Capítulo XIX

NOS acostamos.

De pronto, Star dijo:

—Oscar, estás disgustado.

—Yo no he dicho eso.

—Pero yo lo capto. No se trata solamente de esta noche y de esos pelmazos. Últimamente te veo retraído, como si no fueras feliz.

Star esperó.

—No es nada.

—Oscar, cualquier cosa que te moleste o te preocupe no puede ser nunca «nada» para mí. Aunque es posible que no me de cuenta de ello hasta que sepa de qué se trata.

—Bueno… ¡me siento tan completamente inútil!

Star apoyó su mano suave y fuerte sobre mi pecho.

—Para mí no eres inútil. ¿Por qué has de sentirse inútil para ti mismo?

—Bueno… ¡mira esta cama! —Era una cama inimaginable para los norteamericanos; podía hacerlo todo menos besar a uno dándole las buenas noches… y, al igual que la ciudad, era bella y no mostraba sus huesos—. Este trasto, en mi país, si pudieran construirlo, costaría más que la mejor de las casas en las que mi madre ha vivido nunca.

Star meditó unos instantes.

—¿Te gustaría enviarle dinero a tu madre? —Alargó una mano hacia el comunicador instalado junto a la cabecera de la cama—. ¿Bastará con la dirección Base de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas en Elmendorf? (No recuerdo haberle dicho nunca dónde vivía mi madre).

—¡No, no! —Aparté su mano del comunicador—. No quiero enviarle dinero a mi madre. Su marido la mantiene. Él no aceptaría dinero mío. Ésa no es la cuestión.

—Entonces, no veo cuál pueda ser. Las cosas no importan, lo que cuenta es quién está en una cama. Querido, si no te gusta esta cama, podemos conseguir otra. O dormir en el suelo. Las camas no tienen importancia.

—Esta cama es perfecta. Lo único malo que tiene es que no pago por ella. Pagas tú. Esta casa. Mis trajes. Lo que como. Mis… ¡mis juguetes! Todo lo que tengo me lo das tú. ¿Sabes lo que soy, Star? ¡Un gigoló! ¿Sabes lo que es un gigoló? Un chulo, una prostituta macho.

Una de las costumbres más exasperantes de mi esposa era, a veces, su negativa a ponerse a mi altura cuando sabía que yo tenía ganas de jaleo. Me miró pensativamente.

—América es un lugar atareado, ¿no es cierto? La gente trabaja todo el tiempo, especialmente los hombres.

—Bueno… sí.

—No es costumbre en todas partes, ni siquiera en la Tierra. Un francés no es desgraciado si tiene tiempo libre; pide otro café au lait y deja que se amontonen los platillos. Yo no soy aficionada al trabajo. Oscar, he echado a perder nuestra velada por pereza, para evitarme la idea de que mañana me esperaba una tarea aburrida. No volveré a cometer ese error.

—Star, esto no importa. Ya está superado.

—Lo sé. La clave no suele encontrarse en el primer disgusto. Ni en el segundo. Ni, a veces, en el vigesimosegundo. Oscar, tú no eres un gigoló.

—¿Cómo lo llamarías tú? Cuando algo parece un pato, y grazna como un pato, y actúa como un pato, yo lo llamo un pato. Puedes llamarlo ramo de rosas. Pero sigue graznando.

—No. Todo lo que nos rodea… —Star señaló con la mano en torno a ella—. La cama. Esta hermosa habitación. Lo que comemos. Mis ropas y las tuyas. Nuestras deliciosas piscinas. El mayordomo de guardia por la noche por si a ti o a mí se nos ocurre pedir un pájaro cantor o un melón maduro. Nuestros bellos jardines. Todo lo que vemos o tocamos o usamos o se nos antoja… y mil veces más en lugares lejanos, todo eso te lo has ganado con tus propias manos; todo es tuyo, por derecho.

Mi risa resultó más bien sarcástica.

—Es tuyo —insistió Star—. Ése fue nuestro contrato. Te prometí grandes aventuras, y mayores tesoros, y peligros todavía mayores. Estuviste de acuerdo. Dijiste: «Princesa, acabas de contratar a un servidor». —Sonrió—. El más fiel de los servidores. Querido, creo que los peligros fueron mayores de lo que habías imaginado… de modo que me ha complacido, hasta ahora, que el tesoro fuera también mayor de lo que probablemente imaginaste. Por favor, no dudes en aceptarlo. Te has ganado eso y mucho más… tanto como estés dispuesto a aceptar.

—Uh… Aunque tengas razón, es demasiado. ¡Me estoy ahogando en malvaviscos!

—Pero Oscar, no tienes que tomar nada que no desees. Podemos vivir sencillamente. En una habitación con una cama plegable, si quieres.

—Ésa no es la solución.

—Tal vez te gustaría una vida de soltero…

—«Tirando mis zapatos», ¿eh?

Star dijo claramente:

—Marido mío, si alguien tira algún día tus zapatos, tendrás que ser tú mismo. Yo salté sobre tu espada. Y no la saltaré hacia atrás.

—¡Tómatelo con calma! —dije—. Fue sugerencia tuya. Si lo interpreté mal, lo siento. Sé que no faltarás a tu palabra. Pero podrías lamentarlo.

—Yo no lo lamento. ¿Y tú?

—¡No, Star, no! Pero…

—Ésa es una pausa muy larga para una palabra tan corta —dijo Star gravemente—. ¿Me lo dirás?

—Uh… ésa es precisamente la cuestión. ¿Por qué no me lo dijiste tú a mí?

—¿Decirte qué, Oscar? Hay tantas cosas que decir…

—Bueno, un montón de cosas. En qué me estaba metiendo. En particular, que eras la Emperatriz de tantos mundos… antes de permitirme saltar sobre la espada contigo.

La expresión del rostro de Star no cambió, pero unas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Podría contestar que no me lo preguntaste…

—¡No sabía qué preguntar!

—Es cierto. Yo podría afirmar, sin faltar a la verdad, que si hubieras preguntado yo habría contestado. Podría objetar que no «te permití» saltar sobre la espada, que tú ahogaste mis protestas de que no era necesario que me ofrecieras el honor del matrimonio según las leyes de tu pueblo… que yo era una cualquiera a la que podías poseer a tu antojo. Podría puntualizar que no soy una emperatriz, sino una mujer trabajadora cuyas tareas no le permiten siquiera el lujo de ser noble. Todo eso son verdades. Pero no me ocultaré detrás de ellas; me enfrentaré a tu pregunta. —Star pasó al neviano—. ¡Mi señor Héroe, tenía un miedo cerval a que si no me doblegaba a tu voluntad me abandonarías!

—Esposa mía, ¿de veras creíste que tu paladín te abandonaría en medio del peligro? —Continué en inglés—: Bueno, eso aclara las cosas. Te casaste conmigo porque había que recuperar el maldito Huevo y Tu Sabiduría te dijo que yo era necesario para la tarea… y podría echarme atrás si no lo hacías. Bueno, Tu Sabiduría se equivocó en ese punto; no acostumbro a retroceder. Puedo ser tonto, pero soy obstinado.

Empecé a levantarme de la cama.

—¡Amor mío! —Star estaba llorando abiertamente.

—Discúlpame. Voy a buscar un par de zapatos para comprobar cuán lejos puedo arrojarlos.

Me estaba mostrando tan desagradable como sólo puede mostrarse un hombre lastimado en su orgullo.

—¡Por favor, Oscar, por favor! Escúchame primero.

Suspiré.

—Adelante, habla.

Star agarró mi mano con tanta fuerza que habría perdido mis dedos si hubiera tratado de soltarme.

—Amado mío, escúchame bien, no hubo nada de eso. Sabía que no renunciarías a nuestra búsqueda hasta que hubiera terminado o estuviéramos muertos. ¡Lo sabía! No sólo tenía informes que se remontaban a muchos años antes de conocerte, sino que habíamos compartido también alegrías y peligros y azares; sabía que podía confiar en ti. Pero, en caso necesario, te habría envuelto en una red de palabras, convenciéndote de que sólo debíamos ser prometidos… hasta que terminara la búsqueda. Tú eras un romántico, y hubieras accedido. Pero querido, querido… Yo quería casarme contigo… atarte a mí de acuerdo con tus normas, de modo que… —se interrumpió para sorberse unas lágrimas— de modo que cuando vieras todo esto, y esto, y esto, y las cosas que tú llamas «tus juguetes», te quedaras todavía conmigo. No era política, era amor… amor romántico e irracional, amor a ti por ti mismo.

Star enterró su rostro entre sus manos, y apenas pude oírla.

—Pero yo sabía muy poco del amor. El amor es una mariposa que vuela cuando le apetece y se marcha cuando se le antoja; nunca se deja atar con cadenas. Pequé. Traté de atarte, a sabiendas de que era injusta, y ahora comprendo que he sido cruel para ti. —Me miró con una triste sonrisa en los ojos—. Incluso a Su Sabiduría puede fallarle la sapiencia cuando es una mujer. Pero, por estúpida que sea, no soy tan obstinada como para ignorar que he perjudicado a mi amado cuando los hechos están delante de mí. Ve en busca de tu espada; saltaré hacia atrás sobre ella y mi paladín quedará libre de su jaula dorada. Ve, mi señor Héroe, mientras mi corazón conserva su firmeza.

—Ve a buscar tu propia espada, muchacha. Esa azotaina se ha demorado demasiado tiempo.

Súbitamente, Star sonrió, toda picardía.

—Pero querido, mi espada está en Karth-Hokesh. ¿No te acuerdas?

—¡Esta vez no podrás evitarla!

La agarré. Star es ágil y resbaladiza, con asombrosos músculos. Pero yo soy más robusto, y ella no luchó con todo el vigor con que podía haberlo hecho. A pesar de todo, perdí piel y gané unos cuantos moretones antes de haber podido sujetar sus piernas y retorcer uno de sus brazos detrás de su espalda. Le di un par de azotes en el trasero, lo bastante vigorosos como para dejar marcados los dedos en la sonrosada piel, y luego perdí interés. (Decidme ahora, ¿salían aquellas palabras directamente de su corazón… o estaba actuando como la mujer más lista de veinte universos?).

Más tarde, Star dijo:

—Me alegro de que tu pecho no sea una alfombra rugosa como el de algunos hombres, hermoso mío.

—Fui un bebé muy guapo también. ¿Cuántos pechos masculinos has tocado?

—Alguno, por casualidad. Cariño, ¿has decidido quedarte conmigo?

—Una temporada. Si te portas bien, desde luego.

—No sé hasta qué punto puedes esperar de mí una buena conducta. Pero… ahora que te has desahogado, creo que será mejor que te cuente otra cosa… y reciba mi azotaina si me la merezco.

—Tienes muchas ganas de que te zurre. Una azotaina al día es lo máximo, ¿me oyes?

—Como quieras, señor. Tú eres el jefe. Mañana haré que traigan mi espada y podrás azotarme con ella a tu antojo… Si crees que puedes pillarme. Pero debo decirte esto y descargarlo de mi pecho.

—En tu pecho no hay nada. A menos que cuentes…

—¡Por favor! Has estado acudiendo a nuestros terapeutas.

—Una vez a la semana. —Lo primero que Star había ordenado para mí fue un reconocimiento médico tan completo que, en comparación, el del Ejército parecía superficial—. El Matasanos Jefe insiste en que mis heridas no están curadas, pero yo no le creo. Nunca me he sentido mejor.

—Está alargando la cosa, Oscar… por orden mía. Estás curado, yo no soy torpe y te dediqué toda mi atención. Pero… cariño, hice esto por motivos egoístas, y ahora debes decirme si he sido injusta y cruel contigo otra vez. Admito que obré mal. Pero mis intenciones eran buenas, Sin embargo, sé, como lección elemental de mi profesión, que las buenas intenciones son la fuente de más insensateces que todas las otras causas juntas.

—Star, ¿de qué estás hablando? Las mujeres son la fuente de todas las insensateces.

—Sí, querido. Porque siempre tienen buenas intenciones… y pueden demostrarlo. Los hombres actúan a veces movidos por el propio interés, lo cual es más racional y más seguro. Aunque no siempre.

—Eso se debe a que la mitad de sus antepasados son hembras. ¿Por qué tenía que acudir a la consulta del médico, si no lo necesitaba?

—Yo no he dicho que no lo necesitaras. Pero es posible que tú no opines como yo. Oscar, estás en una fase avanzada de los tratamientos de Larga Vida. —Star me miró como si se preparara a parar un golpe o a echar correr.

—¿Conque era eso?

—¿Tienes algún inconveniente? En esta fase del tratamiento sus efectos pueden ser anulados.

—No había pensado en ello.

Yo sabía que en Center era asequible el tratamiento de Larga Vida, pero sabía también que estaba rígidamente restringido. Cualquiera podía obtenerlo… inmediatamente antes de emigrar a un planeta escasamente colonizado. Los residentes permanentes debían envejecer y morir. Ésta era una cuestión en la cual uno de los predecesores de Star había interferido en el gobierno local. Center, con las enfermedades prácticamente dominadas, su gran prosperidad y su atractivo para miríadas de personas, había visto aumentar su población desmesuradamente, de un modo especial cuando la Larga Vida había rebajado considerablemente el índice de mortalidad.

Aquella norma severa había evitado que el exceso de población se convirtiera en un grave problema. Algunas personas se aplicaban la Larga Vida a una edad relativamente temprana, pasaban a través de una Puerta y corrían sus riesgos en planetas semidespoblados. Eran más los que esperaban hasta verse asaltados por las primeras premoniciones de la muerte, y entonces decidían que eran demasiado viejos para un cambio. Y algunos no hacían absolutamente nada y morían cuando llegaba su hora.

Yo conocía aquella premonición; me la había hecho llegar un vietnamita en una selva.

—Creo que no tengo ningún inconveniente.

Star suspiró, aliviada.

—No lo sabía, y no debí deslizarlo en tu café. ¿Merezco una azotaina?

—La añadiremos a la lista de las que ya te has ganado, y te las daré todas al mismo tiempo. Probablemente te dejaré lisiada. Star, ¿cuánto dura la «Larga Vida»?

—Es una pregunta difícil de contestar. Pocos de los que la han recibido han muerto en la cama. Si llevas una vida tan activa como sé que llevarás, por tu temperamento, es muy improbable que mueras de vejez. Ni de enfermedad.

—¿Y nunca envejeceré? (Cuesta acostumbrarse a la idea).

—Oh, sí, puedes envejecer. Peor aún, la época senil se alarga proporcionalmente. Si uno lo permite. Si los que le rodean lo permiten. Sin embargo… Cariño, ¿qué edad represento? No me lo digas con tu corazón, dímelo con tus ojos. Según las normas de la Tierra. Sé sincero, conozco la respuesta.

Siempre era una alegría mirar a Star, pero intenté mirarla con ojos críticos, buscando indicios otoñales: arrugas en las comisuras de los ojos, las manos, leves cambios en la piel… Diablos, no encontré absolutamente ninguno, a pesar de que sabía que tenía un nieto.

—Star, cuando te vi por primera vez, te calculé unos dieciocho años. Después de haber hablado contigo te eché alguno más. Ahora, mirándote de cerca y sin hacerte ningún favor… no más de veinticinco. Y esto es debido a que tus facciones parecen haber madurado. Cuando te ríes, eres una quinceañera; cuando haces una carantoña, o pareces asustada, o deleitada súbitamente con un cachorrillo, o un gatito, o algo por el estilo, tienes alrededor de doce años. Desde la barbilla para arriba, quiero decir; desde la barbilla para abajo, nadie te daría menos de dieciocho.

—Unos dieciocho años elásticos —dijo Star—. Veinticinco años terrestres, de acuerdo con los índices de crecimiento en la Tierra, son exactamente la marca a la que yo apuntaba. La edad en la que una mujer deja de crecer y empieza a envejecer. Oscar, la edad aparente bajo la Larga Vida es una cuestión de elección. Fíjate en mi tío José, el que a veces se llama a sí mismo «Conde Cagliostro». Se plantó en los treinta y cinco años, porque dice que cualquier hombre más joven es un muchacho. Rufo prefiere parecer más viejo: dice que así le tratan con más respeto, no corre el peligro de meterse en pendencias con hombres más jóvenes… y no obstante puede darle una sorpresa a un hombre más joven si éste se mete con él, Y también como ya sabes, la vejez de Rufo es principalmente de la barbilla para arriba.

—Y puede dar una sorpresa a mujeres más jóvenes —sugerí.

—Con Rufo nunca se sabe. Querido, no he terminado de contártelo. Parte del tratamiento consiste en enseñar al cuerpo a repararse a sí mismo. Es algo parecido a las lecciones de idiomas: un hipnoterapeuta le da lecciones al cuerpo a través de la mente dormida. Parte de la edad aparente es terapia cosmética (Rufo no necesitaría ser calvo), pero otra parte mayor es controlada por la mente. Cuando decidas la edad que te gustaría aparentar, pueden empezar a imprimirla.

—Lo pensaré. No quiero parecer mucho mayor que tú.

Star sonrió, embelesada.

—¡Gracias, querido! Ya ves lo egoísta que he sido.

—¿Cómo? Se me ha pasado por alto el detalle.

Star colocó una mano sobre la mía.

—No quería que envejecieras, ¡y murieras!, mientras yo permanecía joven.

—Cielos, mi dama, eso fue muy egoísta por tu parte, ¿verdad? Pero podías barnizarme y conservarme en el dormitorio. Como tu tía.

Star hizo una mueca.

—Eres un hombre insoportable. Mi tía no los barnizaba.

—Star, no he visto ninguno de esos cadáveres en conserva por estos alrededores.

Star pareció sorprendida.

—Eso era en el planeta donde nací. En este universo, pero en otra estrella. Un lugar muy agradable. ¿No te he hablado de él?

—Star, cariño, la mayoría de las cosas no me las has dicho nunca.

—Lo siento, Oscar, no quería llenarte de sorpresas. Pregúntame. Esta noche. Cualquier cosa.

Medité sobre ello. Me había interrogado acerca de una cosa, de cierta carencia. O quizá las mujeres de su raza tenían otro ritmo. Pero no podía olvidar el hecho de que me había casado con una abuela… ¿de qué edad?

—Star, ¿estás embarazada?

—¿Qué? No, querido. ¡Oh! ¿Quieres que lo esté? ¿Quieres que tengamos hijos?

Tartamudeé, tratando de explicar que no había estado seguro de que fuera posible… o de que tal vez ella estaba embarazada. Star me miró con aire turbado.

—Voy a sorprenderte otra vez, pero será mejor que te lo cuente todo. Oscar, yo no estaba más acostumbrada al lujo que tú. Tuve una infancia agradable, mis padres eran ganaderos. Me casé joven con un simple profesor de matemáticas, aficionado a las geometrías conjetural y opcional. A la magia, quiero decir. Tres hijos. Mi marido y yo nos llevábamos bien… hasta que fui nominada. No escogida, sólo nombrada para examen y posible adiestramiento. Él sabía que yo era una candidata genética cuando se casó conmigo… pero hay millones de candidatos genéticos. La cosa no parecía importante. Quería que yo renunciara. Estuve a punto de hacerlo. Pero cuando acepté, él… bueno, «tiró mis zapatos». Lo hicimos legalmente; mi marido publicó la noticia de que yo había dejado de ser su esposa.

—Eso hizo, ¿eh? ¿Te importa que le busque y le rompa los brazos?

—¡Querido, querido! Aquello ocurrió hace muchos años y muy lejos de aquí; hace mucho tiempo que murió. No tiene importancia.

—En cualquier caso, él está muerto. Tus tres hijos… ¿uno de ellos es el padre de Rufo? ¿O la madre?

—¡Oh, no! Eso fue más tarde.

—¿Bien?

Star respiró a fondo.

—Oscar, tengo alrededor de cincuenta hijos.

* * *

AQUELLO fue una especie de puntilla. Demasiadas impresiones seguidas, y supongo que lo di a entender, ya que el rostro de Star reflejó una intensa preocupación. Se apresuró a darme explicaciones.

—Cuando fui nombrada heredera fui sometida a cambios: quirúrgicos, bioquímicos y endocrinos. Nada tan drástico como la esterilización, y con resultados distintos y mediante técnicas más sutiles que las nuestras. Pero lo cierto es que unos doscientos fragmentos diminutos de Star —óvulos vivos y latentes— fueron almacenados a una temperatura de casi el cero absoluto.

Unos cincuenta de aquellos óvulos habían sido fecundados, la mayoría por emperadores muertos hacía mucho tiempo pero «vivos» en su semen almacenado: experimentos genéticos destinados a la obtención de uno o más emperadores futuros. Star no los había gestado: el tiempo de una heredera es demasiado valioso. No había visto a la mayoría de ellos; el padre de Rufo fue una excepción. Ella no lo dijo, pero yo creo que a Star le gustaba tener un niño cerca para jugar con él y quererle… hasta que los agotadores primeros años de su reinado y la Búsqueda del Huevo absorbieron todo su tiempo.

Aquel cambio tenía un doble objetivo: obtener unos centenares de niños de alta calidad de una sola madre, y dejar a la madre libre. Debido a algún tipo de control endocrino, Star quedó libre del ritmo de Eva, aunque joven en todos los sentidos… sin píldoras ni inyecciones de hormonas; esto era permanente. Era simplemente una mujer sana que no tenía nunca «días malos». Esto no era para su comodidad, sino para garantizar que su criterio como Juez Supremo no se vería nunca mediatizado por sus glándulas.

—Es lamentable —me dijo, muy seria—. Recuerdo que había días en que hubiera mordido la cabeza de mi amigo más querido sin ningún motivo, y luego me asaltaba una crisis de llanto. Una no puede ser juiciosa en esa clase de tormenta.

—Uh… ¿afectó a tu interés? Me refiero a tu deseo de…

Star me dirigió una irónica sonrisa.

—¿Qué opinas tú? —Y añadió, seriamente—: Lo único que afecta a mi libido, cambiándola para empeorar, quiero decir, son… ¿es? (el inglés tiene la más rara de las estructuras), es-son esas incómodas impresiones. A veces hacia arriba, a veces hacia abajo… y recuerdo a una mujer cuyo nombre no mencionaré, que me afectó hasta el extremo de que no me atreví a acercarme a ti hasta que hube exorcizado su negra alma. Una impresión reciente afecta asimismo a mi capacidad de juicio, de modo que nunca puedo oír un caso hasta que he digerido el último. ¡Me alegraré cuando hayan terminado!

—Yo también.

—No te alegrarás tanto como yo. Pero aparte de eso, querido, no soy muy distinta como mujer, y tú lo sabes. Mi único defecto es el de devorar a jovencitos a la hora del desayuno y seducirlos saltando sobre espadas.

—¿Cuántas espadas?

Star me miró intensamente.

—Desde que mi primer marido me repudió, no había estado casada hasta que me casé contigo, señor Gordon. Si no es eso a lo que te refieres, no creo que debas esgrimir contra mí cosas que ocurrieron antes de que tú nacieras. Si quieres detalles desde entonces, satisfaré tu curiosidad. Tu morbosa curiosidad, debería decir.

—Quieres alardear. Pero no caeré en la trampa.

—¡Yo no quiero alardear! Tengo pocas cosas de que alardear. La Crisis del Huevo me dejó casi sin un solo momento en el cual poder ser una mujer, maldita sea… Hasta que se presentó Oscar «el Gallo». Gracias, señor.

—Refrena tu lenguaje y habla como una dama.

—Sí, señor. ¡Simpático Gallo! Pero nos has llevado lejos de nuestros carneros, querido. Si quieres hijos… ¡sí, cariño! Quedan alrededor de doscientos treinta óvulos, y me pertenecen. No a la posteridad. No a mi amado pueblo, benditos sean sus codiciosos corazones. No a esos manipuladores genéticos que juegan a ser Dios. ¡A mí! Son lo único que poseo. Todo lo demás es ex officio. Pero esos óvulos son míos… y si tú los quieres son tuyos, mi único amor.

Tenía que haber dicho «¡Sí!» y haberla besado. Lo que dije fue:

—Uh, no nos precipitemos.

El rostro de Star se desencajó.

—Como a mi señor Héroe marido le plazca.

—Mira, no nos pongamos nevianos y formales. Quiero decir, bueno, cuesta un poco acostumbrarse a la idea. Jeringas y cosas, supongo, y ser manipulado por los técnicos. Y, mientras me doy cuenta de que te falta tiempo para tener un bebé por ti misma…

Estaba tratando de decir que desde que me ilustraron acerca de la Cigüeña, había aceptado el proceso normal, y opinaba que la inseminación artificial era una jugada sucia incluso aplicada a una vaca… y que esta tarea, subcontratada por ambas partes, me hacía pensar en ranuras en un Horn and Hardart, o en un traje comprado por correo. Necesitaba tiempo para adaptarme. Tal como Star se había adaptado a aquellas malditas impresiones…

Star aferró mis manos.

—¡Querido, no lo necesitas!

—¿Qué es lo que no necesito?

—Ser manipulado por los técnicos. Yo conseguiré tiempo para tener a tu hijo. Si no te importa ver cómo mi cuerpo engorda y se hace enorme —ocurre así, ocurre así, lo recuerdo—, me hará feliz complacerte. Y será como con las otras personas en lo que a ti respecta. Nada de jeringas. Nada de técnicos. Nada que lastime tu orgullo. Oh, tendré que ser preparada. Pero yo estoy acostumbrada a ser manejada como una vaca de concurso; no significará más que un lavado de cabeza.

—Star, ¿pasarías nueve meses de incomodidades, exponiéndote a morir en el parto, para ahorrarme unos momentos de malhumor?

—No moriré. Tres hijos, ¿recuerdas? Partos normales, sin ningún contratiempo.

—Pero, tal como tú has señalado, eso fue «hace muchos años».

—No importa.

—Uh, ¿cuántos años? ¿Qué edad tienes, querida? (La pregunta que nunca me atrevía a formular).

Star pareció preocupada.

—¿Importa eso, Oscar?

—Uh, supongo que no. Tú sabes más de medicina que yo…

Star dijo lentamente:

—Estás preguntando lo vieja que soy, ¿no es cierto?

No dije nada. Star esperó, y luego continuó:

—Según un antiguo dicho de tu mundo, una mujer es tan joven como se siente. Y yo me siento joven, y soy joven, y tengo ansias de vivir, y puedo llevar un niño, o muchos niños, en mi propio vientre. Pero sé, ¡oh, lo sé!, que tu preocupación no deriva únicamente del hecho de que yo sea demasiado rica y ocupe una posición incómoda para un marido. Sí, conozco también esa parte; mi primer marido me repudió por eso. Pero él tenía mi edad. La cosa más cruel e injusta que he hecho es que yo sabía que mi edad podía importarte… y seguí adelante. Por eso Rufo se enojó tanto conmigo. Cuando te quedaste dormido aquella noche en la cueva del Bosque de los Dragones, me lo echó en cara con palabras hirientes. Dijo que sabía que no podía reprocharme el que conquistara a hombres jóvenes, pero que nunca creyó que yo cayera tan bajo como para atrapar a uno en matrimonio sin hablarle antes de mi edad. Nunca había tenido un elevado concepto de su abuelita, dijo, pero esta vez…

—¡Cállate, Star!

—Sí, mi señor.

—¡Eso no cambia absolutamente nada! —Y lo dije de un modo tan rotundo que lo creí… y sigo creyéndolo—. Rufo no sabe lo que yo pienso. Tú eres más joven que el amanecer de mañana… siempre lo serás. ¡Y no quiero que se hable más del asunto!

—Sí, mi señor.

—Y déjate de formulismos también. Limítate a decir: «De acuerdo, Oscar».

—¡Sí, Oscar! ¡De acuerdo!

—Eso está mejor. A menos que quieras recibir otra azotaina. Y estoy demasiado cansado. —Cambié de tema—. En cuanto a este otro asunto… No hay ningún motivo para que distiendas tu hermosa tripita si existen otras posibilidades. Tengo una mentalidad de campesino, eso es todo; no estoy acostumbrado a los sistemas de la gran ciudad. Cuando sugeriste que lo harías por ti misma, ¿querías decir que podrían volver a dejarte tal como eras antes?

—No. Sería simplemente una madre-anfitriona, al mismo tiempo que madre genética. —Sonrió, y supe que estaba haciendo progresos—. Pero ahorrando una gran suma de ese dinero que tú no quieres gastar. Esas mujeres sanas y robustas que tienen hijos de otras personas cobran muy caro. Cuatro niños y pueden retirarse: diez, y se convierten en mujeres ricas.

—No me sorprende que cobren caros sus servicios… Star, no tengo inconveniente en gastar dinero. Admito, si tú lo dices, que he ganado más de lo que gasto, con mi trabajo como héroe profesional. Ése es un servicio duro, también.

—Te lo has ganado a pulso.

—Ese sistema ciudadano de tener hijos… ¿Se puede escoger? ¿Niño o niña?

—Desde luego. Los espermatozoides que producen machos nadan con más rapidez y pueden ser apartados. Por eso los Sabidurías suelen ser hombres: yo fui un candidato sin planear. Tendrás un hijo, Oscar.

—Podría preferir una niña. Tengo una debilidad por las niñas.

—Un muchacho, una niña… o los dos. O tantos como quieras.

—Star, déjame reflexionar en ello. Hay multitud de ángulos… y yo no pienso tan bien como tú.

—¡Pooh!

—Si tú no piensas mejor de lo que yo lo hago, arreglados están tus clientes… Mmmm, ¿el semen masculino puede ser almacenado tan fácilmente como los óvulos?

—Con mucha más facilidad.

—Ésa es toda la respuesta que necesitamos ahora. No me impresionan demasiado las jeringas, ¿sabes? He formado en muchas colas del Ejército. Iré a la clínica o a donde sea, y luego lo arreglaremos todo con calma. Cuando decidamos —me encogí de hombros— echar la carta al correo, lo haremos y, ¡clunk!, seremos padres. O algo por el estilo. A partir de entonces los técnicos y esas robustas matronas pueden manejarlo todo.

—Sí, mi se… ¡De acuerdo, querido!

La cosa iba mejor. Puso su rostro de niña. Desde luego, su rostro de dieciséis años, con un vestido nuevo para la fiesta y los muchachos como un estremecedor y delicioso peligro.

—Star, antes dijiste que a menudo lo que importa no es el segundo disgusto, ni siquiera el vigesimosegundo.

—Sí.

—Sé lo que marcha mal en mí. Puedo decírtelo… y tal vez Su Sabiduría conozca la respuesta.

Star parpadeó.

—Si puedes decírmelo, cariño… Su Sabiduría lo resolverá, aunque tenga que derruirlo todo y volver a edificarlo de un modo distinto, desde aquí hasta la próxima galaxia… o renunciaré al cargo de Sabiduría.

—Eso suena más a mi Estrella de la Suerte. De acuerdo, no es que yo sea un gigoló. Me he ganado mi café con leche y mis bollos, al menos; el Devorador de Almas estuvo a punto de comerse mi alma, conoce su forma exacta: él… ello sabe cosas que yo había olvidado hace mucho tiempo. Fue duro, y la paga debería ser elevada. No es tu edad, querida. ¿A quién le importa lo vieja que es Helena de Troya? Tú tienes siempre la edad correcta: ¿puede ser más afortunado un hombre? No estoy celoso de tu posición; no la desearía por nada del mundo. No estoy celoso de los hombres que pasaron por tu vida… ¡cadáveres con suerte! Ni siquiera ahora, mientras no tropiece con ellos al ir al cuarto de baño.

—No hay ningún otro hombre en mi vida ahora, mi señor marido.

—No tengo ningún motivo para creerlo. Pero siempre hay una semana próxima, y ni siquiera tú puedes tener una Visión acerca de eso, amada mía. Tú me has enseñado que el matrimonio no es una forma de muerte… y es obvio que tú no estás muerta, cariño.

—Una Visión tal vez no —admitió Star—. Pero sí una sensación.

—Yo no apostaría por ello. He leído el Informe Kinsey.

—¿Qué informe?

—Él desaprobaba la teoría de la Sirena. Acerca de las mujeres casadas. Olvídalo. Pregunta hipotética: si Jocko visitara Center, ¿seguirías teniendo la misma sensación? Tendríamos que invitarle a dormir aquí.

—El Doral no sale nunca de Nevia.

—No se lo reprocho, Nevia es maravilloso. He dicho «si.»… Si lo hiciera, ¿le ofrecerías «techo, mesa y cama»?

—Eso —dijo Star en tono firme— tendrías que decidirlo tú, mi señor.

—Voy a plantearlo de otra manera. ¿Esperarías que yo humillara a Jocko no devolviéndole su hospitalidad? ¿Al galante y viejo Jocko, que nos permitió vivir cuando tenía derecho a matarnos? ¿Cuyo equipo, flechas y muchas cosas, incluido un nuevo maletín médico, nos conservó vivos y nos permitió recuperar el Huevo?

—En las costumbres nevianas de techo, mesa y cama —insistió Star—, decide el marido, mi señor marido.

—No estamos en Nevia, y aquí una esposa piensa por su cuenta. Estás escurriendo el bulto, querida.

Star sonrió maliciosamente.

—¿Incluye ese «sí» tuyo a Muri? ¿Y a Letva? Son las favoritas de Jocko, no viajaría sin ellas. ¡Y qué me dices de la pequeña!… ¿cómo se llama… el capullito?

—Me rindo… Sólo trataba de demostrar que el saltar sobre una espada no convierte a una mujer temperamental en una monja.

—Tengo consciencia de ello, Héroe mío —dijo Star juiciosamente—. Lo único que puedo decir es que procuraré que esta mujer temperamental no proporcione nunca a su Héroe un solo momento de inquietud… y habitualmente suelo llevar a cabo lo que me propongo. Por algo soy «Su Sabiduría».

—Me parece muy bien. Aunque nunca pensé que me causarías esa clase de inquietud. Trataba de demostrar que la tarea puede no ser demasiado difícil. Bueno, nos estamos desviando de la cuestión. Mi verdadero problema es que no soy bueno para nada.

—¡No digas eso, querido! Eres bueno para, mí.

—Pero no para mí mismo. Star, gigoló o no, no puedo ser un perrito faldero. Ni siquiera tuyo. Mira, tú tienes un trabajo. Te mantiene ocupada y es importante. Pero ¿y yo? No hay nada que yo pueda hacer, absolutamente nada… como no sea diseñar unos modelos horribles. ¿Sabes lo que soy? Un héroe de profesión, eso me dijiste; tú me reclutaste. Ahora estoy retirado. ¿Conoces algo en todos los veinte universos más inútil que un héroe retirado?

Star mencionó un par de cosas inútiles. Yo dije:

—En serio, Star, las cosas han llegado a un extremo que se me hace insoportable. Cariño, te ruego que dediques a mi problema toda tu atención… con la ayuda de todos esos fantasmas. Trátalo como tratarías un problema Imperial. Olvida que soy tu marido. Considera mi situación general, todo lo que sabes de mí… y dime qué puedo hacer que valga la pena con las manos y el cerebro y el tiempo. Yo…, siendo lo que soy.

Star permaneció en silencio durante largos minutos, mostrando en su rostro aquella calma profesional que yo había visto en ella las veces que había asistido a sus audiencias.

—Tienes razón —dijo finalmente—. En este planeta no hay nada que encaje con tus facultades.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

Star dijo en tono inexpresivo:

—Tienes que marcharte. ¿Crees que me gusta la respuesta, marido mío? ¿Crees que me gustan la mayoría de las respuestas que tengo que dar? Pero tú me has pedido que lo considere profesionalmente. He obedecido. Ésta es la respuesta. Tienes que abandonar este planeta… y a mí.

—De modo que mis zapatos van a la calle, a fin de cuentas…

—No te enfades, mi señor. Ésa es la respuesta. Yo puedo eludirla y ser femenina sólo en mi vida privada; no puedo negarme a pensar si accedo a hacerlo como «Su Sabiduría». Tienes que separarte de mí. ¡Pero, no, no, no, tus zapatos no van a la calle! Te marcharás, porque debes hacerlo. No porque yo lo desee. —Su rostro permaneció tranquilo, pero las lágrimas volvieron a fluir—. No se puede cabalgar a un gato… ni hacer correr a un caracol… ni enseñar a volar a una serpiente. Ni convertir a un Héroe en un perrito faldero. Lo sabía, pero me negaba a verlo. Tú harás lo que tengas que hacer. Pero tus zapatos continuarán junto a mi cama, no te estoy despidiendo…

Parpadeó para que no la cegaran las lágrimas.

—No puedo mentirte, ni siquiera con mi silencio. No diré que no reposen otros zapatos aquí… si tu ausencia es muy prolongada. Me he sentido muy sola. No hay palabras para describir lo solitario que es este cargo. Cuando te marches… me sentiré más sola que nunca. Pero encontrarás tus zapatos aquí cuando regreses.

—¿Cuándo regrese? ¿Tienes una Visión?

—No, mi señor Héroe. Sólo tengo la sensación de que… si vives… regresarás. Quizá muchas veces. Pero los Héroes no mueren en la cama. Ni siquiera en ésta. —Parpadeó de nuevo, y sus lágrimas dejaron de fluir, y su voz se hizo más firme—. Ahora, mi señor marido, creo que deberíamos apagar las luces y descansar.

Lo hicimos, y Star apoyó su cabeza sobre mi hombro y no lloró. Pero no dormimos. Al cabo de largo rato, dije:

—Star, ¿oyes lo que oigo yo?

Star alzó la cabeza.

—No oigo nada.

—La Ciudad. ¿No puedes oírla? Gente. Máquinas. Incluso pensamientos tan densos que los huesos los sienten y el oído casi los capta.

—Sí. Conozco ese sonido.

—Star, ¿te gusta vivir aquí?

—No. Nunca fue necesario que me gustara.

—¡Maldita sea! Has dicho que me marcharía. ¡Ven conmigo!

—¡Oh, Oscar!

—¿Qué les debes a ellos? ¿No es suficiente haber recuperado el Huevo? Déjales que tomen una nueva víctima. ¡Vuelve a recorrer conmigo la Ruta de Gloria! Tiene que haber trabajo para mi especialidad en alguna parte.

—Siempre hay trabajo para los Héroes.

—De acuerdo; formemos compañía, tú y yo. El trabajo de Héroe no es malo. Las comidas son irregulares, y la paga insegura… pero nunca es aburrido… Pondremos anuncios: «Gordon and Gordon, Heroicidades Razonables. Ninguna tarea demasiado grande, ninguna tarea demasiado pequeña. Se exterminan dragones por contrato, satisfacción garantizada o el cliente no paga. Precios a convenir para otros trabajos. Búsquedas, rescate de doncellas, localización de vellocinos de oro, etc».

Estaba tratando de arrancarle una sonrisa a Star, pero Star no sonrió. Respondió, muy seria:

—Oscar, si decidiera retirarme, debería adiestrar a mi heredero antes de hacerlo. De hecho, nadie puede ordenarme que haga una cosa… pero tengo la obligación de preparar a quien deba reemplazarme.

—¿Cuánto tiempo tardarías en hacerlo?

—No demasiado. Unos treinta años.

—¡Treinta años!

—Bueno, forzando un poco las cosas, creo que podría reducirlos a veinticinco.

Suspiré.

—Star, ¿sabes la edad que tengo?

—Desde luego. No has cumplido aún los veinticinco años. ¡Pero no envejecerás más!

—Pero ahora mismo tengo esa edad. Ése es todo el tiempo que habrá existido para mí. Otros veinticinco años como un perrito faldero y no seré un héroe ni nada. Me habré convertido en un muñeco.

Star reflexionó unos instantes.

—Sí. Eso es verdad.

Tras lo cual, Star se volvió de espaldas, nos dimos las buenas noches, y fingimos dormir.

Más tarde noté el temblor de sus hombros, y supe que estaba sollozando.

—¿Star?

Ella no volvió la cabeza. Lo único que oí fue una voz entrecortada por los sollozos:

—¡Oh, querido, queridísimo mío! ¡Si yo fuera tan sólo un centenar de años más joven!