descansar. Siento haberle inquietado mencionándole lo de los tratados de toxicología.

El joven se había levantado y se encontraba ya en la puerta.

—Inquietarme no es la palabra adecuada —dijo, deteniéndose—. Recuerde que Kane es doctor, que Bloodgood se graduó en Química en el colegio y que Kinkaid escribió todo un capítulo dedicado a los venenos orientales en uno de sus libros de viajes…

—Sí, sí, comprendo perfectamente —le interrumpió Vance, con gesto de impaciencia—. Por supuesto, que ninguno de ellos habría necesitado la ayuda de esos libros. Y de haber sido utilizado como origen material de lo que sucedió ayer, la cuestión quedaría reducida a usted, a su madre y a su hermana. Y tanto usted como esta última fueron víctimas y no actores. Lo que quiere decir que únicamente su madre pudo haber hecho uso de los libros… Esto viene a ser lo que ha pasado ahora mismo por su imaginación, ¿no es cierto?

Llewellyn se revolvió, agresivo.

—¡Nada de eso! —protestó, enérgico.

—Me habré equivocado —murmuró Vance, con acento de simpatía—. Y perdone que le haga una última pregunta, mister Llewellyn: ¿anduvo por casualidad esta mañana en el botiquín con algún propósito?

El joven bajó la cabeza, pensativo.

—No… Seguro que no.

—No tiene importancia. Sería otra persona.

Vance volvió a su asiento y Llewellyn se encogió de hombros y se retiró.

—¿Qué opinas del muchacho, Vance? —preguntó Markham.

—Sufre mucho —suspiró Vance, pensativo—. Está lleno de ideas mórbidas. Y se preocupa abominablemente de mamá. Triste caso…

—Dijo que tenía formada su opinión acerca de lo ocurrido. ¿Por qué no le invitaste a que nos la expusiese?

—Hubiera sido demasiado doloroso y reveladora únicamente de su estado de ánimo. Sí, demasiado doloroso. Me horrorizaba el pensarlo. No puedo resistir más, Markham. Quiero huir lejos. Quiero bañarme en sol. Quiero ver a Santa Claus. Quiero comer un verdadero lenguado inglés. Quiero oír el cuarteto de Beethoven…