CUANDO regresé con mi esposa de aquella bendita colina, rodeando su cintura con mi brazo, Rufo nos ayudó a montar sin hacer ningún comentario. Pero no podía dejar de notar que Star se dirigía ahora a mí como «Mi señor marido». Rufo montó a su vez y se mantuvo detrás de nosotros, a una distancia respetuosa.
Cabalgamos cogidos de la mano al menos durante una hora. Cada vez que miraba a Star, estaba sonriendo; cada vez que ella me sorprendía mirándola, la sonrisa formaba hoyuelos en sus mejillas. En un momento determinado le pregunté:
—¿Cuándo entraremos en «estado de alerta»?
—No hasta que dejemos el camino, mi señor marido.
Cabalgamos otro par de kilómetros. Al final, Star dijo tímidamente:
—¿Mi señor marido?
—¿Sí, esposa mía?
—¿Sigues pensando que soy «una fregona torpe y fría»?
—Mmmm… —contesté pensativamente—. «Fría», no, no podría decir honradamente que eres fría. Pero, «torpe»… Bueno, comparada con una artista como Muri, digamos…
—¡Mi señor marido!
—¿Sí? Estaba diciendo…
—¡Y tú te estás buscando un puntapié en la barriga! —dijo Star. Y añadió—: ¡Americano!
—Esposa mía… ¿me darías un puntapié en la barriga?
Star respondió lentamente y en voz muy baja:
—No, mi señor marido. Nunca.
—Me alegra oírlo. Pero, si lo hicieras, ¿qué pasaría?
—Tú… me zurrarías. Con mi propia espada. Pero no con tu espada. Por favor, nunca con tu espada… marido mío.
—Ni con la tuya tampoco. Con mi mano. Fuerte. Primero te zurraría. Y luego…
—¿Y luego qué?
Se lo dije.
—Pero no me des motivo. De acuerdo con los planes, tengo que luchar más tarde. Y en el futuro no me interrumpas.
—Sí, mi señor marido.
—Muy bien. Ahora, asignemos a Muri una puntuación de, digamos, diez. En esa arbitraria escala de valores tú alcanzarías un… Déjame pensar.
—¿Un tres o un cuatro, quizá? ¿Tal vez un cinco?
—¡Silencio! Yo te atribuiría alrededor de un mil. Sí, mil, punto más punto menos. No tengo una calculadora a mano.
—¡Oh, qué bestia eres, cariño mío! Acércate y bésame… y espera a que se lo diga a Muri.
—No le dirás nada a Muri, esposa mía, si no quieres que te zurre. Y deja de «pescar» cumplidos. Sabes perfectamente lo que eres, fregona saltaespadas.
—¿Y qué soy?
—Mi princesa.
—Oh.
—Y un visón con la cola de fuego… y tú lo sabes.
—¿Es bueno eso? He estudiado cuidadosamente el idioma norteamericano, pero a veces no estoy segura.
—Significa lo mejor de lo mejor. Es una frase hecha y se aplica en sentido figurado: los visones no son mi especialidad. Ahora, piensa en cosas más importantes, o podrías quedarte viuda el mismo día de tu boda. ¿Hablaste de dragones?
—No hasta que se haga de noche, mi señor marido… y no son realmente dragones.
—Tal como los describiste, la diferencia sólo podría ser importante para otro dragón. Dos metros y medio de altura hasta los hombros, un peso de varias toneladas, y unos dientes tan largos como mi antebrazo: lo único que les falta es vomitar fuego.
—¡Oh, lo vomitan! ¿No te lo dije?
Suspiré.
—No, no me lo dijiste.
—No vomitan fuego, exactamente. Si lo hicieran, se quemarían ellos mismos. Contienen la respiración mientras despiden el fuego por la boca. Es un gas, metano, que procede del tubo digestivo. Se trata de un eructo controlado, con un efecto hipergólico de una enzima segregada entre la primera y la segunda hilera de dientes. El gas se inflama al salir.
—No me importa cómo lo hacen; el hecho es que son lanzallamas. Bien, ¿cómo esperas que los maneje?
—Confiaba en que se te ocurriría alguna idea. Verás —añadió Star en tono de disculpa—, no había planeado nada al respecto, ya que no esperaba que siguiéramos esta ruta.
—Bueno… Esposa mía, vamos a regresar a aquella aldea. Le haremos la competencia a nuestro amigo el propalador de rumores: apuesto a que somos capaces de charlar más que él.
—¡Mi señor marido!
—No importa. Si quieres que mate dragones todos los miércoles y sábados, estoy a tu entera disposición. A propósito, ese metano inflamado… ¿lo expulsan por delante y por detrás?
—¡Oh, no! Sólo por delante. ¿Cómo podrían expulsarlo por los dos extremos del cuerpo?
—Muy fácilmente. Vea el modelo del año próximo, señora. Ahora, silencio: estoy pensando en una táctica. Necesitaré a Rufo. Supongo que él ya ha matado dragones más de una vez…
—No tengo noticia de que ningún hombre haya matado nunca uno, mi señor marido.
—¿De veras? Princesa, estoy halagado por la confianza que depositas en mí. ¿O es desesperación? No, no contestes, no quiero saberlo. Guarda silencio y déjame pensar.
Cuando estuvimos cerca de la próxima casa de labor enviamos a Rufo para que arreglara lo de la devolución de nuestras monturas. Eran nuestras, regalos del Doral, pero teníamos que devolverlas a la hacienda ya que no podrían vivir en el lugar al cual nos dirigíamos. Muri me había prometido que cuidaría a Ars Longa y se encargaría de que hiciera ejercicio. Rufo regresó con un patán montado sobre un pesado animal de tiro; el jinete se deslizaba continuamente entre el segundo y el tercer par de patas para aliviar el lomo de la bestia de su peso, y lo controlaba con la voz.
Cuando hubimos desmontado y recuperado nuestras ballestas y carcajs, y nos disponíamos a ponérnoslos en bandolera, Rufo se acercó a mí.
—Jefe, Pies de Estiércol se muere de ganas de conocer al héroe y tocar su espada. ¿Le digo que se largue?
El alto rango tiene sus privilegios, pero también sus obligaciones.
—Tráelo aquí.
El muchacho, talludo y con una barba incipiente, casi corrió hacia mí, tropezando por el camino, y me hizo una reverencia tan profunda que estuvo a punto de dar con su nariz en el suelo.
—Incorpórate, hijo —le dije—. ¿Cómo te llamas?
—Pug, mi señor Héroe. («Pug», perro chato, era un nombre apropiado para él. El humor neviano es más bien negro, como lo demostraban los chistes de Jocko).
—Un nombre imponente. ¿A qué piensas dedicarte cuando seas mayor?
—¡Quiero ser un héroe, mi señor! Como tú.
Estuve a punto de hablarle de aquellas piedras en la Ruta de Gloria. Pero no tardaría en descubrirlas por sí mismo si alguna vez decidía recorrerlo, y una de dos: o le tendrían sin cuidado, o daría media vuelta y se olvidaría de aquella absurda cuestión. Asentí con aire de aprobación, y le aseguré que siempre había sitio para un Héroe más… y que cuanto más humildes fueran sus comienzos mayor sería la gloria… de modo que a trabajar duro y a estudiar con entusiasmo, y a esperar su oportunidad. La aventura llegaría a él sin que él fuera en su busca. Luego le dejé tocar mi espada… pero no tomarla en sus manos. La Dama Vivamus es mía, y preferiría compartir mi cepillo de dientes.
En cierta ocasión, siendo muy joven, fui presentado a un Congresista. Me había hablado en el mismo tono paternal que yo estaba plagiando ahora. Lo mismo que el sermón de un predicador, no puede hacer ningún daño, y podía hacer algún bien. Y descubrí que era sincero al hablar, como sin duda lo había sido el Congresista. Bueno, estimular el ansia de gloria de un jovenzuelo podría resultar perjudicial para él, ya que existía la posibilidad de que le mataran en el primer kilómetro de aquella ruta. Pero es preferible eso a sentarse junto al fuego en la vejez, chupándose las encías y pensando en las oportunidades que se dejaron escapar y en las doncellas que pudieron compartir nuestro lecho. ¿No es cierto?
Decidí que la ocasión era tan importante para Pug que merecía ser señalada, de modo que rebusqué en mi bolsillo y encontré una moneda de veinticinco centavos U.S.A.
—¿Cuál es el resto de tu nombre, Pug?
—Sólo «Pug», mi señor. De la casa Lerdki, desde luego.
—Ahora tendrás tres nombres, porque voy a darte uno de los míos. —Yo tenía uno que no necesitaba, pues con Oscar Gordon me las arreglaba perfectamente. No me refiero a «Flash», ya que ese nombre no fue reconocido nunca por mí. Ni a mi apodo del Ejército: no lo escribiría en la pared de una letrina. El nombre del que podía desprenderme era «Easy». Siempre había utilizado el «E. C. Gordon» en vez del «Evelyn Cyril Gordon», y en la escuela mi nombre había derivado de «E. C.» a «Easy» debido a mi estilo de correr: nunca corría de un modo alocado ni esforzándome más de lo que la ocasión requería. De ahí lo de «Easy», (Tranquilo).
—«En virtud de la autoridad que me ha sido conferida por el Cuartel General del Ejército de los Estados Unidos en el Sudeste de Asia, yo, el Héroe Oscar, ordeno que a partir de ahora seas conocido como Lerdki’t Pug Easy. Llévalo con orgullo».
Le entregué la moneda de veinticinco centavos, y le mostré a George Washington en el anverso.
—«Éste es el creador de mi casa, un héroe mucho más grande de lo que yo llegaré a ser. Dijo siempre la verdad, y luchó por lo que él creía que era justo, sin dejarse amilanar en ningún momento por las circunstancias adversas, que eran muchas. Trata de imitarlo. Y aquí» —di la vuelta a la moneda— «está el emblema de mi casa, la casa que él fundó. El ave representa el valor, la libertad y los ideales que le remontaron a elevadas cumbres». (No le dije que el Águila norteamericana come carroña, que no se enfrenta nunca con algo de su propio tamaño, y que no tardará en extinguirse: un símbolo tiene el significado que uno quiere darle).
Pug Easy asintió enérgicamente, y unas lágrimas brotaron de sus ojos. Yo no le había presentado a mi esposa; no sabía que ella deseara conocerle. Pero Star se adelantó y dijo amablemente:
—Pug Easy, recuerda las palabras de mi señor Héroe. Consérvalas como un tesoro, y te durarán toda la vida.
El muchacho se dejó caer de rodillas. Star acarició sus cabellos y le dijo:
—Levántate, Lerdki’t Pug Easy.
* * *
ME DESPEDÍ de Ars Longa, diciéndole que se portara bien, y que algún día regresaría. Pug Easy se alejó con nuestras monturas a remolque de la suya y nosotros nos adentramos en el bosque, con una flecha en la ballesta y los ojos de Rufo detrás. En el lugar donde dejamos el camino de ladrillo amarillo había un letrero; traducido libremente, decía:
(Una traducción literal recuerda más bien al Parque de Yellowstone):
Aviso: los animales de este bosque no están domesticados. Se aconseja a los viajeros que permanezcan en el camino, ya que sus restos no serán devueltos a sus familiares.
El Lerdki, (Su Emblema).
De pronto Star dijo:
—Mi señor marido…
—¿Sí, pies bonitos? —dije sin mirarla; estaba vigilando mi flanco y un poco del suyo, sin descuidar la atención hacia lo alto, ya que aquí podíamos ser bombardeados: unas aves de presa de menor tamaño que las anteriores pero que atacaban directamente a los ojos.
—Héroe mío, eres realmente noble, y has hecho que tu esposa se sienta muy orgullosa.
—¿Eh? ¿Cómo?
Yo estaba pensando en blancos… que aquí eran de dos clases: en el suelo; una rata lo bastante grande como para devorar gatos e incluso personas, y un cerdo salvaje casi del mismo tamaño y sin jamón para un solo bocadillo en ninguna parte de su cuerpo, ya que era todo pellejo y mal genio. Los cerdos eran unos blancos más fáciles, me habían dicho, porque embestían en línea recta. Pero no había que fallar. Y había que tener la espada desenvainada, ya que no daría tiempo a colocar una segunda flecha en la ballesta.
—Ese muchacho, Pug Easy. Lo que hiciste por él.
—¿Por él? Me limité a alimentarle con buenas palabras. No cuestan nada.
—Fue una actitud regia, mi señor marido.
—Oh, tonterías. Él esperaba palabras grandilocuentes de un héroe, de modo que se las di.
—Oscar, querido, ¿puede una esposa leal llamarle la atención a su marido cuando dice cosas absurdas de sí mismo? He conocido a muchos héroes, y algunos eran tan idiotas que daban ganas de hacerles comer en la cocina si sus hazañas no hubieran justificado un lugar en la mesa. He conocido a pocos hombres que fueran nobles, ya que la nobleza es mucho más escasa que el heroísmo. Pero la verdadera nobleza siempre puede ser reconocida… incluso en alguien tan beligerantemente tímido respecto a manifestarla como eres tú. El muchacho lo esperaba, de modo que tú se lo diste… pero noblesse oblige es una emoción que sólo experimentan los que son nobles.
—Bueno, es posible. Star, ya vuelves a hablar demasiado. ¿No crees que esos bichos tienen oídos?
—Perdona, mi señor. Tienen tan buenos oídos, que oyen pasos a través del suelo mucho antes de oír voces. Déjame pronunciar la última palabra, ya que hoy es el día de mi boda. Si fueras… no, cuando eres galante con alguna beldad, digamos con Letva… o con Muri, ¡malditos sean sus bonitos ojos!, no lo interpreto como nobleza; hay que suponer que brota de una emoción mucho más vulgar que noblesse oblige. Pero cuando le hablas a un palurdo campesino con estiércol en los pies, ajo en su aliento, peste a sudor en todo él, y barrillos en la cara… y le hablas amablemente, haciéndole sentir lo noble que eres e infundiéndole la esperanza de que un día será tu igual… sé que no lo haces porque esperas acostarte con él.
—Oh, no lo sé. Los muchachos de esa edad son muy apreciados en algunos círculos. Dale un baño, perfúmale, riza sus cabellos…
—Mi señor marido, ¿me está permitido pensar en propinarte un puntapié en la barriga?
—Nadie puede ser sometido a consejo de guerra por pensar, es lo único que no pueden quitarle a uno. De acuerdo, prefiero las muchachas; soy un ser normal, y no puedo evitarlo. ¿Qué decías de los ojos de Muri? ¿Acaso estás celosa, Piernas Largas?
Puedo oír los hoyuelos incluso cuando no puedo pararme a mirarlos.
—Sólo en el día de mi boda, mi señor marido; los otros días son tuyos. Si te sorprendo en esa clase de deporte, haré una de estas dos cosas: fingir que no he visto nada, o felicitarte.
—No espero que me sorprendas.
—Y yo confío en que no me sorprenderás a mí, mi señor truhán —respondió Star serenamente.
* * *
ELLA pronunció la última palabra, ya que en aquel preciso instante la ballesta de Rufo hizo ¡Fwung!, Rufo gritó: «¡Le he dado!», y luego todos estuvimos ocupados. Los cerdos eran tan feos, que comparados con ellos las ballenas de aletas eran verdaderas beldades… Yo alcancé a uno con una flecha, atravesando su asquerosa garganta, y atraqué de acero a su hermano un segundo después. Star le dio al suyo, pero la flecha tropezó en un hueso y el bicho siguió corriendo, y yo lo derribé de una patada en el hombro mientras trataba de liberar la hoja de mi espada del cuerpo de su primo. El acero entre sus costillas lo inmovilizó, y Star colocó fríamente otra flecha en su ballesta y la hizo volar mientras yo acababa con su primera víctima. Star liquidó a otro con su espada, empuñándola como un torero en el momento de la verdad, y esquivando al bicho que embestía ciegamente, sin querer admitir que ya estaba muerto.
La lucha había terminado. El viejo Rufo había cobrado tres piezas sin ayuda de nadie, a cambio de una fea herida en la pierna; yo tenía un rasguño, y mi esposa estaba ilesa, de lo cual me aseguré en cuanto las cosas se tranquilizaron. Luego monté guardia mientras nuestro cirujano se ocupaba de Rufo, después de lo cual me atendió a mí.
—¿Cómo marcha eso, Rufo? —pregunté—. ¿Puedes andar?
—Jefe, no me quedaría en este bosque aunque tuviera que arrastrarme. Larguémonos de aquí… De todos modos —añadió, señalando los cadáveres de los cerdos a nuestro alrededor—, las ratas no nos molestarán inmediatamente.
Cambié la formación, situando delante a Star y a Rufo con su pierna sana en la parte exterior y ocupando yo la retaguardia, donde tenía que haber estado desde el primer momento. La retaguardia es un poco más segura que la vanguardia en la mayoría de las circunstancias, pero allí no se daban la mayoría de las circunstancias. Yo había permitido que mi ciego deseo de proteger personalmente a mi esposa afectara a mi criterio.
Habiendo ocupado la posición más peligrosa avancé casi bizqueando, intentando mirar hacia atrás y al mismo tiempo hacia adelante, a fin de poder adelantarme rápidamente si Star —sí, y Rufo— tropezaban con algún problema. Por fortuna, nos tomamos un pequeño respiro en nuestra marcha, y lo aproveché para recapacitar y recordar la más antigua de las lecciones sobre patrullas: uno no puede hacer el trabajo de otro hombre. Y a partir de entonces dediqué toda mi atención a nuestra retaguardia. Rufo, a pesar de su edad y de su herida, no moriría sin cargarse a una guardia de honor que le escoltara hasta el infierno… y Star no era de las heroínas que se desmayan. Yo habría apostado sin miedo por ella contra cualquiera de su propio peso, con cualquier tipo de arma o a brazo partido, y compadezco al hombre que alguna vez intentara violarla: probablemente estaría buscando sus cojones.
Los cerdos no volvieron a molestarnos, pero a medida que se acercaba el crepúsculo empezamos a ver y con más frecuencia a oír a aquellas ratas gigantes; nos venían siguiendo, escurriéndose para que no pudiéramos verlas; nunca atacan de frente, como habían hecho los cerdos, sino que acechan la oportunidad de hacerlo a traición, como es costumbre en las ratas.
* * *
LAS RATAS siempre me han inspirado horror. Hubo un tiempo, siendo yo niño, cuando mi padre acababa de morir y mi madre no había vuelto aún a casarse, en que andábamos muy mal de dinero y vivíamos en el desván de un antiguo edificio. Podían oírse las ratas en el interior de las paredes, y en dos ocasiones corrieron ratas por encima de mí mientras dormía.
Todavía me despierto gritando.
No cambiaba las cosas el hecho de que estas ratas tuvieran el tamaño de coyotes. Eran ratas de verdad, incluso en los bigotes, y tenían forma de ratas, con la única diferencia de que sus patas y sus pies abultaban demasiado; quizá la ley del cubo-cuadrado sobre proporciones animales funciona en cualquier parte.
No desperdiciábamos flechas disparando contra una rata a menos de que fuera un blanco óptimo, y avanzábamos zigzagueando para aprovechar los claros del bosque… lo cual aumentaba el peligro procedente de lo alto. Sin embargo, el bosque era tan tupido que los ataques procedentes del cielo no eran nuestra preocupación principal.
Alcancé a una rata que se acercó demasiado y fallé a otra por muy poco. Teníamos que gastar una flecha cada vez que se mostraban atrevidas; eso hacía que las otras fueran más prudentes. Y en un momento determinado, mientras Rufo apuntaba con su ballesta a una rata y Star le apoyaba con su espada, una de aquellas pequeñas y malignas aves se lanzó en picado sobre Rufo.
Star la partió en dos en el aire cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo. Rufo ni siquiera la había visto: estaba ocupado ensartando a la hermana rata.
No teníamos que preocuparnos por la maleza; aquel bosque parecía un parque, todo árboles y hierba, sin matorrales siquiera. El paraje no era demasiado malo, salvo por el hecho de que nos estábamos quedando sin flechas. Estaba rumiando aquel problema cuando observé algo.
—¡Hey, vosotros! Os estáis desviando de la ruta. Derivad hacia la derecha.
Star había establecido la ruta para mí cuando abandonamos el camino, pero el mantenerla era tarea mía: el sentido de orientación de Star era muy deficiente, lo mismo que el de Rufo.
—Lo siento, mi señor marido —me gritó Star—. El terreno era un poco ascendente.
Me acerqué a ellos.
—Rufo, ¿cómo marcha tu pierna?
Había sudor en su frente. En vez de contestarme, dijo:
—Mi dama, pronto se hará de noche.
—Lo sé —dijo Star tranquilamente—, de modo que ha llegado el momento de que comamos algo. Mi señor marido, aquella gran roca plana allí delante parece un lugar adecuado.
Rufo objetó:
—Pero mi dama, llevamos un gran retraso.
—Y nos retrasaremos mucho más si no vuelvo a curarte la pierna enseguida.
—Será mejor que me dejéis atrás —murmuró Rufo.
—Será mejor que te mantengas callado hasta que te pidan tu opinión —dije yo—. No dejaría ni a un Fantasma Cornudo para que se lo comieran las ratas. Star, ¿cómo haremos esto?
* * *
LA GRAN roca plana que sobresalía entre los árboles delante de nosotros era la parte superior de un peñasco de piedra caliza con su base enterrada. Yo monté guardia en el centro, con Rufo sentado a mi lado, mientras Star instalaba defensas en puntos cardinales y semicardinales. No llegué a ver lo que ella hacía debido a que mis ojos tenían que estar atentos a cualquier cosa que se moviera en las proximidades, dispuesto a aniquilarla o a ponerla en fuga, mientras Rufo vigilaba el otro flanco. Sin embargo, Star me dijo más tarde que las defensas no eran ni remotamente «magia», sino que estaban al alcance de la tecnología de la Tierra en cuanto algún muchacho brillante captara la idea: una «cerca electrificada» sin la cerca, del mismo modo que la radio es un teléfono sin alambres, una analogía que no tenía pies ni cabeza.
Pero lo cierto es que mantuve una estricta vigilancia en vez de intentar averiguar cómo instalaba Star aquel círculo mágico, y fue una suerte que lo hiciera así, ya que Star fue atacada por la única rata que conocimos que no tenía sentido común. Se dirigió rectamente hacia Star, el silbido de mi flecha la advirtió y Star terminó de liquidar al bicho con su espada. Era un macho muy viejo, desdentado, canoso y débil mental. Era tan grande como un lobo, y con dos heridas mortales de necesidad seguía agitándose furiosamente con los ojos inyectados en sangre.
Una vez instalada la última defensa Star me dijo que podía dejar de preocuparme por los ataques procedentes del cielo; las defensas formaban techo lo mismo que paredes. Y como dice Rufo, si Ella lo dice, no hay más que hablar. Rufo había desplegado parcialmente la caja mientras vigilaba; yo saqué el equipo quirúrgico de Star, más flechas para todos nosotros, y comida. Sin tonterías de criado y señores, comimos juntos, sentados en el suelo, y con Rufo tumbado de espaldas para que su pierna reposara mientras Star le servía, a veces introduciendo comida en su boca al estilo neviano. Star había trabajado largo rato en la pierna de Rufo, mientras yo sostenía una luz y le entregaba a Star lo que me iba pidiendo. Cubrió la herida con una especie de gelatina transparente antes de colocar un apósito encima de ella. Si le dolió, Rufo no lo dio a entender.
Mientras comíamos, se hizo de noche, y la verja invisible empezó a llenarse de ojos, reflejando la luz que teníamos encendida, y casi tan numerosos como la multitud de espectadores la mañana que Igli se devoró a sí mismo. Calculé que la mayoría serían ratas. Un grupo permanecía aparte interrumpiendo el círculo por ambos lados; decidí que eran cerdos; los ojos estaban a una mayor altura del suelo.
—Mi dama —dije—, ¿resistirán esas defensas toda la noche?
—Si, mi señor marido.
—Será mejor que lo hagan. La oscuridad es demasiado intensa para disparar flechas, y no veo cómo podríamos abrirnos paso a través de esa multitud. Temo que tendrás que volver a revisar tu plan.
—No puedo hacerlo, mi señor Héroe. Pero olvida a esos animales. Ahora volaremos.
Rufo gruñó.
—Me lo estaba temiendo. Ya sabes que me mareo.
—Pobre Rufo —murmuró Star—. No temas, viejo amigo, tengo una sorpresa para ti. Previendo una posibilidad como ésta, compré dramamina en Cannes… ya sabes, la droga que permitió la invasión de Normandía, en la Tierra… O quizá no lo sabías…
—¿Saberlo? —dijo Rufo—. Yo estuve en aquella invasión, mi dama… y soy alérgico a la dramamina; alimenté a los peces durante todo el trayecto hasta la Playa Omaha. La peor noche que he pasado en mi vida… Bueno, prefiero estar aquí.
—Rufo —pregunté—, ¿de veras estuviste en la Playa Omaha?
—Sí, Jefe. Yo me encargué de pensar por Eisenhower.
—Pero ¿por qué? Aquella lucha no te afectaba.
—Podrías preguntarte a ti mismo por qué estás en esta lucha, Jefe. En mi caso eran las nenas francesas. Desinhibidas, siempre bien dispuestas, y deseosas de aprender. Recuerdo a una pequeña mademoiselle de Armentiéres —lo pronunció correctamente— que no había sido…
Star le interrumpió.
—Mientras vosotros continuáis con vuestros recuerdos de solteros, yo iré a preparar el equipo de vuelo. —Se puso en pie y se dirigió hacia la caja plegable.
—Adelante, Rufo —dije, preguntándome cuán lejos llegaría esta vez.
—No —dijo Rufo, enfurruñado—. A Ella no le gustaría. Lo sé, Jefe, ejerces una extraña influencia sobre Ella. Cada vez se muestra más femenina y menos Ella misma. Cuando quieras darte cuenta se habrá suscrito a Vogue, y luego quién sabe lo que hará. No lo entiendo, no puede ser por tu cara bonita. Y no pretendo ofenderte.
—Ni yo me doy por ofendido. Bueno, me lo contarás en otro momento. Si es que puedes recordarlo.
—Nunca la olvidaré. Pero Jefe, el mareo no es ni la mitad del asunto. Tú crees que este bosque está infestado… Bueno, los que nos aguardan, y me tiemblan las rodillas sólo de pensarlo, están llenos de dragones.
—Lo sé.
—¿De modo que Ella te lo ha dicho? Pero tienes que verlo para creerlo. El bosque está plagado de ellos. Abundan más que los Doyle en Boston. Grandes, pequeños, y los medianos de dos toneladas, con un apetito insaciable. ¿Tú puedes imaginar el ser devorado por un dragón?, yo no. Es algo humillante. Y definitivo. Tendrían que rociar el lugar con veneno mata dragones, eso tendrían que hacer. Tendría que haber una ley.
Star había regresado.
—No, no tendría que haber una ley —dijo en tono firme—. Rufo, no hables de cosas que no entiendes. Trastornar el equilibrio ecológico es el peor error que cualquier gobierno puede cometer.
Rufo se calló, refunfuñando. Yo dije:
—Amor mío, ¿para qué sirve un dragón? Descíframe eso.
—No pretendo fijar las pautas ecológicas de Nevia, no es asunto mío. Pero puedo sugerir los desequilibrios que podría provocar cualquier tentativa para eliminar a los dragones… cosa que los nevianos podrían hacer; ya has visto que su tecnología no es para ser tomada a risa. Esas ratas y cerdos destruyen cosechas. Las ratas contribuyen a evitar la proliferación de cerdos comiéndose a sus crías. Pero las ratas son todavía peor que los cerdos, en lo que respecta a las cosechas. Los dragones pastan en este bosque durante el día: los dragones son diurnos, las ratas son nocturnas y se ocultan en sus madrigueras en el calor del día. Los dragones y los cerdos mantienen el bosque limpio comiéndose la maleza. Pero a los dragones también les apetecen las ratas tiernas, de modo que cuando localizan una madriguera, introducen el hocico en ella y sueltan un chorro de llamas, sin matar siempre a los adultos ya que estos excavan sus nidos con dos salidas, pero matando indefectiblemente a las crías. Luego, los dragones excavan un poco y se regalan con su bocado favorito. Hay un acuerdo tácito, equivalente a un tratado, según el cual mientras los dragones permanezcan en su propio territorio y «controlen» por así decirlo a las ratas, los humanos no los molestarán.
—Pero ¿por qué no matar a las ratas y luego eliminar a los dragones?
—¿Y dejar que los cerdos campen a su antojo? Por favor, mi señor marido, no conozco todas las respuestas en este caso; lo único que sé es que trastornar un equilibrio natural es algo que hay que afrontar con miedo y temblando… y con una computadora muy versátil. Los nevianos parecen contentarse con no molestar a los dragones.
—Según todos los indicios, nosotros vamos a molestarlos. ¿Romperá eso el tratado?
—No es realmente un tratado, sino sentido común por parte de los nevianos, y un reflejo condicionado, o posiblemente instinto, por parte de los dragones. Y nosotros no vamos a molestar a los dragones si podemos evitarlo. ¿Has hablado de tácticas con Rufo? No habrá tiempo para ello cuando lleguemos allí.
Así que hablé de cómo matar dragones con Rufo, mientras Star escuchaba y terminaba sus preparativos.
—De acuerdo —dijo Rufo en tono displicente—, atacan sentados muy tiesos, como una ostra sobre media concha esperando ser devorada. Más dignos. Yo soy mejor arquero que tú, o al menos tan bueno, de modo que me encargaré de la parte trasera, ya que esta noche no estoy tan ágil como debería estar.
—Procura estar preparado por si gira en redondo.
—Procura estar preparado tú, Jefe. Yo lo estaré por el mejor de los motivos: mi pellejo favorito.
Star estaba lista, y Rufo había cerrado la caja plegable mientras conferenciábamos. Star colocó ligas redondas sobre cada rodilla de cada uno de nosotros, y luego nos hizo sentar en la roca de cara a nuestro punto de destino.
—Esa flecha de roble, Rufo.
—Star, ¿no estarás sacando esto del libro de Alberto Magno?
—Algo por el estilo —dijo Star—. Pero mi fórmula es de más confianza, y los ingredientes que utilizo en las ligas no manchan. Por favor, mi señor marido, debes concentrarte en mi brujería. Coloca la flecha de modo que apunte a la cueva.
Obedecí. —¿Es correcta la posición?— preguntó Star.
—Si el mapa que me mostraste es correcto, sí. Está apuntada en la misma dirección que he venido siguiendo desde que dejamos el camino.
—¿A qué distancia se encuentra el Bosque de los Dragones? —preguntó Star.
—Uh, mira, amor mío, puesto que vamos a ir por el aire, ¿por qué no nos dirigimos directamente a la cueva y eludimos a los dragones?
Star dijo pacientemente:
—Me gustaría que pudiéramos hacerlo. Pero ese bosque es tan tupido en la parte superior que no podemos dejarnos caer directamente en la cueva, no hay espacio. Y los seres que viven en lo alto de esos árboles son peores que los dragones. Crecen…
—¡Por favor! —dijo Rufo—. Ya estoy mareado, y todavía no hemos despegado.
—Te lo diré más tarde, Oscar, si aún deseas saberlo. En cualquier caso, no nos arriesgaremos a encontrarnos con ellos; permanecen a una altura que los dragones no pueden alcanzar, tienen que hacerlo. ¿A qué distancia está el bosque?
—Mmmn, a unos quince kilómetros, según el mapa y la distancia que hemos recorrido… y menos de cuatro kilómetros más allá se encuentra la Cueva de la Puerta.
—De acuerdo. Rodeadme la cintura con los brazos, los dos, y mantened el mayor contacto corporal posible; tiene que funcionar sobre todos nosotros igualmente. —Rufo y yo colocamos cada uno un brazo alrededor de Star, y entrelazamos las manos a través de su estómago—. Así está bien. ¡Atención!
Star escribió unas cifras sobre la roca, al lado de la flecha.
La flecha emprendió el vuelo en la noche, con nosotros detrás de ella.
No veo la manera de evitar el llamar a esto magia, del mismo modo que no veo ninguna manera de confeccionar cinturones a lo Buck Rogers con ligas elásticas. Oh, si queréis, Star nos hipnotizó y luego utilizó poderes psíquicos para teleportarnos a quince kilómetros. «Psíquico» suena mejor que «mágico», aunque yo no comprendo ninguna de las dos palabras, del mismo modo que no puedo explicar por qué nunca me he extraviado. Sólo creo que es absurdo que otras personas puedan extraviarse.
Cuando vuelo en sueños, utilizo dos estilos: uno es un picado de cisne, planeando y girando y haciendo cabriolas; el otro es sentarme a la turca como el Pequeño Príncipe Cojo y volar empujado por la fuerza de la personalidad.
Esto último era lo que hacíamos, volar sobre una alfombra… sin alfombra. Hacía una noche estupenda para volar (en Nevia todas las noches son estupendas; dicen que en la estación de las lluvias sólo llueve un poco antes del amanecer), y la luna mayor plateaba el terreno debajo de nosotros. Los bosques se convertían en grupos de árboles; el bosque al cual nos dirigíamos aparecía negro a lo lejos, mucho más alto y enormemente más imponente que los bonitos bosques que dejábamos atrás. Muy lejos, a la izquierda, se divisaban algunos campos de la casa Lerdki.
Llevábamos unos dos minutos en el aire cuando Rufo dijo: «¡Perdonadme!», y volvió su cabeza a un lado. No tiene un estómago débil; no derramó una sola gota sobre nosotros. Lo soltó en forma de surtidor. Aquel fue el único incidente de un vuelo perfecto.
* * *
POCO antes de que alcanzáramos los altos árboles Star exclamó: «¡Amech!». Nos detuvimos como un helicóptero, y descendimos verticalmente. La flecha reposó en el suelo delante de nosotros, de nuevo muerta. Rufo la devolvió a su carcaj.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté—. ¿Y cómo va tu pierna?
Rufo tragó saliva.
—La pierna está bien. Pero el suelo sube y baja.
—¡Silencio! —susurró Star—. Rufo está perfectamente. ¡Pero silencio, por vuestras vidas!
Inmediatamente nos pusimos en marcha, yo delante con la espada desenvainada, Star detrás de mí, y Rufo detrás de ella, con una flecha en la ballesta.
El cambio de la luz de la luna a una sombra profunda resultaba cegador, y avancé palpando los troncos de los árboles y rezando porque ningún dragón se interpusiera en mi camino. Desde luego, sabía que los dragones duermen por la noche, pero no me fío un pelo de los dragones. Tal vez los solteros monten guardia, tal como hacen los babuinos solteros. Yo deseaba ceder aquel lugar de honor a San Jorge y ocupar una posición más a la retaguardia.
En un momento determinado mi olfato captó un inconfundible olor a almizcle. Me detuve, esperé, y lentamente adquirí consciencia de una forma del tamaño de una casa de campo: un dragón, durmiendo con la cabeza apoyada en su cola; Conduje a mis compañeros alrededor del animal, sin hacer el menor ruido y confiando en que los latidos de mi corazón no resultarían tan audibles para los demás como para mí.
Mi visión estaba mejorando ahora, ayudada por algún ocasional rayo de luna que se filtraba a través de las copas de los árboles… y por algo más. El suelo era musgoso y despedía una leve fosforescencia, como la que desprende a veces un tronco podrido. No demasiada. Oh, muy poca. Pero era como entrar en una habitación oscura, sin ver casi nada al principio, pero mejorando a medida que los ojos se adaptan a la falta de luz. Ahora podía ver árboles, y el suelo… y dragones.
Antes había pensado: «Oh, ¿qué son una docena de dragones en un bosque enorme? Lo más probable es que no veamos ninguno, del mismo modo que no le echamos la vista encima a un venado la mayoría de los días en una región en la que abundan los venados».
El hombre que obtenga la concesión de aparcamiento nocturno en aquel bosque ganará una fortuna si inventa un sistema para que los dragones paguen. Hasta donde alcanzaba nuestra vista, no dejábamos de ver un dragón ni un solo instante.
Desde luego, no son dragones. No, son más feos. Son saurios, más parecidos al tyrannosaurus rex que a cualquier otra cosa: grandes cuartos traseros y pesadas patas posteriores, cola voluminosa, y patas delanteras más pequeñas que utilizan para andar o para agarrar su presa. La cabeza es casi todo dientes. Son omnívoros, en tanto que tengo entendido que el T-Rex come solamente carne. Esto no representa ninguna ayuda; los dragones comen carne cuando pueden obtenerla, la prefieren. Además, aquellos no-tan-pseudo-dragones habían desarrollado aquel truco encantador de quemar sus propios gases. Pero ningún capricho evolutivo puede ser considerado como raro si se utiliza como término de comparación la manera de hacer el amor de los pulpos.
En una ocasión, muy lejos y a la izquierda, brotó un enorme chorro de llamas, acompañado de un gruñido semejante al de un cocodrilo muy viejo. La luz brilló durante varios segundos, y luego se apagó. No me pregunten: dos machos disputándose a una hembra tal vez. Seguimos avanzando, pero tuve que aminorar el paso cuando la luz se apagó hasta que recuperamos nuestra visión nocturna, ya que incluso aquello era suficiente para afectar a nuestros ojos.
Yo soy alérgico a los dragones… literalmente, es decir, al margen del miedo que me inspiran. Tan alérgico como el pobre Rufo a la dramamina, pero más de como la piel de gato afecta a algunas personas.
Mis ojos empezaron a lagrimear en cuanto estuvimos en aquel bosque, luego mis senos nasales se obturaron, y antes de haber recorrido medio kilómetro estaba utilizando mi puño izquierdo para frotar mi labio superior con todas mis fuerzas, tratando de reprimir un estornudo. Al final no pude contenerlo, y me apreté la nariz con los dedos y me mordí los labios, y la explosión interna casi reventó mis tímpanos. Ocurrió cuando estábamos bordeando el extremo meridional de un ejemplar del tamaño de un camión con remolque; me paré en seco, y mis compañeros se pararon, y esperamos. El bicho no se despertó.
Cuando reemprendí la marcha, mi amada se acercó a mí y me agarró del brazo; volví a pararme. Star rebuscó en su bolsa, encontró algo y, silenciosamente, frotó con ello mi nariz y mis fosas nasales; luego, con un suave empujón, me indicó que podíamos continuar.
Al principio mi nariz quedó muy fría, como si me hubiera aplicado pomada Vick’s; luego se entumeció, y de pronto empezó a despejarse.
Después de más de una hora de deslizarnos a través de altos árboles y formas gigantescas, creí que estaban a punto de terminar nuestros apuros. La Cueva de la Puerta debía encontrarse a cosa de un centenar de metros delante de nosotros, y pude ver la elevación del terreno donde debía hallarse la entrada… y solamente un dragón en nuestro camino y no en línea recta.
Apresuré el paso.
Allí estaba aquel pequeñajo, no mayor que un canguro y casi de la misma forma, aparte de unos dientes de leche de diez centímetros de longitud. Tal vez era tan joven que tenía que despertarse para mamar durante la noche, no lo sé. Lo único que sé es que pasé cerca de un árbol detrás del cual estaba él, y le pisé la cola, ¡y él berreó!
Tenía motivo para hacerlo. Pero desencadené la catástrofe. El dragón adulto situado entre nosotros y la cueva despertó inmediatamente. No era muy grande… digamos unos doce metros, incluida la cola.
El bueno de Rufo entró en acción como si hubiera tenido muchísimo tiempo para ensayar, precipitándose hacia el extremo sur de la fiera, con una flecha en la ballesta, presto a disparar.
—¡Procura que levante la cola! —me gritó.
Corrí hacia la parte delantera y traté de enfurecer al animal, gritando y agitando mi espada, mientras me preguntaba qué distancia podía alcanzar aquel lanzallamas. Sólo hay cuatro lugares en los que colocar una flecha en un dragón neviano; el resto está acorazado como un rinoceronte, pero con una coraza más dura. Esos cuatro lugares son la boca (cuando está abierta), los dos ojos (un blanco difícil: son pequeños y porcinos), y aquel lugar directamente debajo de su cola donde casi cualquier animal es vulnerable. Yo había calculado que una flecha colocada en aquella zona delicada debería aumentar poderosamente aquella sensación de «prurito y ardor» a la que aluden unos pequeños anuncios en los periódicos, ésos que dicen: ¡EVITE LA CIRUGÍA!
Mi idea era la de que, si el dragón, no demasiado inteligente, era fastidiado insoportablemente por los dos extremos al mismo tiempo, su coordinación se iría al diablo y podríamos hostigarle hasta que resultara inofensivo o, mejor todavía, se mareara y huyera. Pero yo tenía que obligarle a levantar la cola, a fin de que Rufo pudiera dispararle una flecha. Aquellos animales, tan pesados como el antiguo T-Rex, atacan con la cabeza y las patas delanteras levantadas, y para mantener el equilibrio tienen que alzar la cola.
El dragón movía su cabeza de un lado a otro y yo trataba de moverme en sentido contrario al de su cabeza, para mantenerme fuera de la línea de fuego… y nunca mejor aplicada la expresión. Súbitamente, capté el primer soplo de metano, olfateándolo antes de que se inflamara, y retrocedí tan aprisa que tropecé con aquel bebé al que antes había pisado, pasé por encima de él, aterricé sobre mis hombros y rodé sobre mí mismo, y aquello me salvó. Las llamas se proyectaban hasta unos siete metros. El dragón adulto se había erguido y podía haberme achicharrado, pero el bebé se interponía entre nosotros. No soltó la llama… pero Rufo aulló:
—¡He hecho blanco!
El motivo de que retrocediera a tiempo fue la halitosis. Dicen que «el metano puro es un gas incoloro e inodoro». El metano del dragón no era puro; estaba tan cargado de acetonas y aldehídos caseros que su hedor era horrible.
Star, al aplicarme aquel ungüento para despejar mi nariz, me salvó la vida. Con la nariz obstruida, no puedo oler ni siquiera mi labio superior.
La acción no se interrumpió mientras yo pensaba todo esto; mejor dicho, lo pensé antes o después, no durante. Inmediatamente después de que Rufo hiciera blanco, el animal se mostró profundamente indignado, abrió de nuevo la boca sin vomitar fuego, y trató de alcanzarse el trasero con sus dos manos. No lo consiguió —sus patas delanteras eran demasiado cortas—, pero lo intentó. Yo había envainado apresuradamente mi espada al comprobar la longitud de aquel chorro de llama y había empuñado mi ballesta. Tuve tiempo de colocar una flecha en la boca del dragón, en la amígdala izquierda tal vez.
Aquel mensaje recibió una rápida respuesta. Con un grito de rabia que sacudió el suelo, el animal se precipitó hacia mí, vomitando fuego… y Rufo aulló:
—¡Otra almorrana reventada!
Yo estaba demasiado ocupado para felicitarle; aquellos bichos eran rápidos para su tamaño. Pero yo también soy rápido, y tenía más incentivo. Una mole tan grande no puede cambiar de dirección con mucha rapidez, pero puede hacer oscilar su cabeza y con ella la llama. Cuando ésta chamuscó mis pantalones me moví todavía más aprisa, girando en círculos en torno al dragón.
Star colocó cuidadosamente una flecha en la otra amígdala, exactamente por donde brotaba la llama, mientras yo corría. Entonces, el pobre bicho intentó tan desesperadamente girar a ambos lados al mismo tiempo que se enredó con sus propios pies y cayó al suelo, provocando un pequeño terremoto. Rufo hundió otra flecha en su trasero, y Star soltó una que atravesó su lengua y se clavó en el paladar, sin causarle un gran daño pero molestándole horriblemente.
Con un visible esfuerzo el animal se puso en pie, se irguió, y trató de nuevo de achicharrarme. La idea no me gustó, desde luego.
Y la llama se apagó.
Era algo que yo había esperado que sucediera. Un dragón como es debido, con castillos y princesas cautivas, tiene todo el fuego que necesita, como los seis tiros en las películas del Oeste. Pero aquellos animales fermentaban su propio metano y no podían tener un tanque de reserva demasiado grande ni a una presión demasiado elevada… o al menos así lo esperaba yo. Si lográbamos obligarle a gastar toda su munición, podríamos disponer de un espacio de tiempo de relativa seguridad mientras volvía a cargar.
Entretanto, Rufo y Star no le dejaban en paz con sus flechas, como si fuera un enorme alfiletero. Realizó un verdadero esfuerzo para volver a vomitar fuego mientras yo cruzaba rápidamente, procurando mantener entre él y yo al berreante dragoncillo, y se comportó como un Ronson casi seco; la llama parpadeó y prendió, recorrió un par de metros, y se apagó. Pero el animal se había esforzado tanto en su tentativa por alcanzarme con aquel último chorro de llama que volvió a desplomarse.
Me arriesgué, confiando en que permanecería aturdido un par de segundos como un hombre que acaba de recibir un duro golpe, corrí hacia él, y hundí mi espada en su ojo derecho.
Se agitó espasmódicamente y se inmovilizó. (Un golpe de suerte. Dicen que los dinosaurios de ese tamaño tienen un cerebro no mayor que una castaña. Vamos a admitir que este animal tuviera un cerebro del tamaño de un melón… pero incluso así se necesita suerte para pinchar un ojo y alcanzar directamente el cerebro. Nada de lo que le habíamos hecho hasta entonces eran más que picaduras de mosquito. Pero murió de aquel pinchazo. San Miguel y San Jorge guiaron mi espada). Y Rufo aulló:
—¡Jefe! ¡Corramos a casa!
Una manada de dragones se precipitaba hacia nosotros. Producían la misma impresión que aquel ejercicio de teórica en el que había que excavar un agujero, meterse dentro y dejar que un tanque pasara por encima.
—¡Por aquí! —aullé—. ¡Rufo! ¡Por aquí, no por allí! ¡Star!
Rufo frenó su carrera y siguió la dirección que yo le indicaba. Y vi la boca de la cueva, negra como el pecado y tan atractiva como los brazos de una madre.
Star se quedó atrás; la empujé, y Rufo tropezó detrás de ella, y di media vuelta para enfrentarme con más dragones por el amor de mi dama.
Pero Star empezó a aullar:
—¡Mi señor! ¡Oscar! ¡Métete dentro, idiota! ¡Yo tengo que instalar las defensas!
De modo que me apresuré a entrar, y ella lo hizo, y nunca le pedí cuentas por haber llamado idiota a su marido.