Capítulo XVIII

CENTER es un planeta encantador, parecido a la Tierra, pero sin los defectos de la Tierra. Ha sido estructurado a lo largo de milenios para hacer de él una especie de Jauja, conservando desierto, nieve y selva suficientes para disfrutarlos, y eliminando toda posibilidad de inundaciones y otros desastres mediante obras de ingeniería.

No está atestado, pero tiene una considerable población para su tamaño; el de Marte, pero con océanos. La gravedad en la superficie es casi la de la Tierra. (Una constante más elevada, creo). Casi la mitad de la población es transeúnte, ya que su gran belleza y sus valores culturales únicos —foco de veinte universos— lo convierten en un paraíso turístico. No se ha escatimado ningún esfuerzo para lograr que los visitantes se encuentren cómodos, con la minuciosidad de los suizos, pero con una tecnología desconocida en la Tierra.

Star y yo teníamos residencias en una docena de lugares alrededor del planeta (y muchísimas en otros universos), desde palacios hasta un pequeño pabellón de pesca donde Star atendía personalmente la cocina. La mayor parte del tiempo vivíamos en apartamentos en una montaña artificial que albergaba al Huevo y su plana mayor; allí había salones, salas de conferencias, secretariados, etc. Si Star tenía deseos de trabajar, le gustaba tener aquellas cosas a mano. Pero un embajador de un sistema o un emperador de un centenar de sistemas que nos visitara tenía tantas posibilidades de ser invitado a nuestro hogar privado como un mendigo en la puerta trasera de una mansión de Beverly HilIs la tiene de ser invitado al salón principal.

Pero si por casualidad Star simpatizaba con el visitante, podía traerle a casa para un piscolabis a medianoche. Lo hizo una vez: una especie de pequeño silfo con cuatro brazos que parecía bailar claqué continuamente. Pero Star no ofrecía recepciones oficiales ni se sentía obligada a asistir a reuniones sociales. No daba conferencias de prensa, ni pronunciaba discursos, ni recibía a comisiones de Girl Scouts, ni ponía primeras piedras, ni proclamaba «Días» especiales, ni firmaba documentos, ni desmentía rumores, ni hacía ninguna de las cosas que consumen buena parte del tiempo de los soberanos y de las V.I.P. en la Tierra.

Consultaba a individuos, a veces haciéndoles venir de otros universos, y tenía a su disposición todas las noticias de todas partes, organizadas en un sistema que había sido desarrollado a través de siglos. Y a través de ese mismo sistema, Star decidía qué problemas debía estudiar. Una queja crónica era la de que el Imperio ignoraba «cuestiones vitales»… y era verdad. Su Sabiduría sólo tomaba en cuenta los problemas que ella elegía; según la filosofía del sistema, la mayoría de los problemas se resolvían por sí mismos.

Acudíamos a menudo a acontecimientos sociales; a los dos nos gustaban las fiestas, y para Su Sabiduría y Consorte la posibilidad de elección era ilimitada. Había un protocolo negativo: Star no aceptaba ni rechazaba invitaciones; se presentaba cuando quería, y se negaba a ser apremiada al respecto. Esto representaba un cambio drástico para la sociedad de Center, ya que el predecesor de Star había impuesto un protocolo más rígido que el del Vaticano.

Un día, en una fiesta, nuestra anfitriona acudió a mí quejándose de lo aburrida que había llegado a ser la sociedad bajo las nuevas normas: tal vez yo pudiera hacer algo al respecto…

Lo hice. Fui en busca de Star, le hablé de aquella observación, e inmediatamente nos marchamos a un baile de artistas borrachos: ¡una juerga!

Center es un amasijo tal de culturas, razas, costumbres y estilos, que tiene pocas normas. La única costumbre invariable era: no me impongas tus costumbres. La gente vestía como en su lugar de origen, o experimentaba con otros estilos; cualquier reunión social parecía un baile de máscaras. Un invitado podía presentarse completamente desnudo sin provocar comentarios… y algunos lo hacían, una pequeña minoría. No me refiero a no-humanos o a humanos hirsutos: las ropas no son para ellos. Me refiero a humanos que no habrían llamado la atención en Nueva York con ropas norteamericanas… y a otros que habrían llamado la atención incluso en la Isla del Levante debido a que no tenían un solo pelo, ni siquiera en las cejas. Esto es una fuente de orgullo para ellos; demuestra su «superioridad» sobre los monos peludos que somos nosotros, y se ufanan tanto de su carencia de pelo como un georgiano de su deficiencia en melanina. De modo que van desnudos con más frecuencia que otras razas humanas. Yo encontré desconcertante su aspecto, pero uno acaba por acostumbrarse.

* * *

STAR iba vestida fuera de nuestro hogar, lo mismo que yo. Star no desaprovechaba nunca una ocasión para lucir un vestido, una simpática debilidad que hacía posible olvidar, a veces, su categoría Imperial. Nunca llevaba dos veces el mismo vestido, y siempre exhibía algo nuevo… sintiéndose decepcionada si yo no lo advertía. Algunos de sus modelos hubieran producido fallos cardíacos incluso en una playa de la Riviera. Star creía que un vestido de mujer era un fracaso a menos de que hiciera que los hombres desearan desgarrarlo.

Uno de los atuendos más eficaces de Star fue el más sencillo. Rufo estaba casualmente con nosotros, y a Star se le ocurrió súbitamente que vistiéramos como lo habíamos hecho durante la Búsqueda del Huevo… y pim, pam, pum, los trajes estuvieron a nuestra disposición, o fueron confeccionados por encargo, en la medida de lo posible; las ropas nevianas son prácticamente desconocidas en Center.

Ballestas, flechas y carcajes fueron fabricados con la misma rapidez, y nos vimos convertidos en Payasos. Experimenté una agradable sensación al ceñirme a Lady Vivamus; había permanecido colgada en una pared de mi estudio desde que regresamos de la gran Torre negra.

Star se irguió, con los pies ampliamente separados, los puños en las caderas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas.

—¡Oh, esto es divertido! ¡Me siento estupendamente, me siento joven! Querido, prométeme, prométeme de veras que algún día volveremos a vivir una aventura… Me estoy cansando de portarme de un modo sensato.

Hablaba en inglés, ya que el idioma de Center no es apropiado para ideas semejantes. Es un idioma adulterado con millares de años de importaciones y cambios, y carece de inflexiones y de sutilezas.

—De acuerdo —asentí—. ¿Qué opinas, Rufo? ¿Quieres volver a recorrer aquella Ruta de Gloria?

—Cuando la hayan pavimentado.

—Tonterías. Vendrás, te conozco —dije—. ¿Dónde y cuándo, Star? No importa «dónde»… sólo «cuándo». ¡Prepara la expedición a partir de este momento!

Súbitamente, Star se puso seria.

—Cariño, sabes que no puedo. No he pasado aún la tercera parte de mi adiestramiento.

—Tendría que haber destruido aquel Huevo cuando lo encontré.

—No te enfades, cariño. Vayamos a la fiesta y pasémoslo bien.

Así lo hicimos. En Center se viaja por medio de trasladadores, «Puertas» artificiales que no requieren ninguna «magia» (o quizá todavía más); uno marca su punto de destino como si apretara botones en un ascensor, de modo que no hay problemas de tráfico en las ciudades… ni otras mil cosas desagradables; no permiten que asomen los huesos en sus ciudades. Star decidió que viajáramos hasta muy cerca de nuestro verdadero punto de destino, cruzáramos un parque, e hiciéramos una entrada espectacular. Sabe lo bien que les sientan los pantalones ajustados a sus largas piernas y sólidas nalgas; hacía oscilar sus caderas como una mujer hindú. ¡Muchachos, fuimos una sensación! En Center nadie lleva espada, salvo algún ocasional visitante, quizá. Las ballestas y flechas son dientes de gallina también. Llamamos la atención tanto como un caballero con armadura en la Quinta Avenida.

Star era tan feliz como un niño jugando a los disfraces. Lo mismo que yo. Con mi ballesta en bandolera, me sentía dispuesto a cazar dragones.

Era un baile parecido a los de la Tierra. (Según Rufo, todas nuestras razas en todas partes tienen la misma diversión básica: reunirse en multitudes para bailar, beber y charlar. Pretendía que las reuniones de hombres solos o de mujeres solas son síntomas de una cultura enferma. Yo no se lo discutí). Descendimos por una amplia escalinata, la música se interrumpió, la gente miró boquiabierta… y Star disfrutó con la atención que había despertado. Los músicos hicieron sonar de nuevo sus instrumentos y los invitados volvieron a asumir la actitud de cortesía negativa que la Emperatriz solía exigir. Pero seguíamos llamando la atención. Yo había creído que la historia de la Búsqueda del Huevo era un secreto de estado ya que nunca la había oído mencionar. Pero, aun en el caso de que fuera conocida, cabía esperar que sólo nosotros tres estuviésemos enterados de los detalles.

No era así. Todo el mundo sabía lo que significaban aquellos atuendos, y más. Me encontraba en el buffet, empapando en brandy un Dagwood de mi propia invención, cuando fui acorralado por la hermana de Scherezade, la guapa. Pertenecía a una de las razas humana-pero-no-como-la-nuestra. Iba vestida con rubíes del tamaño del pulgar y una tela razonablemente opaca. Medía alrededor de un metro sesenta, descalza, era increíblemente delgada, y su cintura no podía medir más de cuarenta centímetros, lo cual exageraba otras dos medidas que destacaban poderosamente. Era morena, con los ojos más rasgados que he visto. Parecía un hermoso gato, y me miraba como un gato mira a un pájaro.

—Yo misma —anunció.

—Habla.

—Sverlani Mundo… —(Nombre y código: nunca había oído hablar de él)—. Estudiante diseñadora alimentación. Matemático-sibarítica.

—Oscar Gordon. Tierra. Soldado. —Omití el Número de Identificación para la Tierra; ella sabía quién era yo—. ¿Interrogatorio?

—Pregunta. —¿Es espada?

—Es.

La miró, y sus pupilas se dilataron.

—¿Es-era espada destruir organismo guardián Huevo? —(«¿Es esta espada ahora presente la sucesora directa en cambio secuencial espacio-tiempo, aparte de anomalías teóricas involucradas en transiciones entre-universos, de la espada utilizada para matar al Nonato?». El tiempo doble del verbo, presente-pasado, estipula y aparta a un lado el concepto de que la identidad es una abstracción carente de significado:— es ésta la espada que realmente utilizaste, en el significado cotidiano, y no me engañes, soldado, no soy ninguna niña).

—Era-es —asentí. («Yo estuve allí y garantizo que la he seguido hasta aquí, de modo que todavía lo es»).

Ella profirió una leve exclamación, y sus pezones se irguieron. Alrededor de cada uno de ellos estaba pintado, o tal vez tatuado, el dibujo multi-universal que nosotros llamamos «Muralla de Troya»… y su reacción fue tan intensa que los baluartes de Ilium volvieron a desmoronarse.

—¿Tocar? —dijo ella en tono suplicante.

—Tocar. ¿Tocar dos veces? («Por favor, ¿puedo tocarla lo suficiente para captar la sensación que produce? Pido demasiado y tienes derecho a negármelo, pero te aseguro que no la lastimaré»… Su vocabulario es escaso, pero la gracia está en la manera de utilizarlo).

Yo no lo deseaba, tratándose de Lady Vivamus. Pero mi debilidad son las muchachas bonitas.

—Toca… dos veces —asentí de mala gana. Desenvainé mi espada y se la tendí con el pomo por delante, dispuesto a agarrarla antes de que la muchacha le vaciara un ojo a alguien o se pinchara su propio pie.

La aceptó cautelosamente, con los ojos y la boca muy abiertos, agarrándola por el recazo en vez de por el pomo. Tuve que mostrarle cómo debía empuñarla. Su mano era demasiado pequeña; sus manos y sus pies, al igual que su cintura, eran ultra delgados.

Localizó la inscripción.

—¿Significa?

Dum vivimus; vivamus no se traduce bien, no porque ellos no pueden comprender la idea, sino porque es agua para un pez. ¿De qué otro modo se podría vivir? Pero lo intenté.

—Tocar-dos-veces vida. Comer. Beber. Reír.

Ella asintió pensativamente, y luego azotó el aire, con la muñeca doblada y el codo hacia fuera. No pude soportarlo, de modo que tomé la espada de sus manos, la incliné lentamente dominando el acero de un imaginario rival, y efectué un rápido tirabuzón para situarme de nuevo en guardia: un movimiento tan elegante que mereció la silenciosa aprobación de hombres grandes y peludos. Ése es el motivo por el que las bailarinas estudian esgrima.

Saludé y le devolví la espada a la muchacha, ajustando después su codo y su muñeca derechos y su brazo izquierdo… algo que resulta muy divertido para el maestro de esgrima. La muchacha se tiró a fondo, casi ensartando a uno de los invitados.

Recuperé la espada, froté la hoja, y la envainé. Habíamos reunido a un buen grupo de espectadores. Cogí mi Dagwood del bufete pero la muchacha no había terminado conmigo.

—¿Yo saltar sobre espada?

Me atraganté. Si ella comprendía el significado —o si lo comprendía yo—, me estaba haciendo proposiciones amorosas con más delicadeza que las que hasta entonces me habían hecho en Center. Habitualmente son invitaciones sin tapujos. No podía creer que Star hubiera divulgado los detalles de nuestra ceremonia nupcial. ¿Rufo, quizá? Yo no se lo había dicho, pero Star podía haberlo hecho.

Al ver que yo no contestaba, la muchacha decidió ser más explícita sin bajar el tono de su voz.

—Yo no virgen, no madre, no embarazada, fértil.

Le expliqué tan cortésmente como el idioma permite, que no es mucho, que estaba comprometido. Pareció olvidarse del tema y miró al Dogwood.

—¿Morder para probarlo?

Aquello era harina de otro costal; asentí. La muchacha tomó un buen bocado, masticó pensativamente, y pareció complacida.

—Sabroso. Primitivo. Fuerte. Gran disonancia. Arte excelente.

Luego se alejó, dejándome maravillado. Al cabo de diez minutos volvieron a plantearme la cuestión. Recibí más proposiciones que en cualquier otra fiesta en Center, y estoy seguro de que la espada tuvo mucho que ver con ello. Desde luego, ese tipo de proposiciones me salían al paso en cada acontecimiento social; yo era el consorte de su Sabiduría. Y me hubieran llovido las ofertas aunque hubiese sido un orangután. Algunos peludos parecían orangutanes y eran socialmente aceptables, pero yo podría haber sido como uno de ellos. Y haberme comportado peor. La verdad era que muchas damas sentían curiosidad por saber lo que la Emperatriz se llevaba a la cama, y el hecho de que yo fuera un salvaje, o en el mejor de los casos un bárbaro, aumentaba su curiosidad. No existía ningún tabú contra las multi-relaciones sexuales, y eran muy pocos los que renunciaban a ellas.

Pero yo estaba aún en plena luna de miel. Y en cualquier caso, si hubiera aceptado todos aquellos ofrecimientos, habría quedado tan transparente como un visillo. Pero debo confesar que en mi fuero íntimo aquellas proposiciones me halagaban; el ser tan solicitado es bueno para la moral de cualquiera.

Aquella noche, mientras nos desvestíamos, dije:

—¿Te has divertido, cariño?

Star bostezó y sonrió.

—Desde luego. Y tú también te lo has pasado bomba, viejo espadachín. ¿Por qué no te has traído a casa a aquella gatita?

—¿Qué gatita?

—Lo sabes perfectamente. Aquélla a la que enseñabas esgrima.

—¿Miau?

—No, no, querido. Tendrías que enviar a buscarla. Oí que te hablaba de su profesión, y hay una estrecha relación entre el buen cocinar y el buen…

—¡Mujer, hablas demasiado!

Star pasó del inglés al neviano.

—Sí, mi señor marido. Pero no profiero ningún sonido que no brote de unos labios angustiados por el amor.

—Mi dama, mi amada esposa… espíritu elemental de las Aguas Cantarinas…

El neviano es más útil que la jerga que hablan en Center. Center es un lugar divertido, y la vida del consorte de una Sabiduría discurre de un modo fácil y cómodo. Después de nuestra primera visita al pabellón de pesca de Star, mencioné lo agradable que resultaría volver algún día y capturar unas cuantas truchas en aquel paraje encantador, la Puerta por la cual habíamos penetrado en Nevia.

—Me gustaría que estuviera en Center —dije.

—Lo estará.

—Star… ¿Podrías trasladarla? Sé que algunas Puertas, las comerciales, pueden dejar paso a verdaderas masas, pero incluso así…

—No, no. Pero sería prácticamente lo mismo. Déjame ver. Se tardará un día, aproximadamente, en estereotiparlo y medirlo y tipografiarlo desde el aire, etc. La corriente de agua, esas cosas. Pero entretanto… No hay muchas cosas más allá de esta pared, sólo una planta de energía y poco más. Digamos una puerta aquí, y el lugar donde asamos el pescado un centenar de metros más allá. Estará terminado en una semana, o tendremos un nuevo arquitecto. ¿Te parece bien?

—Star, no harás nada de eso.

—¿Por qué no, cariño?

—¿Destruir la casa entera para que yo pueda pescar unas truchas? ¡Absurdo!

—A mí no me lo parece.

—Bueno, lo es. De todos modos, amor mío, no pensaba en trasladar aquel paraje aquí, sino en ir allí. Unas vacaciones.

Star suspiró.

—Cuánto me gustarían unas vacaciones.

—Hoy has tomado una impresión. Tu voz es distinta.

—Agota mucho, Oscar.

—Star, las estás tomando demasiado aprisa. Te estás sometiendo a un esfuerzo excesivo.

—Es posible. Pero soy yo quien debe juzgar acerca de eso, como sabes muy bien.

—¡No quiero saberlo! No pretendo inmiscuirme en tus asuntos de gobierno, son cosa tuya y lo sé, pero en mi calidad de marido tuyo debo juzgar si trabajas demasiado… y evitarlo.

—¡Querido, querido!

Se producían demasiados incidentes como ése.

Yo no estaba celoso de ella. Aquel fantasma de mi salvaje pasado había quedado enterrado en Nevia. Y no había vuelto a acosarme.

Y Center no es un lugar propicio para las andanzas de un fantasma semejante. Center tiene tantas costumbres matrimoniales como culturas: millares. Algunos humanos son monógamos por instinto, como se ha dicho de los cisnes. De modo que la fidelidad no puede ser clasificada como una «virtud». Al igual que el valor es la valentía ante el miedo, la virtud es portarse bien ante la tentación. Si no existe ninguna tentación, no puede haber virtud. Pero aquellos inflexibles monógamos no representaban ningún riesgo. Si alguien, por ignorancia, hacía proposiciones deshonestas a una de aquellas castas damas, no se exponía a un bofetón ni a una cuchillada; ella le dejaría con la palabra en la boca y seguiría conversando con los demás. Y no pasaría nada si el marido lo oyera; los celos son desconocidos en una raza automáticamente monógama. No es que yo lo hubiera probado nunca; a mis ojos, se parecían —y olían— a una masa de harina echada a perder. Donde no hay tentación no hay virtud.

Pero tuve oportunidades de mostrarme «virtuoso». Aquella gatita con la cintura de avispa me tentó… y me enteré de que pertenecía a una cultura en la cual las mujeres no pueden casarse hasta que han demostrado que pueden tener hijos, como en algunas partes de los Mares del Sur y ciertos lugares de Europa; de modo que ella no estaba quebrantando ningún tabú de su tribu. Y fui más tentado por otra muchacha, con una figura encantadora, un delicioso sentido del humor y una de las mejores bailarinas de cualquier universo. No lo escribió en la acera; sólo me dio a entender que no estaba ni demasiado ocupada ni desinteresada, utilizando aquella jerga de un modo hábilmente indirecto.

Resultaba atractivo. Muy «americano». Investigué (en otra parte) acerca de las costumbres de su tribu y descubrí que, si bien eran rígidos en lo que respecta al matrimonio, se mostraban muy tolerantes en lo demás. Yo no la hubiera hecho[7] nunca como yerno, pero la ventana estaba abierta a pesar de que la puerta estuviera cerrada.

De modo que me acoquiné. Me examiné a mí mismo y admití que sentía una curiosidad tan morbosa como la de cualquier mujer que me hacía proposiciones simplemente porque yo era el consorte de Star. La pequeña Zhai-ee-van era una de aquéllas que no llevaban ropas. Pero no iba desnuda: desde la punta de su nariz hasta los diminutos dedos de sus pies estaba cubierta de un pelo suave, brillante, gris, asombrosamente parecido al de la Chinchilla. ¡Espléndido!

Me faltó valor, era una chiquilla demasiado delicada.

Pero le confesé a Star que había tenido aquella tentación… y Star dio a entender amablemente que yo debía tener músculos entre las orejas; Zhai-ee-van era una eminente artista incluso entre su propia raza, que tenía fama por su talento en la devoción a Eros.

Persistí en mi actitud. Una aventura con aquella muchacha tan linda debería implicar amor, al menos un poco, y lo mío no era amor, sino simple admiración por aquella hermosa piel… junto con el temor de que una aventura con Zhai-eevan pudiera convertirse en amor y ella no pudiera casarse conmigo, ni siquiera si Star me dejaba en libertad.

O no me dejaba en libertad: Center no tenía ninguna norma contra la poligamia. Algunas religiones tienen normas para y contra esto y aquello, pero ese revoltijo de culturas tenía incontables religiones que se contrarrestaban unas a otras del mismo modo que se contrarrestaban las costumbres conflictivas. Los culturólogos establecen una «ley» de libertad religiosa que según ellos es invariable: la libertad religiosa en un complejo cultural es inversamente proporcional a la fuerza de la religión predominante. Se supone que esto es un caso de una invariabilidad general, que todas las libertades proceden de conflictos culturales debido a que una costumbre que no tiene su correspondiente negación es obligatoria y se considera siempre como una «ley de la naturaleza».

Rufo no estaba de acuerdo; decía que sus colegas establecían como ecuaciones cosas que no son mensurables ni definibles —¡agujeros en sus cabezas!—, y que la libertad nunca pasaba de ser un feliz accidente, debido a que el impulso común a todas las razas humanas era el de dejar en libertad todos sus odios y temores, no sólo hacia sus vecinos sino también individualmente hacia sí mismos, y lo convertían en ley siempre que era posible.

Volviendo al tópico «A»… Los centristas utilizan toda clase de contratos matrimoniales. O ninguno. Practican la asociación, la cópula, la propagación, la amistad y el amor domésticos… pero no necesariamente todo al mismo tiempo ni con la misma persona. Los contratos pueden ser tan complicados como el de una razón social, especificando duración, objetivos, deberes, responsabilidades, número y sexo de los hijos, métodos de selección genética, si hay que contratar madres «auxiliares», condiciones para la cancelación y opciones para lo prolongación… cualquier cosa menos «fidelidad conyugal». Allí es axiomático que la fidelidad conyugal no puede imponerse y en consecuencia no es contractual.

Pero la fidelidad conyugal es más corriente allí que en la Tierra; no está legislada, simplemente. Tienen un antiguo proverbio extraído de Mujeres y Gatos. Significa: «Las Mujeres y los Gatos hacen lo que les place, y los hombres y los perros tienen que seguirles la corriente». Tiene su réplica en Hombres y Clima, que es más áspera y al menos tan antigua, dado que el clima está bajo control desde hace mucho tiempo.

El contrato habitual es ningún contrato; el hombre traslada sus ropas al hogar de la mujer y se queda allí… hasta que ella tira sus ropas a la calle. Esta forma tiene la gran ventaja de su estabilidad: una mujer que «tira los zapatos» del hombre a la calle se encuentra con serias dificultades para pescar a otro hombre lo bastante valiente como para arriesgarse a las consecuencias de su mal genio.

Mi «contrato» con Star no era más que eso, suponiendo que los contratos, leyes y costumbres tuvieran aplicación con la Emperatriz, lo cual no era el caso y no podía serlo. Pero no era ésa la fuente de mi creciente intranquilidad.

De veras, no estaba celoso.

Pero me fastidiaba cada vez más pensar en aquellos hombres que atestaban su mente.

* * *

UNA NOCHE, mientras nos vestíamos para asistir a una fiesta, Star me gritó. Yo había estado contándole cómo había pasado el día, aprendiendo matemáticas, y sin duda me había mostrado tan aburrido como un niño contando lo que había hecho en la escuela. Pero yo estaba entusiasmado, un nuevo mundo se abría ante mí… y Star se mostraba siempre tan paciente como una madre.

Pero en aquel momento me gritó con una voz de barítono.

Me paré en seco.

—¡Hoy te han impreso!

Noté el esfuerzo que hacía para recobrar la calma.

—¡Oh, perdóname, querido! No, no soy yo misma. Soy Su Sabiduría CLXXXII.

Efectué una rápida suma.

—Eso significa que has tomado catorce desde la Búsqueda… y sólo habías tomado siete durante todos los años anteriores. ¿Qué diablos estás tratando de hacer? ¿Consumirte a ti misma? ¿Convertirte en una idiota?

Star empezó a replicar en tono mordaz, pero se contuvo y respondió amablemente:

—No, no me estoy exponiendo a nada de eso.

—No son ésas las noticias que tengo.

—Lo que puedas haber oído decir no significa nada, Oscar, ya que nadie más puede juzgar… ni mi capacidad, ni lo que representa aceptar una impresión. A menos que hayas estado hablando con mi heredero…

—No.

Yo sabía que Star le había seleccionado, y suponía que había tomado alguna impresión: una precaución habitual contra el asesinato. Pero no le conocía, no deseaba conocerle, y no sabía quién era.

—Entonces, olvida lo que te han contado. No responde a la verdad. —Star suspiró—. Pero si no te importa, querido, esta noche no voy a salir; prefiero acostarme y dormir. El Viejo Asqueroso CLXXXII es la persona más desagradable que me ha sido impresa: gobernó brillantemente en una época crítica, tienes que leer algo acerca de él. Pero en su interior era un personaje bestial que odiaba a las mismas personas a las que ayudaba. Ahora está muy reciente en mí, y debo mantenerle encadenado.

—De acuerdo, vamos a acostarnos.

Star agitó la cabeza.

—He dicho «dormir». Utilizaré la autosugestión, y mañana por la mañana no sabrás que ha estado aquí. Vete a la fiesta. Encuentra una aventura y olvida que tienes una esposa difícil.

Obedecí, pero no estaba de humor para pensar en «aventuras».

El Viejo Asqueroso no era lo peor. Tengo suficiente carácter como para no dejarme manejar por Star, por muy Amazona que sea. Si se ponía pesada, acabaría ganándose aquella azotaina. No temería ninguna interferencia de los guardianes: cuando Star y yo estábamos juntos y a solas, estábamos realmente «a solas». Lo habíamos establecido así desde el primer momento, ya que cualquier tercera persona hubiera destruido nuestra intimidad. Cuando no estaba conmigo, Star no dejaba nunca de tener compañía, incluso cuando se bañaba. Ignoro si sus guardianes eran hombres o mujeres, ni creo que a ella le importase. Lo cierto era que nunca teníamos guardianes a la vista, de modo que nuestras discusiones eran absolutamente privadas, y posiblemente nos hacían bien a los dos, como desahogo temporal.

Pero «el Santo» fue más difícil de aceptar que el «Viejo asqueroso». Era Su Sabiduría CXLI, y tan insoportablemente noble y espiritual y más-inmaculado-que-tú, que me marché a pescar durante tres días. La propia Star era robusta y tenía muchos deseos de vivir y de disfrutar de la vida; aquel individuo no bebía, no fumaba, no mascaba chicle, no profería una sola palabra que no fuera amable. Casi podía verse el halo de Star mientras estaba bajo su influencia.

Peor todavía, el tipo en cuestión había renunciado al sexo cuando se consagró a los Universos, y eso ejerció un asombroso efecto en Star; la dulce sumisión no era su estilo. De modo que me marché a pescar. Tengo algo bueno que decir del Santo. Star afirma que fue el emperador que cosechó más fracasos a lo largo de su reinado; estaba dotado de un auténtico genio para cometer los mayores errores posibles partiendo de motivos piadosos, de modo que Star aprendió más de él que de cualquier otro: incurrió en todas las equivocaciones del manual. Fue asesinado por clientes insatisfechos al cabo de únicamente quince años, lo cual no es un espacio de tiempo lo bastante largo como para fastidiar a algo tan enorme como un imperio multi-universal.

Su Sabiduría CXXXVII pertenecía al sexo femenino… y Star estuvo ausente dos días. Cuando regresó explicó su ausencia.

—Tuve que hacerlo, querido. Siempre me había considerado a mí misma como una mujer de vida libertina… pero ella me ha impresionado incluso a mí.

—¿Cómo?

—No pienso decir ni pío, Gobernador. Me he sometido a un tratamiento intensivo para enterrarla donde nunca llegues a conocerla.

—Siento curiosidad.

—Sé que la sientes, y por eso he atravesado su corazón con una estaca; algo muy doloroso, puesto que era mi ascendiente directa. Pero temía que pudiera gustarte más de lo que yo te gusto. ¡Aquella execrable ramera!

Continúo sintiendo curiosidad.

La mayoría de ellos no eran malos individuos. Pero nuestro matrimonio hubiera marchado mejor si yo no hubiese sabido que ellos estaban allí. Resulta más fácil tener una esposa algo atolondrada que otra en la que están integrados varios personajes… la mayoría de ellos hombres. Tener consciencia de su presencia fantasmal incluso en los momentos de mayor intimidad con Star no le hacía ningún bien a mi líbido. Pero debo admitir que Star conocía el punto de vista masculino mejor que cualquier otra mujer en cualquier historia. Ella no tenía que suponer lo que complacería a un hombre; sabía más acerca de ello que yo, por «experiencia»… y mostraba una explosiva falta de inhibición en lo que respecta a compartir aquellos conocimientos.

No podía quejarme.

Pero lo hacía, reprochándole a Star que fuera aquellas otras personas. Ella soportaba mis injustas quejas mejor de lo que yo soportaba lo que consideraba la injusticia de mi situación con respecto a aquella multitud de fantasmas.

Aquellos fantasmas no eran la peor mosca en la sopa.

Yo no tenía ningún empleo. No me refiero al de nueve-a-cinco y cortar la hierba los sábados y emborracharme en el club aquella noche; quiero decir que vivía sin ningún objetivo concreto. ¿Ha visto usted alguna vez un león macho en un parque zoológico? Carne fresca a su hora, hembras a su disposición, ninguna preocupación por posibles cazadores… Una vida ideal, ¿no es cierto?

Entonces, ¿por qué tiene un aspecto tan aburrido?

Al principio, yo ignoraba que tenía un problema. Mi esposa era bella y cariñosa; disponía de tantas riquezas que no había manera de contarlas; vivía en el más lujoso de los hogares en una ciudad más hermosa que cualquiera de las de la Tierra; todo el mundo era amable conmigo; y tenía la posibilidad de «ir a la escuela» en un sentido maravilloso y que no tenía nada que ver con lo que en la Tierra se entiende por asistir a clase. Disponía de todas las ayudas concebibles. Era, para entendernos, como si Albert Einstein en persona me ayudara con mi álgebra, o como si los equipos de la Rand Corporation y la General Electric se hubieran unido para idear ayudas visuales que hicieran todas las cosas más fáciles para mí.

Éste es un lujo superior a las riquezas.

* * *

NO TARDÉ en descubrir que no podía beber el océano ni siquiera si me lo acercaban a los labios. En la Tierra, el conocimiento se ha desarrollado hasta un punto en el que ningún hombre puede abarcarlo todo: en comparación, imagínese la masa de conocimientos acumulada en Veinte Universos, cada uno de ellos con sus leyes, sus historias, y sólo Star sabe cuántas civilizaciones.

En una fábrica de caramelos, se apremia a los obreros para que coman todo lo que deseen. Pronto quedan hartos y empalagados.

Yo no me harté nunca del todo; el conocimiento tiene más variedad. Pero mis estudios carecían de objetivo. El Nombre Secreto de Dios no resulta más fácil de descubrir en veinte universos que en uno… y todos los otros temas son del mismo tamaño, a menos de que uno tenga una tendencia natural.

Yo no tenía ninguna tendencia concreta, era un dilettante… y me di cuenta de ello cuando vi que mis tutores se aburrían conmigo. De modo que renuncié a la mayoría de las materias, limitándome a las matemáticas y a la historia multi-universal, sin intentar conocerlo todo.

Pensé en dedicarme a los negocios. Pero para disfrutar con los negocios hay que ser negociante de corazón (yo no lo soy), o disponer de mucho capital. Yo tenía dinero; lo único que podía hacer era perderlo… y, si ganaba, nunca sabría si se había propagado la consigna (de cualquier gobierno en cualquier parte): Dejad ganar al consorte de la Emperatriz, nosotros nos haremos cargo de vuestras pérdidas.

Lo mismo ocurrió con el póker. Introduje el juego y se hizo popular rápidamente… y descubrí que no podía jugar. El póker tiene que ser serio o no es nada… pero cuando uno posee un océano de dinero añadir o perder unas cuantas gotas no significa nada.

Debo explicarme: la «lista civil» de Su Sabiduría podía ser menos importante que los gastos de muchos ciudadanos de Center; el lugar es rico. Pero era tan grande como Star deseaba que fuera, un pozo de riqueza sin fondo. No sé cuántos mundos integraban la cuenta, pero digamos que eran veinte mil con tres mil millones de habitantes cada uno… y me quedo corto. 60 000 000 000 000 de personas a un penique cada una son seiscientos mil millones de dólares. La cifra no significa nada, salvo demostrar que contando tan por lo bajo que nadie pudiera notarlo equivalía aún a mucho más dinero del que yo podía mellar. El no-gobierno de Star de su no-Imperio era muy caro, supongo… pero sus gastos personales, y los míos, por mucho que despilfarrásemos, carecían de importancia.

El rey Midas perdió interés en su banco inagotable. Lo mismo me ocurrió a mí.

Oh, yo gastaba dinero. (Nunca toqué ninguno… innecesariamente). Nuestro «piso» (yo no lo llamaría un palacio), nuestro hogar tenía un gimnasio más fantástico que el de cualquier Universidad; hice que le añadieran una salle d’armes y practicaba mucha esgrima, casi diariamente, con toda clase de armas. Encargué la fabricación de floretes que pudieran competir con Lady Vivamus, y los mejores espadachines de varios mundos se turnaban ayudándome. Hice añadir también un campo de tiro, y ordené que fueran a recoger mi ballesta en aquella cueva de la Puerta de Karth-Hokesh, y me entrené en el tiro al arco y a otros tipos de armas. Oh, gastaba dinero a mi antojo.

Pero no resultaba divertido.

Un día estaba sentado en mi estudio, sin hacer otra cosa que cavilar, mientras jugueteaba con un cuenco lleno de joyas.

En otro tiempo me había atraído el diseñar joyas. Me había interesado en la Escuela Superior, y había trabajado con un joyero todo un verano. Sabía dibujar, y las piedras preciosas me fascinaban. El joyero me prestó algunos libros, saqué otros de la biblioteca… y en cierta ocasión el joyero realizó uno de mis diseños.

Me atraía aquella profesión.

Pero los joyeros no se libran del servicio militar, de manera que lo dejé correr… hasta llegar a Center.

Pensé que no existía ninguna posibilidad de que le hiciera un regalo a Star, a menos que se tratara de algo que hubiera confeccionado yo. De modo que lo hice. Diseñé un vestido a base de piedras preciosas, estudiando la materia (con la ayuda de expertos, como de costumbre), reuniendo una valiosa colección de gemas, dibujando diseños, y enviando las gemas y los diseños para su realización.

Sabía que a Star le gustaban los vestidos a base de piedras preciosas; sabía que le gustaban con locura, no en el sentido de hacer ostentación de riqueza. —Star no necesitaba recurrir a eso—, sino en un sentido provocativo, para acentuar lo que apenas requería ser acentuado.

Lo que yo diseñé hubiera parecido muy adecuado en una revista francesa… pero con piedras de verdad. Los zafiros y el oro encajaban con la belleza rubia de Star, y los utilicé. Pero Star podía llevar cualquier color, y utilicé también otras gemas.

A Star le entusiasmó mi primera producción, y la llevó aquella misma noche. Yo estaba orgulloso de ella; había copiado el diseño de memoria de un vestido que llevaba una artista de cabaret de Frankfurt la primera noche que quedé en libertad del Ejército: algo transparente, una falda larga abierta desde la cadera en un lado y adornada con lentejuelas (yo utilicé zafiros), una cosa que no era un sostén sino un realzador, tachonado de joyas, una diadema en los cabellos haciendo juego. Sandalias doradas con tacones de zafiro.

Star me agradeció calurosamente otros que siguieron.

Pero aprendí algo. Yo no era un diseñador nato. Y nunca podría compararme con los profesionales que vestían a las mujeres ricas de Center. Me di cuenta de que Star llevaba mis modelos simplemente porque se los había regalado yo, del mismo modo que una madre cuelga en las paredes de su hogar los dibujos que su hijito realiza en la escuela elemental. De manera que dejé de hacerlos.

Este cuenco de gemas se encontraba en mi estudio desde hacía varias semanas: ópalos de fuego, sardónices, cornalinas, diamantes, turquesas y rubíes, adularias y zafiros y granates, olivinos, esmeraldas, crisolitas… muchas sin nombres ingleses. Las hacía deslizar por entre mis dedos, contemplando los fuegos multicolores, y sentía lástima de mí mismo. Me preguntaba cuánto costarían aquellas piedras en la Tierra… No menos de un millón de dólares.

No me molestaba en guardarlas en un lugar cerrado por la noche. Y yo era el individuo que no había asistido a la Universidad por falta de instrucción y de hamburguesas.

Las aparté a un lado y me dirigí hacia mi ventana… existente porque le había dicho a Star que no me gustaría no tener una ventana en mi estudio. Aquello fue a mi llegada, y tardé varios meses en descubrir todo lo que habían tenido que derribar para complacerme; yo había creído que se habrían limitado a practicar un orificio en la pared.

La vista que se divisaba era espléndida, más de un parque que de una ciudad, salpicada pero no atestada de hermosos edificios. Resultaba difícil creer que era una ciudad mayor que Tokio; sus «huesos» no eran visibles, y sus habitantes trabajaban incluso a medio planeta de distancia.

Había un murmullo suave como de abejas, semejante al apagado rugido del que uno no puede escapar nunca en Nueva York… pero más suave, sólo lo suficiente para que pudiera darme cuenta de que estaba rodeado de personas, cada una de ellas con su tarea, su objetivo, su función. ¿Mi función? Consorte. ¡Gigoló!

Star, sin darse cuenta, había introducido la prostitución en un mundo que nunca la había conocido. Un mundo inocente, en el que hombre y mujer se acostaban juntos por el solo motivo de que ambos deseaban hacerlo.

Un príncipe consorte no es una prostituta. Tiene sus tareas, a menudo tediosas, tales como representar a la soberana, asistir a inauguraciones, pronunciar discursos. Además de eso, tiene la obligación como semental regio de asegurar la continuación de la dinastía.

Yo no tenía ninguna de esas tareas. Ni siquiera la obligación de entretener a Star… diablos, en un radio de veinte kilómetros había millones de hombres dispuestos a aprovechar la primera oportunidad.

* * *

LA NOCHE anterior había sido mala. Empezó mal, y terminó en una de aquellas conferencias entre sábanas que a veces sostienen los matrimonios y que no son tan saludables como una discusión a grito pelado, con lanzamiento de vajilla incluido. Nosotros sostuvimos una, tan doméstica como la de cualquier pareja de trabajadores preocupados por las facturas y por el jefe.

Star había hecho algo que hasta entonces no había hecho nunca: traerse trabajo a casa. Cinco hombres, relacionados con algún problema intergaláctico: no llegué a enterarme, ya que la discusión se había prolongado por espacio de varias horas y frecuentemente en un idioma desconocido para mí.

Ellos me ignoraron, yo era un mueble. En Center, las presentaciones son raras; si uno desea hablar con alguien se limita a decir «soy yo» y a esperar. Si no obtiene ninguna respuesta, se marcha. Si la obtiene, intercambia identidades.

Ninguno de ellos lo hizo, y no sería yo quien empezara. Como forasteros en mi casa, yo estaba por encima de ellos. Pero ellos no actuaban como si aquello fuera mi casa.

Permanecí sentado allí, el Hombre Invisible, con un creciente malhumor.

Ellos seguían discutiendo, mientras Star escuchaba. De pronto, Star llamó a sus doncellas, que empezaron a desvestirla y a cepillarle los cabellos. Center no es América, yo no tenía ningún motivo para sentirme escandalizado. Lo que Star estaba haciendo era ser descortés con ellos, tratándolos como si fueran muebles (a Star no le había pasado por alto cómo me trataban ellos a mí).

Uno de los hombres dijo, en tono malhumorado:

—Su Sabiduría, me gustaría que escucharas tal como accediste a hacerlo. (Mi traducción no es demasiado literal).

Star replicó fríamente:

—Yo soy juez de mi conducta. Nadie más puede enjuiciarla.

Cierto. Star podía juzgar su conducta, y ellos no. Ni tampoco yo, pensé con amargura. Yo me había enfurecido con ella (a pesar de saber que el asunto no tenía importancia) porque había llamado a sus doncellas y había empezado a prepararse para acostarse delante de aquellos tipos… y me había propuesto decirle que no permitiría que volviera a ocurrir. Sin embargo, decidí pasar por alto aquel aspecto de la cuestión.

Bruscamente, Star terminó con la discusión.

—Él tiene razón. Tú estás equivocado. No se hable más del asunto. Marchaos.

Pero yo me proponía exponerle a Star mis objeciones a que trajera a casa aquella clase de individuos.

Star se me anticipó. En cuanto nos quedamos solos, me dijo:

—Perdóname, amor mío. Accedí a escuchar esta absurda querella y la cosa se prolongaba interminablemente, y pensé que podría terminar rápidamente con la discusión si les arrancaba de sus sillas y les hacía permanecer de pie aquí, haciéndoles ver claramente que estaba aburrida. No creí que se pasaran otra hora discutiendo antes de que pudiera cortar por lo sano. Sabía que si lo aplazaba hasta mañana tendría que dedicarles varias horas. Pero el problema era importante y no podía eludirlo. —Suspiró—. Ese hombre ridículo… Pero esos individuos ocupan puestos muy elevados. Pensé en la posibilidad de hacerle eliminar. Pero tengo que permitirle que corrija su error, o la situación volvería a repetirse.

Ni siquiera pude sugerir que su decisión final había sido producto del aburrimiento: había dictaminado precisamente a favor del hombre que le había llamado la atención. Me limité a decir:

—Vamos a acostarnos, estás cansada…

Y luego no tuve el suficiente sentido común como para contenerme y no juzgarla por mi cuenta.