Capítulo VIII

MILORD DORAL’T Giuk Dorali tendría que haber sido tejano. No quiero decir que el Doral pudiera ser confundido con un tejano, sino que poseía aquella esplendidez del tú-pagas-el-almuerzo-y-yo-pago-los-Cadillacs.

Su casa era del tamaño de una tienda de circo, y tan pródiga como una cena de Acción de Gracias: opulenta, suntuosa, con refinada marquetería y joyas engastadas. Sin embargo, tenía un aspecto descuidado, y si uno no miraba donde ponía los pies podía pisar un juguete infantil o tropezar con cualquier cacharro y romperse la clavícula. Había niños y perros por todas partes, y era preciso sortear a los más cachorros —niños y perros—. Al Doral no le preocupaba. Al Doral no le preocupaba nada, gozaba de la vida.

Habíamos estado pasando a través de sus campos durante kilómetros y kilómetros (fértiles como los mejores de Iowa, y sin inviernos; Star me dijo que producían cuatro cosechas al año), pero a aquella hora tardía sólo vimos algún peón aquí y allá. En el camino encontramos un carromato. Yo pensé que era arrastrado por una reata de dos pares de caballos. Me equivoqué: la reata era de un solo par, y los animales no eran caballos, tenían ocho patas cada uno de ellos.

En el valle de Nevia todo es así, lo corriente mezclado con lo asombrosamente distinto. Los humanos eran humanos, los perros eran perros… pero los caballos no eran caballos. Como le ocurría a Alicia con el flamenco, cada vez que creía tener la cosa atrapada se me escurría de entre los dedos.

El hombre que conducía aquellos octópodos equinos nos miró con curiosidad, pero no porque le llamara la atención nuestra manera de vestir; él iba vestido como yo. Miraba a Star… ¿y quién no lo hubiera hecho? La gente que trabajaba en los campos llevaba una especie de java-java. Esta prenda, un simple trozo de tela rodeando el cuerpo y atado a la cintura, es el equivalente neviano de monos o tejanos azules para hombres y mujeres, indistintamente; lo que nosotros llevábamos era igual al Traje de Franela Gris o al negro básico de la mujer. Ropas de fiesta o de etiqueta… bueno, ésa es otra cuestión.

Al entrar en la hacienda propiamente dicha tropezamos con una nube de chiquillos y de perros. Uno de los niños echó a correr delante de nosotros y, cuando llegamos a la amplia terraza delante del edificio principal, Milord Doral en persona salió por la gran puerta de la casa. Yo no le hubiera reconocido como el dueño de la hacienda; llevaba uno de aquellos sarongs cortos, iba descalzo, y sin nada en la cabeza. Tenía una espesa mata de pelo veteado de gris, una barba imponente, y se parecía al General U.S. Grant.

Star agitó una mano y gritó:

—¡Jock! ¡Oh, Jocko! (El nombre era «Giuk», pero yo lo capté como «Jock», y con Jock se quedó).

El Doral nos miró, y luego se precipitó hacia nosotros como un tanque.

—¡EttyboO! ¡Benditos sean tus hermosos ojos azules! ¡Bendito sea tu trasero respingón! ¿Por qué no me avisaste? (Debo advertir que los dialectos nevianos no son paralelos a los nuestros. Trate usted de traducir ciertos dialectos franceses literalmente al inglés, y comprenderá lo que quiero decir. El Doral no estaba siendo grosero; estaba siendo formal y galantemente cortés con una antigua y muy respetada amiga).

Tomó a Star en sus brazos, la levantó del suelo, la besó en las dos mejillas y en la boca, mordisqueó una de sus orejas, y la dejó en el suelo con un brazo alrededor de su cintura.

—¡Juegos y festejos! ¡Tres meses de vacaciones! ¡Carreras y torneos cada día, orgías cada noche! ¡Premios para el más fuerte, el más guapo, el más listo…!

Star le interrumpió:

—Mi señor Doral…

—¿Eh? Y un premio especial para el primer bebé que nazca…

—¡Mi querido Jocko! Te amo de veras, pero tenemos que marcharnos mañana. Lo único que pedimos es un hueso para roer y un rincón para dormir.

—¡Tonterías! Tú no puedes hacerme eso.

—Sabes que tengo que hacerlo.

—¡Maldita sea la política! Moriré a tus pies, Pastel Azucarado. El corazón del viejo Jocko se parará. Siento aproximarse un ataque ahora mismo. —Se palpó el pecho—. En algún lugar, aquí…

Star le dio un golpecito amistoso en el vientre.

—Viejo tramposo. Morirás como has vivido, y no de un ataque cardíaco. Mi señor Doral…

—¿Sí, Mi Dama?

—Te traigo a un Héroe.

Jocko parpadeó.

—¿No te referirás a Rufo? ¡Hey, Rufo, viejo zorro! ¿Has oído alguna historieta picante últimamente? Anda, vete a la cocina y escoge tú mismo lo que te apetezca.

—Gracias, mi señor Doral. —Rufo hizo una profunda reverencia y se marchó.

Star dijo en tono firme:

—Si el Doral me permite…

—Te escucho.

Star se soltó del brazo de Jocko, se irguió en toda su estatura, y empezó a cantar:

Por las Risueñas Aguas Cantarinas,

llega un Héroe Hermoso y Valiente.

Oscar se llama este noble guerrero,

Inteligente y Fuerte y nunca intimidado,

Que atrapó al Igli con una pregunta,

Y le venció con paradojas,

Cerrando la boca del Igli con Igli.

¡Le alimentó a él con él, pies y dedos!

Nunca más las Aguas Cantarinas…

El canto continuó, sin que nada de ello fuera mentira, pero tampoco completamente cierto: coloreado como una descripción de un agente de prensa. Por ejemplo, Star dijo que yo había matado a veintisiete Fantasmas Cornudos, uno de ellos con las manos desnudas. No recuerdo que fueran tantos, y en cuanto a lo de las «manos desnudas», aquello fue un accidente. Yo acababa de ensartar con mi espada a uno de aquellos diablos cuando otro cayó a mis pies, empujado por detrás. No tenía tiempo de sacar mi espada del otro cuerpo, de modo que apoyé un pie sobre un cuerno y tiré fuertemente del otro con mi mano izquierda, y la cabeza se abrió como una sandía. Pero no lo hice a propósito, sino impulsado por la desesperación.

Star aludió incluso al heroísmo de mi padre, y afirmó que mi abuelo había conducido la carga en la Colina de San Juan, y luego empezó a referirse a mis bisabuelos. Pero cuando contó cómo me había producido la cicatriz que discurre desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula derecha, Star superó todas las marcas.

Ahora bien, Star me había interrogado la primera vez que nos encontramos, y me había estimulado a contarle más cosas durante aquella larga marcha, el día anterior. Pero yo no le había revelado la mayoría de los detalles que le estaba dando al Doral. Tenía que haber enviado detrás de mí durante meses enteros a la Súreté, al F.B.I. y a Archie Goodwin. Nombró incluso el equipo contra el que habíamos jugado cuando me fracturé la nariz, y yo no le había contado nunca aquello.

Permanecí allí ruborizándome, mientras el Doral me miraba de arriba a abajo, con silbidos y resoplidos de admiración. Cuando Star terminó, con un simple: «Así fue como ocurrió», el Doral suspiró profundamente y dijo:

—¿Podríamos escuchar otra vez esa parte acerca de Igli?

Star se apresuró a complacerle, cantando palabras diferentes y más detalles. El Doral escuchó, enarcando las cejas y asintiendo con aire de aprobación.

—Una solución heroica —dijo—. De modo que es matemático, también… ¿Dónde estudió?

—Es un genio natural, Jock.

—Comprendo. —El Doral se acercó más a mí, me miró a los ojos, y apoyó sus manos sobre mis hombros—. El Héroe que ha derrotado a Igli puede elegir cualquier casa. Pero ¿honrará mi hogar aceptando hospitalidad de techo… y mesa… y cama?

El Doral hablaba con mucha seriedad, sin apartar sus ojos de los míos; no tuve oportunidad de mirar a Star para que me aconsejara con un gesto. Y yo necesitaba consejo. El individuo que dijo que los buenos modales son los mismos en todas partes y que las personas no son más que personas había viajado muy poco, probablemente nada. Yo no soy un tipo sofisticado, pero he corrido lo suficiente como para aprender eso. Era un discurso formal, protocolario, y requería una respuesta protocolaria.

Salí del paso como mejor me pareció. Apoyé mis manos en los hombros del Doral y contesté solemnemente:

—Me siento honrado mucho más allá de mis méritos, mi señor.

—Pero ¿aceptas? —inquirió ansiosamente.

—Acepto con todo mi corazón. («Corazón» es bastante aproximado. Estaba teniendo problemas con el idioma).

El Doral pareció suspirar aliviado.

—¡Glorioso! —Me agarró con sus brazos de oso, me apretujó, me besó en las dos mejillas, y sólo un rápido regate me salvó de que me besara en la boca.

Luego se irguió y gritó:

—¡Vino! ¡Cerveza! ¡Aguardiente! ¿Qué clase de payasada es ésta? ¡Despellejaré a alguien en vivo! ¡Sillas! ¡Servicio para un Héroe! ¿Dónde está todo el mundo?

Esto último era hablar por hablar; mientras Star estaba recitando el gran tipo que soy, en la terraza se habían reunido de dieciocho a cincuenta personas, empujándose y tratando de situarse en una buena posición para presenciar el espectáculo. Entre ellos debían encontrarse los criados de servicio, porque antes de que el Jefe dejara de aullar pusieron en mi mano una jarra de cerveza y un vaso con cuatro onzas de aguardiente de 50 grados en la otra. Jocko bebió al estilo carretero, de modo que le imité, y luego me sentí feliz al sentarme en una silla que ya estaba detrás de mí, notando los primeros efectos estimulantes de la cerveza.

Otras personas me agobiaron ofreciéndome trozos de queso, carne fría, conservas de esto y de aquello, sin esperar a que lo aceptara sino introduciéndolo en mi boca si la abría incluso para decir «¡Gesundheit!». Comí lo que me ofrecían, contrarrestando así los efectos de la bebida.

Entretanto, el Doral me estaba presentando su familia. Hubiera sido preferible que llevaran galones, porque no logré averiguar exactamente qué rango tenían. Las ropas no ayudaban porque, en tanto que el hacendado iba vestido como un peón, una de las fregonas podía (y a veces lo hacía) presentarse con su mejor vestido de fiesta y cargada de adornos dorados. Tampoco me eran presentados por orden de categoría.

Estuve a punto de no enterarme de cuál de las mujeres era la dama de la hacienda y esposa de Jocko: la más veterana de sus esposas. Se trataba de una mujer de edad madura, una morena con unos cuantos kilos de más pero con aquel dividendo muy bien repartido. Iba vestida con el mismo descuido que Jocko pero, por fortuna, me fijé en ella porque fue inmediatamente a saludar a Star y se abrazaron y besaron cordialmente, demostrando así que eran antiguas amigas. De modo que tensé los oídos cuando me fue presentada unos instantes después como la Doral (en tanto que Jocko era el Doral).

Me puse en pie de un salto, agarré su mano, me incliné sobre ella y la apreté contra mis labios. Esto dista mucho de ser una costumbre neviana, pero provocó aplausos, y la Doral se ruborizó y pareció complacida, y Jocko sonrió con orgullo.

Fue la única persona por la cual me levanté. Cada uno de los hombres y de los muchachos se inclinó delante de mí; todas las individuas de seis a sesenta años me dedicaron una cortesía: no lo que nosotros entendemos por ello, sino al estilo neviano. Era algo parecido a un paso de twist. Mantenerse en equilibrio sobre un pie y echarse hacia atrás todo lo posible, luego mantenerse en equilibrio sobre el otro pie echándose hacia adelante, todo ello unido a una lenta ondulación del cuerpo. Explicado así no parece gracioso pero lo es, y demostraba que en el clan de los Doral no había un solo caso de artritis ni de disco de la columna vertebral desplazado.

Jocko no se molestaba en citar nombres. Las hembras eran «Querida», y «Corderilla», y «Gatita», y a todos los varones, incluso a aquéllos que parecían más viejos que él, les llamaba «Hijo».

Posiblemente la mayoría de ellos eran hijos suyos. La estructura familiar neviana es algo que no llegué a comprender del todo. Aquello parecía algún tipo de feudalismo como el que conocimos en nuestra propia historia —y quizá lo era—, pero nunca puse en claro si aquella multitud eran los esclavos del Doral, sus siervos, sus empleados, o si eran todos miembros de una gran familia. Una mezcla de las dos cosas, creo. Los títulos no significaban nada. El único título que ostentaba Jocko era la diferenciación mediante el artículo que le convertía en el Doral en lugar de ser uno cualquiera de un par de centenares de Dorales. He esparcido el apelativo «mi señor» aquí y allí en estas memorias porque Star y Rufo lo utilizaban, pero en neviano no pasaba de ser una forma cortés de dirigirse a un igual. «Freiherr» no significa «hombre libre», y «monsieur» no significa «mi señor»: esas cosas no se traducen bien. Star salpicaba su charla de «mi señor» porque era demasiado cortés para decir «¡Hey, Mac!», aunque se tratara de amigos íntimos. (Las expresiones más corteses en neviano le ganarían a uno un puñetazo en un ojo en los Estados Unidos).

* * *

UNA VEZ efectuadas todas las presentaciones a Gordon, Héroe de Primera Categoría, suspendimos la sesión para prepararnos para el banquete que Jocko, frustrados sus tres meses de jolgorio, había decidido ofrecernos. Aquello me separó de Star y de Rufo, y fui escoltado hasta mis habitaciones por mis dos ayudas de cámara.

He dicho ayudas de cámara, y debo especificar que en este caso eran del género femenino. Menos mal que yo me había acostumbrado a ser atendido por mujeres en los lavabos públicos europeos, y no digamos ya en el Sudeste de Asia y en la Isla del Levante; en las escuelas norteamericanas no le enseñan a uno a tratar con ayudas de cámara femeninos. Especialmente cuando son jóvenes y atractivas y con unas terribles ganas de complacer… y sobre todo después de los peligros que me habían amenazado durante el día. La primera vez que formé parte de una patrulla aprendí que nada excita tanto aquella antigua necesidad biológica como el hecho de que disparen generosamente contra uno y salga con vida de la experiencia…

Si hubiese sido una sola, podría haber llegado tarde a la cena. Siendo dos, se vigilaban la una a la otra, aunque no creo que lo hicieran a propósito. Pellizqué el trasero de la pelirroja cuando la otra no estaba mirando, y me pareció haber llegado a un acuerdo tácito para más tarde.

Bueno, el hecho de que le enjabonen a uno la espalda es divertido también. Trasquilado, cepillado, afeitado, duchado, oliendo como una rosa belígera, embutido en el atuendo más caprichoso desde que Cecil B. de Mille volvió a escribir la Biblia, fui entregado puntualmente por ellas en la sala del banquete.

Pero el uniforme de procónsul que yo llevaba era un traje de faena comparado con el equipo de Star. Había perdido todos sus bonitos vestidos a primera hora del día, pero nuestra anfitriona había sabido acudir en su ayuda.

El vestido cubría a Star desde el mentón hasta el tobillo, como una segunda piel plateada. Parecía ser de color azul humo, y estaba recamado de zafiros, y se amoldaba maravillosamente a las maravillosas curvas de su cuerpo. Era algo tan espectacular como un bikini y mucho más eficaz.

Su calzado eran unas sandalias en forma de «S» de algo transparente y esponjoso. No tenían tiras ni hebillas de ninguna clase; los encantadores pies de Star, desnudos, reposaban sobre ellas, produciendo la impresión de que estaba de puntillas a unos diez centímetros del suelo.

Su mata de cabellos rubios estaba peinada hacia arriba en una estructura tan complicada como un barco con todas las velas desplegadas, y tachonada de zafiros. Llevaba un par de fortunas en zafiros aquí y allí sobre su cuerpo también; no pormenorizaré.

Me localizó al mismo tiempo que yo la localizaba a ella. Su rostro se iluminó y dijo, en inglés:

—¡Héroe mío, estás muy guapo!

Yo dije:

—Uh…

Luego añadí:

—Tú tampoco has perdido el tiempo. ¿Me siento contigo? Necesito que me aleccionen.

—¡No, no! Tú te sentarás con los caballeros, y yo me sentaré con las damas. No tendrás ningún problema.

Esto no es un mal arreglo para un banquete. Teníamos mesas separadas, los hombres en una hilera frente a las mujeres, con unos cinco metros de distancia entre ambos. No era necesario parlotear con las damas, y todas ellas eran dignas de ser contempladas. La Dama Doral estaba frente a mí y competía en espectacularidad con Star. Su vestido era opaco en algunos lugares, pero no en los lugares habituales. Estaba cubierta de diamantes. Supongo que eran diamantes: no creo que fabriquen piedras falsas de ese tamaño.

* * *

LOS COMENSALES eran unos veinte; y había un número dos o tres veces superior de servidores. Tres muchachas sólo se ocupaban de comprobar que yo no me moría de sed ni desfallecía de hambre. No tuve que aprender a utilizar sus cubiertos: ni siquiera llegué a tocarlos. Las muchachas estaban arrodilladas a mi lado; yo estaba sentado sobre un gran almohadón. A una hora más avanzada, Jocko se tumbó de espaldas con la cabeza apoyada sobre un regazo, de modo que sus doncellas pudieran introducir comida en su boca o acercar una copa a sus labios.

Jocko tenía tres doncellas a su servicio, como yo; Star y la señora Jocko tenían dos cada una; el resto se las arreglaba con una por cabeza. Mi anfitriona y mi Princesa iban vestidas como para quitar el sentido, desde luego… pero una de mis sirvientes, una chica de dieciséis años aspirante a la corona de Miss Nevia, sólo llevaba encima joyas, aunque en tal cantidad que su atuendo resultaba más «decente» que los de Star o Doral Letva, la Dama Doral.

Las muchachas no actuaban como sirvientes, aparte de su desapasionada decisión de asegurarse de que yo me atiborraba de comida y de bebida. Charlaban entre ellas en su jerga juvenil, y hacían muecas y visajes, maravillándose de mi recia musculatura, etc., como si yo no estuviera presente. Al parecer, nadie espera que un héroe hable, ya que cada vez que abría la boca me introducían algo en ella.

En el espacio que separaba las mesas había siempre algo en marcha: bailarinas, juglares, rapsodas… Los niños andaban de un lado para otro y agarraban bocados de las bandejas antes de que éstas llegaran a las mesas. Una muñequita de unos tres años de edad se paró delante de mí, con los ojos y la boca muy abiertos, y me contempló fijamente, obligando a las bailarinas a efectuar extrañas contorsiones para no tropezar con ella. Intenté convencerla para que se acercara a mí, pero no me hizo el menor caso, limitándose a mirarme con las manos entrelazadas y haciendo girar sus pulgares.

Una damisela con un dulcémele pasó entre las mesas cantando y tocando. El instrumento podría hacer sido un dulcémele, y ella podría haber sido una damisela.

Una dos horas después de iniciado el festín, Jocko se puso en pie, rugió reclamando silencio, eructó ruidosamente, rechazó a las doncellas que trataban de sujetarle para que no se cayera, y empezó a recitar.

Los mismos versos, la melodía distinta… estaba recitando mis hazañas. Yo hubiera dicho que estaba demasiado borracho para recitar una simple cuarteta, pero me llevé una gran sorpresa al oírle recitar perfectamente, dando la debida inflexión a cada uno de los pasajes, en una asombrosa demostración de virtuosismo retórico.

Se atenía al relato de Star en sus líneas maestras, pero embelleciéndolo. Yo escuchaba con creciente admiración hacia Jocko como poeta y hacia el buen Scar Gordon, el ejército de un solo hombre. Llegué a la conclusión de que yo era un héroe con todas las de la ley, de modo que cuando Jocko se sentó yo me puse en pie.

Las muchachas habían tenido más éxito atiborrándome de bebida que de comida. La mayoría de los alimentos eran exóticos y sabrosos. Pero habían servido un plato frío, unos animalitos semejantes a las ranas metidos en hielo y enteros. Había que mojarlos en una salsa y comerlos en dos bocados.

La nena de las joyas agarró uno, lo mojó en la salsa y me lo acercó a la boca para que mordiera. Y el bicho despertó.

Aquel animalito —llamémosle «Elmer»— hizo girar sus ojos en sus órbitas y me miró, en el preciso instante en que me disponía a morderlo.

Súbitamente se me pasó el apetito y eché la cabeza hacia atrás.

Miss Joyería se echó a reír, volvió a mojar el bicho en la salsa, y me demostró cómo había que comerlo. No más Elmer…

Dejé de comer y bebí más de la cuenta. Cada vez que me ofrecían un bocado veía las patas de Elmer desapareciendo, y tragaba saliva, y bebía otro trago.

Por eso me puse en pie.

Se produjo un gran silencio. La música se interrumpió porque los músicos esperaban a que yo empezara mi poema para improvisar un acompañamiento adecuado.

De pronto me di cuenta de que no tenía nada que decir.

Absolutamente nada. Me sentía incapaz de recitar un poema de gratitud, un fino cumplido a mi anfitrión… en neviano. Diablos, no podía hacerlo en inglés.

Star me estaba mirando con una expresión de tranquila confianza.

Aquello me decidió. No me arriesgué a hablar en neviano; ni siquiera podía recordar cómo había que preguntar por dónde se iba al lavabo de caballeros. De modo que me solté el pelo, como suele decirse, en inglés. Empecé con «Congo», de Vachel Lindsay.

Todo lo que recordaba, es decir, unas cuatro páginas. Lo que les ofrecí tenía ritmo, un ritmo pegadizo, especialmente aquel fragmento que dice: «¡Golpeando una mesa con el mango de una escoba! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bomlay bum!». La orquesta captó el espíritu, y el público se incorporó al acompañamiento golpeando rítmicamente la mesa con los platos.

El aplauso fue maravilloso, y la señorita Tiffany agarró mi tobillo y lo besó.

De modo que les serví las «Campanas» de Edgar Allan Poe como postre. Jocko me besó en el ojo izquierdo y sollozó sobre mi hombro.

A continuación, Star se puso en pie y explicó, en verso, que en mi propio país, en mi propio idioma, entre mi propia gente, guerreros y artistas, yo tenía la misma fama como poeta que como héroe (lo cual era cierto: cero igual a cero), y que les había hecho el honor de componer mi obra maestra, con las mejoras gemas de mi lengua natal, un canto de gratitud a los Doral y a la casa Doral por la hospitalidad de techo, mesa y cama… y que, con el tiempo, aportaría su modesto esfuerzo para traducir mi música al idioma neviano.

Dicho sea entre nosotros, ganamos el Oscar.

Luego trajeron la piéce de résistance, una res asada entera y transportada por cuatro hombres. Por el tamaño y la forma podría haber sido campesino asado en una vitrina. Pero estaba muerto y olía deliciosamente, y yo comí un buen trozo y me sentó muy bien. Después del asado siguieron solamente otras ocho o nueve cosas, sopas y sorbetes y gollerías por el estilo. La reunión empezó a disolverse y la gente comenzó a abandonar sus mesas. Una de mis muchachas se quedó dormida y derramó mi copa de vino, y entonces me di cuenta de que la mayoría de los invitados se habían marchado.

* * *

DORAL Letva, flanqueada por dos muchachas, me condujo a mis habitaciones y me acostó. Tamizaron las luces y se retiraron mientras yo trataba de encontrar un modo galante de darles las buenas noches en su idioma.

No tardaron en regresar, despojadas de todas sus joyas y otros engorros, y se situaron al lado de mi lecho, como las Tres Gracias. Yo había llegado a la conclusión de que las jóvenes eran las hijas de mamá. La mayor de las muchachas aparentaba unos dieciocho años, estaba completamente desarrollada, y era el vivo retrato de lo que su madre debió ser a aquella edad; la más joven parecía tener unos cinco años menos, apenas núbil, muy bonita para su edad, y consciente de que lo era. Se ruborizó y dejó caer sus pestañas cuando la miré. Pero su hermana sostuvo mi mirada con ojos apasionados, audazmente provocativa.

Su madre, con un brazo alrededor de cada una de las cinturas, explicó sencillamente pero en verso que yo había honrado su techo y su mesa… y ahora su cama. ¿Cuál era el placer de un Héroe? ¿Una? ¿Dos? ¿O las tres?

Soy un gallina. Ya sabemos eso. De no haber sido porque aquella hermanita era del tamaño aproximado de aquellas hermanitas morenas que me habían asustado en otro tiempo, quizá podría haber demostrado más aplomo.

Pero, diablos, aquellas puertas no se cerraban. Eran simples arcos. Y Jocko podía despertarse en cualquier momento; no sabía dónde estaba. No diré que no me he acostado nunca con una mujer casada ni con la hija de un hombre en su propia casa… pero en tales materias he tenido siempre en cuenta los convencionalismos norteamericanos. Esta propuesta sin tapujos me asustó más que las Cabras Cornudas. Quiero decir los «Fantasmas».

Luché por expresar mi decisión en lenguaje poético.

No lo conseguí, pero di a entender que mi respuesta era negativa.

La muchachita empezó a chillar y huyó. Su hermana, con los ojos como dagas, exclamó en tono despectivo: «¡Héroe!» y se marchó tras ella. La madre se limitó a mirarme y se marchó también.

Regresó al cabo de dos minutos. Me habló en tono muy formal, ejerciendo obviamente un gran control sobre sí misma, y me rogó que le hiciera saber si alguna de las mujeres de la casa había despertado el interés del Héroe. ¿Su nombre, por favor? ¿O podía describirla? ¿O deseaba que desfilaran todas delante de mí para que pudiera reconocerla?

Traté de explicarle que, si se tratara de elegir, la escogería a ella… pero que estaba cansado y deseaba dormir solo.

Letva se tragó unas lágrimas, me deseó un descanso de héroe, y se marchó por segunda vez, más aprisa aún. Por un instante creí que iba a abofetearme.

Cinco segundos más tarde me levanté y corrí tras ella. Pero había desaparecido, y la galería estaba a oscuras.

Me quedé dormido y soñé en el Gang del Agua Fría. Eran más feos aún de lo que Rufo había sugerido, y trataban de hacerme comer unas grandes pepitas de oro, todas ellas con los ojos de Elmer.