Capítulo XX

DEJÉ que las inútiles piedras preciosas se deslizaran a través de mis dedos y las aparté a un lado. Si yo fuera tan sólo un centenar de años más viejo…

Pero Star tenía razón. Ella no podía dejar su puesto sin relevo. Su concepto del adecuado relevo, no el mío o el de cualquier otra persona. Y yo no podría permanecer mucho más tiempo en esta cárcel acolchada sin golpear mi cabeza contra los barrotes.

Sin embargo, los dos queríamos estar juntos.

Lo realmente terrible del caso era que yo sabía —lo mismo que Star— que cada uno de nosotros, olvidaría. Algo, de todos modos. Lo suficiente para que hubiera otros zapatos, otros hombres, y Star volviera a reír.

Y lo mismo haría yo… Star se había dado cuenta, y seriamente, amablemente, con sutil consideración para los sentimientos del otro, me había dicho indirectamente que no necesitaba sentirme culpable cuando cortejara a alguna otra muchacha, en algún otro mundo, en alguna parte.

Entonces, ¿por qué me sentía como en un cepo? ¿Cómo había quedado atrapado sin ningún medio para escapar que no me obligara a escoger entre lastimar a mi amada o seguir tumbado en mi mecedora? Leí en alguna parte acerca de un hombre que vivía en una alta montaña, debido a que padecía un tipo grave de asma, en tanto que su esposa vivía en la costa debajo de él, debido a trastornos cardíacos que no podían soportar la altitud. A veces se miraban el uno al otro a través de telescopios.

A la mañana siguiente no hablamos del retiro de Star. El tácito quid-pro-quo era que, si ella planeaba retirarse, yo vagaría por allí (¡treinta años!) hasta que lo hiciera. Su Sabiduría había llegado a la conclusión de que yo no lo resistiría, y no habló de ello. Tomamos un suculento desayuno y nos mostramos alegres, cada uno con sus pensamientos secretos.

Tampoco mencionamos los hijos. Oh, yo encontraría aquella clínica, haría lo que fuera necesario. Si Star deseaba mezclar su linaje estelar con mi sangre plebeya, podría hacerlo, mañana o dentro de cien años. O sonreír tiernamente y hacer que lo tiraran con el resto de la basura. Ninguno de mis antepasados había sido alcalde de Podunk, y un percherón no se cría en una cuadra de caballos de carreras. Si Star unía nuestros genes para hacer un niño, sería por puro sentimiento, un regalo de San Valentín: un perrito de lanas más joven al que ella podría mimar hasta que lo dejase correr por su cuenta. Pero sólo un sentimiento, tan pegajoso si no tan morboso como el de su tía con los maridos muertos, ya que el Imperio no podría utilizar mi tendencia siniestra.

Alcé los ojos hacia mi espada, colgada frente a mí. No la había tocado desde aquella fiesta, lejana ya, en la que Star decidió vestirse para la Ruta de Gloria. La descolgué, me la coloqué al cinto y la desenvainé… sentí una emoción incontenible, y tuve una visión repentina de un largo camino y de un castillo sobre una colina. ¿Qué le debe un paladín a su dama cuando la búsqueda ha terminado? ¡Déjate de evasivas, Gordon! ¿Qué le debe un marido a su esposa? Esta misma espada… «Salta Truhán y Princesa salta. Mi esposa eres tú y mía para conservarla». «… en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad… para amarte y respetarte, hasta que la muerte nos separe». Eso era lo que yo había querido decir con aquellas aleluyas, y Star lo había sabido, y yo lo había sabido y lo sabía ahora.

Cuando juramos, había parecido probable que la muerte nos separase aquel mismo día. Pero eso no disminuyó la calidad del juramento ni la sinceridad con que yo lo había pronunciado. No había saltado la espada para revolcarme con Star sobre la hierba antes de morir: podía haberlo hecho sin que mediara ninguna ceremonia. No, yo había deseado «… tener y conservar, amar y respetar, hasta que la muerte nos separe».

Star habla cumplido su promesa al pie de la letra. ¿Por qué había yo de sentir comezón en los pies?

Rascad a un héroe y encontraréis un zángano.

Y un héroe retirado era algo tan absurdo como esos reyes cesantes que abundan en Europa.

* * *

SALÍ dando un portazo de nuestro «piso», con la espada al cinto y sin importarme un comino las miradas de asombro que me dirigían, acudí a nuestros terapeutas, averigüé a dónde debía ir para la preservación de semen, fui allí, hice lo que era necesario, luego le dije al jefe biotécnico que Su Sabiduría debía ser informada, y le amenacé con rebanarle el cuello cuando empezó a hacer preguntas.

Luego me dirigí a la cabina de transporte más próxima y vacilé… Necesitaba compañía del mismo modo que la necesita un Alcohólico Anónimo. Pero yo no tenía ningún amigo íntimo, solo centenares de conocidos. Al consorte de la Emperatriz no le resulta fácil hacer amistades.

Tendría que ser Rufo. Pero en todos los meses que llevaba en Center no había estado en casa de Rufo. En Center no se practica la bárbara costumbre de dejarse caer en casa de la gente, y únicamente había visto a Rufo en la Residencia o en fiestas; Rufo no me había invitado nunca a su hogar. No, no existía ninguna frialdad entre nosotros; le veíamos a menudo, pero siempre era él quien venía.

Le busqué en los listines de transporte… inútilmente. El mismo resultado en los listines de vea-hable. Llamé a la Residencia y hablé con el oficial de comunicaciones. Me dijo que «Rufo» no era un apellido y trató de deshacerse de mí. Le dije:

—¡Procura justificar el sueldo que no te ganas, amigo! Cuelga, y dentro de una hora estarás a cargo de las señales de humo en Timbuktu. Ahora escucha. Ese individuo es de edad madura, calvo, uno de sus nombres es «Rufo», y tiene fama como culturólogo comparativo. Y es nieto de Su Sabiduría. Creo que sabes quién es y qué has estado arrastrando los pies por insolencia burocrática. Tienes cinco minutos. Entonces hablaré con Su Sabiduría y se lo preguntaré a ella, mientras tú empaquetas tus cosas. («¡Alto! ¡Peligro! Otro Rufo (?) viejo y calvo, compculturista. Sabiduría óvulo-esperma-óvulo. Cinco minutos. Embustero y/o tonto. ¿Sabiduría? ¡Catástrofe!»).

No habían pasado cinco minutos cuando la imagen de Rufo llenó el tanque.

—¡Bueno! —dijo—. Me estaba preguntando quién tenía el peso suficiente para llegar hasta mí.

—Rufo, ¿puedo ir a verte?

Su cuero cabelludo se llenó de arrugas.

—¿Ratones en la despensa, hijo? Tu cara me recuerda la vez en que mi tío…

—¡Por favor, Rufo!

—Sí, hijo —dijo amablemente—. Enviaré a las bailarinas a su casa. ¿O es mejor que se queden?

—Me tiene sin cuidado. ¿Cómo te encontraré?

Me lo dijo, marqué su clave, añadí mi número de abonado, y me encontré allí, a dos mil kilómetros de distancia. El hogar de Rufo era una mansión tan lujosa como la de Jocko y millares de años más sofisticada. Mi primera impresión fue la de que Rufo tenía la servidumbre más numerosa de Center, toda femenina. Estaba equivocado. Pero todas las criadas, visitantes, primas, hijas, se constituyeron en comité de recepción… para ver al compañero de cama de Su Sabiduría. Rufo las ahuyentó y me llevó a su estudio. Una bailarina (evidentemente una secretaria) estaba ocupada con documentos y grabaciones. Rufo le dio una palmada en el trasero, despidiéndola, me señaló una cómoda butaca, me sirvió un trago, puso cigarrillos a mi alcance, se sentó y no dijo nada.

El fumar no es popular en Center, y el motivo es lo que ellos utilizan como tabaco. Cogí un cigarrillo.

—¡Chesterfield! ¡Dios mío!

—Son de contrabando —dijo Rufo—. Pero ya no se elabora nada parecido a Sweet Caps. Ponen toda clase de hierbas menos tabaco.

Hacía meses que yo no había fumado. Pero Star me había dicho que podía olvidarme del cáncer y cosas por el estilo. De modo que lo encendí… y tosí como un dragón neviano. (El vicio requiere una práctica continua).

—«¿Qué noticias hay en el Rialto?» —inquirió Rufo, echando una ojeada a mi espada.

—Oh, nada.

Habiendo interrumpido el trabajo de Rufo, ahora vacilaba en exponer mis problemas domésticos.

* * *

RUFO permaneció sentado, fumando y esperando. Yo necesitaba decir algo, y el cigarrillo norteamericano me recordó un incidente, algo que había venido a añadirse a lo inestable de mi condición. Una semana antes, en una fiesta, había conocido a un hombre que aparentaba unos treinta y cinco años, afable, cortés, pero con aquel aire altivo que expresa: «Tu bragueta está desabotonada, viejo, pero soy demasiado educado para mencionado».

Pero a mí me había gustado mucho conocerle, puesto que hablaba inglés.

Yo había creído que Star, Rufo y yo éramos los únicos en Center que hablaban inglés. Lo hablábamos a menudo, Star para facilitarme las cosas, Rufo porque le gustaba practicar. Rufo hablaba cockney como un vendedor ambulante, norteamericano como un ciudadano de Boston, australiano como un canguro. Conocía todas las variantes del inglés.

Aquel individuo hablaba un buen inglés-americano.

—Me llamo Nebbi —dijo, estrechando mi mano en un lugar en el que nadie estrecha la mano—, y usted es Gordon, lo sé. Encantado de conocerle.

—El gusto es mío —dije—. Es una sorpresa y un placer oír mi propio idioma.

—Conocimiento profesional, mi querido amigo. Culturólogo comparativo, lingüista-histórico-político. Usted es norteamericano, lo sé. Déjeme situarlo: Profundo Sur, no nacido allí. Posiblemente Nueva Inglaterra. Chapeado por desplazamiento al Medio Oeste, California quizá. Lenguaje básico, clase media baja, mezclada.

El tipo era bueno. Mi madre y yo vivimos en Boston mientras mi padre estuvo ausente, 1942-45. No olvidaré nunca aquellos inviernos; yo llevaba chanclos desde noviembre hasta abril. Yo había vivido en el Profundo Sur, Georgia y Florida, y en California en La Jolla durante la no-Guerra de Corea y, más tarde, en mi época de estudiante. «¿Clase media baja?». Mi madre no lo había creído así.

—Se aproxima usted —convine—. Conozco a uno de sus colegas.

—Sé a quién se refiere, al «Científico Loco». Teorías maravillosamente extravagantes. Pero dígame: ¿cómo estaban las cosas cuando usted se marchó? Especialmente, ¿cómo marchan los Estados Unidos con su Noble Experimento?

—«¿Noble Experimento?». —Tuve que pensar. La Ley Seca había sido derogada antes de que yo naciera—. Oh, aquello ya terminó.

—¿De veras? Tengo que hacer un viaje allí. ¿Qué tienen ustedes ahora? ¿Un rey? Me di perfecta cuenta de que su país iba en esa dirección, pero no lo esperaba tan pronto.

—Oh, no —dije—. Yo me refería a la Ley Seca.

—Oh, eso. Sintomático, pero no básico. Yo estaba hablando del divertido concepto del gobierno de la palabrería. «Democracia». Una extraña quimera: como si añadir ceros pudiera producir una suma. Pero en su país tribal fue aplicada a escala gigantesca. Antes de que usted naciera, sin duda. Creí que había querido decir usted que incluso el cadáver había sido barrido. —Sonrió—. Entonces, ¿siguen teniendo relaciones y todo eso?

—La última vez que estuve allí, sí.

—Oh, maravilloso. Fantástico, realmente fantástico. Bueno, tenemos que vernos con frecuencia, quiero interrogarle a usted. He estado estudiando su planeta durante mucho tiempo: las patologías más asombrosas en todo el complejo explorado. Hasta la vista. No acepte ningún níquel de madera, como dicen los hombres de las tribus en su país.

* * *

LE HABLÉ a Rufo de ello.

—Rufo, sé que procedo de un planeta bárbaro. Pero ¿justifica eso su descortesía? Si es que era descortesía. Aquí estoy hecho un lío, hasta el punto de que ya no sé a qué puede llamarse buenos modales.

Rufo frunció el ceño.

—En cualquier parte son malos modales burlarse del lugar de nacimiento, tribus o costumbres de una persona. Un hombre lo hace por su cuenta y riesgo. Si le matas, no te pasará nada. Podría poner quizás en un pequeño apuro a Su Sabiduría. Si es que hay algo que pueda ponerla en un apuro a Ella.

—No le mataré, no tiene tanta importancia.

—Entonces olvídalo. Nebbi es un snob. Sabe un poco, no entiende nada, y cree que los universos serían mejores si él los hubiera diseñado. Ignórale.

—Lo haré. Sólo era… mira, Rufo, mi país no es perfecto. Pero no me gusta oírselo decir a un extranjero.

—¿A quién le gusta eso? A mí me agrada tu país, tiene sabor. Pero… yo no soy un extranjero y esto no es una burla. Nebbi tenía razón.

—¿Eh?

—Salvo que él sólo ve la superficie. La democracia no puede funcionar. Matemáticos, campesinos y animales, eso es todo lo que existe… de modo que la democracia, una teoría basada en el supuesto de que matemáticas y campesinos son iguales, no pueden funcionar nunca. El saber no es aditivo; su máxima expresión es el hombre más sabio en un grupo determinado.

»Pero una forma democrática de gobierno me parece bien, mientras no funcione. Cualquier organización social marcha bastante bien si no es rígida. La estructura no importa, con tal de que exista la holgura suficiente para permitir que un hombre en una multitud manifieste su genio. La mayoría de los llamados científicos sociales parecen creer que la organización lo es todo. Es casi nada… salvo cuando es una camisa de fuerza. Lo que cuenta es la incidencia de héroes, no la pauta de ceros.

Y añadió:

—Tu país tiene un sistema lo bastante libre como para permitir que sus héroes trabajen en su profesión. Debería durar mucho tiempo… a menos que su tolerancia sea destruida desde dentro.

—Espero que tengas razón.

—Tengo razón. Conozco este tema y no soy estúpido, como opina Nebbi. Él está en lo cierto al hablar de la inutilidad de «añadir ceros»… pero no se da cuenta de que él mismo es un cero.

Sonreí.

—Sería una imbecilidad de mi parte dejarme impresionar por un cero —dije.

—En efecto. Especialmente cuando tú distas mucho de serlo. Dondequiera que vayas harás notar tu presencia, no serás uno más del rebaño. Te respeto, y no respeto a muchos. Nunca a la gente en conjunto, no podría ser un demócrata de corazón. Para pretender que se «respete» e incluso se «ame» a la gran masa con sus ladridos en un extremo y sus pies malolientes en el otro se requiere la fatua, empalagosa, ciega y sentimental ignorancia que se encuentra en algunos supervisores de guarderías infantiles, en la mayoría de los perros de aguas, y en todos los misioneros. No es un sistema político, es una enfermedad. Pero alegra el ánimo: tus políticos norteamericanos son inmunes a esa enfermedad… y vuestras costumbres permiten que el no-cero se abra paso.

Rufo miró de nuevo mi espada.

—Viejo amigo, tú no has venido aquí para hablarme de Nebbi.

—No. —Incliné los ojos hacia mi Lady Vivamus—. He traído esto para afeitarte, Rufo.

—¿Eh?

—Prometí que afeitaría tu cadáver. Te lo debo por los favores que me has hecho. De modo que aquí estoy, para afeitar al barbero.

Rufo dijo lentamente:

—Pero todavía no soy un cadáver. —No hizo ningún movimiento. Pero sus ojos se movieron, calculando la distancia entre nosotros. Rufo no contaba con mi «caballerosidad»; había vivido demasiado tiempo.

—Oh, eso puede arreglarse —dije alegremente—, a menos que obtenga respuestas directas de ti.

Rufo se relajó un poco.

—Lo intentaré, Oscar.

—Algo más que intentarlo, por favor. Tú eres mi última posibilidad, Rufo. Pero no te hagas ilusiones, hablo muy en serio. Y respuestas directas, las necesito. Quiero que me aconsejes acerca de mi matrimonio.

El rostro de Rufo se nubló.

—Y yo que pensaba haber salido hoy… En vez de eso me dediqué a trabajar. Oscar, preferiría criticar al primer hijo de una mujer, o incluso su gusto en sombreros. Es mucho más seguro enseñar a morder a un tiburón. ¿Qué pasará si me niego?

—¡En tal caso te afeitaré!

—¡Serías capaz de hacerlo, matasiete!

Rufo frunció el ceño.

—«Respuestas directas»… No las deseas, lo que quieres es un hombro para llorar sobre él.

—Es posible que eso también. Pero quiero respuestas directas, no las mentiras que puedes contar en sueños.

—De modo que estoy perdido de todas maneras. Decirle a un hombre la verdad sobre su matrimonio equivale a suicidarse. Creo que me quedaré quieto y comprobaré si tienes corazón para liquidarme a sangre fría.

—Oh, Rufo, dejaré que guardes mi espada bajo siete llaves, si quieres. Sabes que nunca la desenvainaría contra ti.

—No estoy seguro de eso —murmuró Rufo—. Siempre hay una primera vez. Puede predecirse lo que hará un malandrín, pero tú eres un hombre de honor, y eso es lo que me asusta. ¿No podríamos resolver esto por el vea-hable?

—En serio, Rufo. No tengo a nadie más a quien acudir. Quiero que me hables francamente. Éste no es un problema para un consejero matrimonial corriente. En nombre de la sangre que vertimos juntos, te ruego que me aconsejes. ¡Y sinceramente, desde luego!

—«Desde luego», ¿verdad? La última vez que me arriesgué a hacerlo estuviste a punto de cortarme la lengua. —Me miró con aire enfurruñado—. Pero siempre he sido un tonto cuando se ha apelado a mi amistad. Mira, vamos a hacer un trato. Tú hablas, yo escucho… y si resulta que tu relato es tan largo que mis viejos y cansados riñones se quejan y me veo obligado a abandonar tu agradable compañía por unos instantes… bueno, entonces sabrás que pisas un terreno resbaladizo y no volveremos a aludir al tema que estés tocando. ¿Te parece bien?

—De acuerdo.

—La Presidencia te reconoce. Adelante.

De modo que hablé. Hablé de mi dilema y de mi frustración, sin ocultar nada mío ni de Star (era en beneficio de ella también, y no era necesario hablar de nuestros asuntos más íntimos; éstos, al menos, marchaban bien). Pero mencioné nuestras riñas y muchas otras cosas que es mejor mantener dentro del círculo familiar, tenía que hacerlo.

Rufo escuchaba. De pronto se levantó y paseó de un lado a otro del estudio, con aire preocupado. Me interrumpió cuando hablé de los hombres que Star había traído a casa.

—No tenía que haber llamado a sus doncellas —dijo—. Pero olvídalo, muchacho. Ella nunca recuerda que los hombres son tímidos, en tanto que las mujeres se limitan a tener costumbres. Concédele esto.

Más tarde, dijo:

—No debes tener celos de Jocko, hijo. Jocko clava una tachuela con un martillo pilón.

—No estoy celoso.

—Eso fue lo que dijo Menelao. Pero deja espacio para dar y tomar. Todo matrimonio lo necesita.

Finalmente le hablé de la predicción de Star de que yo me marcharía.

—No le reprocho nada, y el haberme podido desahogar contigo me ha hecho mucho bien. Creo que ahora podré controlarme mejor y ser un buen marido. Star realiza grandes sacrificios para cumplir con sus tareas, y lo menos que puedo hacer es facilitárselas. Es tan dulce, tan amable y tan buena…

Rufo se paró a cierta distancia, de espaldas a su escritorio.

—¿Lo crees así?

—Sé que es así.

—¡Ella es una vieja pelleja!

Me puse en pie de un salto y me precipité hacia él. No desenvainé la espada. No se me ocurrió la idea, ni la hubiese desenvainado en ningún caso. Lo único que deseaba era echarle a Rufo las manos encima y castigarle por hablar de aquel modo de mi amada. Rufo botó sobre el escritorio como una pelota y, cuando hube cruzado la habitación, Rufo se encontraba detrás de la mesa, con una mano en uno de los cajones.

—Malo, malo —dijo—. Oscar, no quiero afeitarte.

—¡Sal de ahí y pelea como un hombre!

—Ni hablar, viejo amigo. Un paso más y te hago picadillo, Tantas promesas, tantas súplicas… «Hablo muy en serio», dijiste. «Quiero que me aconsejes», dijiste. «Habla francamente», dijiste. Siéntate en esa butaca.

—«¡Hablar francamente» no significa libertad para insultar!

—¿Quién ha de juzgarlo? ¿Debo someter mis observaciones a aprobación antes de hacerlas? No remiendes tus promesas rotas con una falta de lógica infantil. Y no me obligues a comprar una alfombra nueva. Nunca conservo una sobre la cual haya matado a un amigo: las manchas me ponen melancólico. Siéntate en esa butaca.

Me senté.

—Ahora —dijo Rufo, permaneciendo donde estaba—, tú escucharás mientras yo hablo. O tal vez te levantarás y te marcharás. En cuyo caso podría quedar tan complacido al dejar de ver tu fea cara que eso zanjaría toda la cuestión. O podría enfadarme tanto por el hecho de que me interrumpieras que caerías muerto en el umbral de la puerta, ya que tengo muchas cosas dentro y estoy dispuesto a soltarlas todas. Ponte cómodo.

»He dicho —continuó— que mi abuela es una vieja pelleja. Lo he dicho brutalmente; para descargar tu tensión… y ahora no es probable que te ofendas demasiado por las muchas cosas ofensivas que me quedan por decir. Ella es vieja, tú lo sabes, aunque no dudo que te resulta fácil olvidarlo la mayor parte del tiempo. Yo mismo lo olvido la mayor parte del tiempo, a pesar de que Ella ya era vieja cuando yo andaba a gatas y no había aprendido a hablar. Es una pelleja, y tú lo sabes. Podría haber dicho, pero tenía que darte en los dientes con la palabra que estabas eludiendo incluso mientras me estabas diciendo que lo sabías… y que no te importaba. Abuelita es una vieja pelleja, tenemos que partir de ahí.

»¿Y por qué tendría que ser Ella otra cosa? Respóndete a ti mismo. Tú no eres tonto, eres simplemente joven. Normalmente, Ella tiene tan sólo dos placeres posibles, y el otro no puede permitírselo.

—¿Cuál es el otro?

—Tomar decisiones nefastas por sádico rencor, ése es el placer que Ella no se atreve a permitirse. De modo que demos gracias de que su cuerpo disponga de una inofensiva válvula de seguridad, ya que de no ser así todos sufriríamos las consecuencias antes de que alguien lograra asesinarla. Muchacho, querido muchacho, ¿puedes soñar lo mortalmente cansada que Ella tiene que estar en la mayoría de las cosas? Tu propio deleite se ha agriado en unos cuantos meses. Piensa lo que debe ser enfrentarse año tras año con la misma situación sin otra esperanza que la de un asesino más listo que los anteriores. Demos gracias a que Ella siga encontrando placer en un placer inocente. De modo que Ella es una vieja pelleja, y el afirmarlo no representa ninguna falta de respeto; al contrario, establece un balance favorable entre dos cosas que Ella debe ser para realizar su tarea.

»Ella no dejó de ser lo que es por recitar unos absurdos versos contigo un día brillante en la cumbre de una colina. Tú crees que Ella se ha tomado unas vacaciones desde entonces, pegándose únicamente a ti. Posiblemente lo ha hecho, si la has citado con exactitud y yo he leído las palabras correctamente; Ella dice siempre la verdad.

»Pero nunca toda la verdad, ¿quién puede hacerlo?, y Ella es la embustera más hábil diciendo la verdad que nunca has conocido. Estoy seguro de que tu memoria ha omitido alguna palabra de aspecto inocente con la que daba una salida pero dejaba a salvo tus sentimientos.

»Si es así, ¿por qué tendría Ella que hacer algo más que dejar a salvo tus sentimientos? Ella está encariñada contigo, no cabe duda… pero sin fanatismo. Ha sido adiestrada precisamente para evitar el fanatismo, para encontrar siempre respuestas prácticas. Aunque es posible que no haya mezclado aún los zapatos, si te quedas una semana más, o un año, o veinte, y llega el momento en que Ella desee hacerlo, sabrá encontrar la manera de no mentirte con palabras y no herir en absoluto su conciencia, porque Ella no tiene conciencia. Sólo Sabiduría, completamente pragmática.

Rufo carraspeó.

—Ahora, refutación y contrapunto y viceversa. Me gusta mi abuela, y la quiero todo lo que mi flaca naturaleza permite, y la respeto profundamente a pesar de todo… y te mataría a ti o a cualquiera que se interpusiera en su camino o le causara alguna infelicidad… y esto sólo se debe en parte al hecho de que hay en mí una sombra de su propio ser, de modo que puedo comprenderla mejor que nadie. Si se salva del cuchillo, de la bomba o del veneno del asesino el tiempo suficiente, pasará a la historia como «La Grande». Pero tú has hablado de sus «grandes sacrificios». ¡Absurdo! A Ella le gusta ser «Su Sabiduría», el Eje alrededor del cual giran todos los mundos. Y no creo que renunciara a serlo ni por ti ni por alguien cincuenta veces mejor que tú. Te repito que Ella no mintió, tal como tú lo has contado: Ella dijo «sí»… sabiendo que en treinta años, o en veinticinco, pueden ocurrir muchas cosas, entre ellas la casi certeza de que tú no te quedarías tanto tiempo. Una trampa.

»Pero es la menor de las trampas que Ella te ha tendido. Te engañó desde el momento en que la viste por primera vez, y mucho antes. Ella lo había planeado todo de antemano, te obligó a escoger las cartas que ella había marcado previamente, te infundió entusiasmo, te tranquilizó cuando empezaste a sospechar, te condujo de la mano a tu planeado destino… y logró que te gustara. Ella no vacila ante ningún método, y engañaría a la Virgen María y haría un pacto con el Viejo al mismo tiempo, si ello conviniera a sus propósitos. Oh, recibiste tu paga, sí, y una paga generosa: en Ella no hay nada mezquino. Pero ya es hora que sepas que fuiste engañado. Que conste que no la estoy censurando, al contrario, la estoy aplaudiendo… y la ayudé… salvo en un momento de debilidad en el que la víctima me inspiró compasión. Pero tú estabas tan obcecado que no hubieras escuchado al mismo Dios del cielo. Casi perdí el control de mí mismo, pensando que te estabas precipitando hacia una muerte horrible con tus inocentes ojos abiertos. Pero Ella fue más lista que yo. Siempre lo ha sido.

»Ahora bien, Ella me gusta. La respeto. La admiro. Incluso la amo un poco. A toda Ella, no sólo a sus aspectos agradables, sino también a todas las impurezas que la hacen tan dura como el acero, como debe ser. ¿Qué me dices de ti, señor? ¿Cuáles son tus sentimientos hacia Ella ahora… sabiendo que te engañó, sabiendo lo que es?

Yo continuaba sentado. Mi vaso estaba junto a mí: no lo había tocado durante toda aquella larga arenga.

Lo agarré y lo levanté.

—¡Por la mayor vieja pelleja de veinte universos!

Rufo rebotó de nuevo sobre el escritorio y cogió su vaso.

—¡Repite eso en voz alta y a menudo! ¡Y delante de Ella, a Ella le gustará! Bendita sea por Dios, quienquiera que sea, y que Él la proteja. No veremos nunca a otro como Ella, por desgracia… ya que los necesitaríamos por docenas.

Brindamos, y estrellamos nuestros vasos contra el suelo. Rufo fue en busca de otros, los llenó, se instaló en su butaca, y dijo:

—Ahora bebamos en serio. ¿Te he contado alguna vez lo que le ocurrió a mi…?

—Desde luego. Rufo, quiero saber algo más acerca de esta trampa.

—¿Cómo qué?

—Bueno, hablemos por ejemplo de la primera vez que volamos…

Rufo se estremeció.

—No hablemos de eso.

—Entonces no me lo pregunté. Pero, dado que Star podía hacer aquello, podríamos haber eludido el Igli, los Fantasmas Cornudos, el marjal, el tiempo perdido con Jocko…

—¿Perdido?

—Para el objetivo de Star… Y las ratas y los cerdos y posiblemente los dragones… Volando directamente desde aquella primera Puerta a la segunda. ¿Correcto?

Rufo agitó la cabeza.

—Equivocado.

—No lo entiendo.

—Suponiendo que Ella pudiera transportarnos hasta tan lejos, una cuestión que espero no aclarar nunca, podría habernos transportado hasta la Puerta que Ella prefería. ¿Qué hubieras hecho tú entonces? ¿Trasladado casi directamente desde Niza a Karth-Hokesh? ¿Lanzarte hacia adelante y luchar como un lobo, como hiciste? ¿O decir: «Señorita, ha cometido usted un error? ¡Muéstreme la salida de esta Casa de la risa: no me divierto»!

—Bueno… yo no hubiera escurrido el bulto.

—Pero ¿habrías ganado? ¿Habrías tenido el grado de preparación que era necesario?

—Comprendo. Aquellos primeros asaltos fueron ejercicios con fuego real en mi entrenamiento. Aunque, ¿fueron con fuego real? ¿No fue una trampa toda aquella primera parte? ¿Tal vez por medio de la hipnosis, para que todo pareciera normal? Dios sabe que Star es una experta en hipnotismo. ¿Ningún peligro hasta que llegamos a la Torre Negra?

Rufo volvió a estremecerse.

—¡No, no! Oscar, cualquiera de aquellas amenazas podía habernos matado. Nunca había luchado con más denuedo y nunca me había sentido tan asustado. Ninguna de ellas podía ser eludida. No comprendo todos los motivos de Ella, no soy Su Sabiduría. Pero Ella nunca se hubiera arriesgado en persona a menos que fuera absolutamente necesario. No habría vacilado en sacrificar a diez millones de hombres valientes, si era preciso, como el precio más barato. Ella sabe lo que Ella vale. Pero Ella luchó a nuestro lado… ¡tú lo viste! Porque tenía que ser así.

—Sigo sin entenderlo.

—Ni lo entenderás. Ni lo entenderé yo. Ella te hubiera enviado a ti solo, de haber sido posible. Y en aquel último y supremo peligro, aquel ser llamado «Devorador de Almas», porque había devorado precisamente las de muchos valientes antes de enfrentarse contigo… si hubieras perdido, Ella y yo hubiéramos tratado de escapar, yo estaba preparado para hacerlo en cualquier momento; y si hubiésemos escapado, improbablemente, Ella no hubiera derramado ninguna lágrima por ti. O muy pocas. Luego habría trabajado otros veinte, o treinta, o cien años para encontrar y engañar y entrenar a otro paladín… y habría luchado con la misma fiereza al lado de él. Es valiente, la vieja. Ella sabía cuán remotas eran nuestras probabilidades de éxito; tú no sabías nada. ¿La viste desfallecer una sola vez?

—No.

—Pero tú eras la clave, primero para ser localizado, luego para que encajaras en tu papel. Tenías que actuar por ti mismo, sin ser una marioneta, o no habrías podido ganar. Ella era la única que podía engatusar a un hombre semejante y situarlo en el lugar donde debería actuar por su cuenta; ninguna persona inferior a Ella podía manejar al tipo de héroe que Ella necesitaba. De modo que buscó hasta que lo encontró… y lo manipuló sabiamente. Dime, ¿por qué elegiste la espada? No es corriente en América.

—¿Qué? —Tuve que pensar. Leyendo El Rey Arturo y Los Tres Mosqueteros, y las maravillosas historias de Marte de Burroughs… Pero todos los muchachos hacen eso—. Cuando nos trasladamos a Florida, yo era un Explorador. El jefe de Exploradores era un francés, que enseñaba esgrima en la escuela superior. Empezó con algunos de los chicos. A mí me gustó, era algo que se me daba bien. Luego, en el instituto…

—¿Te preguntaste alguna vez por qué aquel inmigrante había obtenido aquel empleo en aquella ciudad? ¿Por qué se ofreció voluntario para enseñar a los Exploradores? ¿O por qué en tu Instituto había un equipo de esgrima, cuando en la mayoría de ellos no existe? No importa; si hubieses ido a alguna otra parte, habría existido una escuela de esgrima en una Asociación de Jóvenes Cristianos o algo por el estilo. ¿No celebraste más combates que la mayoría de los de tu categoría?

—¡Diablos, sí!

—Podían haberte matado en cualquier momento, también… y Ella se hubiera dedicado a engatusar a otro candidato que ya tenía a punto. Hijo, no sé cómo fuiste elegido, ni cómo te convirtieron de un mozalbete inútil en el héroe que eras en potencia. No fue tarea mía. Lo mío era más sencillo, aunque más peligroso: ser tu lacayo y tu «retaguardia». Mira a tu alrededor. Bonita casa para un criado, ¿eh?

—Bueno, sí. Casi había olvidado que se suponía que eras mi lacayo.

—«¿Se suponía?». ¡Diablos! Lo era. Fui tres veces a Nevia como criado de Ella, a fin de adquirir práctica. Jocko no se ha enterado aún. Si regresara allí, creo que sería bien acogido. Pero solamente en la cocina.

—Pero ¿por qué? Esa parte me parece absurda.

—¿Lo fue? Cuando nos hicimos contigo tu ego estaba en muy baja forma; teníamos que levantar tu moral… y el llamarte «Jefe» y servirte las comidas estando yo de pie y tú sentado, con Ella, era parte del tratamiento. —Se mordisqueó un nudillo y añadió, enfurruñado—: Sigo creyendo que Ella embrujó tus dos primeras flechas. Algún día me gustaría que me concedieras la revancha… sin que Ella estuviera presente.

—Puedo volver a ganarte. He estado practicando.

—Bueno, olvídalo. Conseguimos el Huevo, eso es lo importante. Y aquí tenemos esta botella, y eso es importante también. —Volvió a llenar los vasos—. ¿Te has desahogado del todo, «Jefe»?

—¡Maldita sea, Rufo! Sí, viejo malandrín. Me has ayudado mucho. O me has engañado otra vez, no estoy seguro.

—Nada de engaños, Oscar, por la sangre que hemos derramado. Te he dicho la verdad tal como yo la conozco, aunque me haya dolido. No deseaba hacerlo, tú eres amigo mío. El haber recorrido contigo aquella ruta pedregosa será algo que atesoraré todos los días de mi vida.

—Uh… sí. Yo también, Rufo.

—Entonces, ¿por qué frunces el ceño?

—Rufo, ahora comprendo a Star, hasta donde puede comprenderla una persona vulgar, y la respeto profundamente… y la amo más que nunca. Pero yo no puedo ser el capricho de nadie. Ni siquiera el de Ella.

—Me alegra no haber tenido que decir eso. Sí. Ella tiene razón. ¡Ella siempre tiene razón, maldita sea! Tienes que marcharte. En bien de los dos. Oh, Ella no saldría demasiado perjudicada, pero el quedarte sería tu ruina, con el tiempo. Te destruiría, si eres obstinado.

—Será mejor que regrese… y tire mis zapatos.

Me sentí extrañamente aliviado, como si acabara de decirle al cirujano: Adelante: ampute.

—¡No hagas eso!

—¿Qué?

—¿Por qué tendrías que hacerlo? No es preciso nada definitivo. Si un matrimonio ha de durar mucho tiempo, y el vuestro podría durar, incluso muchísimo tiempo, las vacaciones tienen que ser largas también. Y, sobre todo, nada de fijar fechas para el regreso, y nada de promesas. Ella sabe que los caballeros andantes pasan sus noches vagando, y espera que no seas una excepción. Siempre ha sido así, un droit de la vocation… y necesario. Aunque no lo mencionen en las historias para niños de tu mundo. De modo que busca un trabajo adecuado para ti en otra parte, y no te preocupes. Lo mismo si regresas dentro de cuatro que de cuarenta años, serás bien acogido. Los Héroes siempre se sientan en la primera mesa, tienen derecho a ello. Y vienen y van a su antojo, tienen derecho a ello también. A una escala más pequeña, te pareces a Ella.

—¡Gracias por el cumplido!

—«A una escala más pequeña», he dicho. Mmm, Oscar, parte de tu problema es una necesidad de volver a tu mundo. A tu país natal. Para recobrar tu perspectiva y descubrir quién eres. Todos los viajeros experimentan eso, yo mismo lo experimento de cuando en cuando. Y al presentarse la sensación, no vacilo ni un momento.

—No me había dado cuenta de que sentía añoranza. Es posible que estés en lo cierto.

—Es posible que Ella se haya dado cuenta. Es posible que estés algo ahíto de Ella. Por mi parte, convertí en una norma concederle a cualquier esposa mía unas vacaciones cuando su rostro se me hacía demasiado familiar… ya que el mío tenía que habérsele hecho a ella todavía más familiar, teniendo en cuenta lo feo que soy. ¿Por qué no, muchacho? Regresar a la Tierra no es lo mismo que morir. Yo mismo voy a ir pronto allí, por eso estoy enfrascado en mi actual trabajo. Podríamos encontrarnos en la Tierra, y tomar una copa o diez, y divertirnos en grande… y pellizcarle el trasero a la camarera y ver lo que ella dice. ¿Por qué no?