6. UN GRITO EN LA NOCHE

(Domingo 16 de octubre, 3 de la madrugada)

Había cambiado su vestimenta por un amplio pijama de raso negro, y mostraba huellas evidentes de una reciente aplicación de barrita roja en sus labios y de polvos en sus mejillas. Venía fumando un cigarrillo en una larga boquilla de ébano, y cuando se detuvo ante nosotros, enmarcada en el umbral de la puerta, me recordó una figura de uno de los últimos cuadros de Zuloaga.

—He recibido su mensaje por boca de nuestro aristocrático, sí que también elegante Crichton (el nombre de nuestro mayordomo es realmente Smith), y aquí estoy —hablaba en un tono de burlona mundanidad, algo afectado—. Bien; ¿qué desean ustedes?

—Lo primero, que se siente usted, miss Llewellyn —contestó Vance, aproximando un sillón con ademán de discreto mandato.

—Encantada —se acomodó en su asiento y cruzó las piernas—. Estas emociones me tienen horriblemente cansada.

Vance se sentó frente a ella.

—¿Se le ha ocurrido a usted, miss Llewellyn, que su cuñada pueda haberse suicidado? —preguntó Vance de pronto.

—¡Oh, no!

La joven se inclinó hacia adelante en interrogador asombro; había perdido repentinamente su acostumbrado cinismo.

—Entonces, ¿no conoce usted ninguna razón que la indujera a quitarse la vida?

—Ninguna que no pudiéramos tener cualquiera —contestó Amelia Llewellyn, mirando, pensativa, a Vance—. Todos podemos encontrar alguna buena excusa para suicidarnos. Pero Virginia no tenía por qué preocuparse. Estaba bien provista de todo, y materialmente gozaba de mayor bienestar que nunca —esta observación fue acompañada de un ligero tono de amargura—. Conoció muy bien a Lynn antes de casarse con él, y pudo calcular de antemano todas las ventajas e inconvenientes de tal unión. Prescindiendo del hecho de que no nos inspiraba mucha simpatía, la tratábamos con amabilidad, especialmente mi madre. Lynn ha sido siempre el niño mimado de mamá, y una serpiente boa que hubiera traído habría sido tratada con amabilidad y consideración en esta casa.

—Sin embargo —sugirió Vance— aun en tales circunstancias la gente suele suicidarse.

—Es muy cierto. Pero Virginia era demasiado cobarde para quitarse la vida, por muy desgraciada que fuese —la voz de Amelia acusó cierta animosidad—. Además, era muy dueña de sus nervios y muy vanidosa.

—¿Vanidosa de qué? —interrumpió Vance.

—De todo —la joven sacudió la ceniza de su cigarrillo sobre el suelo—. Era particularmente vanidosa de su aspecto personal. Siempre se sentía como en escena y representando, por decirlo así.

—¿Y no le parece a usted posible que si se hubiera sentido muy desgraciada…?

—¡No! —contestó rotunda la joven, anticipándose al final de la pregunta—. Si Virginia se hubiese sentido demasiado desgraciada para resistir la vida aquí, no se habría suicidado. Habría huido con algún hombre. O quizá hubiera vuelto a la escena, que es un modo indirecto de hacer lo mismo.

—No es usted muy caritativa —murmuró Vance.

—¿Caritativa? —rio ella, cruel—. Quizá no. Pero lo que puedo asegurar es que no soy estúpida.

—Supongamos —recalcó Vance— que hemos encontrado una nota que prueba el suicidio.

Los ojos de la joven se dilataron, y miró a Vance, consternada.

—¡No lo creo! —dijo, vehemente.

—Y sin embargo, miss Llewellyn, es muy cierto —afirmó Vance, con gravedad.

Nadie habló durante algunos momentos. Amelia Llewellyn apartó la mirada y la fijó en el espacio; apretó los labios, y una expresión de cruel dureza apareció en su rostro. Vance la observaba atentamente, sin aparentarlo. Al fin se retrepó en su asiento, y dijo, con fingida sencillez:

—¿Quién iba a sospecharlo? Confieso que no soy muy buena psicóloga. Pero no puedo imaginarme a Virginia quitándose la vida. Sin embargo, es de lo más teatral. Y Lynn, ¿intentó también su propio aniquilamiento?

—Si lo intentó —replicó Vance, con toda naturalidad—, no lo ha conseguido, según el último informe que me han comunicado.

—Eso está de perfecto acuerdo con su carácter —observó la joven, con desdén—. Lynn no es precisamente el espíritu de la eficacia. Siempre yerra el blanco. Exceso de celo maternal, sin duda.

Vance se sentía decepcionado con la actitud de la joven.

—Dejemos este aspecto del asunto para otro momento —interrumpió, con vivacidad—. Ahora sólo nos interesan los hechos. ¿Puede usted decimos algo de los sentimientos de su tío, o sea de mister Kinkaid, hacia su cuñada? La nota que encontramos dice que siempre fue particularmente bondadoso para ella.

—Es cierto. Tío Dick siempre reservó en su corazón un lugar preferente para Virginia. Quizá sintiese que, como esposa de Lynn, era digna de compasión. O quizá la considerase como una aventurera, como él. De todos modos, parecía existía entre ellos un lazo de cierta clase. A veces he pensado que tío Dick permitía a Lynn ganar de cuando en cuando en el Casino para que Virginia dispusiese de más dinero para sus gastos.

—Eso es muy interesante —Vance encendió un nuevo cigarrillo, y continuó—: Y me lleva a hacer una nueva pregunta. Espero que usted no se molestará. Es algo personal, pero su respuesta puede ayudarnos muchísimo.

—No necesita usted disculparse —interrumpió la muchacha—. No tengo nada de reservada. Pregúnteme lo que quiera.

—Es usted muy amable —murmuró Vance—. El caso es que nos interesaría saber el estado financiero exacto de los miembros de su familia.

—¿Es eso todo? —Amelia pareció verdaderamente sorprendida, y hasta un poco decepcionada—. La respuesta es muy sencilla. Cuando mi abuelo, Amos Kinkaid, murió, dejó la mayor parte de su fortuna a mi madre. Tenía gran fe en su habilidad para los negocios; pero no opinaba lo mismo de mi tío Dick y le legó solamente una pequeña porción de sus bienes. Lynn y yo éramos demasiado jóvenes para merecer consideración individual, y por otra parte, mi abuelo creería que mi madre se bastaba para velar por nosotros. El resultado es que tío Dick tuvo que luchar para ganarse la vida, y que mi madre es la depositaría del dinero del viejo Amos. Lynn y yo dependemos por completo de su generosidad, de la que no tenemos ninguna queja. Y esto es todo lo que hay en este asunto.

—¿Y cómo se distribuirán los bienes en caso de que su madre muera? —preguntó Vance.

—Eso solamente mi madre puede decírselo —contestó la joven—. Pero supongo que se dividirán entre Lynn y yo, pasando la mayor parte, claro está, a poder de Lynn.

—¿Y su tío?

—¡Oh! Mamá no le tiene en gran estima a causa de su conducta. Dudo que le tenga en cuenta en su testamento.

—Pero en el caso de que su madre sobreviva a usted y a su hermano, ¿a quién iría a parar el dinero?

—A tío Dick, supongo, si viviese. Mamá tiene un pronunciado instinto de clan, y preferiría que tío Dick heredase su fortuna antes que dejarla pasar a manos de un extraño.

—Pero supongamos que usted o su hermano murieran antes que su madre, ¿cree usted que el superviviente lo heredaría todo?

—Esa es mi opinión —contestó la joven, con absoluta franqueza—. Pero nadie puede saber los planes o ideas que tenga mi madre. Y naturalmente, no es este asunto que hayamos discutido nunca entre nosotros.

—¡Oh, claro…, claro! —Vance dio unas chupadas a su cigarrillo y se recostó ligeramente en su asiento—. He de hacerle aún otra pregunta, aprovechándome de su generosidad. La situación es muy grave, y cualquier detalle o indicación puede sernos de gran utilidad.

—Comprendo —la joven hablaba con más aplomo y sensatez de lo que yo la había considerado capaz—. No titubee en preguntarme lo que quiera. Me siento terriblemente trastornada. No apreciaba mucho a Virginia, pero después de todo, una muerte como la suya no es para deseársela al peor enemigo.

Vance apartó la mirada de la joven y se dedicó a contemplar la lumbre de su cigarrillo. Yo traté de adivinar su reacción mental en aquel momento, pero su rostro no me reveló indicio alguno de lo que sucedía en su cerebro.

—Mi pregunta se refiere a mistress Lynn Llewellyn —dijo—. Y es esta, sencillamente: si ella hubiera sobrevivido a usted y a su hermano, ¿qué influencia habría tenido ese hecho en el testamento de su madre?

Amelia Llewellyn reflexionó unos momentos.

—Realmente no sé qué decir —contestó al fin—. Nunca he examinado el asunto desde ese aspecto. Pero me inclino a creer que mamá habría hecho de Virginia su principal beneficiaría. Probablemente se hubiera asido a cualquier cosa para evitar que tío Dick se adueñase de sus bienes. Y además, su devoción casi patológica por Lynn habría influido en su decisión. Después de todo, Virginia era la esposa de Lynn; y Lynn, y todo lo que a él se refiere, ha sido siempre lo primero para mi madre —la joven nos miró a todos como disculpándose—. Desearía haberlos ayudado más de lo que lo he hecho —añadió en son de despedida.

Vance se puso en pie.

—Nos ha ayudado usted muchísimo. Hasta ahora caminábamos en las tinieblas. No la detengo a usted más. Desearía hablar con su madre. ¿Quiere usted decirle que baje?

—Encantada —la joven se levantó perezosamente y se dirigió hacia la puerta—. Lo hará con gusto, estoy seguro. Su única ambición en la vida es poder intervenir en los asuntos de los demás y ser el centro de todos los conflictos.

Salió lentamente de la habitación, y a poco oímos sus pasos en la escalera.

—¡Extraña criatura! —comentó Vance, como si pensase en voz alta—. Mezcla de los sentimientos más dispares; fría como el acero y, sin embargo, altamente sentimental. Vive en constante antagonismo espiritual, en la línea divisoria psíquica que separa el corazón del cerebro. Es un símbolo viviente de todo este misterioso asunto. Ningún compás para orientarnos en él. ¿No te das cuenta, Markham? Podemos tomar una docena de caminos, y todos pueden extraviarnos. Pero en alguna parte existe un sendero oculto, y ese es el que es preciso seguir —se dirigió hacia el fondo del gabinete—. Entre tanto —dijo en tono menos solemne—, redoblaré mis esfuerzos en busca de la verdad.

Tras los pesados cortinones de terciopelo que pendían del muro posterior se ocultaban unas macizas puertas correderas, y Vance empujó una de ellas. Palpó a lo largo de las paredes de la habitación con que comunicaba, y unos segundos después un raudal de luz nos mostraba un pequeño escritorio. Vance permaneció inmóvil un momento mirando a su alrededor. Después se aproximó a una mesita reniforme y se sentó en ella. Sobre la mesa había una máquina de escribir y, tras introducir un pedazo de papel, empezó a teclear. A poco retiró el papel de la máquina, lo examinó detenidamente y, doblándolo, se lo guardó en el bolsillo interior de la americana.

Al regresar al gabinete se detuvo ante una estantería y dejó vagar su mirada por los lujosos lomos de los volúmenes. Estaba todavía en esta tarea cuando entró mistress Llewellyn con aire de imperiosa majestad. Vance debió de oírla entrar, pues se volvió inmediatamente, y se reunió con nosotros en el gabinete.

Se inclinó ante la dama, e indicando una de las sillas tapizadas de seda junto a la mesa, le rogó que se sentase.

—¿Para qué deseaban verme, caballeros? —preguntó mistress Llewellyn, sin hacer ademán de aceptar la invitación.

—Veo, señora —dijo Vance, prescindiendo de su actitud y de su pregunta—, que tiene usted una interesantísima colección de libros de Medicina en aquel pequeño departamento —e indicó con la mano las puertas corredizas.

Mistress Llewellyn se quedó cortada.

—No debería sorprenderle —dijo—. Mi difunto esposo, aunque no era doctor, se interesaba grandemente por las investigaciones médicas. Escribía de cuando en cuando en algunas revistas científicas.

—Hay allí —continuó Vance, sin cambiar de entonación— varias obras clásicas sobre toxicología, entre otros tratados más vulgares.

La dama avanzó agresiva la barbilla, y, encogiéndose ligeramente de hombros, se sentó con rígida dignidad en el borde de una silla próxima a la puerta.

—Es muy probable —replicó—. ¿Sospecha usted que tengan alguna relación con la tragedia que ha ocurrido aquí esta noche?

Había cierto tono de desafío en su pregunta.

Vance abandonó el tema, y preguntó a su vez:

—¿Conoce usted alguna razón que indujera a su nuera a quitarse la vida?

Durante unos momentos ni un solo músculo del rostro de la dama se alteró; pero sus ojos se ensombrecieron repentinamente a impulsos de un pensamiento. De pronto levantó la cabeza.

—¿Un suicidio? —había una contenida excitación en su voz—. No se me había ocurrido examinar su muerte desde ese aspecto, pero ahora que usted me lo sugiere, no me parece del todo ilógico. Virginia era desgraciadísima aquí. No acababa de acostumbrarse a este ambiente y varias veces me dijo que desearía morir. Pero yo no concedí ninguna importancia a sus palabras; me parecía una figura de dicción, de que se ha abusado mucho. Sin embargo, hice todo lo que pude por la felicidad de la pobre muchacha.

—¡Triste situación! —murmuró Vance, con acento de simpatía—. Y dígame, señora, ¿le importaría decirnos, en absoluta confianza, se lo aseguro, cuáles son los términos generales de su testamento?

La dama miró a Vance francamente ofendida.

—¡Me importaría muchísimo! —protestó—. Mi testamento es asunto que sólo me interesa a mí. Además, creo que nada tiene que ver con la presente situación.

—No estoy completamente convencido de eso —replicó Vance, con calma—. Existe, por ejemplo, una serie de razonamientos que nos conducen a especular sobre la posibilidad de que uno de los presuntos beneficiarios se sintiese favorecido por…, ¿cómo diré?…, por la ausencia de los otros herederos.

La dama se puso en pie, fija la mirada en Vance con rencorosa animosidad.

—¿Quiere usted insinuar, caballero, que mi hermano…?

—¡Mi querida mistress Llewellyn! —protestó Vance, con viveza—. No he querido referirme a nadie en concreto. Pero, por lo visto, usted no parece darse cuenta de lo significativo del hecho de que dos miembros de su familia hayan caído envenenados esta noche, y que nuestro deber es averiguar todos los posibles factores que, aun remotamente, tengan alguna relación con el caso.

—Pues fue usted mismo —protestó la dama, endulzando la voz y volviéndose a sentar— el que sugirió la posibilidad de que Virginia se hubiera suicidado.

—Nada de eso, señora —rectificó Vance—. Me limité a preguntarle si consideraba plausible tal hipótesis. Por otra parte, ¿cree usted probable que su hijo intentase cometer un suicidio?

—¡No, ciertamente que no! —replicó ella, con firmeza. Después sus ojos parecieron reflejar la duda—. Y sin embargo… No sé. No lo puedo decir. El siempre fue muy sentimental, muy temperamental. La menor cosa le preocupaba. Cavilaba, y exageraba.

—Personalmente —interrumpió Vance—, no puedo creer que su hijo se suicidase. Yo le estaba observando en el momento en que se sintió enfermo. Ganaba mucho, y seguía con intensa atención los giros de la ruleta.

La dama pareció perder interés por todo lo que no fuera la suerte de su hijo.

—¿Cree usted que está bien? —preguntó, suplicante—. Debió usted dejarme ir. ¿No puede usted preguntar cómo sigue?

Vance se puso en pie inmediatamente y se encaminó hacia la puerta.

—Con mucho gusto, señora.

Unos momentos después le oímos hablar por el teléfono del vestíbulo. Luego volvió al gabinete.

—Míster Llewellyn —informó— está, al parecer, fuera de peligro. El doctor Rogers ha abandonado el hospital; pero el médico de guardia dice que su hijo descansa tranquilamente, y cree que podrá regresar a casa mañana por la mañana.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó la dama, lanzando un suspiro de alivio—. Ahora ya podré dormir. ¿Desea usted preguntarme algo más?

Vance inclinó la cabeza.

—La pregunta que voy a hacerle quizá le parezca trivial; pero su respuesta puede aclarar ciertas fases de este desgraciado asunto —Vance miró fijamente a mistress Llewellyn—. ¿Cuál es la situación de mister Bloodgood en esta casa?

La dama enarcó las cejas y miró de reojo a Vance antes de contestar.

—Míster Bloodgood es íntimo amigo de mi hijo. Estudiaron juntos en el colegio. Creo que conoció muy bien a Virginia algunos años antes que entrase en nuestra familia. Vio posibilidades en el joven y le instó a que ocupase su puesto actual. Míster Bloodgood frecuenta mucho mi casa; unas veces por amistad y otras para tratar de negocios. Lo cual no es extraño, ya que mi hermano vive aquí y la mitad de la casa realmente le pertenece.

—¿Hacia dónde caen las habitaciones de mister Kinkaid? —preguntó Vance.

—Ocupan todo el tercer piso.

—¿Me permite preguntarle qué relaciones existen entre mister Bloodgood y su hija?

La dama lanzó a Vance una rápida mirada, pero no titubeó en contestar a la pregunta con aparente franqueza:

—Míster Bloodgood está profundamente interesado por Amelia. Le ha pedido que se case con él, según creo, pero ella no le ha dado una contestación definitiva, que yo sepa. A veces creo que le quiere, pero hay ocasiones en que le trata de un modo abominable. Tengo la sensación de que ella no confía en él por completo. Además, piensa constantemente en su arte, y probablemente cree que el matrimonio estorbaría su carrera.

—¿Aprobaría usted esta unión? —preguntó Vance, indiferente.

—Ni la aprobaría ni la desaprobaría —contestó ella, apretando los labios.

Vance la miró, ligeramente intrigado.

—¿El doctor Kane se interesa también por su hija?

—¡Oh, sí!… aunque de un modo algo platónico.

Pero le aseguro que los sentimientos de Amelia no se inclinan en esa dirección. Utiliza sus servicios constantemente, eso sí. No tiene escrúpulos en ese aspecto. Allan Kane es una gran conveniencia para ella y desciende de una respetable familia.

—No la detenemos a usted más —dijo, con extremada cortesía—. Agradecemos su ayuda, y desearíamos no tenerla que molestar de nuevo.

Mistress Llewellyn se irguió altiva, se puso en pie y salió de la habitación sin decir palabra.

Cuando se extinguieron sus pasos, Markham se incorporó, agresivo, y se encaró con Vance.

—¡Basta ya! —le dijo en irritado reproche—. Todas estas habladurías domésticas no nos conducirán a ninguna parte. Estás sencillamente inventando fantasmas.

Vance suspiró, resignado.

—¡Bien, bien! Vámonos ya. La hora de las brujas hace mucho que ha pasado.

Cuando salimos del vestíbulo, el agente Sullivan descendía por las escaleras.

—El sargento va a esperar la ambulancia, y después enviará a todo el mundo a dormir —dijo a Markham—. Yo me voy a casa a planchar el colchón. Buenas noches, jefe. Adiós, mister Vance.

Y el agente desapareció en la calle.

El cadavérico mayordomo, cansado y soñoliento, nos ayudó a ponernos los abrigos.

—Recibirá usted órdenes del sargento Heath —le dijo Markham.

El hombre se inclinó y se dispuso a abrirnos la puerta. Pero antes que llegase a ella se oyó el ruido de una llave al girar en la cerradura. Un momento después, Kinkaid se precipitaba en el vestíbulo. Al vernos se detuvo, indeciso.

—¿Qué significa esto? —preguntó, autoritario—. Y ¿qué hacen ahí fuera esos agentes?

—Estamos aquí cumpliendo nuestro deber —le dijo Markham—. En esta casa ha ocurrido una tragedia esta noche.

Los músculos del rostro de Kinkaid se aflojaron, adoptando una expresión de fría calma; en una fracción de segundo volvió a ser el jugador impasible de siempre.

—La esposa de su sobrino ha muerto —intervino Vance—. Ha sido envenenada. Y Lynn Llewellyn fue envenenado también.

—¡Al diablo con Lynn! —rezongó Kinkaid entre dientes—. ¿Qué más?

—Esto es todo lo que sabemos por el momento, excepto que mistress Llewellyn murió aproximadamente a la misma hora en que su marido sufría un colapso en el Casino. El forense lo atribuye a la belladona. Él sargento Heath, de la brigada criminal, espera arriba la ambulancia que ha de transportar el cadáver al depósito. Esperamos saber algo más después de la autopsia que se efectuará mañana: Su sobrino, según el último informe, está fuera de peligro.

En aquel momento se produjo una escalofriante interrupción. Una voz de mujer gritó desde arriba. Se abrió una puerta con estruendo, y llegó hasta nosotros algo así como un débil lamento. Se oyó el ruido de unos pasos enérgicos que avanzaban por el pasillo. La sangre se me heló en las venas, no sé por qué. Y todos corrimos a un tiempo hacia las escaleras.

De pronto, Heath apareció en el descansillo de arriba. A la luz de las lámparas del vestíbulo pude ver que sus ojos brillaban de excitación. Nos hizo señas agitando nerviosamente las manos.

—Suba usted aquí, mister Markham —gritó, con voz ronca—. ¡Algo ha ocurrido!