—JEFE —dijo Rufo—, mira hacia la llanura.
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—Nada —contestó Rufo—. Esos cadáveres han desaparecido. No cabe duda de que tendríamos que verlos, contra un fondo de arena negra y sin un solo arbusto que dificulte la visión.
No miré.
—¡Eso no es problema nuestro, maldita sea! Tenemos otras cosas en que ocuparnos. Star, ¿puedes disparar con la mano izquierda? ¿Uno de esos «rifles»?
—Desde luego, mi señor.
—Mantente a diez pasos detrás de mí y dispara contra cualquier cosa que se mueva. Rufo, tú sigue a Star, con una flecha en la ballesta. Dispara contra cualquier cosa que veas. Cuélgate en bandolera uno de esos rifles… puedes atarlo con un trozo de cuerda. —Enarqué las cejas—. Tenemos que abandonar la mayor parte de esto. Star, tú no puedes manejar una ballesta, de modo que despréndete de ella, por muy bonita que la encuentres, lo mismo que de tu carcaj. Rufo puede atar mi carcaj con el suyo; utilizamos las mismas flechas. Me disgusta abandonar mi ballesta, me había acostumbrado a ella. Pero tengo que hacerlo, maldita sea.
—Yo la llevaré, Héroe mío.
—No, tenemos que desprendernos de todo lo que no podamos utilizar. —Tomé la cantimplora que llevaba colgada al cinto, bebí un buen trago, y la pasé a mis compañeros—. Bebeos el agua que queda y tirad la cantimplora.
Mientras Rufo bebía, Star se colgó mi ballesta en bandolera.
—¿Mi señor marido? De este modo no pesa nada y no me molesta para disparar. ¿De acuerdo?
—Bueno. Pero, si resulta un engorro para ti, corta la cuerda y olvídate de ella. Ahora, bebe tu parte y nos pondremos en marcha. —Examiné el pasillo en el que nos encontrábamos: cinco metros de ancho y la misma altura, iluminado desde ninguna parte y curvándose hacia la derecha, lo cual coincidía con la imagen mental que me había proporcionado el mapa—. ¿Preparados? No debemos separarnos. Si no podemos liquidarlo con la espada, el fusil ni la flecha, lo saludaremos.
Desenvainé mi espada, y echamos a andar rápidamente. ¿Por qué mi espada, en vez de uno de aquellos «rayo de la muerte»? Star transportaba uno y los conocía mejor que yo, que ni siquiera era capaz de decir si el arma estaba cargada, ni sabía durante cuánto tiempo había que mantener apretado el botón. Star sabía disparar, lo demostraba su maestría con la ballesta, y era al menos tan fría en una lucha como Rufo o yo mismo.
Yo había dispuesto armas y tropas lo mejor que sabía. Rufo, detrás con una provisión de flechas, podría utilizarlas en caso necesario, y su posición le daba tiempo para recurrir a su espada o al «rifle» Buck Rogers si lo juzgaba oportuno… y sin que necesitara mi consejo; él sabría actuar por cuenta propia.
De modo que yo estaba respaldado por armas de largo alcance antiguas y ultramodernas en manos de personas que sabían manejarlas y que poseían espíritu combativo… siendo esto último lo más importante. (¿Sabe usted cuántos hombres de un pelotón disparan realmente en el curso de un combate? Tal vez seis. Y más probablemente tres. El resto se limita a agachar la cabeza).
Con todo, ¿por qué no envainaba mi espada y empuñaba una de aquellas armas prodigiosas?
Una espada adecuadamente equilibrada es el arma más versátil que se ha inventado para la lucha a corta distancia. Pistolas y fusiles son armas ofensivas, no defensivas; si uno se acerca a él rápidamente, un hombre armado con un fusil no puede disparar, tiene que pararle a uno antes de que le alcance. Si uno se acerca a un hombre que esgrime una espada será ensartado como un pichón en el asador… a menos de que uno esgrima a su vez una espada y sepa utilizarla mejor que él.
Una espada nunca se escasquilla, nunca tiene que ser recargada, siempre está a punto de funcionar. Su peor desventaja es que requiere una gran habilidad, que sólo puede adquirirse a base de mucha práctica; los reclutas no pueden aprender a manejarla bien en una semana, ni siquiera en unos meses.
Pero, por encima de todo (y éste era el verdadero motivo), empuñar a Lady Vivamus y sentir su avidez por pinchar me infundía valor en un lugar en el que me dominaba el miedo.
Ellos (quienesquiera que fuesen «ellos») podían disparar contra nosotros desde un escondrijo, gasearnos, y hacernos mil perrerías. Pero podían hacerlo aunque yo llevara una de aquellas extrañas armas. Espada en mano, me sentía relajado y sin miedo, y ello aumentaba en la medida de lo posible la seguridad de mi pequeño «comando». Si el comandante de una patrulla necesita llevar una pata de conejo debería llevarla… y el contacto de aquella espada era mejor amuleto que todas las patas de conejo de Kansas.
El pasillo se extendía hacia adelante, sin ningún recelo, ningún sonido, ninguna amenaza. La abertura al exterior no tardó en hacerse invisible. La gran Torre parecía vacía, pero no muerta; estaba viva como está vivo un museo por la noche, con antiguas y malignas presencias. Agarré mi espada fuertemente; luego me relajé conscientemente y flexioné mis dedos.
El pasillo giró bruscamente a la izquierda. Me paré en seco.
—Star, esto no figuraba en tu boceto.
Star no contestó. Insistí:
—Bueno, no estaba allí. ¿Estaba?
—No estoy segura, mi señor.
—Bueno yo lo estoy…
—Jefe —dijo Rufo—, ¿estás completamente seguro de que entramos por la abertura correcta?
—Sí. Puedo estar equivocado, pero no inseguro… y si estoy equivocado podemos darnos por muertos de todas maneras. Mmm… Rufo, coge tu ballesta, pon tu sombrero encima de ella, hazla asomar por donde un hombre se asomaría a mirar por esa esquina si estuviera de pie… y mantenla allí mientras yo echo una mirada, pero desde el suelo.
Me tumbé boca abajo.
—¡Preparados… ahora!
Me arrastré y asomé la cabeza por la esquina, a unos quince centímetros del suelo, mientras Rufo ejecutaba la maniobra que yo le había indicado.
Nada a la vista, sólo el pasillo desnudo, que ahora era recto.
—¡De acuerdo, seguidme!
Avanzamos apresuradamente.
Cuando habíamos recorrido unos metros me detuve.
—¿Qué diablos…?
—¿Algún problema, Jefe?
—Muchos. —Me giré, y olfateé el aire—. No podría haber más. El Huevo está hacia allí —dije, señalando—, tal vez a unos doscientos metros de distancia… de acuerdo con el mapa.
—¿Es malo eso?
—No estoy seguro. Porque era esa misma dirección y ángulo, pero a la izquierda, antes de que doblásemos esa esquina. De modo que ahora tendría que estar a la derecha.
—Mira, Jefe —dijo Rufo—, ¿por qué no nos limitamos a seguir los pasadizos que memorizaste? Es posible que no recuerdes todos los pequeños…
—Cállate. Vigila hacia adelante, a lo largo del pasillo. Star, sitúate allí en la esquina y obsérvame. Voy a intentar algo.
Se situaron los dos, Rufo «ojos adelante», y Star donde podía ver en ambas direcciones, en la esquina que formaba ángulo recto. Retrocedí por el pasillo y luego regresé. Poco antes de llegar a la esquina cerré los ojos y continué avanzando.
Una docena de pasos más adelante me paré y abrí los ojos.
—Eso lo demuestra —le dije a Rufo.
—¿Qué es lo que demuestra?
—No hay ningún recodo en el pasillo —dije, señalando el recodo.
Rufo me miró con aire preocupado.
—Jefe, ¿cómo te sientes? —Trató de tocar mi mejilla.
Di un paso atrás.
—No estoy delirando. Venid conmigo, los dos. —Les hice retroceder unos cincuenta pasos más allá de aquel ángulo recto, y me paré—. Rufo, dispara una flecha contra aquella pared delante de nosotros, en el recodo. Apunta de modo que choque contra la pared a unos tres metros de altura.
Rufo suspiró, pero lo hizo. La flecha desapareció en la pared. Rufo se encogió de hombros.
—Debe tratarse de un material muy blando. Nos has hecho perder una flecha, Jefe.
—Es posible. Seguidme.
Doblamos de nuevo la esquina y allí estaba la flecha, en el suelo. Dejé que Rufo la recogiera; examinó atentamente el emblema del Doral grabado en el astil, y volvió a meterla en su carcaj. No hizo ningún comentario. Reemprendimos la marcha.
Llegamos a un lugar en el que había unos escalones que conducían hacia abajo… pero en el que según el mapa que yo había memorizado tenía que haber unos escalones ascendentes.
—Cuidado con el primer escalón —advertí a mis compañeros—. Tentadlo antes de asentar el pie y no os caigáis.
Los escalones parecían normales, tratándose de escalones descendentes… con la salvedad de que mi sentido de la orientación me decía que estábamos subiendo, y nuestro punto de destino cambiaba consiguientemente de ángulo y de distancia. Cerré los ojos para una rápida comprobación y descubrí que en realidad estaba subiendo, y que los engañados eran mis ojos. Era como una de aquellas «casas encantadas» de los parques de atracciones, en las cuales un suelo «llano» es cualquier cosa menos llano: algo así pero cubicado.
Dejé de poner en duda la exactitud del boceto de Star y seguí su rastro en mi cerebro al margen de lo que mis ojos me decían. Cuando el pasadizo se ramificó en cuatro caminos mientras que mi memoria retenía una sola ramificación, en la cual uno de los caminos era un callejón sin salida, cerré los ojos sin vacilar y me guie por mi olfato… y el Huevo permanecía donde debía estar, en mi mente.
Pero el Huevo no estaba necesariamente más cerca con cada vuelta y revuelta, salvo en el sentido de que una línea recta no es la distancia más corta entre dos puntos… ¿lo es siempre? El camino era tan zigzagueante como los intestinos en un vientre; el arquitecto había utilizado como regla una sierra de dientes irregulares. Peor aún: en otro momento, cuando estábamos «subiendo» escalones —en un sector llano según el boceto—, una anomalía gravitacional nos pilló con una vuelta completa, y súbitamente nos encontramos deslizándonos por el techo.
No ocurrió nada malo, salvo que la anomalía se repitió, y esta vez nos envió del techo al suelo. Con los dos ojos avizores ayudé a Rufo a recoger las flechas, y reemprendimos la marcha. Estábamos acercándonos a la madriguera del Nonato… y al Huevo.
Los pasadizos empezaron a ser angostos y rocosos, los falsos recodos duros y difíciles de superar… y la luz empezó a fallar.
Aquello no era lo peor. No me asustan la oscuridad ni los lugares angostos: hace falta el ascensor de unos Grandes Almacenes el Día de «Todo por un dólar» para que sienta claustrofobia. Pero empecé a oír ratas.
Ratas, montones de ratas, corriendo y chillando en las paredes alrededor de nosotros, debajo de nosotros, encima de nosotros. Empecé a sudar, y me arrepentí de haber bebido tanta agua para vaciar la cantimplora. La oscuridad y la angostura se hicieron más intensas, hasta que nos vimos obligados a arrastrarnos a través de un áspero túnel abierto en la roca, avanzando palmo a palmo sobre nuestros estómagos en medio de una oscuridad total, como si nos estuviéramos fugando del Castillo de If… y las ratas nos rozaban al pasar junto a nosotros, chillando y rechinando.
No, no grité. Star estaba detrás de mí y no gritó ni se quejó de su brazo herido… de modo que yo no podía gritar. Star me daba un golpecito en el pie de cuando en cuando para indicarme que se encontraba perfectamente y para informarme de que también Rufo estaba bien. No gastábamos fuerzas hablando.
Vi un leve algo, dos fantasmas de luz delante, y me paré, y miré, y parpadeé, y miré otra vez. Luego le susurré a Star:
—Veo algo. Quédate aquí, mientras yo avanzo y compruebo lo que es. ¿Me oyes?
—Sí, mi señor Héroe.
—Díselo a Rufo.
Entonces hice lo único realmente osado que he hecho en toda mi vida: arrastrarme hacia adelante. La valentía aparece de todos modos cuando uno está tan aterrorizado que sus esfínteres se aflojan, y no puede respirar, y su corazón amenaza con pararse, y ésa es una descripción exacta para aquel momento de E. C. Gordon, ex soldado raso y héroe de profesión. Yo estaba completamente seguro de lo que eran aquellas dos leves lucecitas, y cuanto más me acercaba a ellas más seguro estaba: podía captar su maldito olor y situar sus contornos.
Una rata. No la rata común que vive en los estercoleros de las ciudades y a veces muerde a bebés, sino una rata gigante, lo bastante grande como para bloquear aquella madriguera, pero lo bastante más pequeña que yo como para tener espacio para maniobrar al atacarme… espacio del que yo no disponía. Lo mejor que podía hacer era arrastrarme hacia adelante con la espada frente a mí y tratar de mantenerla apuntada de modo que ensartara a la rata y la hiciera comer acero… porque si el bicho eludía la punta de mi espada no me quedarían más que las manos desnudas y ningún espacio para utilizarlas. Se me echaría encima.
Me tragué un vómito agrio y me arrastré hacia adelante.
Los ojos de la rata parecieron descender un poco, como si se estuviera agachando para embestir.
Pero no ocurrió nada. Las luces se hicieron más concretas y aumentó la distancia entre ellas, y después de arrastrarme medio metro más comprobé con tembloroso alivio que no eran ojos de rata sino alguna otra cosa… cualquier cosa, no me importaba el qué.
Continué arrastrándome. No sólo el Huevo estaba en aquella dirección, sino que yo ignoraba aún qué era aquello, y sería mejor comprobarlo antes de decirle a Star que avanzara.
Los «ojos» eran mirillas gemelas abiertas en un tapiz que cubría el extremo de aquella madriguera. Pude ver su textura bordada, y descubrí que podía mirar a través de una de sus imperfecciones cuando levanté la cabeza hasta ella.
Al otro lado había una amplia estancia, con el suelo a un nivel medio metro más bajo que el del túnel en el que yo me encontraba. En el extremo más alejado, a unos quince metros de distancia, un hombre estaba de pie junto a un banco, leyendo un libro. Mientras le observaba alzó la cabeza y miró en dirección a mí. Pareció vacilar.
Yo no vacilé. Aparté el tapiz a un lado con mi espada y me precipité hacia adelante. Estuve a punto de caer pero logré mantenerme en pie… y en guardia.
El hombre fue al menos tan rápido como yo. Había dejado caer el libro sobre el banco y desenvainó la espada, avanzando hacia mí, mientras yo salía de aquel agujero. Se paró, con las rodillas ligeramente dobladas, la muñeca recta, el brazo izquierdo detrás de su espalda, enfilándome con su espada, perfecto como un maestro de esgrima, y me miró de arriba a abajo, aprovechando que había aún una distancia de tres o cuatro pasos entre nuestros aceros.
No me precipité contra él. Hay una táctica rompedora llamada «el tiro al blanco», que enseñan los mejores espadachines y que consiste en avanzar de sopetón con el brazo, la muñeca y la espada completamente extendidos: todo ataque y ninguna tentativa de parada. Pero sólo da resultado haciéndola coincidir exactamente con un momentáneo desfallecimiento del adversario. En caso contrario, equivale a suicidarse.
Esta vez hubiera sido un suicidio; mi rival estaba tan alerta como un gato acorralado. De modo que le estudié mientras él seguía midiéndome con la mirada. Era un hombre más bajo que yo, aunque con unos brazos muy largos para su estatura, lo cual compensaba lo que a primera vista parecía su desventaja; además, su espada era de un modelo muy antiguo, más larga que Lady Vivamus (pero en consecuencia más lenta, a menos que el hombre tuviera una muñeca mucho más fuerte que la mía), e iba vestido más para el París de Richelieu que para Karth-Hokesh. No, eso no es exacto; la gran Torre negra carecía de estilos, de otro modo yo habría estado tan fuera de lugar como él con mi atuendo de Robin Hood de pega. Los Iglis a los que habíamos matado no llevaban ninguna clase de ropa.
Era un hombrecillo insolentemente feo, con una alegre sonrisa y la mayor nariz al oeste de Jimmy Durante: me hizo pensar en la nariz de mi sargento primero, y en lo mucho que le fastidiaba que le llamaran «Narizotas». Pero el parecido terminaba ahí; mi sargento primero no sonreía nunca, y tenía unos ojos pequeños y porcinos; los ojos de este hombre eran alegres y arrogantes.
—¿Eres cristiano? —me preguntó.
—¿Tiene alguna importancia para ti?
—Ninguna. La sangre es sangre, en cualquiera de los casos. Si eres cristiano, confiésate. Si eres pagano, apela a tus falsos dioses. No te concederé más de tres estrofas. Pero soy sentimental, me gusta saber lo que estoy matando.
—Soy norteamericano.
—¿Es eso una nacionalidad? ¿O una enfermedad? ¿Y qué estás haciendo en Hoax?
—«¿Hoax?» ¿Hokesh?
Se alzó de hombros solamente con los ojos, sin desviar un milímetro la punta de su espada.
—Hoax, Hokesh… simple cuestión de geografía y de acento; este castillo estuvo en otro tiempo en los Cárpatos, de modo que es «Hokesh», si eso hace que mueras más feliz. Adelante, vamos a cantar.
Avanzó tan rápida y ágilmente que pareció auto transportarse por el aire, y nuestros aceros retiñeron mientras yo paraba su ataque en sexta y replicaba, era contraatacado —entrega, repetición, parada-y-ataque—, todo tan plácido, tan prolongado y con tanta variación que un espectador podría haber pensado que estábamos ensayando el Gran Saludo. ¡Pero yo sabía! Aquella primera estocada estaba destinada a matarme, lo mismo que cada uno de los movimientos de mi adversario durante todo el fraseo. Al mismo tiempo me estaba estudiando, probando su muñeca, buscando mis puntos débiles…, si temía a la línea baja y siempre volvía a la alta, o si era propicio a dejarme desarmar… No ataqué a fondo en ningún momento, no tuve la oportunidad de hacerlo; bailaba al compás que marcaba mi rival, Limitándome a replicar, a tratar de mantenerme con vida.
Supe en tres segundos que me enfrentaba a un espadachín mucho mejor que yo, con una muñeca de acero y a la vez tan flexible como una serpiente. Era el único espadachín que había conocido que utilizaba la primera y la octava… que las utilizaba, repito, con tanta facilidad como la sexta y la cuarta. Todo el mundo las aprende y mi propio maestro de esgrima me las hizo practicar tanto como las otras seis… pero la mayoría de los esgrimidores no las utilizan; simplemente pueden verse obligados a hacerlo, con torpeza e inmediatamente antes de perder un asalto.
Yo perdería, no un asalto, sino mi vida… y sabía, mucho antes del final de aquel primer y prolongado fraseo, que mi vida era lo que estaba a punto de perder, según todas las probabilidades. ¡Pero con el primer entrechocar de nuestros aceros el idiota empezó a cantar!
¡Tírate a fondo y replica sin vacilar!
¡Cántame la lógica del acero!
Dime, señor, ¿cómo te sientes?
Avanza y retrocede si debes hacerlo.
De acuerdo con la lógica
conocida desde hace mucho.
¿Tenemos que discutir, rebatir y refutar
en entimema[6] claro como tus ojos?
Dime, señor, ¿por qué suspiras?
¿Tu es fatigué, sans doute?
En tal caso, duerme mientras yo cuento el botín.
Lo anterior fue bastante largo para un mínimo de treinta casi-logradas tentativas contra mi vida, y con la última palabra, mi adversario se desentendió de la lucha tan fácil e inesperadamente como la había iniciado.
—¡Vamos, vamos, muchacho! —dijo—. ¡Anímate! ¿Permitirás que cante yo solo? ¿Morirás como un payaso en presencia de damas? ¡Canta! Y despídete graciosamente, haciendo coincidir tu último verso con el estertor de la muerte.
Taconeó con su bota derecha, como si bailara flamenco.
—¡Inténtalo! El precio es el mismo de todas maneras.
No incliné la mirada al sonido de su bota; es un viejo truco que algunos espadachines utilizan con cada avance, con cada finta, por si el ruido desconcierta al adversario, desconcentrándole y haciéndole perder un asalto. Yo me había dejado engañar por él una vez, cuando todavía era imberbe.
Pero sus palabras me dieron una idea. Sus estocadas eran cortas: el tirarse a fondo resulta elegante en un torneo amistoso, pero demasiado peligroso cuando la cosa va en serio. Yo había ido retrocediendo, lentamente, con la pared detrás de mí. Dentro de poco, cuando mi rival volviera a atacar, yo sería una mariposa clavada en aquella pared, suponiendo que no tropezara con algo invisible y cayera de espaldas, para ser ensartado como un papel tirado en el parque. No me atrevía a dejar aquella pared detrás de mí.
Y lo que era peor, Star saldría de aquella madriguera detrás de mí en cualquier momento, y podría recibir la muerte mientras salía incluso si yo lograba matar a mi rival al mismo tiempo. En cambio…, si podía hacerle dar media vuelta… Mi amada era una mujer práctica; ninguna consideración «deportiva» le impediría acuchillar a nuestro enemigo por la espalda.
Pero la feliz contra idea era que si le seguía la corriente, imitando su chaladura y tratando de versificar y cantar, él podía prolongar el juego, interesado en oír lo que yo era capaz de improvisar antes de matarme.
Sin embargo, yo no podía permitirme alargar demasiado la cosa. Acababa de darme cuenta de que, sin que yo lo sintiera, me había pinchado en el antebrazo. Un simple rasguño sanguinolento que Star podría hacer desaparecer en unos instantes… pero que no tardaría en debilitar mi muñeca situándome en desventaja para la línea baja: la sangre hace que el pomo de la espada resbale de la mano.
—Primera estrofa —anuncié, avanzando y amagando apenas algunas estocadas, lanzadas sin demasiada convicción.
Él respetó nuestro tácito pacto, sin atacarme, limitándose a juguetear con la punta de mi espada, parando fácilmente. Aquello era lo que yo quería. Empecé a desplazarme en círculo y hacia la derecha al mismo tiempo que iniciaba mi recitado… y él me lo permitió:
Tweedledum y Tweedledee acordaron robar ganado.
Tweedledun le dijo a Tweedledee:
Usaré mi nueva y hermosa silla de montar.
—¡Vamos, vamos, amigo mío! —me reprendió mi adversario—. Nada de robar. Honor entre reses vacunas, siempre. Y rima y métrica correctas. Deja que vuestro Carroll caiga ágilmente de tu lengua.
—Lo intentaré —dije, sin dejar de desplazarme a la derecha—. Segunda estrofa:
Canto sobre dos doncellas de Birmingham.
¿Debemos sollozar ante el escándalo que las afecta?…
… y me tiré a fondo.
No resultó del todo. Mi rival, tal como yo había esperado, se había relajado un poco, confiando evidentemente en que yo seguiría con aquellos escarceos con la punta de la espada mientras recitaba.
Le pillé ligeramente desprevenido, pero no lo suficiente como para hacerle caer hacia atrás; en vez de eso paró con fuerza, y súbitamente nos encontramos en una posición insostenible, cuerpo a cuerpo, casi téte-a-téte.
Se rio en mi cara y saltó hacia atrás al mismo tiempo que yo, situándonos de nuevo en garde. Pero yo añadí algo. Hasta entonces sólo habíamos estado punteando. La punta de la espada es más poderosa que el filo, pero mi arma tenía las dos cosas, y un hombre acostumbrado a la punta es a veces un novato para un corte. Mientras nos separábamos descargué un mandoblazo sobre su cabeza.
Me proponía rajársela. El golpe fue poco preciso y propinado con escasa fuerza, pero hendió su sien derecha casi hasta la ceja.
—Touché —gritó—. Bien jugado. Y bien cantado. Veamos el resto.
—De acuerdo —asentí, fintando cautelosamente y esperando a que la sangre llegara a sus ojos. Una herida en el cuero cabelludo es la más sanguinolenta de las heridas, y yo había depositado grandes esperanzas en ésta. La esgrima es una cosa rara; en ella no se utiliza realmente el cerebro, es demasiado rápida para ello. La muñeca es la que piensa y la que le dice a los pies y al cuerpo lo que tienen que hacer, anticipándose al cerebro: lo que se piensa es para más tarde, instrucciones almacenadas, como una computadora que se programa.
Continué:
Ahora están en el muelle
Para levantar el…
Le alcancé en el antebrazo, como él me había alcanzado a mí, pero más a fondo. Creí que le tenía a mi merced y forcé la acción. Pero él hizo algo de lo que yo había oído hablar pero que nunca había visto: retrocedió con mucha rapidez, y se cambió la espada de mano.
Mi situación no mejoró… A un esgrimidor diestro no le seduce la idea de utilizar la mano izquierda; se encuentra desequilibrado, en tanto que un zurdo suele conocer los puntos flacos de la mayoría de los diestros. Pero este hijo de perra era tan fuerte y tan hábil con su mano izquierda como con la derecha. Y mis esperanzas de que la sangre cegara sus ojos no se habían cumplido.
Me pinchó otra vez, en la rodilla, y el pinchazo me dolió como una quemadura y me restó agilidad. A pesar de sus heridas, mucho peores que las mías, yo sabía que no podría resistir mucho más tiempo. Continuamos con la terrible lucha.
Hay una respuesta en segunda, desesperadamente peligrosa pero brillante… si termina bien. Me había hecho ganar varios combates a espada sin que hubiera nada en juego, aparte del amor propio. Se empieza en sexta, esperando que el adversario contraataque; entonces, en vez de parar en cuarta, se adelanta el brazo trabando con la propia espada la espada del rival, para terminar tirándose a fondo hasta que la punta encuentra carne. O se puede partir de un contraataque propio, aprovechando la parada del adversario en sexta para iniciar la maniobra.
El único problema es que, si no se realiza perfectamente, es demasiado tarde para parar y replicar: lanza uno su propio pecho contra la punta de la espada del rival.
Yo no traté de iniciarla, no contra este espadachín; me limité a pensar en ella.
La lucha continuó, sin fallos por ninguna de las dos partes. Luego, mi adversario retrocedió ligeramente al contraatacar y resbaló un poco en su propia sangre.
Mi muñeca aprovechó la oportunidad: me tiré a fondo cambiando a segunda en un perfecto tirabuzón… y mi acero penetró a través de su cuerpo.
Pareció sorprendido, levantó su espada en posición de saludo, y cayó de rodillas mientras el arma se desprendía de su mano. Tuve que moverme hacia adelante con mi espada mientras él caía, y luego empecé a extraerla de su cuerpo.
Él la agarró.
—No, no, amigo mío, déjala ahí, por favor. Taponará el vino, por unos instantes. Tu lógica es aguda y me llega al corazón. ¿Cómo te llamas, señor?
—Oscar Gordon.
—Un buen nombre. Uno no debería ser matado nunca por un desconocido. Dime, Oscar Gordon, ¿has estado alguna vez en Carcasona?
—No.
—Ve allí. Ama a una doncella, mata a un hombre, escribe un libro, vuela a la Luna… yo he hecho todo eso. —Abrió mucho la boca, como si le faltara aire para respirar, y una espuma sonrosada manchó sus labios—. Incluso me ha caído una casa encima. ¡Qué devastadora gracia! ¿De qué valen los honores cuando el maderamen te horada la tapadera? ¿Tapadera? Amigo mío, tú has afeitado a mi barbero.
Tosió, atragantándose, y luego continuó:
—Se hace de noche. Vamos a intercambiar regalos y a separarnos como buenos amigos, si quieres. Primero mi regalo en dos partes. Primera: eres afortunado, no morirás en la cama.
—Supongo que no.
—Por favor. Segunda: la navaja de Fray Guillermo nunca afeitó al barbero, es demasiado roma. Y ahora tu regalo, amigo mío, y date prisa, lo necesito. Pero, antes… ¿cómo terminaba aquella absurda estrofa?
Se lo dije. Asintió débilmente y susurró, casi agónicamente:
—Muy bueno. Sigue intentándolo. Ahora, entrégame tu regalo; estoy más que preparado. —Trató de persignarse.
De modo que le di la absolución, me puse pesadamente en pie, me dirigí hacia el banco y me dejé caer en él; luego limpié las dos hojas, primero la Solingen y después, más cuidadosamente la Lady Vivamus. Conseguí ponerme de pie y saludarle con una espada limpia. Había sido un honor conocerle.
Lamenté no haberle preguntado su nombre. Parecía creer que ya lo conocía.
Volví a sentarme y miré hacia el tapiz que cubría la madriguera al otro extremo de la estancia, y me pregunté por qué no habían entrado Star y Rufo… Con todo aquel entrechocar de aceros y nuestra conversación…
Pensé en acercarme al tapiz y gritar, llamándoles. Pero estaba demasiado cansado para moverme, Suspiré y cerré los ojos…
* * *
DEBIDO a mi temperamento bullicioso (y al descuido que parecía inherente a mi personalidad infantil), yo había roto una docena de huevos. Mi madre contempló el estropicio y pude ver que estaba a punto de llorar. De modo que yo también me entristecí. Ella reprimió sus lágrimas, me tomó cariñosamente del hombro y dijo:
—No pasa nada, hijo mío. Los huevos no son tan importantes.
Pero yo estaba avergonzado, de modo que me desprendí de su mano y eché a correr.
Corrí colina abajo, casi sin tocar con los pies en el suelo, como si volara… y luego quedé asombrado al tener consciencia de que estaba al volante y había perdido el control del automóvil. Traté de pisar el pedal del freno, no pude encontrarlo y sentí pánico… luego lo encontré y noté que se hundía con aquella falta de resistencia que significa que el líquido del freno ha perdido presión. Había algo delante de mí en la carretera y yo no podía verlo. Ni siquiera podía girar la cabeza y mis ojos estaban nublados por algo que se había introducido en ellos. Giré el volante y no ocurrió nada: la barra de dirección había desaparecido. ¡Gritos en mi oído cuando chocamos! Y desperté en la cama con un sobresalto, y el que gritaba era yo. Iba a llegar tarde a la escuela, una vergüenza difícil de soportar. Y tuve que soportarla, una vergüenza espantosa, ya que el patio de la escuela estaba vacío; los otros niños, limpios y virtuosos, ocupaban sus asientos, y yo no podía encontrar mi aula. Ni siquiera había tenido tiempo de ir al retrete, y aquí estaba en mi pupitre con los pantalones bajados a punto de hacer lo que había tenido demasiada prisa para hacer antes de salir de casa, y todos los otros niños tenían sus manos levantadas pero la maestra me estaba llamando a mí. Yo no podía ponerme de pie para contestar; mis pantalones no sólo estaban bajados sino que habían desaparecido, y si me ponía en pie todos lo verían y los niños se reirían de mí y las niñas chillarían y mirarían a otro lado y fruncirían sus narices. ¡Pero lo peor de todo era que yo no conocía la respuesta!
—¡Vamos, vamos! —dijo la maestra en tono severo—. No perdamos el tiempo de clase, E. C. Usted No Ha Estudiado Su Lección.
Bueno, no, no la había estudiado. Sí, la había estudiado, pero ella había escrito «Problemas 1 - 6» en la pizarra, y yo lo había interpretado como «1 y 6»… y esto era el número 4. Pero Ella nunca me creería; la excusa era demasiado floja. Nosotros vivíamos de resultados, no de excusas.
—Ésa es la verdad, Easy —continuó mi Entrenador, con voz más dolida que furiosa—. La velocidad es muy importante, pero no ganarás ni una perra a menos de que cruces la línea de meta con el huevo bajo el brazo.
Señaló el balón que reposaba sobre su escritorio.
—Ahí está. Lo había hecho dorar, con tu nombre grabado, al principio de la temporada; parecías muy bueno y yo tenía mucha confianza en ti… tenía que ser tuyo al final de la temporada, en el banquete de la victoria.
Frunció el entrecejo, y habló como si se esforzara en ser imparcial.
—No voy a decir que podías haberlo solucionado todo sin la ayuda de nadie. Pero te tomas las cosas con demasiada tranquilidad, Easy… tal vez necesitas otro nombre. Cuando el partido se pone feo, tendrías que forzar la acción. —Suspiró—. Es culpa mía, debí mostrarme más duro. En vez de eso, traté de ser un padre para ti. Pero quiero que sepas que tú no eres el único que sale perdiendo con esto: a mi edad, no es fácil encontrar otro empleo.
Me tapé la cabeza con las mantas; no podía soportar el mirarle. Pero no me dejaron en paz; alguien empezó a sacudir mi hombro.
—¡Gordon!
—¡Dejadme en paz!
—Despierta, Gordon, y pon el trasero en remojo. Tienes problemas.
Los tenía, desde luego; lo supe en cuanto entré en la oficina. Tenía un agrio sabor a vómito en la boca y el cuerpo molido… como si un rebaño de búfalos me hubiera pisoteado, dejando las sucias huellas de sus pezuñas aquí y allí.
El sargento primero no alzó la mirada cuando entré; me dejó que aguardara y sudara un poco. Cuando por fin me miró, me examinó de pies a cabeza antes de hablar.
Luego habló lentamente, permitiéndome saborear cada una de sus palabras.
—No presentarse al terminar su permiso… Aterrorizar e insultar a mujeres nativas… Utilizar sin autorización material del gobierno… Conducta escandalosa… Insubordinación y lenguaje obsceno… Resistirse a la detención… Golpear a un Policía Militar… Gordon, ¿por qué no robó un caballo? Aquí colgamos a los cuatreros. Y ello hubiera simplificado mucho las cosas.
Sonrió ante su propia agudeza. El viejo bastardo siempre se había tenido por un tipo muy agudo. Lo era, pero no en el sentido que él creía.
Pero a mí me importaba un bledo lo que él decía. Me daba cuenta vagamente de que todo había sido un sueño, otro de aquellos sueños que últimamente tenía con demasiada frecuencia, deseando escapar de aquella maldita selva. Ni siquiera Ella había sido real. Mi… —¿cuál era su nombre?— incluso había tenido que inventar su nombre. Star. Mi Estrella de la Suerte… ¡Oh, Star, querida, tú no existes!
El sargento primero continuó:
—Veo que se ha quitado los galones. Bueno, eso ahorra tiempo, pero es lo único bueno que tiene… Sin uniforme… Sin afeitar… ¡Y con la ropa hecha un asco! Gordon, es usted una vergüenza para el Ejército de los Estados Unidos. Lo sabe, ¿no es cierto? Pero esta vez no se la va a acabar. Ningún Documento de Identidad encima… ningún pase… utilizando un nombre supuesto… Bueno, Evelyn Cyril, ahora utilizaremos su verdadero nombre. Oficialmente.
Hizo rodar su sillón giratorio: no había levantado su gordo trasero de él desde que le enviaron a Asia, ignoraba lo que era una patrulla.
—Hay algo que ha despertado mi curiosidad. ¿Dónde consiguió eso? ¿Y qué le impulsó a intentar robarlo? —Señaló hacia un armario-fichero situado detrás de su escritorio.
Reconocí lo que estaba encima del armario, a pesar de que la última vez que recordaba haberlo visto estaba pintado con purpurina dorada, en tanto que ahora aparecía cubierto del pegajoso barro negro que cultivan en exclusiva en el Sudeste de Asia. Di unos pasos hacia el armario.
—¡Eso es mío! —dije.
—¡No, no! —replicó enérgicamente el sargento primero—. ¡Calma, muchacho!
Echó el balón un poco más atrás.
—El que lo hayas robado no lo convierte en tuyo. Me he hecho cargo de él como prueba. Para tu información, héroe de porquería, el médico cree que él va morir… ¿Quién?… ¿Por qué habría de importarte quién? Dos balazos a un prestamista de Bangkok cuyo nombre desconocías cuando le asaltaste. No puedes ir por ahí liquidando nativos sólo porque el cuerpo te pide juerga… ellos también tienen sus derechos, aunque es posible que no te hayas enterado. Se supone que sólo debes liquidarles cuándo y dónde te lo ordenan.
Súbitamente, sonrió. Su aspecto no mejoró. Con su larga y afilada nariz y sus ojiilos inyectados en sangre, me di cuenta de pronto de lo mucho que se parecía a una rata.
Pero él continuó sonriendo y dijo:
—Evelyn, muchacho, tal vez te hayas quitado esos galones demasiado pronto.
—Sí. Puede haber una manera de salir de este embrollo. Siéntate. —Repitió bruscamente—: Siéntate, he dicho. Si yo tuviera que decidir, te enviaría a la Sección Octava y me olvidaría de ti: cualquier cosa con tal de librarme de ti. Pero el comandante de la Compañía tiene otras ideas… una idea realmente brillante que puede poner la nota final a tu expediente. Se ha planeado una incursión para esta noche. De modo que…
Se ladeó ligeramente, sacó una botella de Cuatro Rosas y dos copas de un cajón de su escritorio, vertió licor en las dos copas.
—Toma un trago.
Todo el mundo estaba enterado de la existencia de aquella botella… todo el mundo menos el comandante de la Compañía…, tal vez. Pero, que se supiera, el sargento primero no había invitado nunca a beber a nadie… excepto en una ocasión, antes de decirle a su víctima que había sido recomendado para comparecer ante un Consejo de Guerra.
—No, gracias.
—Vamos, bebe. Te dará suerte. Y vas a necesitarla. Luego toma una ducha y haz que tu aspecto resulte un poco decente, aunque tú no lo seas, antes de presentarte al comandante de la Compañía.
Me puse en pie. Deseaba aquel trago, lo necesitaba. Hubiera aceptado el peor matarratas… y el Cuatro Rosas es bastante suave. Pero no quería beber con el sargento. No debía beber absolutamente nada aquí. Ni comer absolutamente nada, Le escupí a la cara.
Su rostro adquirió una expresión de infinito asombro y luego empezó a derretirse. Desenvainé mi espada y me precipité contra él.
De pronto se hizo la oscuridad, pero yo continué dando mandobles a mi alrededor, a veces conectando, a veces no.