Capítulo IX

RUFO me despertó sacudiéndome.

—¡Jefe! ¡Levántate! ¡Ahora mismo!

Enterré mi cabeza debajo de las sábanas.

—¡Déjame en paz!

Tenía la boca pastosa, la cabeza cargada, y me zumbaban los oídos.

—¡Ahora mismo! Lo ha dicho Ella.

Me levanté. Rufo llevaba sus ropas de Payaso y la espada al cinto, de modo que me vestí del mismo modo y me ceñí la espada. Mis ayudas de cámara no estaban a la vista, ni mi uniforme de procónsul. Entré tambaleándome detrás de Rufo en el gran comedor. Allí estaba Star, vestida para viajar, con aire enfurruñado. La sala no recordaba en absoluto los esplendores de la noche anterior; parecía un establo abandonado. Había una sola mesa, y encima de ella un trozo de carne fría en grasa congelada, y un cuchillo a su lado.

La miré sin el menor entusiasmo.

—¿Qué es eso?

—Tu desayuno, sí lo quieres. Pero yo no me demoraría debajo de este techo para comer carne fría.

Star había hablado en un tono y con una expresión que desconocía en ella.

Rufo tocó mi manga.

—Jefe. Salgamos de aquí. Ahora.

De modo que salimos. No había un alma a la vista, ni dentro ni fuera, ni siquiera niños o perros. Pero había tres de aquellos animales de ocho patas, ensillados y a punto para emprender la marcha. Los aparejos eran terriblemente complicados; cada uno de los pares de patas tenía un yugo de cuero encima, y la carga estaba repartida por medio de unas pértigas que se flexionaban lateralmente, una a cada lado, y montada sobre ellas había una silla con un respaldo, un asiento almohadillado y apoyos para los brazos. Atados a los respaldos se hallaban lo que podríamos llamar riendas.

A la izquierda, una palanca servía al mismo tiempo de freno y de acelerador, y prefiero no decir cómo eran transmitidas las sugerencias a los animales. Sin embargo, a los «caballos» no parecía importarles.

No eran caballos. Tenían la cabeza ligeramente equina, pero sus patas terminaban en una especie de pies planos en vez de pezuñas, y eran omnívoros, no comedores de alfalfa. Pero uno aprendía a simpatizar con aquellas bestias. Yo bauticé a la mía con el nombre de Ars Longa. Era una hembra, y tenía unos ojos afectuosos.

Rufo ató mi ballesta y mi carcaj detrás de mi silla y me mostró cómo había que subir a bordo, ajustar el cinturón de mi asiento, e instalarme cómodamente con los pies sobre unos apoyos especiales que hacían las veces de estribos y la espalda contra el respaldo: tan cómodos como asientos de primera clase en un avión de pasajeros. Emprendimos la marcha a un paso sostenido de dieciocho kilómetros por hora (con aquellos animales no podía hablarse de trote, ni de galope, ni de etc.), suavizado por aquella suspensión de ocho puntos, de modo que era como viajar en automóvil por un camino de grava.

Star cabalgaba en cabeza, y no había pronunciado ni una sola palabra. Traté de hablar con ella, pero Rufo tocó mi brazo.

—No lo hagas, Jefe —dijo en voz baja—. Cuando Ella está así, lo único que se puede hacer es esperar.

Más adelante, con Rufo a mi lado y Star fuera del alcance de mi voz, dije:

—Rufo, ¿qué diablos ha ocurrido?

Rufo enarcó las cejas.

—Nunca lo sabremos. Ella y el Doral discutieron por algo, eso es evidente. Pero es mejor que finjamos que no pasó nada.

Rufo se calló, y yo hice lo mismo. ¿Se había mostrado Jocko impertinente con Star? No cabía duda de que estaba borracho, y en tal estado podía haber molestado a Star con sus apetencias «amorosas». Pero me costaba trabajo imaginar a Star incapaz de manejar a un hombre para que no la asaltara sin herir sus sentimientos.

Esto hizo que mis pensamientos siguieran una línea más bien desagradable. Si la hermana mayor hubiera entrado sola. Si la señorita Tiffany no se hubiera dormido… Si mi ayuda de cámara pelirroja se hubiera presentado a desvestirme tal como yo había dado por supuesto que haría… ¡Oh, diablos!

De pronto, Rufo aflojó el cinturón de su asiento, inclinó hacia atrás el respaldo, levantó los apoyos para los pies, se tapó la cara con un pañuelo, y empezó a roncar. Al cabo de un rato yo hice lo mismo; había dormido muy poco, no había desayunado, y tenía una resaca descomunal. Mi «caballo» no necesitaba ninguna ayuda; los dos seguían dócilmente a la montura de Star.

Cuando desperté me encontré mucho mejor, aparte del hambre y la sed. Rufo seguía durmiendo; la montura de Star se mantenía a una distancia de cincuenta pasos delante de las nuestras. Nos rodeaba aún un paisaje de tierras cultivadas, y a un kilómetro de distancia delante de nosotros se erguía una vivienda: no el hogar de un hacendado, sino una casa de labor. Pude ver un pozo y pensé en pozales cubiertos de musgo, frescos y húmedos y rezumando fiebres tifoideas… Bueno, en Heidelberg me había vacunado. Necesitaba beber. Agua, quiero decir. Mejor todavía, cerveza: por esos andurriales elaboraban una cerveza excelente.

Rufo bostezó, apartó el pañuelo de su rostro y levantó su asiento.

—Creo que me he adormilado —dijo, con una sonrisa estúpida.

—Rufo, ¿ves aquella casa?

—Sí. ¿Qué pasa con ella?

—Comida, eso es lo que pasa. No puedo seguir adelante con el estómago vacío. Y tengo tanta sed, que podría exprimir una piedra y beberme su suero.

—En tal caso, será mejor que empieces a hacerlo.

—¿Eh?

—Mi señor, lo siento, yo también tengo sed, pero no vamos a pararnos aquí. A Ella no le gustaría.

—A Ella no le gustaría, ¿eh? Mira, Rufo, vamos a aclarar las cosas. El hecho de que mi dama Star esté de mal humor no es motivo para que yo cabalgue todo el día sin comer ni beber. Tú puedes hacer lo que te parezca; yo me pararé a almorzar. Uh… ¿llevas algún dinero encima? ¿Dinero local?

Rufo sacudió la cabeza.

—No hagas eso, no aquí, Jefe. Espera otra hora. Por favor.

—¿Por qué?

—Porque nos encontramos todavía en tierras del Doral, por eso. No sé si él haya enviado aviso para que nos maten sin previa advertencia; Jock no es mala persona. Pero preferiría llevar una buena armadura; una lluvia de flechas no me sorprendería lo más mínimo.

—¿De veras crees eso?

—Depende de lo furioso que esté. En cierta ocasión, cuando un hombre le ofendió realmente, el Doral hizo que le destriparan y… no, no puedo contar eso. —Rufo tragó saliva, y pareció marearse—. Después de la noche que he pasado, no soy yo mismo. Es mejor que hablemos de cosas agradables. Has mencionado el exprimir el suero de una roca. ¿Pensabas acaso en Muldoon el Fuerte?

—¡Maldita sea, no cambies de tema! —Me latían las sienes—. El hombre que dispare una flecha contra mí será mejor que revise los agujeros en su propio pellejo. Tengo sed.

—Jefe —suplicó Rufo—. Ella no comerá ni beberá en tierras del Doral… aunque le supliquen que lo haga. Y Ella tiene razón. Tú no conoces las costumbres. Aquí, uno acepta lo que se da de buena gana… pero incluso un niño es demasiado orgulloso como para tomar algo exigido por la fuerza. Diez kilómetros más. ¿Acaso el héroe que mató a Igli no puede recorrer otros diez kilómetros antes de desayunar?

—Bueno… de acuerdo, de acuerdo. Pero éste es un país demencial, tienes que admitirlo. Completamente absurdo.

—Mmmmm… —murmuró Rufo—. ¿Has estado alguna vez en Washington, Distrito de Columbia?

—Bueno… —Hice una mueca—. ¡Touché! Olvidaba que éste es tu país natal. No pretendía ofenderte.

—¿Mi país natal? Ni hablar. ¿Qué te hace pensarlo?

—Verás… —Ni Rufo ni Star lo habían dicho, pero…— Conoces las costumbres, hablas el idioma como un nativo…

—Mi señor Oscar, he olvidado los idiomas que hablo. Cuando oigo uno de ellos, lo hablo.

—Bueno, tú no eres norteamericano. Ni francés, creo.

Sonrió alegremente.

—Podría enseñarte certificados de nacimiento de los dos países… o al menos hubiese podido hacerlo antes de perder nuestro equipaje. Pero no, no soy de la Tierra.

—Entonces… ¿de dónde eres?

Rufo vaciló.

—Será mejor que se lo preguntes a Ella.

—¡Maldita sea! Tengo los dos pies trabados y un saco sobre mi cabeza. Esto es absurdo.

—Jefe —se apresuró a decir Rufo—. Ella contestará a cualquier pregunta que le hagas. Pero tienes que hacérsela.

—¡Desde luego que se la haré!

—Hablemos de otra cosa. Has mencionado a Muldoon el Fuerte…

—Lo has mencionado tú.

—Bueno, tal vez lo haya hecho. No llegué a conocer a Muldoon, aunque he estado en aquella parte de Irlanda. Un hermoso país, y el único pueblo realmente lógico de la Tierra. Los hechos no les desvían del camino de la verdad más elevada. Un pueblo admirable. Oí hablar de Muldoon a uno de mis tíos, un hombre veraz que durante muchos años se dedicó a escribir discursos para los políticos. Pero en aquella época, debido a un malentendido (escribió algunos discursos para candidatos rivales), estaba disfrutando de unas vacaciones como corresponsal independiente de un sindicato norteamericano especializado en artículos para las ediciones dominicales de los periódicos. Oyó hablar de Muldoon el Fuerte y decidió entrevistarle, para lo cual tomó un tren en Dublín, luego un autobús local, y finalmente las Yeguas de Shank. Encontró a un hombre labrando un campo con un arado de un caballo… pero aquel hombre empujaba el arado delante de él sin ningún caballo, abriendo un surco de veinte centímetros de profundidad.

—¡Ajá! —dijo mi tío. Y llamó al hombre:

—¡Señor Muldoon!

El hombre interrumpió su tarea y dijo:

—¡Dios le bendiga por el error, amigo! —Cogió el arado con una sola mano, señaló con él y añadió—: Encontrará usted a Muldoon por ahí. Él es un hombre fuerte.

»De modo que mi tío le dio las gracias y continuó su camino, hasta que encontró a otro hombre que clavaba unos postes en el suelo con las manos desnudas… y en un suelo rocoso, por añadidura. Y mi tío le llamó por el nombre de Muldoon. El hombre quedó tan sorprendido que dejó caer los diez o doce postes de quince centímetros de diámetro que sostenía debajo del otro brazo.

—¡Siga adelante, amigo! —dijo—. Sepa que Muldoon vive mucho más lejos, al final de este mismo camino. Él es fuerte.

»Poco después mi tío encontró a otro hombre que estaba construyendo una valla de piedra. No utilizaba ninguna clase de argamasa. Las piedras eran muy grandes, y él las partía sin mazo ni cincel, golpeándolas con el filo de la mano y descantillando los bordes con los dedos. De modo que mi tío volvió a dirigirse al hombre por aquel nombre glorioso. El hombre empezó a hablar, pero su garganta estaba seca a causa del polvo de la piedra; le falló la voz. Así que agarró una roca enorme, la estrujó como tú estrujaste a Igli… extrajo agua, de ella, y bebió. Luego dijo:

—No soy yo, amigo mío. Él es fuerte, como todo el mundo sabe. Bueno, más de una vez le he visto insertar su dedo meñique…

Mi mente fue distraída de aquella sarta de mentiras por una chica que estaba recogiendo heno en un campo al borde del camino. Tenía unos poderosos músculos pectorales, y llevaba un simple java-java. Se dio cuenta de que yo la miraba y me pareció que me guiñaba un ojo…

—¿Qué estabas diciendo? —le pregunté a Rufo.

—¿Eh?… con un solo dedo… y se sostenía sobre un brazo durante horas enteras.

—Rufo —dije—, no creo que pudiera sostenerse más allá de unos cuantos minutos. La tensión sobre los tejidos, y todo eso.

—Jefe —respondió Rufo en tono dolido—, podría llevarte al lugar en el que el Poderoso Dugan solía realizar ese ejercicio.

—Dijiste que se llamaba Muldoon.

—Era un Dugan por parte de su madre, a la que apreciaba mucho. Creo que te alegrará saber, mi señor, que el límite de las tierras del Doral está a la vista. El almuerzo es cuestión de minutos.

—Será bien acogido por mi parte. Con unos cuantos litros de cualquier cosa, incluso agua.

—Aprobado por aclamación. La verdad sea dicha, mi señor, hoy no me encuentro en mi mejor forma. Necesito comida y bebida y una larga siesta antes de que empiece el jaleo, o bostezaré cuando tenga que luchar. La noche ha sido demasiado larga.

—No te vi en el banquete.

—Estaba allí en espíritu. En la cocina la comida es más caliente, se pueden elegir los mejores bocados, y la compañía es menos formal. Pero no tenía intención de pasar allí la noche. Mi lema es acostarme temprano. «Moderación en todas las cosas». Epícteto. Pero la repostera… Bueno, me recuerda a otra muchacha que conocí, asociada conmigo en un negocio legal, contrabando. Pero su lema era que si una cosa merece la pena conviene sacarle todo el jugo posible… y ella lo hacía. Contrabandeaba más de lo normal, por su cuenta y sin que yo lo supiera, estropeando así el trato que yo tenía con los aduaneros, a los que sobornaba de acuerdo con la importancia del contrabando, y exponiéndome a que ellos creyeran que yo no era un hombre honrado.

»Pero una muchacha no puede cruzar las barreras gorda como una oca sobrealimentada y volver a cruzarlas en sentido contrario veinte minutos después tan flaca como el número uno (no es que estuviera tan flaca, es sólo una manera de hablar), sin provocar miradas pensativas. Y si no hubiera sido por la cosa rara que hizo el perro por la noche, los aduaneros nos hubieran empaquetado.

—¿Cuál era la cosa rara que el perro hacía por la noche?

—Lo mismo que yo estuve haciendo anoche. El ruido nos despertó y saltamos del tejado, libres, pero sin nada que mostrar después de seis meses de duro trabajo aparte unas rodillas despellejadas. Pero aquella repostera… Tú la viste, mi señor. Pelo castaño, ojos azules, una grupa de viuda y el resto asombrosamente parecido a Sofía Loren.

—Tengo un vago recuerdo de algo así.

—Entonces no la viste, porque en Nalia no hay nada vago. Desde luego, anoche me había propuesto comportarme honestamente, sabiendo que hoy tendríamos jaleo. Ya sabes… Cuando se hace de noche se apaga la luz; Cuando amanece, nace un nuevo día… como dijo el Sabio. Pero yo no había contado con Nalia… De modo que aquí estoy sin haber dormido ni desayunado, y si caigo muerto antes de que anochezca, en un charco de mi propia sangre, la culpa será en parte de Nalia.

—Yo afeitaré tu cadáver, Rufo; te lo prometo.

Habíamos cruzado la línea fronteriza de las tierras del Doral, pero Star no aminoró el paso.

—A propósito, ¿dónde aprendiste el oficio de enterrador?

—¿El qué? ¡Oh! Eso fue en un lugar muy lejano… Mira, en la cumbre de aquel montículo, detrás de aquellos árboles, hay una casa, y allí es donde almorzaremos. Una gente muy agradable.

—¡Bien! —La idea del almuerzo fue un punto luminoso mientras yo lamentaba de nuevo mi honesto comportamiento de la noche anterior—. Rufo, tienes una idea equivocada de la cosa rara que el perro hizo por la noche.

—¿Mi señor?

—El perro no hizo nada por la noche, ésa fue la cosa rara.

—Bueno, ciertamente no parece ser así —dijo Rufo, en tono dubitativo.

—Otro perro, otro lugar lejano. Lo siento… —Lo que había empezado a decir era: «anoche me ocurrió algo curioso al ir a acostarme… y yo me comporté honestamente».

—¿De veras, mi señor?

—De veras, aunque sólo fuera de obra y no de pensamiento.

Necesitaba contárselo a alguien, y Rufo era la clase de bribón en el que podía confiar. Le conté la Historia de las Tres Sílfides.

—Tendría que haberme arriesgado —terminé—. Y desde luego lo hubiera hecho, si aquella niña se hubiese acostado a su hora… sola. O al menos creo que lo hubiera hecho, exponiéndome a recibir un estacazo o a tener que saltar por una ventana… Rufo, ¿por qué será que las mujeres más guapas tienen siempre padres o maridos? Pero te digo la verdad, allí estaban: la Gran Sílfide, la Sílfide Mediana y la Pequeña Sílfide, las tres al alcance de mi mano y todas ellas ansiosas por mantener mi cama caliente… ¡y no hice absolutamente nada! ¡Anda, ríete. Lo merezco!

Pero Rufo no rio. Me volví a mirarle, y su expresión era lamentable.

—¡Mi señor! ¡Camarada Oscar! ¡Dime que no es verdad!

—Es verdad —murmuré—. Y lo lamenté inmediatamente. Demasiado tarde. ¡Y tú te quejas de tu noche!

—¡Oh, Dios mío! —Rufo hostigó a su montura y se alejó.

Ars Longa miró hacia atrás con aire interrogador por encima de su hombro, y luego siguió avanzando al paso.

* * *

RUFO se reunió con Star; se detuvieron, cerca de la casa donde nos aguardaba el almuerzo. Esperaron, y me reuní con ellos. El rostro de Star no reflejaba ninguna emoción; Rufo, en cambio, parecía insoportablemente turbado.

Star dijo:

—Rufo, ve a pedir comida para nosotros. Tráela aquí. Yo hablaré con mi señor a solas.

—Sí, mi dama. —Y Rufo se alejó rápidamente.

Star me dijo, con el rostro inexpresivo:

—Mi señor héroe, ¿es eso cierto? ¿Lo que tu lacayo acaba de contarme?

—No sé lo que te ha contado.

—Acerca de tu fracaso… tu supuesto fracaso… anoche.

—Ignoro lo que tú entiendes por «fracaso». Si quieres saber lo que hice después del banquete… dormí solo. Punto.

Star suspiró, pero su expresión no cambió.

—Quería oírlo de tus labios. Para ser justa. —Luego su expresión cambió, y confieso que nunca había visto reflejarse tanta rabia en un rostro humano. Sin levantar la voz, y en un tono casi desapasionado, empezó a machacarme—: ¡Tú, héroe! ¡Tú, increíble mameluco sin sesos! ¡Torpe, zángano, patán, desgraciado, fanfarrón, idiota…!

—¡Basta!

—¡Silencio, no he terminado contigo! Insultar a tres inocentes damas, ofender a…

—¡CÁLLATE!

Mi vehemencia pareció sorprenderla; no le di tiempo a recobrarse.

—No vuelvas a hablarme nunca más en ese tono, Star. Nunca más.

—Pero…

—¡Cierra el pico, mocosa! No te has ganado el derecho a hablarme en ese tono. Ni permitiré que ninguna mocosa se gane nunca ese derecho. Te dirigirás a mí siempre, ¡siempre!, cortésmente y con respeto. Una palabra más en tu asqueroso vocabulario, y te azotaré las nalgas hasta que tus lágrimas fluyan como un manantial.

—¡No te atreverás!

—Aparta la mano de esa espada o la sacaré de su vaina, te bajaré los pantalones aquí mismo, y te azotaré con ella. Hasta que tu trasero esté rojo y pidas misericordia. Star, no acostumbro pegarle a las mujeres… pero castigo a las niñas desobedientes. A las damas las trato como damas. A las mocosas díscolas las trato como mocosas díscolas. Star, podrías ser la Reina de Inglaterra y la Emperatriz Galáctica en una sola pieza… pero UNA PALABRA MÁS fuera de tono y no podrás sentarte durante una semana. ¿Me has entendido?

Al final, Star murmuró:

—Te he entendido, mi señor.

—Y además de eso, dimito de mi papel de héroe. No estoy dispuesto a que me hablen de ese modo dos veces, y no quiero trabajar para una persona que me trata así incluso una sola vez.

Suspiré, dándome cuenta de que acababa de perder de nuevo mis galones de cabo. Pero siempre me había sentido más cómodo y más libre sin ellos.

—Sí, mi señor. —Apenas pude oírla. Se me había ocurrido que Niza quedaba muy lejos. Pero en el fondo aquello no me preocupaba.

—De acuerdo, vamos a olvidarlo.

—Sí, mi señor —y Star añadió en voz baja—: Pero ¿puedo explicarte por qué te he hablado de esa manera?

—No.

—Sí, mi señor.

Un largo y silencioso rato más tarde, Rufo regresó. Se detuvo fuera del alcance de nuestras voces, y le hice señas de que se uniera a nosotros.

Comimos en silencio, y yo no comí mucho, pero la cerveza era buena. Rufo trató de entablar una conversación escogiendo como tema una imposibilidad acerca de otro de sus tíos. Pero no tardó en desistir al comprobar que nadie le escuchaba.

Después del almuerzo, Star hizo girar a su montura: aquellos «caballos» no poseen demasiada facilidad de maniobra, y hay que «acompañarlos» para hacerles dar media vuelta. Rufo dijo:

—¿Mi dama?

Star anunció, impasible:

—Voy a regresar al Doral.

—¡Mi Dama! ¡No lo hagas, por favor!

—Mi querido Rufo —dijo Star, en tono cariñoso pero triste—, tú puedes esperar en aquella casa y si dentro de tres días no he regresado, eres libre.

Me miró, y desvió sus ojos.

—Espero que mi señor Oscar no tendrá inconveniente en escoltarme. Pero no se lo pediré. No tengo derecho a pedírselo. —Y emprendió la marcha.

Tardé un rato en lograr que Ars Longa diera media vuelta; me faltaba práctica. Star se encontraba ya a cierta distancia. Cabalgué tras ella.

Rufo esperó hasta que terminé la maniobra, mordiéndose las uñas; luego, súbitamente, trepó a bordo y marchó conmigo. Cabalgamos rodilla contra rodilla, a unos cincuenta pasos detrás de Star. Finalmente, Rufo dijo:

—Esto es un suicidio. Lo sabes, ¿verdad?

—No, no lo sé.

—Bueno, pues así es.

—¿Es por eso por lo que no te molestas en decir «mi señor»?

—¿Mi señor? —Rufo rio silenciosamente y dijo—: Supongo que sí. No vale la pena pararse en esas tonterías cuando uno no tardará en morir.

—Estás equivocado.

—¿Eh?

—«Eh, mi señor», por favor. Sólo para practicar. Pero a partir de ahora, aunque sólo duremos treinta minutos. Porque ahora el espectáculo lo dirijo yo… y no sólo como lacayo de Star. No quiero que tu mente albergue ninguna duda acerca de quién es el jefe una vez empiece la lucha. Si no estás de acuerdo, puedes dar media vuelta y largarte con viento fresco. ¿Me has oído?

—Sí, mi señor Oscar —añadió Rufo pensativamente—: Supe que eras el jefe en cuanto regresé. Pero no comprendo cómo lo hiciste. Mi señor, nunca la había visto a Ella tan dócil. ¿Puedo preguntarte cómo lo lograste?

—No. Pero tienes mi permiso para preguntárselo a ella. Si crees que vas a salir bien librado. Ahora, háblame de este asunto del «suicidio»… y no me digas que ella no quiere que me aconsejes. En adelante me darás tu consejo cada vez que te lo pida… y mantendrás la boca cerrada si no lo hago.

—Sí, mi señor. De acuerdo. La perspectiva de suicidio. No hay modo de calcular las probabilidades. Depende de lo furioso que esté el Doral. Pero no habrá una lucha, no puede haberla. O nos dejarán secos en el momento en que asomemos nuestras narices allí… o estaremos a salvo hasta que abandonemos de nuevo esta región, incluso si el Doral nos dice que demos media vuelta y nos marchemos.

Rufo tenía un aspecto muy pensativo.

—Mi señor, si quieres saber lo que opino… Bueno, imagino que has insultado al Doral como nadie le había insultado en el curso de toda una vida larga y azarosa. De modo que hay noventa probabilidades contra diez de que en cualquier revuelta del camino lluevan sobre nosotros más flechas que sobre San Sebastián.

—¿Sobre Star, también? Ella no ha hecho nada. Ni tú. (Ni yo tampoco, añadí para mis adentros. ¡Qué país!).

—Mi señor, cada mundo tiene sus propias normas. Jock no desea lastimarla a Ella. Le gusta Ella. Está terriblemente encariñado con Ella. Podría decirse que la ama. Pero, si te mata a ti, tiene que matarla a Ella. Cualquier otra cosa sería inhumana de acuerdo con sus principios… y el Doral es un hombre de principios morales muy sólidos; es uno de los rasgos que le caracterizan. Y matarme también a mí, desde luego, pero yo no cuento. Tiene que matarla a Ella aunque al hacerlo desencadene una sucesión de acontecimientos que acabarán con él en cuanto se sepa la noticia. La cuestión es: ¿Tiene que matarte a ti? Imagino que tiene que hacerlo, conociendo a esa gente. Lo siento… mi señor.

Rumié todo aquello.

—Entonces, ¿por qué estás aquí, Rufo?

—¿Mi señor?

—Puedes reducir los «mi señor» a uno por hora. ¿Por qué estás aquí? Si tus cálculos son correctos, tu espada y tu ballesta no pueden afectar al desenlace. Ella te ofreció la posibilidad de quedar al margen. ¿De qué se trata? ¿De orgullo? ¿O estás enamorado de ella?

—¡Oh, Dios mío, no!

De nuevo vi a Rufo realmente trastornado.

—Discúlpame —continuó—. Me has pillado con la guardia baja.

Meditó unos instantes.

—Por dos motivos, supongo. El primero es que si Jock nos permite parlamentar… bueno, Ella sabe hablar. En segundo lugar —me miró de soslayo—, soy supersticioso, lo admito. Tú eres un hombre de suerte. Lo he comprobado. De modo que quiero estar cerca de ti, aunque la razón me diga que eche a correr. Podrías caer en un sumidero y…

—Tonterías. Tendrías que oír la historia de mi mala suerte.

—En el pasado, tal vez. Pero yo hago mi apuesta mientras ruedan los dados. —Y Rufo se calló.

Un poco más tarde dije:

—No me sigas.

* * *

AVIVÉ el paso de mi montura y me reuní con Star.

—Éste es el plan —le dije—. Cuando lleguemos allí, tú te quedarás en el camino con Rufo. Yo iré solo.

Star ahogó una exclamación.

—¡Oh, mi señor! ¡No!

—Sí.

—Pero…

—Star, ¿quieres que regrese? ¿Cómo paladín tuyo?

—¡Con todo mi corazón!

—De acuerdo. En tal caso, haz lo que te digo.

Star esperó antes de contestar.

—Oscar…

—Sí, Star.

—Haré lo que tú digas. Pero ¿me dejas explicar antes de decidir lo que dirás?

—Adelante.

—En este mundo, el lugar de una dama está junto a su paladín. Y ahí es donde yo quiero estar, Héroe mío, cuando hay peligro. Especialmente cuando hay peligro. Pero a veces hay que prescindir de los sentimientos y de los formulismos. Sabiendo lo que sé, puedo profetizar con toda certeza que, si tú te adelantas, morirás inmediatamente, y moriré yo, y Rufo, en cuanto nos den alcance. Que será muy pronto, ya que nuestras monturas están cansadas. En cambio, si me adelanto yo…

—No.

—Por favor, mi señor, no lo estaba proponiendo. Si fuera yo sola, probablemente moriría tan pronto como tú. O tal vez, en lugar de arrojarme como comida a los cerdos, el Doral se limitaría a obligarme a alimentar a los cerdos y a ser un juguete para los porquerizos… un destino más misericordioso teniendo en cuenta mi absoluta degradación al volver sin ti. Pero el Doral me estima y creo que podría dejarme vivir… como una porqueriza y no mejor que los cerdos. Me arriesgaría a eso en caso necesario y esperaría mi oportunidad para escapar, ya que no puedo permitirme ser orgullosa; no tengo orgullo, sólo necesidad.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¡Star, Star!

—¡Querido!

—¿Eh? ¿Qué dijiste?…

—¿Puedo decirlo? Es posible que no tengamos mucho tiempo. Héroe mío… cariño. —Se inclinó hacia mí ciegamente, tomó una de mis manos, y la apretó contra su pecho.

Luego se irguió, pero sin soltar mi mano.

—Ahora estoy bien. Soy una mujer cuando menos lo esperaba. No, mi querido Héroe, sólo hay una manera de presentarnos y es uno al lado del otro, orgullosamente. No sólo es la más segura, sino también la única que yo desearía… si pudiera permitirme el tener orgullo. Puedo permitirme cualquier otra cosa. Podría comprarte la Torre Eiffel para que jugaras con ella, y reemplazarla cuando la rompieras. Pero no orgullo.

—¿Por qué es la manera más segura?

—Porque el Doral podría, digo «podría», dejarnos parlamentar. Si puedo pronunciar diez palabras, me concederá cien. Y luego mil. Y es posible que pueda cicatrizar su herida.

—De acuerdo Star. Pero…, ¿qué hice yo para herirle? ¡No hice nada! Al contrario, Me tomé un montón de molestias para no herirle.

Star permaneció en silencio unos instantes. Luego dijo:

—Tú eres un norteamericano.

—¿Qué tiene que ver con ello? Jock no lo sabe.

—Tal vez sea ésa la clave de la cuestión. No, América es un simple nombre para el Doral, puesto que, aunque ha estudiado los Universos, nunca ha viajado. Pero… ¿no te enfadarás conmigo otra vez?

—Uh… di lo que tengas que decir para explicar las cosas, pero no me riñas… Oh, diablos, ríñeme si quieres… por una sola vez. Pero no te lo tomes por costumbre… querida.

Star apretó mi mano.

—¡No volveré a hacerlo! El error fue mío, al no tener en cuenta que eres norteamericano. No conozco América como la conoce Rufo. Si Rufo hubiese estado allí… Pero estaba putañeando en la cocina. Supongo que supuse, cuando te ofrecieron techo, mesa y cama, que te comportarías como se hubiera comportado un francés. Ni por un momento soñé que te negaras. De haberlo sabido, podría haber tejido un millar de excusas para ti. Un juramento. Un día sagrado en tu religión… Jock se hubiera sentido decepcionado, pero no herido; es un hombre de honor.

—Pero… Maldita sea, sigo sin comprender por qué quiere matarme por no haber hecho algo que, en mi país, podría ser motivo para que deseara matarme. En este país, ¿está obligado un hombre a aceptar cualquier proposición que le haga una mujer? ¿Y por qué corrió a quejarse la esposa del Doral? ¿Por qué no lo mantuvo en secreto? Lo hizo todo a la descarada, trayendo incluso a sus propias hijas.

—Pero, querido, nunca fue un secreto. El Doral te lo pidió públicamente, y tú lo aceptaste públicamente. ¿Cómo te sentirías tú si tu esposa, en vuestra noche de bodas, te echara del dormitorio? «Techo, mesa y cama». Y tú aceptaste.

—«Cama». Star, en América las camas son muebles que sirven para muchas cosas. A veces dormimos en ellas. Dormimos, simplemente. No se me ocurrió pensar otra cosa.

—Lo sé. No conoces el idioma. Fue culpa mía. Pero ¿comprendes ahora por qué el Doral se sintió completamente, y públicamente, humillado?

—Bueno, sí, pero él mismo se lo buscó. Me lo pidió en público. Hubiera sido peor si le hubiese dicho que no entonces.

—En absoluto. Tú no tenías la obligación de aceptar. Podías haberte negado con elegancia. Tal vez el modo más elegante hubiera consistido en alegar que el héroe padecía una trágica incapacidad, temporal o permanente, a causa de unas heridas recibidas en la misma batalla que le consagró como un héroe.

—Me acordaré de eso. Pero sigo sin comprender por qué se mostró tan asombrosamente generoso.

Star me miró a los ojos.

—Querido, ¿puedo decirte que tú me has asombrado a mí cada vez que he hablado contigo? Y yo había creído que mi capacidad de asombrarme estaba agotada desde hacía muchos años.

—Lo mismo te digo. Tú siempre me has asombrado a mí. Sin embargo, me has gustado siempre… excepto una vez.

—Mi señor Héroe, ¿cuán a menudo crees que un simple hacendado tiene la oportunidad de adquirir para su familia un hijo de Héroe, y criarlo como si fuera suyo? ¿No puedes comprender su amarga decepción al verse defraudado después de creer que le habías prometido ese momio? ¿Su vergüenza? ¿Su cólera?

Mi mente empezó a trabajar a marchas forzadas pensando en ello.

—Bueno, admito que eso ocurre también en América. Pero es algo de lo que no se alardea.

Otros países, otras costumbres. Como mínimo, el Doral había creído que gozaba del honor de que un héroe le tratara como a un hermano. Y con un poco de suerte esperaba obtener un héroe para la casa Doral.

—¡Un momento! ¿Fue por eso por lo que me envió tres? ¿Para aumentar las probabilidades?

—Oscar, el Doral no hubiera vacilado en enviarte treinta… si tú hubieses sugerido que te sentías lo bastante heroico como para intentarlo. De todos modos, te envió a su esposa principal y a sus dos hijas preferidas.

Star vaciló.

—Lo que no entiendo… —Se interrumpió, y me formuló una pregunta más bien grosera.

—¡Diablos, no! —protesté, enrojeciendo—. No desde que tenía quince años. Pero algo que me deshinchó fue la presencia de aquella niña. La hermana pequeña, quiero decir. Creo que es virgen.

Star se encogió de hombros.

—Es posible. Pero no es una niña; en Nevia es una mujer. Y aunque sea virgen, como tú dices, apuesto a que será madre dentro de doce meses. Pero, si no te sentías con ánimos para desflorarla, ¿por qué no la hiciste salir y tomaste a su hermana mayor? Muri dejó de ser virgen hace muchísimo tiempo, lo sé a ciencia cierta… y he oído decir que es… «algo golfa», como creo que se dice en tu idioma.

Contesté con un gruñido. Yo había estado pensando lo mismo. Pero no quería hablar de ello con Star.

Star dijo:

¿Pardonne-moi, mon cher, Tu as dit?

—He dicho que había renunciado a las prácticas sexuales en Cuaresma.

Star me miró, intrigada.

—Pero la Cuaresma ha terminado, incluso en la Tierra. Y aquí no existe, desde luego.

—Lo siento.

—De todos modos, me alegra que no eligieras a Muri prefiriéndola a Letva; Muri se hubiera mostrado insoportablemente petulante con su madre después de una cosa así. Pero ¿debo entender que repararás esto, si puedo arreglarlo? —y Star añadió—: Tengo que saberlo, para enfocar adecuadamente el asunto.

(«¡Star, Star! ¡Tú eres la única con la que quiero acostarme!»).

—¿Esto es lo que tú deseas… cariño?

—¡Oh, ayudaría mucho!

—De acuerdo. Tú eres el médico. Una… tres… treinta: moriré intentándolo. ¡Pero nada de niñas!

—No hay problema. Déjame pensar. Si el Doral me permite pronunciar solamente cinco palabras… —Star quedó silenciosa. Su mano era agradablemente cálida.

Yo también pensé. Aquellas extrañas costumbres tenían ramificaciones, algunas de las cuales no estaban todavía lo suficientemente claras para mí. Por ejemplo, si Letva le había contado inmediatamente a su marido el desaire que yo le había hecho…

—¡Star! ¿Dónde dormiste tú anoche?

Star me miró con el ceño fruncido.

—Mi señor… ¿puedo pedirte, por favor, que te ocupes de tus propios asuntos?

—Eso pretendo. Pero todo el mundo parece ocuparse de los míos.

—Lo siento. Pero estoy muy preocupada, y no conoces aún mis peores preocupaciones. Pero, es una pregunta razonable, y merece una respuesta sincera. La hospitalidad se equilibra siempre, y los honores fluyen en los dos sentidos. Dormí en el lecho del Doral… Sin embargo, en caso de que tenga importancia, y es posible que la tenga para ti: todavía no comprendo a los norteamericanos, pero te diré que ayer recibí una herida y me molestaba aún. Jock es un hombre amable y comprensivo. Dormí en su cama, pero no hicimos más que eso: dormir.

Traté de que mi voz sonara indiferente.

—Siento mucho lo de la herida. ¿Te duele ahora?

—Ni pizca. El apósito caerá mañana. Sin embargo… anoche no fue la primera vez que disfruté de techo, mesa y cama en la casa Doral. Jock y yo somos viejos amigos, muy buenos amigos… y ése es el motivo de que crea que podrá concederme unos cuantos segundos antes de matarme.

—Bueno, me había imaginado algo por el estilo.

—Oscar, de acuerdo con tus normas, de acuerdo con la educación que has recibido, yo soy una ramera.

—¡Oh, nunca! Eres una princesa.

—Una ramera. Pero yo no nací en tu país, y mi educación estuvo determinada por otros principios. De acuerdo con mis normas, y a mí me parecen buenas, soy una mujer honesta. Y ahora… ¿sigo siendo «tu cariño»?

—¡Cariño mío!

—Mi querido héroe. Mi paladín. Acércate y bésame. Si morimos, quiero conservar en mis labios el calor de tus besos. La entrada se encuentra inmediatamente detrás de esa curva.

—Lo sé.

Unos instantes después penetrábamos orgullosamente en la zona de peligro, con las espadas envainadas y las ballestas en bandolera.