(Domingo 16 de octubre, 10 de la mañana)
A las diez en punto de la mañana, Vance detuvo su coche frente a la vivienda de Markham. El tiempo había mejorado algo; pero todavía hacía frío y el cielo estaba nublado. Impaciente y ceñudo, sus ojos reflejaban una gran preocupación. Los periódicos de la mañana llevaban breves relatos de la muerte de Virginia Llewellyn, con grandes titulares.
Reproducían unas cortas declaraciones, nada comprometedoras, de Heath, y dedicaban media columna a la historia de la familia. No mencionaban ni el envenenamiento de Lynn Llewellyn en el Casino, ni el colapso de Amelia en su casa. Por lo visto, el sargento había evitado con excelente tacto el mencionar estos dos sucesos. Pero el relato era lo suficiente sensacional; la misma ausencia de detalles aumentaba su misterio y estimulaba la curiosidad pública. Se atribuía todo a suicidio, y se hacía hincapié en la nota dejada por la suicidada, aunque, según los relatos, la Policía no había divulgado su contenido. Muchas fotografías —de Virginia Llewellyn, de su suegra y de Kinkaid— acompañaban al texto. Markham llevaba los arrugados papeles bajo el brazo cuando salió a la acera.
—¡Mi querido Justiniano! —le saludó Vance—. Estoy asombrado y confundido. ¿De veras que estás ya levantado? Y hasta es posible que hayas desayunado. ¡Qué conmovedora devoción por tus deberes cívicos!
—Además —gruñó Markham, con visible mal humor—, he despertado en esta mañana dominical a uno de nuestros peritos, y le he enviado todos los papeles a máquina que me entregaste. También he sacado de la cama a Swacker[5] y le he dicho que espere el informe en el despacho.
Vance movió la cabeza con cómica admiración.
—Me siento definitivamente asombrado por tus actividades matutinas.
Cuando llegarnos a la casa de los Llewellyn, nos salió a abrir la puerta el mayordomo. Heath estaba en el vestíbulo de entrada, malhumorado y solícito. Snitkin y Sullivan se encontraban también allí, fumando rabiosamente y con aspecto de aburridos.
—¿Alguna novedad, sargento? —preguntó Markham.
—Llámelo novedad si quiere, señor —contestó el sargento, sin disimular su mal humor—. He dormido tres horas, y he reñido la acostumbrada batalla con los reporteros. Y sin atreverme a moverme de aquí, esperando sus noticias —son un brusco movimiento de los labios trasladó su cigarrillo a la otra comisura de la boca—. Todo el mundo está ya levantado en la casa. La vieja bajó a las ocho y media, y se encerró en esa habitación con los librotes de la biblioteca.
—Vance se volvió, sorprendido.
—¡Interesante! ¿Y cuánto tiempo estuvo allí?
—Una media hora. Después se volvió arriba.
—¿Y la señorita?
—Me parece que ya está bien. La he oído hablar y andar por ahí. El joven doctor Kane vino hará una media hora. Está arriba con ella en este momento.
—¿Ha visto usted a Kinkaid esta mañana?
—Ya lo creo que le he visto. Bajó muy temprano. Quería invitarme a beber, y dijo que iba a salir. Pero yo le contesté que tendría que estarse aquí hasta recibir órdenes del fiscal.
—¿Protestó? —preguntó Vance.
—En absoluto. Dijo que yo era muy amable, y no pareció disgustarse. Después insinuó que podría atenderlo todo por teléfono, pidió una ginebra y se volvió arriba.
—Me habría gustado escuchar sus llamadas telefónicas —murmuró Vance.
—No habría usted adelantado nada —contestó Heath, con gesto de disgusto—. Yo he escuchado por el teléfono de aquí abajo. Habló con el administrador de su casa, un tal Bloodgood y con el cajero del Casino. Todo cuestión de negocios. Ni siquiera una dama.
—¿No habló con nadie fuera de la ciudad?
Vance dejó caer la pregunta como por casualidad.
Heath se quitó el cigarro de la boca y lanzó a Vance una penetrante mirada.
—Sí, con uno. Pidió un número de Closter.
—¡Ah!
—Pero no recibió contestación, y colgó el aparato.
—Ha sido una lástima —comentó Vance—. ¿Recuerda usted el número?
Heath hizo un guiño significativo.
—Natural. Y he averiguado todo lo referente a él. Se trata de un viejo pabellón de caza de los alrededores de Closter.
—¡Qué grande es usted! —exclamó Vance—. ¿Ha sucedido algo más por aquí, sargento?
—El joven regresó hará unos veinte minutos.
—¿Lynn Llewellyn?
Heath afirmó, con gesto indiferente.
—Parecía atontado, pero no es lo que ustedes llamarían un inconsciente. Andaba con viveza, y empezó a discutir conmigo y Snitkin —el sargento sonrió, compasivo—. Por lo visto, no estaba enterado de lo ocurrido, aunque, por las habladurías que he escuchado por aquí, le tendrá todo sin cuidado. Yo no le enteré de nada. Me limité a decirle lisa y llanamente que haría bien en subir y hablar con su madre. Y estas son todas las novedades.
Vance hizo un gesto de desaliento.
—No nos ayudarán mucho, sargento. ¡Y yo que tenía puestas en usted mis esperanzas! Sin embargo… —miró a Markham, y suspiró, pensativo—. Estamos condenados al papel de castores, querido; siempre afanosos en medio del agua. Forcejearemos con Lynn y Amelia, ¿qué remedio? Pero primero voy a echar otro vistazo al dormitorio de Virginia. Quizá anoche se nos pasase inadvertido algo.
Se dirigió hacia las escaleras, y Markham y yo le seguimos.
Cuando llegamos al descansillo superior, oímos una voz estruendosa que partía de la habitación de Virginia, pero no pudimos distinguir las palabras. Al avanzar por el pasillo, toda la trágica escena se nos reveló de pronto. Por una puerta abierta del corredor pudimos ver a mistress Llewellyn sentada en una silla junto al lecho, y, arrodillado ante ella, a Lynn Llewellyn. Miraba a su madre presa de gran excitación, y la tenía agarrada por los brazos… La mujer inclinaba la cabeza, y tenía una mano sobre su hombro.
Ambos estaban de perfil, y al parecer no se dieron cuenta de nuestra presencia.
La voz quejumbrosa de Lynn Llewellyn nos llegaba ahora distintamente.
—Mamá, mamá —gemía—. ¡Dime que tú no lo hiciste! ¡Oh, Dios, dime que tú no has sido! Ya sabes que te adoro, pero ¡yo no quería eso! Tú no fuiste. ¿Verdad que no, madre?
La voz de agonía del joven me hizo estremecer.
Vance carraspeó ruidosamente para avisarles nuestra presencia en el vestíbulo, y ambos volvieron rápidamente la cabeza hacia nosotros. Lynn Llewellyn se puso apresuradamente en pie, y se apartó de nuestra vista. Cuando entramos en la habitación, le encontramos apoyado en la ventana, de espaldas a nosotros. Mistress Llewellyn no había abandonado su asiento, pero se irguió rápidamente, y nos miró altiva cuando aparecimos en el umbral.
—Sentimos interrumpirlos, señora —dijo Vance, inclinándose—; pero, por lo que nos dijo el sargento Heath, esperábamos encontrar esta habitación desocupada. De otro modo, nos habríamos hecho anunciar.
—No importa —contestó la dama, con un dejo de cansancio—. Mi hijo deseó venir aquí por alguna mórbida razón. Acaba de enterarse de la muerte de su esposa.
Lynn Llewellyn se había apartado de la ventana y nos miraba de frente. Tenía los ojos enrojecidos, y se los frotaba como tratando de borrar las huellas de lágrimas recientes.
—Comprendan mi situación, caballeros —se disculpó, dirigiendo una mirada de reconocimiento—. La noticia me produjo una impresión terrible. Me trastornó por completo, y no me siento bien esta mañana.
—Sí, sí. Lo comprendemos —contestó Vance, compadecido—. Ha sido una cosa trágica. Yo estaba anoche en el Casino. Sufrió usted un ataque muy grave. Y a su hermana le sucedió otro tanto aquí. Afortunadamente, los dos ya están restablecidos.
Llewellyn hizo un gesto vago, y miró a su alrededor como asombrado.
—No puedo comprenderlo —murmuró.
—Estamos aquí para hacer lo que podamos —le dijo Vance—. Y desearíamos hablar con usted un poco más tarde. ¿Tendrá usted la bondad, entre tanto, de esperar en otra habitación? Tenemos que arreglar unas cosas primero.
—Esperaré en el gabinete.
Se dirigió lentamente liada la puerta, y al pasar ante su madre le dirigió una mirada suplicante, que ella devolvió con fría inexpresión.
Cuando hubo salido, mistress Llewellyn lanzó a Vance una escrutadora mirada.
—Lynn —dijo, con forzada sonrisa— me ha acusado de ser la responsable de los trágicos acontecimientos de la pasada noche.
Vance le indicó con un ademán que ya estaba enterado.
—Siento que involuntariamente oyésemos alguna de las cosas que le dijo a usted. Pero no debe olvidar, señora, que no está en su sano juicio esta mañana.
La dama pareció no haber oído la observación de Vance.
—Claro está —explicó— que Lynn no cree realmente en la terrible insinuación que encierran sus palabras. El pobre muchacho sufre horriblemente. Ha sido un gran golpe para él, y lucha en las tinieblas para hallar una explicación a lo ocurrido. Tiene una vaga idea de que yo soy la responsable. Bien sabe Dios que desearía ayudarle… porque sufre.
A pesar de la profunda compasión que revelaban sus palabras, su voz sonaba a cosa fingida y artificial.
Vance la contempló un momento. Sus párpados cubrían a medias sus ojos grises, dándoles una expresión de languidez.
—Me doy cuenta de sus sentimientos —dijo—. Pero ¿por qué sospecha de usted su hijo?
Mistress Llewellyn vacile» antes de contestar; después, los músculos de su rostro se tensaron como a impulsos de una dolorosa decisión súbitamente tomada.
—Le diré a usted con toda franqueza que yo me opuse resueltamente a su matrimonio. No me agradaba la muchacha, no era digna de él. Quizá fui demasiado violenta en las observaciones que entonces le hice; temo ahora que no supe reprimir suficientemente mis sentimientos. Pero yo era incapaz de fingir en un asunto de tal importancia para la felicidad de mi hijo —se humedeció los labios y prosiguió—: El puede haber interpretado mal mi actitud. Quizá haya tomado mis observaciones más seriamente de lo que yo me proponía, sin darse cuenta de la verdadera significación de mis sentimientos.
Vance asintió discretamente.
—Comprendo lo que quiere usted decir —murmuró. Y añadió, sin apartar la mirada de la dama—: Usted y su hijo se sienten extraordinariamente unidos.
—Sí. Nunca ha tenido secretos para mí.
—Quizá sea un caso de absoluto dominio maternal —sugirió Vance.
—Quizá sea eso —asintió la dama, bajando los ojos—. No me explico de otro modo sus sospechas y temores.
Vance se aproximó a la chimenea.
—Sí; esa puede ser una explicación. Pero no vamos a entrar ahora en el terreno de las suposiciones. Más tarde, quizá. Entre tanto…
La dama se puso en pie rápidamente.
—Estaré en mi habitación…, por si desea usted verme de nuevo.
Y se encaminó altiva hacia la puerta, que cerró tras de sí.
Vance contempló la ceniza de su cigarrillo con profunda meditación.
—¿Qué significarán todos estos detalles íntimos? —murmuró—. No mostraba la menor preocupación por sí misma, y parecía como complacida de que hubiéramos sorprendido al histérico Lynn en su humillante postura. ¿Qué significará esto? Me siento dolorido y perplejo, Markham —levantó la cabeza y miró a su alrededor, abstraído—. Veamos si podemos encontrar algo nuevo. Algo. El más insignificante detalle. Caminamos en las tinieblas. Ni el más leve indicio para orientarnos. Te confieso, Markham, que no sé nada. Sólo brumas en mi cerebro. Sospechas, sombras por todas partes.
Se aproximó al tocador y paseó la mirada por entre el arsenal de cosméticos.
—Lo acostumbrado —murmuró, registrando el cajón superior—. Sí, no falta nada. Sombra para los ojos, carmín, lápiz para las cejas…, todos los accesorios para la vanidad. Y no fueron utilizados la pasada noche. Lo que indica una muerte inesperada, sin premeditación —cerró el cajón y se dirigió hacia la chimenea, deteniéndose ante un pequeño anaquel—. Todo novelas francesas de la variedad más barata. La dama tenía abominables gustos literarios —comprobó con el suyo el viejo reloj de China colocado sobre la chimenea—. Tiene cuerda, y marca la hora exacta —se inclinó sobre la parrilla del hogar—. Nada —se quejó, doliente—. Ni aun la punta de un cigarrillo —vagó por la habitación, examinando muebles y adornos, y finalmente se detuvo al pie de la cama—. Temo que no haya nada aquí que pueda ayudarnos, Markham —fumó rabiosamente un momento, y después se encaminó hacia la puerta del fondo, sin ningún entusiasmo—. Al cuarto de baño, una vez más —suspiró—. Por mera precaución.
Penetró en el cuarto de baño y anduvo de un lado a otro, reinspeccionando el botiquín. Cuando regresó al dormitorio, parecía turbado.
—¡Cosa extraña! —exclamó, sin dirigirse a nadie en particular—. Juraría que alguien ha andado en los frascos del armario después que yo los examiné la noche pasada.
Markham no mostró ninguna emoción.
—¿Qué te hace suponer eso? —preguntó, impaciente—. Aunque así fuera, ¿qué significaría?
—No puedo contestar a ninguna de esas preguntas —replicó Vance—. Pero anoche me llevé grabada en la retina una…, ¿cómo lo diré?…, un esquema topográfico del conjunto de botellas, cajas y tubos de ese armario; algo así como un balance de la disposición de ángulos y planos intersectores, como el que se aprecia en una pintura de Picasso. Y ahora la proporción y relación de líneas y planos no es la misma. Hay una ligera distorsión en los valores de la noche pasada; es como si ciertos detalles hubiesen sido atenuados, a cambio de acentuar otros. El cuadro ha sido retocado o modificado de cierta manera. Pero al parecer no falta nada; he comprobado objeto por objeto —Vance aspiró profundamente el humo de su cigarrillo—. Y, sin embargo, algo ha cambiado allí. El cuadro tiene un nuevo trazo de lápiz, o un pequeño arañazo en alguna parte.
—¡Más misterios! —gruñó Markham.
—Uno más —convino Vance—. De todos modos, no me gusta nada. Ofende mi sensibilidad estética —se encogió de hombros y volvió otra vez a la cabecera de la cama.
Durante largo tiempo contempló pensativo la mesita de noche, con su cenicero, su teléfono y su lámpara eléctrica de caprichosa pantalla. Después tiró lentamente del pequeño cajón.
—¡Aún hay más! —exclamó, extrayendo un revólver pavonado—. Esto no estaba aquí anoche, Markham.
Inspeccionó el revólver, y volviéndolo a colocar cuidadosamente donde lo había encontrado, se volvió a nosotros.
Markham parecía ahora más animado.
—¿Estás seguro de que no estaba ahí anoche, Vance?
—¡Oh, sí! Sí. No hay error de visión.
—¿Y qué posible relación puede tener con los envenenamientos? —preguntó Markham, impaciente.
—No tengo la menor idea —confesó Vance, resignado—. Sin embargo, lo considero de grandísimo interés… ¿Vamos arriba a que nos lo aclare el desdichado Lynn?