Capítulo X

TRES días más tarde salíamos de nuevo de la hacienda. Esta vez el desayuno fue opíparo. Esta vez los músicos formaron pasillo para nosotros. Esta vez el Doral cabalgó en nuestra compañía.

Esta vez Rufo se tambaleó hasta su montura, cada uno de sus brazos alrededor de una fregona, una botella en cada mano, y tras ser achuchado por una docena más, fue izado hasta su asiento y sujetado a él en posición reclinada. Se quedó dormido, roncando, antes de que nosotros hubiésemos montado.

Fui besado más veces de las que podría contar y por algunas mujeres que no tenían ningún motivo para hacerlo tan cariñosamente… ya que yo no era más que un héroe principiante, que aprendía aún el oficio.

No es un mal oficio, a pesar de las muchas horas de trabajo, de los riesgos ocupacionales y de la absoluta falta de seguridad; tiene sus ventajas, con muchas oportunidades y rápido ascenso para un hombre con empuje y voluntad de aprender. El Doral parecía haber quedado muy satisfecho de mí.

A la hora del desayuno había cantado mis proezas poniéndolas al día en un millar de intrincados versos. Pero yo estaba sobrio y no dejé que sus elogios me impresionaran acerca de mi propia grandeza; yo sabía la verdad. Era obvio que un pajarito le había estado informando de un modo regular… pero aquel pajarito era un mentiroso. John Henry el Hombre de Impulso de Acero no podría haber hecho lo que la oda de Jocko decía que había hecho yo.

Pero lo escuché todo con mis heroicas facciones nobles e impasibles, y luego me puso en pie y les ofrecí «Cassey el Bateador», poniendo alma y corazón en aquello de «¡El potente Casey ha bateado FUERA!».

Star lo interpretó libremente. Yo había (cantó ella) elogiado a las damas de Doral, tomando como puntos de referencia a Madame Pompadour, Nell Gwyn, Theodora, Ninon de Lenclos y Rangy Lil. Star no nombró a aquellas famosas damas; en lugar de ello fue específica, en un panegírico neviano que hubiera sobresaltado a François Villon.

De modo que tuve que volver a levantarme para repetir mi actuación. Les ofrecí «La hija de Reilly», y luego «Jabberwocky», con mímica.

Star me había interpretado en espíritu; había dicho lo que hubiera dicho yo si hubiese sido capaz de expresarme poéticamente. Al final del segundo día había coincidido por casualidad con Star en la sala de vapor de los baños en la hacienda. Durante una hora permanecimos envueltos en sábanas sobre losas contiguas, sudando y restaurando los tejidos. De pronto no pude contenerme y le hablé de lo sorprendido y satisfecho…, que estaba. Lo hice tímidamente, pero Star era alguien con quien me atrevía a desnudar mi alma.

Ella me había escuchado con aire grave. Cuando terminé, comentó en voz baja:

—Héroe mío, como tú sabes, no conozco América. Pero, por lo que Rufo me ha contado, vuestra cultura es única entre todos los Universos.

—Bueno, me doy cuenta de que los Estados Unidos no son tan sofisticados en estas materias como lo es Francia, por ejemplo.

—«¡Francia!». —Star se encogió desdeñosamente de hombros—. «Los franceses son unos amantes horribles». He oído eso en alguna parte, y puedo atestiguar que es verdad. Oscar, que yo sepa, vuestra cultura es la única semicivilizada en la cual el amor no es reconocido como el arte más excelso ni recibe el serio estudio que merece.

—Te refieres a cómo lo tratan aquí. ¡Bah! «Demasiado bueno para la gente vulgar».

—No, no me refiero a cómo lo tratan aquí. —Star me hablaba en inglés—. A pesar de lo mucho que quiero a nuestros amigos de aquí, ésta es una cultura bárbara, y sus artes son bárbaras. Oh, es arte bueno en su estilo; su modo de enfocarlo es sincero. Pero, si sobrevivimos a lo que nos espera, cuando hayan terminado nuestros problemas quiero que viajes a través de los Universos. Entonces comprenderás lo que quiero decir.

Se puso en pie, convirtiendo su sábana en una toga.

—Me alegro de que estés satisfecho, Héroe mío. Estoy orgullosa de ti.

Permanecí allí un rato más, pensando en lo que Star había dicho. El «arte más excelso»… y en mi país natal no lo estudiábamos, y mucho menos intentábamos enseñarlo. El ballet requiere años y años. Y a uno no le contratan para cantar en el Metropolitan sólo porque tiene una voz potente. ¿Por qué había de ser clasificado el «amor» como un «instinto»?

Desde luego, el apetito sexual es un instinto… ¿pero acaso otro apetito convierte a todo glotón en un gourmet, a todo cocinero en un Cordon Bleu? Diablos, había que aprender incluso para ser cocinero.

Salí de la sala de vapor silbando «Las Mejores Cosas de la Vida no Cuestan Dinero»… y me interrumpí, súbitamente entristecido por todos mis pobres y desdichados compatriotas privados de sus derechos de nacimiento por la paparrucha más descomunal en la historia del hombre.

* * *

A UN PAR de kilómetros de la casa el Doral se despidió de nosotros, abrazándome, besando a Star y acariciando sus cabellos; luego, su escolta y él desenvainaron sus espadas y permanecieron en posición de saludo hasta que una elevación del terreno hizo que les perdiéramos de vista. Star y yo cabalgamos rodilla contra rodilla mientras Rufo roncaba detrás de nosotros.

Miré a Star, y su boca se crispó en una contracción nerviosa. Vio que la estaba mirando y dijo:

—Buenos días, mi señor.

—Buenos días, mi dama. ¿Has dormido bien?

—Muy bien, gracias, mi señor. ¿Y tú?

—También, gracias.

—¿De veras?… «¿Cuál fue la cosa rara que hizo el perro durante la noche?».

—El perro no hizo nada durante la noche, esa fue la cosa rara —contesté, con el rostro impasible.

—¿De veras? ¿Un perro tan juguetón?… Entonces…, ¿quién era aquel caballero al que vi con una dama?

—No era de noche, y lo sabes perfectamente.

—De noche o de día, mi muchacho travieso…

—No me busques las cosquillas, mi dama —dije suavemente—. Tengo amigos, tengo… puedo presentar una coartada. Además, «mi fuerza es como la fuerza de diez porque mi corazón es puro».

—Y el verso anterior… Sí, lo sé, tus amigos me hablaron de ello, mi señor.

Súbitamente, Star se echó a reír y me dio una palmada en el muslo y empezó a cantar a voz en grito el coro de «La Hija de Reilly». Vita Brevis relinchó; Ars Longa enderezó las orejas y miró a su alrededor con aire de reprobación.

—Basta —dije—. Estás escandalizando a los caballos.

—No son caballos, y no pueden escandalizarse ¿Has visto cómo lo hacen ellos, mi señor? ¿A pesar de todas esas patas? Primero…

—¡Cierra el pico! Ars Longa es una dama, aunque tú no lo seas.

—Ya te advertí que era una ramera. Primero, la hembra se coloca…

—Lo he visto… Muri pensó que me divertiría. Pero lo que hizo fue infundirme un complejo de inferioridad que duró toda la tarde.

—Me aventuro a no creer que fue toda la tarde, mi señor Héroe. Vamos a cantar lo de Reilly, entonces. Tú diriges, y yo te sigo.

—Bueno… pero sin gritar demasiado; despertaremos a Rufo.

—Rufo está embalsamado.

—Entonces me despertarás a mí, que es peor. Star, querida, ¿cuándo y dónde fue Rufo enterrador? ¿Y cómo se salió de aquel negocio? ¿Acaso le echaron del pueblo?

Star me miró, intrigada.

—¿Enterrador? ¿Rufo? Ni hablar.

—Me lo contó con mucho detalle.

—¿De veras? Rufo tiene muchos defectos. Pero decir la verdad no es uno de ellos. Además, nuestro pueblo no tiene enterradores.

—¿No los tenéis? ¿Qué hacéis entonces con los cadáveres? No podéis dejarlos en el vestíbulo. Sería poco saludable.

—Opino lo mismo, pero eso es precisamente lo que hace nuestro pueblo: guardarlos en el vestíbulo. Al menos durante unos cuantos años. Una costumbre demasiado sentimental, pero nosotros somos un pueblo sentimental. Siempre hay alguien que se pasa de la raya, desde luego. Una de mis tías abuelas conservaba a todos sus ex maridos en su dormitorio: ocupaban mucho espacio, y resultaba fastidioso también, porque hablaba de ellos, repitiéndose a sí misma y exagerando. Dejé de visitarla.

—Bueno. ¿Les quitaba el polvo?

—Oh, sí. Era un ama de casa muy exigente.

—Uh… ¿Cuántos eran?

—Siete u ocho. Nunca los conté.

—Comprendo. Star, ¿hay sangre de viuda negra en tu familia?

—¿Qué? ¡Oh! Querido, hay sangre de viuda negra en toda mujer. —Star sonrió, extendió una mano, y palmeó mi rodilla—. Pero mi tía no les mataba. Créeme, Héroe mío, las mujeres de mi familia aprecian demasiado a los hombres para acabar con ellos. No, mi tía quería conservarlos, aunque hubieran muerto. Creo que es una tontería. Hay que mirar hacia adelante, no hacia atrás.

—«Y dejar que los muertos entierren a sus muertos». Mira, si tu pueblo conserva cadáveres alrededor de la casa, deberíais tener embalsamadores, como mínimo. ¿O acaso no se enrarece el aire?

—¿Embalsamarlos? ¡Oh, no! Basta con aplicarles una estasis cuando se está seguro de que han muerto. O de que se están muriendo. Cualquier colegial puede hacer eso. —Star añadió—: Tal vez me he equivocado con Rufo. Ha pasado mucho tiempo en tu Tierra, le gusta el lugar, le fascina, y es posible que se haya dedicado a las pompas fúnebres. Pero me parece una ocupación demasiado honrada y sedentaria para que le atraiga.

—No me has dicho lo que hace eventualmente tu pueblo con un cadáver.

—Enterrarlo no, desde luego. Les produciría una impresión terrible. —Star se estremeció—. Incluso a mí, a pesar de que he viajado por los Universos y he aprendido a no asombrarme por ninguna costumbre.

—Entonces, ¿qué?

—Algo de lo que tú hiciste con Igli. Aplicar una opción geométrica y librarse de él.

—Oh. Star, ¿a dónde fue a parar Igli?

—No tengo ni idea, mi señor. Tal vez los que le hicieron lo sepan. Pero creo que a ellos también les pilló la cosa por sorpresa, más incluso que a mí.

—Supongo que soy obtuso, Star, Tú lo llamas geometría; Jocko se refirió a mí como un «matemático». Pero yo hice aquello obligado por las circunstancias; y sigo sin entenderlo.

—Obligaste a Igli, deberías decir, mi señor Héroe. ¿Qué ocurre cuando ejerces una tensión insoportable sobre una masa, de tal magnitud que no puede permanecer donde está? ¿Y al mismo tiempo la dejas sin ninguna parte a donde ir? Esto es un problema escolar de geometría metafísica, y la proto-paradoja más antigua, la de la fuerza irresistible y el cuerpo inamovible. La masa estalla hacia dentro. Es exprimida fuera de su propio mundo hacia algún Otro. Ésta es a menudo la manera como la gente de un universo descubre los Universos… pero habitualmente con resultados tan desastrosos como los que tú desarrollaste sobre Igli; pueden pasar milenios antes de que lo controlen. Puede planear sobre los bordes como «magia» durante mucho tiempo, a veces funcionando, a veces fallando, a veces estallando prematuramente sobre el mago.

—¿Y tú llamas a eso «matemáticas»?

—¿Qué otro nombre puede dársele?

—Yo lo llamo magia.

—Sí, desde luego. Tal como le dije a Jocko, tú posees un genio natural. Podrías ser un gran hechicero.

Me encogí de hombros, molesto.

—Yo no creo en la magia.

—Ni yo —respondió Star—, del modo que tú lo planteas. Yo creo en lo que es.

—Eso es lo que quiero decir, Star. Yo no creo en los juegos de manos. Lo que le ocurrió a Igli, quiero decir, «lo que pareció ocurrirle a Igli», no puede haber ocurrido porque violaría la ley de conservación de masa-energía. Tiene que haber alguna otra explicación.

Star permaneció cortésmente silenciosa. De modo que tuve que asumir el tenaz sentido común de la ignorancia y el prejuicio.

—Mira, Star, no voy a creer en lo imposible simplemente porque yo estaba allí. Una ley natural es una ley natural. Tienes que admitirlo.

Cabalgamos unos instantes en silencio antes de que Star respondiera:

—Mi señor Héroe, el mundo no es lo que nosotros queremos, que sea. Es lo que es. No, me he pasado de rosca. Quizá sea realmente lo que nosotros queremos que sea. De todos modos, es lo que es. ¡Le voilá! No necesita demostración. Das Ding an sich. Muérdelo. Es. ¿Ai-je raison? ¿Es verdad lo que digo?

—¡Eso es lo que yo estaba diciendo! El universo es lo que es y no puede ser cambiado por medio de trucos. Se rige por normas exactas, como una máquina.

(Vacilé, recordando un automóvil que teníamos que era hipocondriaco. «Caía enfermo», y se «ponía bien» en cuanto un mecánico intentaba tocarlo).

—La ley natural no se toma nunca vacaciones —añadí, en tono firme—. La invariabilidad de la ley natural es la piedra angular de la ciencia.

—Así es.

—¿Entonces?

—Tanto peor para la ciencia.

—Pero… —Me callé, y continuamos cabalgando en hosco silencio.

De pronto, una esbelta mano tocó mi antebrazo, lo acarició.

—Un brazo tan fuerte —susurró Star—. Mi señor Héroe, ¿puedo explicártelo?

—Adelante —dije—. Si logras convencerme, puedes convertir al Papa al Mormonismo. Soy muy obstinado.

—¿Te hubiera escogido entre centenares de miles de millones para ser mi paladín si no lo fueras?

—¿Centenares de miles de millones? Querrás decir millones, ¿no es cierto?

—Escúchame, mi señor. Sígueme la corriente. Seamos socráticos. Yo formularé las preguntas con trampa y tú darás las respuestas estúpidas… y sabremos quién afeitó al barbero. Luego cambiaremos los papeles, y yo haré de tonta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, echa una moneda.

—Muy bien. Pregunta: ¿Son las costumbres de la casa Doral las costumbres a las que estabas habituado en tu país natal?

—¿Qué? Sabes que no. Nunca me había sentido tan desconcertado desde aquella vez en que la hija del predicador me hizo subir al campanario para enseñarme al Espíritu Santo. —Se me escapó una risa de conejo—. Todavía me estoy ruborizando, pero se me fundieron los plomos.

—Sin embargo, la diferencia básica entre las costumbres nevianas y las vuestras se apoya en un solo postulado… Mi señor, hay mundos en los cuales los machos matan a las hembras en cuanto han puesto los huevos… y otros en los cuales las hembras devoran a los machos incluso mientras están siendo fecundadas… como esa viuda negra que querías emparentar conmigo.

—No me refería a eso, Star.

—No me ofendí, amor mío. Un insulto es como un vaso de licor: sólo le afecta a uno si lo acepta. Y el orgullo es una carga demasiado pesada para mi equipaje; no tengo ninguno. Oscar, ¿encontrarías mundos más raros que éste?

—Estás hablando de arañas o cosas parecidas. No de personas.

—Hablo de personas, de la raza dominante en cada uno de sus mundos. Altamente civilizadas.

—¡Bah!

—No dirás «¡Bah!» cuando las veas. Son tan diferentes de nosotros que su vida hogareña no puede importarnos. En cambio, este planeta es muy parecido a vuestra Tierra… aunque vuestras costumbres dejarían turulato al viejo Jocko. Querido, tu mundo tiene una costumbre única en los Universos. Es decir, en los Veinte Universos que conozco de entre los miles o millones o billones de universos. En los veinte Universos conocidos, solamente la Tierra tiene esa asombrosa costumbre.

—¿Te refieres a la «Guerra»?

—¡Oh, no! La mayoría de los mundos son belicistas. Este planeta Nevia es uno de los pocos donde se mata al detalle, y no al por mayor. Aquí existen Héroes, y se mata con pasión. Éste es un mundo de amor y de matanza, ambos con alegre abandono. No, me refiero a algo más espantoso. ¿No lo adivinas?

—Uh… ¿Los anuncios de la televisión?

—Te acercas en espíritu, pero no es por ahí. Vosotros tenéis una expresión: «La profesión más antigua». Aquí, y en todos los otros mundos conocidos, no es ni siquiera la más joven. Nadie ha oído hablar de ella, y no lo creerían si oyeran hablar. Los pocos que visitamos la Tierra nos lo callamos, a pesar de que la mayoría de la gente no cree las historias que cuentan los viajeros.

—Star, ¿me estás diciendo que no existe ninguna prostitución en otra parte del Universo?

—De los Universos, querido. Ninguna.

—¿Sabes una cosa? —dije pensativamente—. Eso va a ser un golpe muy fuerte para mi sargento primero. ¿Ninguna en absoluto?

—Quiero decir —respondió Star bruscamente— que la prostitución parece haber sido inventada en exclusiva por la gente de la Tierra… y la idea reduciría al viejo Jocko a la impotencia. Es un rígido moralista.

—¡Maldita sea! Debemos de ser un montón de basura.

—No me proponía ofender a nadie, Oscar; estaba enumerando unos hechos. Pero esta singularidad de la Tierra no es singular en su propio contexto. Cualquier mercancía es objeto de comercio y está sujeta a compra, venta, préstamo, alquiler, regateo, descuento, estabilización de precio, inflación y legislación… y la «mercancía» mujer, como era considerada en la Tierra en otros tiempos, no es una excepción. Lo único que me parece absurdo es que se pueda pensar en la mujer como en una «mercancía». Me sorprendió tanto, que una vez incluso… No importa. Cualquier cosa puede ser transformada en mercancía. Algún día te mostraré civilizaciones que viven en el espacio, no en planetas —no todos los Universos tienen planetas—, civilizaciones en las que el aliento vital es vendido como un kilo de mantequilla en Provenza. Otros lugares están tan atestados que el privilegio de permanecer vivo está sujeto a impuesto… y los que no lo pagan son ajusticiados por el Departamento de Rentas Públicas, y la población no sólo no se queja, sino que se alegra.

—¡Dios Santo! ¿Por qué?

—Ya te lo he dicho, mi señor, problemas de espacio; y la mayoría de la gente no quiere emigrar, pese a que hay innumerables planetas menos poblados. Pero estábamos hablando de la Tierra. En todas las otras partes no sólo es desconocida la prostitución, sino también sus permutaciones: pensiones de viudedad, premios nupciales, pensión para alimentos, todas las variantes que colorean las instituciones terráqueas… todas las costumbres relacionadas incluso remotamente con la increíble idea de que todas las mujeres poseen una reserva inagotable de mercancía con la cual se puede comerciar.

Ars Longa dejó oír un relincho de desagrado. No, no creo que comprendiera lo que Star estaba diciendo. Entiende algo de neviano, pero Star hablaba en inglés; el neviano carece de vocabulario para ese tipo de conversación.

—Incluso vuestras costumbres secundarias —continuó Star— están moldeadas por esa institución única. Las ropas… habrás observado que aquí no existe ninguna diferencia verdadera en el modo de vestir de los dos sexos. Esta mañana yo llevo pantalón largo y tú pantalón corto, pero si fuera al revés no llamaría la atención a nadie.

—¡Eso lo dices tú! Tus pantalones me quedarían estrechos.

—Eso se da mucho… Y la timidez corporal, que es un aspecto de la especialización en el vestir. Aquí la desnudez es algo tan natural como en aquella pequeña isla donde te encontré. Todas las personas desprovistas de pelo llevan ropa a veces, y todas las personas por peludas que sean llevan adornos… pero el tabú de la desnudez sólo se encuentra donde la carne es mercancía para ser empaquetada o exhibida… es decir, en la Tierra. Si algo no tiene que ser objeto de transacción, no es necesario hacer un misterio de ello.

—¿De modo que si nos libráramos de las ropas nos libraríamos de la prostitución?

—¡Cielos, no! No se trata de eso. —Star enarcó las cejas—. No veo cómo podría librarse la Tierra de la prostitución; es algo demasiado enraizado en todo lo que hacéis.

—Star, partes de unos hechos equivocados. Casi no hay prostitución en América.

Star pareció desconcertada.

—¿De veras? Pero… ¿acaso «pensión para alimentos» no es una expresión norteamericana? ¿Y «mina de oro»? ¿Y «fiesta de compromiso»?

—Sí, pero la prostitución casi ha desaparecido. Diablos, yo no sabría cómo encontrar un burdel, ni siquiera en un pueblo en el que abundaran los soldados. No digo que no existan relaciones sexuales. Pero no están comercializadas. Star, incluso una muchacha norteamericana que sea conocida por dar «facilidades», si un hombre le ofreciera cinco dólares, o veinte, lo más probable sería que le abofeteara.

—Entonces, ¿cómo habría que actuar con ella?

—Mostrarse agradable con ella. Invitarla a cenar, tal vez a un espectáculo. Regalarle flores, las muchachas se pirran por las flores. Y luego abordar el tema prudentemente.

—Oscar, esa cena y espectáculo, y posiblemente las flores, ¿no cuestan más de cinco dólares? ¿O incluso de veinte? Tengo entendido que en América los precios son tan altos como en Francia.

—Bueno, sí, pero no puede uno esperar que una muchacha se arroje los brazos así, por las buenas. Un tacaño…

—Doy por cerrado el caso. Lo único que trataba de demostrar era que las costumbres pueden ser increíblemente diferentes en mundos distintos.

—Eso es cierto, incluso en la Tierra. Pero…

—Por favor, mi señor. No discuto la virtud de las mujeres norteamericanas, ni trato de criticarlas. Si yo me hubiera educado en América, creo que preferiría al menos un brazalete de esmeraldas en vez de una cena y un espectáculo. Pero yo quería llegar al tema de la «ley natural». ¿No es la invariabilidad de la ley natural una suposición sin demostrar? ¿Incluso en la Tierra?

—Bueno… no lo has expresado imparcialmente. Es una suposición, supongo. Pero no ha existido un solo caso en el cual haya fallado.

—¿Ningún cisne negro? ¿No podría ser que un observador que viera una excepción prefiriese no dar crédito a sus ojos? ¿Del mismo modo que tú no deseas creer que Igli se devoró a sí mismo, a pesar de que tú mismo, Héroe mío, le obligaste a hacerlo? No importa. Dejemos a Sócrates con su Jantipa[3]. La ley natural puede ser invariable a través de todo un universo… y parece serlo, en universos rígidos. Pero es cierto que las leyes naturales varían de un universo a otro… y tienes que creer esto, mi señor, o ninguno de nosotros vivirá mucho tiempo.

Medité en ello. Maldita sea, ¿a dónde había ido Igli?

—Todo esto es muy complicado.

—Una vez te has acostumbrado a ello, no es más complicado que los distintos idiomas en los diversos países. ¿Cuántos elementos químicos hay en la Tierra?

—Uh… noventa y dos y un montón de recién llegados. Ciento seis o ciento siete.

—Los mismos que aquí. Sin embargo, un químico de la Tierra recibiría algunas sorpresas. Los elementos no son completamente iguales, ni se comportan de la misma manera. Aquí, las bombas H no funcionarían, y la dinamita no estallaría.

Dije bruscamente:

—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que los electrones y los protones no son iguales aquí, para limitarnos a los elementos básicos?

Star se encogió de hombros.

—Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué es un electrón sino un concepto matemático? ¿Has saboreado uno últimamente? ¿O has puesto sal en la cola de un protón? ¿Importa eso?

—Ya lo creo que importa. Un hombre puede morirse de hambre por falta de elementos básicos tanto como por falta de pan.

—Es cierto. En algunos universos los humanos tenemos que llevar comida si los visitamos… lo cual tenemos que hacer a veces, aunque sólo sea para cambiar de trenes. Pero aquí, y en cada uno de los universos e incontables planetas donde vivimos los humanos, no es necesario preocuparse; los alimentos locales nos nutrirán. Desde luego, si vivieras aquí muchos años y luego regresaras a la Tierra y murieras pronto y te hicieran una autopsia con los más minuciosos microanálisis, el analista no daría crédito a sus resultados. Pero a tu estómago no le importaría.

Pensé en esto, con mi estómago lleno de exquisito alimento y el aire que me rodeaba suave y bueno… y desde luego a mi cuerpo no le importaba que existieran realmente las diferencias de las que hablaba Star.

Luego recordé un aspecto de la vida en el cual pequeñas diferencias producen grandes diferencias. Interrogué a Star acerca de él.

La expresión de Star no pudo ser más inocente.

—¿Te preocupa, mi señor? Estarás muy lejos antes de que el Doral se plantee la cuestión, si es que existe. Vaya, creí que tu propósito esos tres días era simplemente el de ayudarme en mi problema. Pero veo que encontraste placer en tu tarea… y que te sumergiste en el espíritu de la ocasión.

—¡Maldita sea, deja de pincharme! Lo hice para ayudarte. Pero un hombre no puede evitar el interrogarse a sí mismo.

Star palmeó mi muslo y se echó a reír.

—¡Oh, querido mío! Deja de interrogarte; las razas humanas pueden entrecruzarse en todos los Universos. A veces, el fruto del cruce es un ser híbrido, pero éste no es tu caso. Vivirás aquí, aunque no vuelvas nunca. No eres estéril: esa fue una de las muchas cosas que comprobé cuando examiné tu maravilloso cuerpo en Niza. Nunca se puede estar seguro de cómo rodará el dado, pero… creo que el Doral no quedará decepcionado.

Star se inclinó hacia mí.

—¿Le darías a tu médico datos más exactos que los que el viejo Jocko cantó? Podría establecer una probabilidad estadística. O incluso una Visión.

—¡No, no lo haría!

—Como quieras, mí señor. En un aspecto menos personal, el hecho del acoplamiento entre humanos de universos distintos, y algunos animales tales como perros y gatos, es una cuestión muy interesante. Lo único cierto es que los seres humanos sólo medran en aquellos universos cuya composición química es tan similar que los elementos que producen los ácidos desoxirribonucleicos son prácticamente iguales. En cuando a lo demás, cada sabio tiene su teoría. Algunos esgrimen una explicación teleológica, afirmando que el Hombre evoluciona de un modo semejante en sus aspectos esenciales en todo universo capaz de sustentarle debido al Plan Divino…, o a través de la ciega necesidad, según el grado de religiosidad del sabio.

»Algunos opinan que evolucionamos una sola vez, o fuimos creados, como podría ser, y trasladados a otros universos. Y discuten sobre qué universo fue el hogar de la raza.

—¿Cómo puede discutirse eso? —objeté—. La Tierra tiene evidencias fósiles de la evolución del hombre. Otros planetas pueden tenerlas o no, y eso debería aclarar la cuestión.

—¿Estás seguro, mi señor? Yo creía que, en la Tierra, el árbol familiar del hombre tiene tantas ramas como bastardos los árboles genealógicos reales europeos.

Me callé. Yo había leído simplemente algunos libros de divulgación popular. Tal vez Star tenía razón; una raza que no podía ponerse de acuerdo sobre quién le hizo qué a quién en una guerra que se remontaba solamente a veinte años no podía saber probablemente lo que ocurrió hace un millón de años, con la sola evidencia de unos cuantos huesos esparcidos. ¿No habían existido fraudes? ¿El Hombre de Piltdown, o algo por el estilo?

Star continuó:

—Sea cual sea la verdad, existen desplazamientos de seres entre mundos diversos. En tu propio planeta las desapariciones ascienden a centenares de miles, y no todos los que desaparecen huyen de la justicia o de sus esposas; basta con ver los archivos de cualquier departamento de policía.

Un lugar habitual para las desapariciones es el campo de batalla. La tensión se hace insoportable, y un hombre se desliza a través de un agujero que no sabía que estaba allí, y se le da por «desaparecido en acción». A veces, muy raras, se ve desaparecer a un hombre. Uno de vuestros escritores norteamericanos, Bierce o Pierce, se interesó por esos casos y los coleccionó. Llegó a coleccionar tantos que acabó siendo coleccionado también él. Y vuestras experiencias terráqueas en sentido contrario, los «Gaspar Hauser», personas procedentes de ninguna parte, no hablando ningún idioma conocido, e incapaces de explicarse a sí mismas.

—¡Un momento! ¿Por qué sólo personas?

—No he dicho «sólo personas». ¿Has oído hablar alguna vez de las lluvias de ranas? ¿De piedras? ¿De sangre? ¿Quién se interroga acerca del origen de un gato sin dueño? ¿Son ilusiones ópticas todos los platillos volantes? Yo te aseguro que no; algunos son pobres astronautas extraviados tratando de encontrar su camino de regreso. Mi pueblo utiliza muy poco el viaje espacial, ya que el desplazarse a una velocidad superior a la de la luz es la manera más fácil de perderse entre los Universos. Nosotros preferimos el sistema más seguro de las geometrías metafísicas… o «magia» en lenguaje vulgar.

Star permaneció pensativa unos instantes.

—Mi señor —añadió finalmente—, tu Tierra puede ser el hogar del género humano. Algunos sabios lo creen.

—¿Por qué?

—Porque toca a muchos otros mundos. Encabeza la lista como punto de transferencia. Si su población la hiciera impropia para la vida, cosa improbable, pero posible, interrumpiría el tráfico de una docena de universos. La Tierra tiene anillos convenientes, y Puertas, y Puentes Congelados desde hace siglos; el que nosotros utilizamos en Niza estaba allí antes de que llegaran los romanos.

—Star, ¿cómo puedes hablar de puntos en la Tierra «tocando» a otros planetas… durante siglos? La Tierra se mueve alrededor del Sol a unos treinta y cinco kilómetros por segundo, y gira sobre su eje, sin mencionar otros movimientos que incrementan una curva indeterminada moviéndose a una incalculable velocidad. De modo que, ¿cómo puede «tocar» otros mundos?

De nuevo cabalgamos en silencio. Finalmente, Star dijo:

—Héroe mío, ¿cuánto tiempo tardaste en aprender cálculo?

—Bueno, no llegué a aprenderlo. Aunque lo estudié un par de años.

—¿Puedes decirme cómo una partícula puede ser una onda?

—¿Qué? Star, eso es mecánica cuántica, no cálculo. Podría dar una explicación, pero no significaría nada; no poseo la herramienta matemática. Un ingeniero no la necesita.

—Sería más sencillo —dijo Star modestamente— contestar a tu pregunta diciendo «magia», igual que tú has contestado a la mía con «mecánica cuántica». Pero a ti no te gusta esa palabra, de modo que lo único que puedo decir es que cuando hayas estudiado geometrías más elevadas, metafísica y conjetural, así como topológica y judiciaria, si te interesan tales estudios, te contestaré de buena gana. Aunque entonces no necesitarás preguntar. (Lector, ¿nunca le han dicho a usted: «Espera hasta que seas mayor, querido; entonces lo entenderás»? Siendo niño, no me gustaba que me lo dijeran los adultos; y me gustaba todavía menos que me lo dijera una muchacha de la que estaba enamorado, cuando yo mismo era un adulto).

Star no me permitió enojarme; desvió la conversación.

—Algunos cruces no son producto de traspiés accidentales ni de planes preestablecidos. ¿Has oído hablar de íncubos y súcubos?

—Oh, desde luego. Pero los mitos no han sido mi especialidad, precisamente.

—No son mitos, cariño, a pesar de la frecuencia con que la leyenda ha sido utilizada para explicar situaciones embarazosas. Los hechiceros y las brujas no son siempre santos, y algunos adquieren una gran afición al estupro. Una persona que ha aprendido a abrir Puertas puede permitirse ese vicio; él, o ella, puede deslizarse hasta una persona dormida, doncella, casta esposa, muchacho virgen, dominar su voluntad, y desaparecer antes de que cante el gallo. —Star se estremeció—. El pecado en su forma más horrible. Si los atrapamos, los matamos. Yo atrapé a unos cuantos y los maté. Este pecado es el peor de todos, incluso si a la víctima llega a gustarle.

Star volvió a estremecerse.

—Star, ¿cuál es tu definición de «pecado»?

—¿Puede haber más de una? Pecado es crueldad e injusticia, todo lo demás son pecadillos. Oh, se experimenta una sensación de pecado al violar las costumbres de la propia tribu. Pero quebrantar una costumbre no es pecado, aunque produzca esa sensación; pecado es perjudicar a otra persona.

—¿Qué me dices del «pecar contra Dios»? —insistí.

Star me miró con el ceño fruncido.

—¿De modo que otra vez afeitamos al barbero? Antes, mi señor, dime lo que tú entiendes por «Dios».

—Sólo quería ver si me seguirías por ese camino.

—No he seguido ese camino desde hace un montón de años. Es como empujar con una muñeca doblada, o andar vestido por un pentáculo. Hablando de pentáculos, Héroe mío, nuestro punto de destino no es ya el de hace tres días. Ahora iremos a un Portillo que no esperaba utilizar. Es más peligroso, pero no podemos evitarlo.

—¡Es culpa mía! Lo siento, Star.

—Es culpa mía, mi señor. Pero no todo son desdichas. Cuando perdimos nuestro equipaje quedé más preocupada de lo que me atreví a manifestar… a pesar de que nunca fui partidaria de llevar armas de fuego a través de un mundo en el que no pueden ser utilizadas. Pero nuestra caja contenía mucho más que armas de fuego, cosas sin las cuales somos vulnerables. El tiempo que tú dedicaste a curar la herida de las damas del Doral yo lo pasé, en parte, convenciendo al Doral para que nos proporcionara un nuevo equipaje, con casi todo lo que podríamos desear menos armas de fuego. No todo son desdichas.

—¿Nos dirigimos ahora a otro mundo?

—No más tarde del amanecer de mañana, si estamos vivos.

—Maldita sea, Star, Rufo y tú habláis como si cada uno de nuestros suspiros pudiera ser el último.

—Y podría serlo.

—No esperarás una emboscada ahora; estamos aún en tierras del Doral. Pero Rufo está lleno de negros augurios como un melodrama barato. Y tú no andas muy lejos.

—Lo siento. Rufo se lamenta continuamente… pero es un hombre capaz para cubrirte las espaldas cuando empieza el jaleo. En lo que a mí respecta, he tratado de ser sincera, mi señor, advirtiéndote de lo que podíamos esperar.

—En vez de eso me has confundido. ¿No crees que ya ha llegado el momento de que pongas tus cartas boca arriba?

Star me miró con aire preocupado.

—¿Y si la primera carta que destapo es el as de espadas?

—¡Me importa un bledo! Puedo hacer frente a lo que sea sin desmayarme…

—Sé que puedes hacerlo, paladín mío.

—Gracias. Pero el ignorar las cosas me pone nervioso. De modo que ya puedes empezar a hablar.

—Contestaré a cualquier pregunta, mi señor Oscar. Siempre he estado dispuesta a hacerlo.

—Pero tú sabes que yo no sé qué preguntas debo formular. Tal vez una paloma mensajera no necesite saber por qué ha estallado la guerra… pero yo me siento como un gorrión en un partido de tenis. Así que empieza por el principio.

—Lo que tú digas, mi señor. Hace unos siete mil años… —Star se interrumpió—. Oscar, ¿quieres saber, ahora, todo lo que respecta a la interacción política de una miríada de mundos y veinte universos durante milenios hasta llegar a la crisis actual? Intentaré describírtela, si quieres, pero sólo bosquejarla nos ocuparía más tiempo del que disponemos hasta que tengamos que cruzar aquella Puerta. Tú eres mi verdadero paladín; mi vida depende de tu valentía y de tu habilidad. ¿Quieres que te describa la política que hay detrás de mi actual indefensión… de una indefensión casi absoluta si no fuera por ti? ¿O prefieres que me concentre en la situación táctica?

(¡Maldita sea! Yo quería toda la historia).

—Vamos a atenernos a la situación táctica. Por ahora.

—Te prometo —dijo Star solemnemente— que si sobrevivimos conocerás todos los detalles. La situación es ésta: me había propuesto cruzar Nevia en barca, y luego las montañas hasta llegar a una Puerta más allá de los Picos Eternos. Es una ruta menos peligrosa pero más larga.

»Pero ahora tenemos que apresurarnos. Dejaremos el camino a última hora de esta tarde, y pasaremos a través de una región salvaje, todavía peor cuando se hace de noche. Tenemos que llegar a la Puerta antes de que amanezca; con un poco de suerte podremos dormir. Así lo espero, porque esa Puerta nos llevará a otro mundo con una salida mucho más peligrosa.

»Una vez allí, en aquel mundo, que se llama Hokesh o Karth, en Karth-Hokesh estaremos cerca, demasiado cerca, de una alta torre, de dos kilómetros de altura, y si la alcanzamos empezarán nuestros problemas. En ella se encuentra el Nonato, el Devorador de Almas…

—Star, ¿acaso tratas de asustarme?

—Preferiría que estuvieras asustado ahora, si ello fuera posible, que sorprendido más tarde. Mi intención, mi señor, había sido la de advertirte de cada uno de los peligros a medida que los alcanzáramos, de modo que pudieras concentrarte en un solo peligro cada vez. Pero has echado a perder mi plan.

—Tal vez estabas en lo cierto. Supongamos que me das los detalles de cada uno a medida que lo alcanzamos, y una somera descripción ahora. De modo que tendré que luchar contra el Devorador de Almas, ¿no es cierto? El nombre no me asusta; si trata de devorar mi alma, se va a atragantar. ¿Con qué lucharé con él? ¿A escupitajos?

—Ése es un sistema —dijo Star seriamente—; pero, con un poco de suerte, no tendrás que luchar con él… con ello. Necesitamos lo que guarda.

—¿Y qué es ello?

—El Huevo del Fénix.

—El Fénix no pone huevos.

—Lo sé, mi señor. Eso hace que su valor sea único.

—Pero…

Star se apresuró a decir:

—Ése es el nombre. Es un pequeño objeto, algo mayor que un huevo de avestruz, y de color negro. Si no logro capturarlo, ocurrirán muchas desgracias. Entre ella una insignificante: moriré. Menciono esa porque a ti puede que no te parezca insignificante, ¡cariño mío!, y me resulta más fácil decirte esa verdad que explicar las consecuencias.

—De acuerdo. Robamos el Huevo. ¿Y luego?

—Luego nos marchamos a casa. A mi casa. Después de lo cual tú podrás regresar a la tuya. O quedarte en la mía, O ir al lugar que prefieras, a través de Veinte Universos y miríadas de mundos. Sea cual sea tu elección, cualquier tesoro que imagines será tuyo; te habrás ganado eso y más… así como mi más cordial gratitud, mi señor Héroe, y cualquier cosa que me pidas.

(El mayor cheque en blanco nunca firmado… si podía hacerlo efectivo).

—Star, no pareces estar muy segura de que sobreviviremos.

Star respiró profundamente.

—No es probable, mi señor. Te digo la verdad. Mi error nos ha forzado a la más desesperada de las alternativas.

—Comprendo. Star, ¿te casarás conmigo? ¿Hoy? —Luego dije—: ¡Cuidado! ¡No te caigas!

Star no había estado en peligro de caer; el cinturón del asiento la sujetaba. Pero se había tambaleado. Me incliné hacia ella y coloqué mi brazo alrededor de sus hombros.

—No hay ningún motivo para llorar. Limítate a decirme sí o no… y yo lucharé por ti de todos modos. Oh, lo olvidaba. Te amo. Al menos, yo creo que es amor. Una sensación extraña, excitante, cada vez que te miro o que pienso en ti… que es lo que hago la mayor parte del tiempo.

—Yo también te amo, mi señor —dijo Star con voz ronca—. Te he amado desde la primera vez que te vi: Sí, «una sensación extraña y excitante», como si todo lo que hay dentro de mí estuviera a punto de deshincharse.

—Bueno, no es exactamente eso —admití—. Pero se trata probablemente de una polaridad de signo contrario para el mismo hecho. Excitante, sí. Con escalofríos y calenturas. ¿Cómo podremos casarnos aquí?

—Pero, mi señor, amor mío, siempre me asombras. Sabía que me amabas. Y esperaba que me lo dijeras antes de… bueno, en su momento. Déjamelo oír una vez más. ¡No esperaba que te ofrecieras a casarte conmigo!

—¿Por qué no? Yo soy un hombre, tú eres una mujer. Es lo acostumbrado.

—Pero… ¡Oh, amor mío, ya te lo dije! No es necesario que te cases conmigo. De acuerdo con tus normas… soy una ramera.

—Ramera, bruja, todo lo que tú quieras. ¡Qué diablos, cariño! Lo dijiste tú, no yo. Y casi me convenciste de que las normas que me enseñaron eran bárbaras y las tuyas correctas. Es mejor que te suenes la nariz… toma, ¿quieres mi pañuelo?

Star se secó los ojos y se sonó la nariz, pero en vez del sí querido que yo deseaba oír se irguió en su asiento y no sonrió. Dijo seriamente:

—Mi señor Héroe, ¿no es mejor que pruebes el vino antes de comprar el barril?

Fingí que no la había entendido.

—Por favor, cariño —insistió Star—. Hablo en serio. Hay un espacio cubierto de hierba a tu derecha, un poco más adelante. Puedes llevarme allí ahora mismo, y yo iré de buena gana.

Me incorporé en el asiento y fingí mirar.

—Parece una hierba áspera. Y tiene pinchos.

—¡Entonces, escoge tu propia hierba! Mi señor… estoy deseosa de que me hagas tuya… pero te enterarás de que soy una pintora dominguera comparada con las artistas que conocerás algún día. Soy una mujer trabajadora. No he tenido tiempo para dedicar al asunto el estudio a fondo que merece. ¡Créeme!… No…, pruébame. No puedes saber que quieres casarte conmigo.

—De modo que eres una fregona torpe y fría, ¿eh?

—Bueno… no he dicho eso. No soy demasiado hábil… pero no me falta entusiasmo.

—Sí, como tu tía, la del dormitorio atestado. Es un rasgo familiar, como tú misma dijiste. Vamos a poner en claro una cosa: quiero casarme contigo a pesar de tus evidentes defectos.

—Pero…

—Star, hablas demasiado.

—Sí, mi señor —dijo Star humildemente.

—Vamos a casarnos. ¿Cómo lo haremos? ¿Es el señor local también juez de paz? En caso afirmativo, no habrá droit du seigneur; no tenemos dinero para frivolidades.

—Cada hacendado es el juez local —asintió Star pensativamente—, y celebra matrimonios, aunque la mayoría de nevjanos no se molestan en casarse. Pero… Bueno, sí, él esperaría ejercer el droit du seigneur y, como tú has dicho muy bien, no podemos perder tiempo.

—Y ésa no es la idea que yo tengo de una luna de miel. Star… mírame. No pretendo mantenerte en una jaula; sé que no te educaron de esa manera. Pero prescindiremos del señor. ¿Cuál es el tipo local de predicador? Un tipo célibe, de preferencia.

—Pero el señor local es el sacerdote también. No es que la religión sea una materia importante en Nevia; lo único que les interesa son los ritos de la fecundidad. Mi señor, el modo más sencillo es saltar sobre tu espada.

—¿Es esa una ceremonia matrimonial en el lugar del que procedes, Star? —pregunté.

—No, es de tu mundo:

Salta truhán, y brinca ramera,

Y casados quedaréis para siempre…

… Y es muy antigua.

—Mmmm… No creo en los versos matrimoniales. Es posible que yo sea un truhán, pero sé lo que tú opinas de las rameras. ¿Qué otras posibilidades existen aquí?

—Déjame pensar. Hay un «propalador de rumores» en una aldea por la que pasaremos poco después de la hora del almuerzo. Esos individuos casan a veces a pueblerinos que desean que su boda sea ampliamente conocida; el servicio incluye propagar la noticia.

—¿Qué clase de servicio?

—Lo ignoro. Y no me importa, mi señor. ¡Estaremos casados!

—¡Ése es el espíritu! No nos pararemos a almorzar.

—No, mi señor —dijo Star en tono firme—. Si voy a ser esposa, seré una buena esposa y no permitiré que pases por alto una comida.

—¿Imponiéndote ya? Creo que voy a zurrarte.

—Como quieras, mi señor, pero tienes que comer, necesitarás toda tu fuerza…

—¡Desde luego! …para luchar. Y ahora siento que se han decuplicado mis deseos de sobrevivir… Aquí hay un lugar apropiado para almorzar.

Star desvió a Vita Brevis del camino; Ars Longa siguió a su compañera. Star miró hacia atrás por encima de su hombro y sonrió, con hoyuelos.

—¿Te había dicho hoy que luces muy apuesto… amor mío?