Capítulo VII

LA DISTANCIA desde lo alto de la gran cascada hasta el valle de Nevia es de unos trescientos metros de acantilado cortado a pico; hay que descender por una cuerda, girando lentamente como una araña. No se lo aconsejo a nadie; resulta mareante, y yo estuve a punto de perder aquellos suculentos panecillos que había comido.

La vista es espléndida. Se ve la cascada de lado, chorreando libremente, sin mojar el acantilado, y cayendo desde tan alto que se disuelve en neblina antes de tocar el fondo. Se ve también un valle, demasiado lujuriante y verde y hermoso para ser verdad: marjal y bosque al pie del acantilado, campos cultivados a media distancia y durante unos cuantos kilómetros y, mucho más allá, brumosa en la base pero clara en las cumbres, una imponente muralla de montañas cubiertas de nieve.

Star me había descrito el valle.

—Primero nos abriremos paso a través del marjal. Después de eso la marcha será más fácil: sólo tendremos que prestar mucha atención a las aves de presa. Porque llegaremos a un camino enladrillado, muy agradable.

—¿Un camino de ladrillos amarillos? —pregunté.

—Sí. Ésa es la arcilla que tienen. ¿Importa?

—Supongo que no. Y luego, ¿qué?

—Después de eso nos detendremos a pasar la noche con una familia, los hacendados de la región. Buenas personas, te gustarán.

—Y luego la cosa se pondrá fea —añadió Rufo.

—¡Rufo, no llames al mal tiempo! —le reprochó Star—. Ahórrate los comentarios, por favor, y deja que Oscar se enfrente con sus problemas a medida que se le presenten, descansado, con la vista clara y sin preocupaciones. ¿Conoces a alguien más que pudiera habérselas entendido con Igli?

—Bueno, si lo planteas de ese modo… no.

—Lo planteo de ese modo, Todos hemos dormido tranquilamente esta noche. ¿No basta con eso? Tú disfrutaste tanto como cualquiera.

—Lo mismo que tú.

—¿Cuándo he dejado de disfrutar de algo? Mantén la lengua quieta. Bien, Oscar, al pie del acantilado se encuentran los Fantasmas Cornudos: no hay modo de evitarlos, nos verán llegar. Con un poco de suerte no veremos a nadie del Gang del Agua Fría; permanecen entre las brumas. Pero si tenemos la mala suerte de encontrar a ambos, podemos tener la buena suerte de que luchen entre ellos y se desinteresen de nosotros. El camino a través del marjal es traicionero; estudia el mapa que he dibujado para ti hasta que te lo aprendas de memoria, Sólo hay suelo firme donde crecen unas pequeñas flores amarillas, por sólido y seco que parezca el terreno en otros lugares. Pero, como puedes ver, hay tantos caminos laterales y callejones sin salida que podríamos estar dando vueltas todo el día y ser sorprendidos por la oscuridad… y no salir nunca de allí.

* * *

DE MODO que aquí estaba, bajando el primero, porque los Fantasmas Cornudos estarían esperando abajo. Mi privilegio. ¿Acaso no era un «Héroe»? ¿Acaso no había hecho que Igli se tragara a sí mismo?

Pero me hubiera gustado que los Fantasmas Cornudos fueran realmente fantasmas. Eran animales bípedos, omnívoros. Comían de todo, incluido Fantasma Cornudo, y especialmente viajeros. Del vientre para arriba me fueron descritos como algo parecido al Minotauro; del vientre para abajo eran sátiros de pies planos. Sus extremidades superiores eran brazos cortos pero sin verdaderas manos: no tenían pulgares. ¡Pero, oh, aquellos cuernos! Tenían cuernos como los astados de Texas, pero apuntando hacia arriba y hacia adelante.

Sin embargo, hay una manera de convertir a un Fantasma Cornudo en un verdadero fantasma. Hay un lugar blando en su cráneo, como en la cabeza de un bebé, entre aquellos cuernos. Dado que el animal embiste con la cabeza baja, tratando de ensartarle a uno, aquél es el único lugar vulnerable que puede ser alcanzando. Lo único que hace falta es mantenerse a pie firme, no retroceder, apuntar a aquel pequeño blanco… y golpearlo.

De modo que mi tarea era simple. Bajar el primero, matar a tantos Fantasmas Cornudos como fuera necesario para que Star pudiera descender sin peligro, y luego protegerla hasta que Rufo hubiera bajado. Después de eso quedaríamos en libertad para abrirnos paso a través del marjal hacia un lugar seguro. Si el Gang del Agua Fría no se unía a la fiesta…

Traté de hacer más cómoda mi postura en la cuerda por la que estaba bajando —mi pierna izquierda se me había dormido— y miré hacia abajo. Me encontraba a unos treinta metros del comité de recepción, reunido allí.

Parecía un campo de espárragos. De bayonetas.

Hice la señal convenida para interrumpir el descenso. Arriba, muy lejos de mí, Rufo sujetó la cuerda; quedé colgando en el aire, oscilando, y traté de pensar. Si descendía más hacia aquella muchedumbre, podría cargarme a un par de Fantasmas Cornudos antes de ser empalado. O tal vez a ninguno… Lo único cierto era que estaría muerto mucho antes de qué mis amigos pudieran reunirse conmigo.

Por otra parte, además de aquel lugar blando entre los cuernos, cada uno de aquellos bichos tenía un bajo vientre vulnerable, propicio para las flechas. Si Rufo me bajara un poco…

Le hice la señal. Empezó a soltar cuerda, un poco a sacudidas, y casi se perdió mi señal para que volviera a parar. Tuve que encoger mis piernas; aquellos bebés se empujaban unos a otros en su afán de alcanzarme. Un Nijinsky entre ellos logró rascar la suela de mi borceguí izquierdo, poniéndome la carne de gallina. Estimulado por aquel aviso, me icé a mí mismo con las manos por la cuerda hasta poner mis pies a salvo. Una vez conseguido esto, descolgué la ballesta que llevaba en bandolera y la tensé. Esta hazaña hubiera sido digna de un consumado acróbata: ¿ha intentado usted alguna vez disparar una ballesta colgado del extremo de una cuerda de trescientos metros de longitud y agarrado a la misma cuerda con una sola mano?

De esa manera se pierden flechas. Yo perdí tres, y casi me perdí a mí mismo.

Traté de atar mi cinturón alrededor de la cuerda. Eso hizo que colgara cabeza abajo y que perdiera mi sombrero de Robin Hood y más flechas. A mi auditorio le gustó aquel número; aplaudieron —creo que fue un aplauso—, de modo que repetí el número, pero esta vez tratando de levantar mi cinturón a la altura de mi pecho de modo que me permitiera colgar más o menos erguido… y tal vez disparar un par de flechas.

No solté mi espada, desde luego.

Hasta entonces, mis únicos resultados habían sido atraer espectadores («¡Mamá, mira qué divertido es ese hombre!»), y hacerme oscilar a mí mismo de un lado a otro como un péndulo.

Por malo que fuera esto último, me dio una idea. Empecé a incrementar aquella oscilación, dándome impulso como si estuviera en un columpio. Era una tarea lenta, ya que el período de aquel péndulo, del cual yo era la pesa, era de más de un minuto… y no resulta conveniente tratar de apresurar el ritmo de un péndulo; hay que trabajar con él, no contra él. Confiaba en que mis amigos podrían ver lo suficiente como para suponer lo que yo estaba haciendo, y no lo estropearían.

Al cabo de un espacio de tiempo irrazonablemente largo me estaba balanceando hacia adelante y hacia atrás en un arco achatado de unos treinta metros de longitud, pasando con mucha rapidez por encima de las cabezas de mi auditorio en la parte más baja de mi balanceo y ralentizando la velocidad al final de cada balanceo. Al principio, aquellas cabezas cornudas trataron de moverse conmigo, pero se cansaron de aquello y se agacharon cerca del punto central y contemplaron el espectáculo, moviendo sus cabezas mientras yo me columpiaba, como espectadores de un partido de tenis en cámara lenta.

Pero siempre hay algún maldito innovador. Mi intención era la de dejarme caer en un extremo de aquel arco en la parte del acantilado y resistir allí, con mi retaguardia protegida por la pared de roca. El terreno era allí más elevado, y la caída no resultaría tan peligrosa. Pero uno de aquellos diablos cornudos adivinó mis intenciones y trotó hacia aquel extremo del balanceo. Fue seguido por dos o tres más.

Eso cambió las cosas: tendría que dejarme caer en el otro extremo. Pero el joven Arquímedes lo adivinó también. Dejó a sus compinches junto a la cara del acantilado y troto detrás de mí. Me adelanté a él en el punto más bajo del balanceo… pero volvió a atraparme mucho antes de que yo alcanzara el punto muerto. Sólo tenía que recorrer unos treinta metros en treinta segundos: un simple paseo. Estaba debajo de mí cuando yo llegué allí.

La situación era crítica. Solté mis pies, me colgué de una sola mano y desenvainé la espada durante aquella travesía demasiado lenta, y me dejé caer de todos modos. Mi intención era la de golpear aquel lugar blando en su cabeza antes de que mis pies tocaran el suelo.

Pero fallé el golpe, y él me falló a mí, y caí rodando a su lado, y me puse rápidamente en pie, y eché a correr hacia la cara del acantilado más próxima a mí, pinchando a aquel genio en el vientre con mi espada sin detenerme.

Aquella estocada me salvó. Sus amigos y parientes se pararon a discutir acerca de a quién le correspondía el costillar antes de que un grupo de ellos avanzara hacia mí. Esto me dio tiempo a asentar los pies sobre un montón de piedras en la base del acantilado, donde podía jugar a «Fuera de mi Castillo», y envainé mi espada y coloqué una flecha en la ballesta.

No aguardé a que me embistieran. Me limité a esperar hasta que estuvieron lo bastante cerca para no fallar, apunté a la espoleta del viejo toro que iba en cabeza del grupo, si es que tenía espoleta, y disparé el dardo tras haber tensado al máximo la ballesta.

El dardo lo atravesó de parte a parte y se clavó en el Cornudo que avanzaba tras él.

Esto provocó otra discusión sobre el precio de las chuletas. Se comieron a los dos, uñas y dientes incluidos. Ésa era su debilidad: todo apetito y poco cerebro. Si hubieran cooperado entre ellos, podrían haberse hecho conmigo cuando llegué al suelo. Pero en vez de eso se pararon a almorzar.

Alcé la mirada. En lo alto, Star era una diminuta araña colgada de un hilo; su figura aumentó rápidamente de tamaño. Me deslicé a lo largo de la pared hasta situarme frente al lugar donde Star aterrizaría, a unos diez metros del acantilado.

Cuando estuvo a unos quince metros del suelo, Star le hizo la señal a Rufo para que no soltara más cuerda, desenvainó su espada, y me saludó.

—¡Espléndido, Héroe mío!

Todos llevábamos espadas; Star había escogido un sable de duelo con una hoja de 32 pulgadas: una espada muy grande para una mujer, pero Star es una mujer robusta. También había metido en la bolsa de su cinto material médico, un detalle que me había parecido ominoso.

Desenvainé y le devolví el saludo. Los Cornudos no me molestaban todavía aunque algunos de ellos, habiendo terminado de almorzar o habiendo sido excluidos del festín, empezaban a dedicarme su atención. Envainé de nuevo mi espada y coloqué una flecha en la ballesta.

—Empieza a balancearte, Star, en dirección a mí. Haz que Rufo baje un poco más la cuerda.

Star envainó su espada y le hizo la señal a Rufo, el cual soltó cuerda lentamente hasta que Star estuvo a unos tres metros del suelo e hizo la señal de alto.

—¡Ahora, balancéate! —grité.

Aquellos sanguinarios nativos se habían olvidado de mí; los que no seguían ocupados devorando al Primo Abbie o al Tío Abuelo John estaban contemplando a Star.

—De acuerdo —respondió Star—. Pero tengo un trozo de cuerda para lanzar. ¿Puedes cogerla?

¡Oh! Mi adorable y lista amiga había observado mis maniobras y había calculado lo que sería necesario.

—¡Espera un momento! Voy a distraer a estos bichos.

Acerqué una mano a mi carcaj y conté las flechas al tacto: siete. Había empezado con veinte y había utilizado una; el resto se había perdido.

Usé tres apresuradamente, a derecha, a izquierda y al frente, eligiendo los blancos lo más lejos que me atreví a arriesgarme, apuntando a la parte central de los cuerpos y confiando en que aquella maravillosa ballesta impulsaría los dardos en línea recta. Desde luego, la multitud recibiría encantada carne fresca como un donativo del gobierno.

—¡Ahora!

* * *

DIEZ segundos más tarde recogía a Star en mis brazos y cobraba un beso de una fracción de segundo como portazgo.

Diez minutos más tarde Rufo había bajado empleando la misma táctica, a costa de tres de mis flechas y dos de las más pequeñas de Star. Tuvo que bajarse a sí mismo, sujetando el extremo de la cuerda debajo de sus sobacos. En cuanto llegó al suelo empezó a tirar de la cuerda para soltarla del acantilado.

—¡Deja eso! —le gritó Star—. No tenemos tiempo, y pesa demasiado para llevarla.

—La pondré en la caja.

—No.

—Es una buena cuerda —insistió Rufo—. La necesitaremos.

—Lo que necesitarás será una mortaja si no cruzamos el marjal antes de que se haga de noche. —Star se volvió hacia mí—. ¿Cómo saldremos de aquí, mi señor?

Miré a mi alrededor. Delante de nosotros y a la izquierda había unos cuantos Cornudos, que no parecían decididos a acercarse más. A nuestra derecha y encima de nosotros la gran nube en la base de las cascadas formaba un encaje iridiscente en el cielo. A unos trescientos metros delante de nosotros se erguían unos árboles e inmediatamente detrás de ellos empezaba el marjal.

Avanzamos rápidamente, yo a la cabeza, Rufo y Star cubriendo los flancos, todos con una flecha en la ballesta. Les había dicho que desenvainaran las espadas si algún Fantasma Cornudo se acercaba a una distancia de cincuenta pasos.

Ninguno lo hizo. Un idiota avanzó en línea recta hacia nosotros, solo, y Rufo le derribó con una flecha a cien pasos de distancia. Cuando llegamos cerca del cadáver Rufo desenvainó su daga.

—¡No lo toques! —dijo Star, visiblemente irritada.

—Sólo iba a coger las pepitas para dárselas a Oscar.

—Y hacer que nos maten a todos… Si Oscar quiere pepitas, las tendrá.

—¿Qué clase de pepitas? —pregunté, sin detenerme.

—De oro, Jefe. Esos bichos tienen buche, como las gallinas. Pero lo único que conservan en él es el oro que tragan. Los viejos pueden tener de diez a doce kilos.

Silbé.

—Aquí abunda el oro —explicó Star—. Hay un gran montón en la base de las cascadas, en el interior de la nube, acumulado a lo largo de muchos siglos. Provoca luchas entre los Fantasmas y el Gang del Agua Fría, debido a que los Fantasmas tienen ese raro apetito y a veces se arriesgan a penetrar en la nube para satisfacerlo.

—No he visto todavía a ningún miembro del Gang del Agua Fría —comenté.

—Ruega a Dios que no lo veas —respondió Rufo.

—Razón de más para que nos adentremos en el marjal —añadió Star—. El Gang no penetra en él, e incluso los Fantasmas no se atreven a llegar muy lejos. A pesar de sus pies planos, pueden hundirse. —¿Hay algo peligroso en el propio marjal?

—En abundancia —dijo Rufo—. De modo que asegúrate de pisar las flores amarillas.

—Vigila dónde pones tus propios pies. Si ese mapa es correcto, encontraré el buen camino. ¿Qué aspecto tienen los miembros del Gang del Agua Fría?

Rufo dijo pensativamente:

—¿Has visto alguna vez a un hombre al cabo de una semana de haberse ahogado?

Perdí todo interés en el asunto.

Antes de llegar a los árboles, nos pusimos las ballestas en bandolera y desenvainamos las espadas. Y allí, debajo de los árboles, nos atacaron. Los Fantasmas Cornudos, quiero decir, no el Gang del Agua Fría. Una emboscada con todas las de la ley, a cargo de un grupo numeroso, ignoro cuántos. Rufo mató a cuatro o cinco y Star al menos a dos, y yo dancé de un lado para otro, mostrándome activo y tratando de sobrevivir.

Tuvimos que trepar por encima de los cadáveres para avanzar, demasiados para contarlos.

Penetramos en el marjal, siguiendo los senderos de pequeñas flores doradas y las vueltas y revueltas del mapa en mi cerebro. Al cabo de media hora aproximadamente, llegamos a un claro grande como un garaje de dos plazas. Star dijo débilmente:

—Ya hemos llegado bastante lejos.

Había estado apretando una mano contra su costado, pero no había querido detenerse hasta entonces, a pesar de que la sangre manchaba su túnica y resbalaba a lo largo de su muslo izquierdo.

Dejó que Rufo la atendiera a ella en primer lugar, mientras yo vigilaba las inmediaciones del claro. Experimenté un gran alivio al ver que no reclamaban mi ayuda ya que, después de haber quitado cuidadosamente la túnica a Star, me sentí enfermo al comprobar el alcance de su herida… y sin que hubiera brotado de sus labios un solo gemido. ¡Aquel cuerpo dorado… herido!

Pero se repuso como por arte de magia, una vez que Rufo hubo seguido sus instrucciones. Star curó a Rufo, luego me curó a mí: media docena de heridas cada uno, pero eran casi rasguños comparados con la cornada que ella había recibido.

Después de curarme, Star dijo:

—Mi señor, ¿cuánto tardaremos en salir del marjal?

Medité unos instantes.

—¿Empeora el camino a partir de aquí?

—No. En todo caso, mejora un poco.

—No más de una hora.

—Bien. Tirad esas ropas asquerosas. Rufo, desempaca un poco y saca ropas limpias y más flechas. Oscar, las necesitaremos para las aves de presa, cuando hayamos dejado los árboles atrás.

* * *

LA PEQUEÑA caja negra llenó la mayor parte del claro antes de que Rufo la hubiese desplegado lo suficiente como para sacar ropas y llegar al arsenal. Pero las ropas limpias y el carcaj lleno me hicieron sentir como un hombre nuevo, especialmente después de que Rufo sacara medio litro de coñac que nos repartimos equitativamente. Star repuso su provisión de medicamentos, y luego ayudé a Rufo a cerrar la caja.

Tal vez Rufo estaba marcado por haber ingerido el coñac con el estómago vacío. O quizá por la pérdida de sangre. O tal vez se debió a la mala suerte de un inadvertido parche de barro resbaladizo. Lo cierto es que Rufo tenía la caja en sus brazos, a punto de cerrarla del todo, cuando resbaló, recobró el equilibrio violentamente… y la caja salió despedida de sus brazos y cayó en una charca de color achocolatado.

Quedó lejos de nuestro alcance. Aullé:

—¡Rufo, quítate el cinturón!

Yo ya estaba deshebillando el mío.

—¡No, no! —gritó Rufo—. ¡No te acerques a la charca! Una esquina de la caja estaba aún a la vista. Uniendo nuestros dos cinturones, y agarrado a ellos, yo sabía que podía alcanzar la caja, aunque la charca no tuviera fondo. Y lo dije, furiosamente.

—¡No, Oscar! —intervino Star—. Rufo tiene razón. Vámonos de aquí. Aprisa.

De modo que re-emprendimos la marcha: yo delante, Star acariciando mi nuca con su aliento y Rufo pisándole los talones a ella.

Habíamos recorrido un centenar de metros cuando estalló un volcán de barro detrás de nosotros. No demasiado ruidoso, solo una especie de rugido y un leve temblor de tierra, y luego una lluvia muy sucia. Star moderó el paso y dijo en tono de satisfacción:

—Bueno, eso es todo.

Rufo dijo:

—¡Lástima de licor!

—Eso no me importa —respondió Star—. Hay licor en todas partes. Pero tenía vestidos nuevos allí, y muy bonitos, Oscar. Quería que tú los vieras; los compré pensando en ti.

No contesté. Estaba pensando en un lanzallamas, y en una M-1, y en un par de cajas de munición. Y en el licor, desde luego.

—¿Me has oído, mi señor? —insistió Star—. Quería lucir esos vestidos para ti.

—Princesa —contesté—, siempre llevas puesto el más maravilloso de los vestidos.

Oí la risa feliz que acompaña a sus hoyuelos.

—Estoy segura de que has dicho eso más de una vez. Y sin duda con gran éxito.

Salimos del marjal mucho antes de que se hiciera de noche, y poco después encontramos el camino de ladrillos. Las aves de presa a que había aludido Star no constituían ningún problema. Son unos animales tan asesinos que si se dispara una flecha en dirección a ellos, un miembro de la banda girará en el aire para salir a su encuentro, tragándose limpiamente el dardo. Por regla general, recuperábamos las flechas.

Nos encontrábamos entre campos arados poco después de haber alcanzado el camino, y simultáneamente fuimos perdiendo de vista a las aves de presa. A la puesta del sol, pudimos ver las construcciones anexas y las luces de la hacienda en la que Star dijo que pasaríamos la noche.