ME DESPERTÓ el canto de los pájaros.
Su mano estaba aún en la mía. Giré la cabeza, y ella me sonrió.
—Buenos días, mi señor.
—Buenos días, Princesa.
Miré a mi alrededor. Estábamos todavía tumbados en aquellos sofás negros, pero al aire libre, en un claro alfombrado de hierba, entre árboles y al lado de un susurrante riachuelo: un lugar tan bello que parecía haber sido montado hoja a hoja por antiguos y pacientes jardineros japoneses.
Los cálidos rayos del sol se filtraban entre las hojas y moteaban el cuerpo dorado de Star. Alcé la mirada hacia el sol y luego la incliné hacia ella.
—¿Estamos en la mañana?
Tenía la impresión de que era mediodía o más tarde, y de que aquel sol debería estar poniéndose, no ascendiendo…
—Aquí es la mañana, sí.
Súbitamente, mi sentido de la orientación giró como una peonza y me sentí mareado. Desorientado… una sensación nueva para mí y muy desagradable. No podía localizar el norte.
Luego las cosas se arreglaron. El norte estaba allí, corriente arriba… y el sol estaba ascendiendo, tal vez serían las nueve de la mañana, y pasaría a través del cielo hacia el norte. Hemisferio Meridional, sin duda. La explicación era sencilla: drogar al individuo mientras se le examina, subirle a bordo de un 707, y volar hacia Nueva Zelanda. Y despertarle en el momento oportuno.
Sólo que no dije esto y ni siquiera llegué a pensarlo. Y no era cierto.
Star se incorporó.
—¿Tienes hambre?
De pronto me di cuenta de que una tortilla hacía unas horas —¿cuántas?— no era suficiente para un muchacho en pleno crecimiento. Me incorporé y balanceé mis pies sobre la hierba.
—Podría comerme un caballo.
Ella sonrió.
—Temo que La Sociedad Anónima de Hipofagia esté cerrada. ¿Te arreglarías con unas truchas? Tendremos que esperar un poco para poder comer a gusto. Y no te preocupes, este lugar está resguardado.
—¿Resguardado?
—Seguro.
—De acuerdo. Uh, ¿tienes caña y anzuelos?
—No hacen falta.
No se trataba de pescar propiamente dicho, sino de engatusar a los peces. Nos sumergimos en aquel encantador riachuelo, de aguas agradablemente frescas, aunque no demasiado, avanzando lo más silenciosamente posible hasta situarnos debajo de un enorme peñasco, un lugar en el que las truchas gustan de reunirse y pensar: el equivalente piscícola de un club de caballeros.
Se engatusa a una trucha ganándose su confianza y luego abusando de ella. Al cabo de dos minutos había capturado una, de casi un kilo de peso, y la arrojé a la orilla, y Star tenía otra aproximadamente del mismo tamaño.
—¿Cuánto puedes comer? —me preguntó.
—Sal del agua y sécate —dije—. Yo cogeré otra.
—Que sean dos o tres —dijo Star—. Rufo no tardará en llegar.
Y nadó silenciosamente hasta la orilla.
—¿Quién?
—Tu lacayo.
No discutí. Estaba dispuesto a creer siete cosas imposibles antes de desayunar, de modo que seguí capturando el desayuno. Me hice con otras dos truchas, y la última era la mayor que había visto nunca. Las pobres se dejaban atrapar fácilmente.
Por entonces, Star tenía un fuego encendido y estaba limpiando el pescado con una afilada piedra. Cáscaras, cualquier Exploradora o bruja puede encender una fogata sin fósforos. Yo mismo podía hacerlo, disponiendo de varias horas y mucha suerte, frotando una contra otra dos ramas secas. Pero observé que los dos pequeños ataúdes habían desaparecido. Bueno, yo no los había encargado. Me agaché y empecé a limpiar una trucha.
Star no tardó en regresar con unas frutas que parecían manzanas pero que tenían un color púrpura oscuro, y con grandes cantidades de pequeñas setas. Las llevaba sobre una hoja muy ancha, parecida a una hoja de platanero.
La boca se me hacía agua.
—¡Si tuviéramos un poco de sal! —dije.
—Ya me he ocupado de eso. Aunque temo que será poco fina.
Star asó el pescado de dos maneras, sobre el fuego, ensartado en una rama verde, y sobre una piedra plana previamente calentada por el fuego, asando también allí las setas. Este último sistema me pareció mucho mejor. Lo que al principio me habían parecido setas eran una especie de cebolletas locales y eran muy sabrosas. Con la sal (que era basta y arenosa, y era probable que hubiera sido lamida por animales antes de que nosotros la utilizáramos… y no es que a mí me importara), la trucha resultó ser la mejor que había comido en toda mi vida. Bueno, el clima, el escenario y la compañía tenían mucho que ver con ello también, especialmente la compañía.
Estaba tratando de pensar en un modo realmente poético de decir:
«¿Qué te parece si tú y yo nos quedáramos aquí durante los próximos diez mil años? De un modo legal o informal… ¿estás casada?».
Cuando fuimos interrumpidos. Lo cual fue una lástima, porque se me había ocurrido un bonito lenguaje, completamente nuevo, para la sugerencia más antigua y más práctica del mundo.
El viejo calvo, el enano con el descomunal revólver, estaba de pie detrás de mí, maldiciendo. Tenía la seguridad de que estaba maldiciendo, a pesar de que el idioma era desconocido para mí. Star giró la cabeza, habló en tono de reproche en el mismo idioma, dejó sitio para el recién llegado, y le ofreció una trucha. El enano la tomó y comió un trozo antes de decir, en inglés:
—La próxima vez no le pagaré nada. Ya verás.
—No debiste tratar de engañarle, Rufo. Coge algunas cebolletas. ¿Dónde está el equipaje? Quiero vestirme.
—Allí —dijo Rufo, y volvió a dedicar su atención al pescado.
Rufo era una prueba de que algunas personas deben ir vestidas. Tenía un cuerpo sonrosado y era algo tripudo. Sin embargo, su musculatura estaba asombrosamente desarrollada, cosa que yo no había sospechado, pues de ser así me hubiera mostrado más cauteloso antes de quitarle aquel cañón de las manos. Decidí hacerme el tonto si alguna vez deseaba luchar conmigo al estilo indio.
Rufo me miró por encima de medio kilo de trucha y dijo:
—¿Deseas equiparte ahora, mi señor?
—¿Eh? Termina de desayunar. ¿Y a qué viene esa rutina de «mi señor»? La última vez que te vi estabas agitando un revólver ante mis narices.
—Lo siento, mi señor. Pero Ella me dijo que lo hiciera… y lo que Ella dice hay que hacerlo. Compréndelo.
—Lo comprendo perfectamente. Alguien tiene que mandar. Pero llámame «Oscar».
Rufo miró a Star y ella asintió. Rufo sonrió.
—De acuerdo, Oscar. ¿Sin rencor?
—Sin rencor.
Rufo soltó el pescado, se frotó la mano contra su cadera y la extendió hacia mí.
—¡Chócala! Tú los derribarás y yo acabaré con ellos.
Nos estrechamos la mano, y cada uno de nosotros trató de «estrujar» la del otro. Creo que le saqué una ligera ventaja, pero llegué a la conclusión de que Rufo podía haber trabajado como herrero en otro tiempo.
Star pareció muy complacida y volvió a exhibir hoyuelos.
Había permanecido junto al fuego, aparentemente distraída, pero de pronto se puso en pie y colocó su fuerte y esbelta mano sobre nuestros puños entrelazados.
—Mis buenos amigos —dijo en tono jovial—. Mis buenos muchachos. Rufo, todo saldrá bien.
—¿Has tenido una Visión? —inquirió Rufo ávidamente.
—No, sólo una sensación. Pero ya no estoy preocupada.
—No podemos hacer nada —dijo Rufo, cariacontecido— hasta que hayamos ajustado cuentas con Igli.
—Oscar se encargará de Igli —dijo Star, poniéndose en pie con suaves movimientos—. Métete ese pescado en la boca y desempaca. Necesito ropa.
Súbitamente, Star parecía muy ansiosa.
Star era más mujeres distintas que una compañía de Auxiliares Femeninas del Ejército… que ya es decir. En aquel momento era toda mujer, desde Eva decidiendo entre dos hojas de parra hasta una mujer moderna cuya ambición es ser soltada en Nieman-Marcus, desnuda y con un talonario de cheques. Cuando la conocí, no había parecido estar más interesada en ropas que yo mismo. Y yo no había tenido nunca la oportunidad de interesarme en ropas. Para los miembros de mi generación, unos tejanos azules y una camisa sucia y sudada eran más que suficientes.
La segunda vez que la vi iba vestida, pero con aquella blusa de laboratorio y una falda sastre había sido al mismo tiempo una mujer profesional y una amiga apasionada. Pero hoy —esta mañana del día que fuera— estaba llena de ampollas. Le había deleitado tanto capturar truchas que había tenido que reprimir chillidos de júbilo. Y había sido la Exploradora perfecta, con la cara tiznada y el pelo echado hacia atrás para librarlo del fuego mientras cocinaba.
Ahora era la mujer de todas las épocas que acaba de poner sus manos sobre ropas nuevas. Yo tenía la impresión de que vestir a Star era como colocar un paño sobre las joyas de la corona… pero me vi obligado a admitir que si no íbamos a representar el «Yo Tarzán, tú Jane» en aquel delicioso paraje desde entonces hasta que la muerte nos separase, eran necesarias ropas de algún tipo, aunque sólo fuera para evitar que su perfecta piel resultara arañada por los arbustos y zarzales.
El equipaje de Rufo resultó ser una pequeña caja negra, del tamaño y la forma aproximada de una máquina de escribir portátil. La abrió.
Y la abrió otra vez.
Y continuó abriéndola…
Y continuó desplegando sus costados hasta que aquello adquirió el tamaño de una pequeña camioneta, cargada a tope. Dado que me apodaron el «Crédulo James» en cuanto aprendí a hablar, podría llegarse a la conclusión de que estaba siendo víctima de una alucinación causada por hipnosis y/o drogas.
Yo no estoy seguro. Cualquiera que haya estudiado matemáticas sabe que el interior no tiene que ser más pequeño que el exterior, en teoría, y cualquiera que haya tenido el dudoso privilegio de ver a una mujer gorda saliendo del interior de una ajustada faja sabe que esto es verdad en la práctica también. El equipaje de Rufo se limitaba a llevar el principio más adelante.
Lo primero que extrajo fue un gran baúl de madera de teca. Star lo abrió y empezó a sacar modelitos encantadores.
—Oscar, ¿qué opinas de éste? —Estaba sujetando un largo vestido verde contra su cuerpo—. ¿Te gusta?
Desde luego que me gustaba. Sí era un original y, o mucho me equivocaba, o Star no era partidaria del prét-a-porter, no quería ni pensar en lo que habría costado.
—Es un vestido delicioso —dije—. Pero… Mira ¿no vamos a viajar?
—Ahora mismo.
—No veo ningún taxi. ¿No temes los desgarrones?
—La tela es indestructible. Sin embargo, no me proponía llevarlo; sólo quería enseñártelo. ¿No es encantador? Rufo, quiero esas sandalias de tacón alto con las esmeraldas.
Rufo contestó en aquel idioma en el que había estado maldiciendo cuando llegó. Star se encogió de hombros y dijo:
—No seas impaciente, Rufo; Igli esperará. De todos modos, no podemos hablar con Igli antes de mañana por la mañana; mi señor Oscar tiene que aprender primero el idioma. —Pero devolvió aquella preciosidad verde al baúl.
—Aquí hay otro modelo —continuó Star, sacándolo del baúl—, francamente provocativo; está hecho a propósito.
Pude ver por qué. Era casi todo falda, con un pequeño corpiño que sostenía sin ocultar: una moda muy en boga en la antigua Creta, según he oído decir, y todavía popular en el Overseas Weekly, el Playboy y muchos clubes nocturnos. Una moda que convierte los senos caídos en senos turgentes. Y no es que Star lo necesitara.
Rufo me dio una palmadita en el hombro.
—Jefe… ¿Quieres echar una ojeada al material y recoger lo que necesites?
Star dijo, en tono de reproche:
—Rufo, la vida es para ser saboreada, y no apresurada.
—Tendremos mucha más vida para saborear si Oscar elige lo que pueda utilizar mejor.
—No necesitará armas hasta que hayamos resuelto lo de Igli —dijo Star.
Pero no insistió en exhibir más vestidos, y a pesar de lo mucho que disfrutaba mirando a Star, a mí me gusta también examinar armas, de un modo especial cuando existe la posibilidad de que tenga que utilizarlas, como parecía ser el caso.
Mientras yo había estado contemplando el desfile de modelos a cargo de Star, Rufo había montado algo que parecía una mezcla de almacén de material de desecho del ejército y de museo: espadas, pistolas, una lanza que debía tener siete metros de longitud, un lanzallamas, dos bazookas flanqueando una pequeña ametralladora Thompson, unos nudillos de cobre, un machete, granadas de mano, ballestas y flechas, uno de aquellos puñales con los que se daba el golpe de gracia…
—Te has olvidado del tirachinas —dije, en tono acusador.
Rufo sonrió irónicamente.
—¿De qué tipo te gustan, Oscar? ¿Con horquilla? ¿O prefieres el sistema de Honda?
—Siento haberlo mencionado. La verdad es que no sabría disparar una china con ninguno de los tipos.
Cogí la ametralladora Thompson, comprobé que estaba descargada, y empecé a desmontarla. Parecía casi nueva, habiendo disparado sólo lo suficiente como para que las partes móviles funcionaran. Una Thompson no es mucho más precisa que un lanzador de béisbol, y su alcance efectivo no es mucho mayor. Pero posee algunas virtudes: si se alcanza a un hombre con ella, cae al suelo y permanece caído. Es corta y no demasiado pesada, y tiene mucha potencia de fuego durante un breve espacio de tiempo. Es un arma para luchar a corta distancia.
Pero a mí me gusta algo con una bayoneta en la punta, por si la reunión se hace íntima… y me gusta que ese algo sea preciso a larga distancia por si los vecinos se muestran hostiles desde lejos. Solté la Thompson y tomé un Springfield: del Arsenal de Rock Island, como vi por su número de serie, pero un Springfield al fin y al cabo. Opino lo mismo de un Springfield que de un Gooney Bird; algunos mecanismos son perfectos en su clase, la única mejora posible es un cambio radical del diseño.
Abrí el cerrojo, introduje el pulgar en la cámara, miré a lo largo del cañón. El interior era brillante y las estrías no estaban gastadas… y en la boca tenía aquella diminuta estrella: ¡era un arma de mecha!
—Rufo, ¿qué clase de terreno atravesaremos? ¿Cómo éste que nos rodea?
—Hoy, sí. Pero… —Con un gesto de disculpa tomó el fusil de mis manos—. Aquí está prohibido utilizar armas de fuego. Espadas, cuchillos, flechas… cualquier cosa que corte o pinche o aporree a base de potencia muscular. Armas de fuego, no.
—¿Quién dice eso?
Rufo se estremeció.
—Es mejor que se lo preguntes a Ella.
—Si no podemos utilizarlas, ¿por qué traerlas? Y, de todos modos, no veo ningún tipo de munición.
—Hay mucha munición. La tendremos más tarde, en otro lugar en el que sí pueden utilizarse armas de fuego. Si para entonces estamos vivos. Yo me limitaba a enseñarte lo que tenemos. ¿Qué opinas de las armas legales? ¿Eres un buen arquero?
—No lo sé. Tendría que probarlo.
Rufo empezó a decir algo, luego se encogió de hombros y tomó una ballesta, se colocó un protector de cuero sobre el hombro izquierdo, y eligió una flecha.
—Voy a disparar contra aquél árbol —dijo—, el que tiene una roca blanca al pie. Apuntaré a la altura aproximada del corazón de un hombre.
Colocó el dardo, levantó la ballesta y disparó, sin forzar aparentemente sus movimientos.
La flecha quedó clavada en el tronco del árbol, vibrando, a cosa de metro y medio de distancia del suelo.
Rufo sonrió.
—¿Podrías igualar eso?
No contesté. Sabía que no podía igualarlo, si no era por casualidad. En cierta ocasión había poseído una ballesta, un regalo de cumpleaños. La había utilizado muy poco, y las flechas no tardaron en perderse. Sin embargo, convertí en un espectáculo el acto de escoger una ballesta, y elegí la más larga y pesada.
Rufo carraspeó.
—Si me permites una sugerencia, esa ballesta tiene demasiado retroceso… para un principiante.
La tensé.
—Búscame un protector.
El protector encajó perfectamente en mi hombro como si estuviera hecho a mi medida… y tal vez era así. Cogí una flecha, sin fijarme apenas en ella, cómo si todas me parecieran rectas y fiables. No tenía la menor esperanza de alcanzar aquel maldito árbol; se encontraba a cincuenta metros de distancia, y tenía poco más de un palmo de grosor. Traté simplemente de apuntar a la altura adecuada, confiando en que una ballesta tan pesada me proporcionaría una trayectoria recta. Por encima de todo deseaba colocar el dardo, levantar la ballesta y disparar con la facilidad de movimientos de que había hecho gala Rufo… parecerme a Robín Hood aunque no lo fuera.
Pero al levantar y tensar aquella ballesta y sentir su potencia, noté una especie de exaltación: ¡esta herramienta era apta para mí! Nos identificábamos, por así decirlo.
Disparé sin pensar en nada.
Mi flecha se clavó en el árbol a un filo de mano de la de Rufo. —¡Buen disparo!— exclamó Star.
Rufo miró al árbol y parpadeó, y luego miró a Star con aire de reproche. Ella apartó apresuradamente la mirada.
—No he sido yo —afirmó—. Sabes que no haría una cosa así. Ha sido una prueba legal… en la que los dos habéis quedado muy bien.
Rufo me miró pensativamente.
—Hmmm. ¿Te importaría apostar algo, lo que tú quieras, a que puedes repetir ese tiro?
—No acostumbro a apostar —dije. Pero tomé otra flecha y la coloqué en la ballesta. Me gustaba aquella ballesta, que parecía una prolongación de mi antebrazo; deseaba volver a disparar, sentirme identificado con ella.
Disparé.
La tercera flecha se clavó entre las dos primeras, pero más cerca de la de Rufo.
—Una buena ballesta —dije—. La conservaré. Saca los dardos.
Rufo se alejó sin decir nada. Suspiré. Confiaba en no tener que volver a disparar una flecha; un jugador no puede esperar que la suerte le sonría en cada mano… y mi siguiente disparo podría hacer que la flecha se volviera contra mí como un boomerang.
Había una gran cantidad de filos y puntas, desde una espada de hoja tan ancha que parecía destinada a derribar árboles de un solo tajo, hasta una daga tan pequeña que parecía diseñada para que una dama la ocultara en su media. Pero yo las examiné y las sopesé todas… hasta encontrar la hoja que se adaptaba a mí del mismo modo que Excalibur se adaptaba al rey Arturo.
Nunca había visto una igual, de manera que no sé cómo llamarla. Un sable, supongo, ya que la hoja estaba levemente curvada y tenía un filo tan agudo como el de una navaja de afeitar. Pero tenía una punta tan aguda como la de un estoque, y la curva no era lo bastante pronunciada como para impedir que el arma fuera utilizada para tirarse a fondo y contraatacar al mismo tiempo que para propinar mandobles estilo hacha. La empuñadura estaba diseñada para proteger los nudillos y simultáneamente permitir toda clase de molinetes en cualquier guardia.
A pesar de lo manejable que era, la hoja tenía el peso suficiente para cortar un hueso. Era la clase de espada que uno llega a considerar como una prolongación de su propio cuerpo.
El pomo estaba forrado de piel de tiburón y hecho a la medida de mi mano. En la hoja había un lema grabado, pero tan enterrado en arabescos que no me tomé el tiempo necesario para descifrarlo. ¡Aquella muchacha era mía, estábamos hecho el uno para el otro! La solté y abroché cinto y vaina a mi cuerpo desnudo, deseando el contacto de la hoja y sintiéndome el capitán John Carter, Jeddack de Jeddacks y el gascón y sus tres amigos todo en una pieza.
—¿No piensas vestirte, mi señor Oscar? —preguntó Star.
—¡Eh! Oh, desde luego… sólo estaba probando la medida. Pero… ¿ha traído Rufo mis ropas? ¿Las has traído, Rufo?
—¿Sus ropas? No se referirá a aquellas prendas que llevaba en Niza…
—¿Qué tenían de malo mi pantalón de tubo y mi camisa hawaiana? —pregunté.
—¿Qué? Oh, absolutamente nada, mi señor Oscar —contestó Rufo apresuradamente—. Mi lema ha sido siempre; vive y deja vivir. En cierta ocasión conocí a un hombre que llevaba… no importa. Déjame que te enseñe lo que he traído para ti.
Tuve la posibilidad de elegir desde un impermeable de plástico hasta una armadura completa. Esta última me pareció deprimente, debido a que su presencia implicaba que podría ser necesaria. A excepción de un casco del Ejército nunca había llevado armadura, no deseaba hacerlo, no hubiese sabido hacerlo… y me preocupaba la posibilidad de tropezar con unos vecinos que hicieran deseable aquella protección.
Además, no veía a ningún caballo cerca, un Percherón o un Clydesdale, digamos, y no me veía a mí mismo andando con uno de aquellos trajes de hojalata. Sería tan lento como andar con muletas, haciendo tanto ruido como un ferrocarril subterráneo, y pasando tanto calor como en una cabina telefónica. Los calzones largos que iban debajo de aquel armatoste hubieran sido ya demasiado en un clima tan cálido; el acero encima me hubiera convertido en un horno ambulante, y me habría quitado todas las fuerzas y la energía necesarias para luchar si las circunstancias lo requerían.
—Star, dijiste que… —Me interrumpí. Star había terminado de vestirse, y no se había extralimitado. Zapatos de cuero blando (borceguíes, en realidad), pantalón ajustado, y una prenda corta de color verde encima, algo a medio camino entre una chaqueta y una blusa de patinar. Con el sombrerito en la cabeza, Star parecía la versión de comedia musical de una azafata de aviación, elegante, atractiva y sexy.
O quizá la Reina Virgen, ya que había añadido a su atuendo una ballesta cuyo tamaño era la mitad del mío, un carcaj y una daga.
—¡Caramba! —exclamé—. Empiezo a comprender por qué empezó todo el jaleo.
Star sonrió con coquetería. (Star no fingía nunca. Sabía que era hembra, sabía que era atractiva, y le gustaba serlo).
—Antes dijiste algo acerca de que no necesitaría llevar armas todavía —continué—. No existe ningún motivo por el que tenga que llevar uno de esos trajes especiales. No parecen cómodos.
—No espero ningún peligro serio, hoy —dijo Star lentamente—. Pero éste no es un lugar en el que uno pueda llamar a la policía. Tienes que decidir lo que vas a necesitar.
—Pero… Maldita sea, Princesa, tú conoces este lugar y yo no. Necesito consejo.
Star no contestó. Se volvió hacia Rufo, el cual estaba estudiando cuidadosamente la copa de un árbol. Dije:
—Rufo, vístete.
Rufo enarcó sus cejas.
—¿Sí, mi señor Oscar?
—¡Schnell! ¡Vite, vite! No pierdas más tiempo.
—De acuerdo.
Se vistió rápidamente, con un equipo que era una versión masculina de lo que Star había elegido, con unos shorts en vez de pantalón ajustado.
—Provéete de armas —dije, y empecé a vestirme de igual forma, salvo que me proponía calzar unas botas fuertes. Sin embargo, había un par de aquellos borceguíes que parecían ser de mi medida, de modo que me los probé. Se ajustaban a mis pies como guantes y, de todas maneras, las plantas de mis pies estaban tan endurecidas por el mes que había pasado descalzo en la Isla del Levante que no necesitaba unas botas pesadas.
Los borceguíes no eran tan medievales como parecían; estaban provistos de cremalleras, y en su interior podía leerse: Fabriqué en France.
Papá Rufo había tomado la ballesta que había utilizado antes, y había elegido una espada y añadido una daga a su armamento. En vez de una daga yo escogí un cuchillo de caza Solingen. Dirigí una mirada anhelante a un revólver de reglamento del 45, pero no lo toqué. Si «ellos», quienesquiera que fuesen, tenían una Acta Sullivan local, no sería yo quien les enmendara la plana.
Star le dijo a Rufo que empaquetara, y luego se agachó conmigo en un lugar arenoso junto al riachuelo y dibujó una especie de mapa: dirección sur, descendiendo ligeramente y siguiendo el curso del riachuelo salvo durante breves tramos, hasta llegar a las Aguas Cantarinas. Allí acamparíamos para pasar la noche.
Me aprendí el mapa de memoria.
—De acuerdo. ¿Alguna advertencia particular? ¿Tenemos que disparar los primeros? ¿O esperar a que ellos nos bombardeen?
—No espero nada de eso hoy. Oh sí, hay un carnívoro de un tamaño tres veces mayor que el de un león. Pero es un animal muy cobarde; no ataca a un hombre en movimiento.
—Haces bien en decírmelo: no dejaré de moverme.
—Si vemos seres humanos, aunque no lo espero, podría ser conveniente preparar una flecha… pero no levantes tu ballesta hasta que lo consideres necesario. Pero no he de decirte lo que tienes que hacer; debes decidirlo tú. Rufo no hará nada hasta que vea que estás a punto de entrar en acción.
Rufo había terminado de empaquetar.
—De acuerdo, vámonos —dije.
* * *
NOS PUSIMOS en marcha. La pequeña caja negra de Rufo estaba ahora plegada como una mochila, y no me paré en pensar cómo podía transportar un par de toneladas sobre sus hombros. Un artilugio antigravedad como el de Buck Rogers, quizá. Sangre de coolie chino. Magia negra. Diablos, sólo aquel baúl de madera de teca no hubiera cabido en aquella mochila por un factor de 30 a 1, sin mencionar el arsenal y todo lo demás.
No existe ningún motivo para preguntarse por qué no interrogué a Star acerca del lugar en el que nos encontrábamos, por qué estábamos allí, cómo habíamos llegado, qué íbamos a hacer, y los detalles de aquellos peligros con los que esperaba enfrentarme. Mira, Mac, cuando estás teniendo el sueño más hermoso de tu vida y estás llegando al punto culminante, ¿te paras acaso para decirte a ti mismo que es lógicamente imposible que aquella nena en particular esté tumbada sobre el heno a tu lado… con lo cual y en consecuencia te despiertas a ti mismo? Yo sabía, lógicamente, que todo lo que había ocurrido desde que leí aquel absurdo anuncio era imposible.
Yo rezumaba lógica.
Pero la lógica no sirve para nada, amigo. La «lógica» demuestra que los aviones no pueden volar, y que las bombas H no funcionan, y que no caen piedras del cielo. La lógica es una manera de decir que cualquier cosa que no ocurrió ayer no ocurrirá mañana Me gustaba la situación. No deseaba despertar, por nada del mundo. De un modo especial no deseaba despertar y encontrarme todavía en aquella selva, tal vez con aquella herida reciente en la cara y sin ningún helicóptero a la vista. Quizás el hermanito moreno había hecho un buen trabajo conmigo y me había enviado al Walhalla. De acuerdo, me gustaba el Walhalla.
Estaba avanzando con una hermosa espada golpeando contra mi muslo, y una chica mucho más hermosa adaptándose a mis pasos, y un esclavo-siervo-lacayo sudando detrás de nosotros, portando la carga y siendo nuestros «ojos de retaguardia». Los pájaros cantaban, y el paisaje había sido proyectado por arquitectos especialistas en paisajes, y el aire tenía una fragancia exquisita. La idea de no volver a tomar un taxi ni leer un titular de periódico me dejaba impasible.
Aquella enorme ballesta era un engorro… pero también lo es una M-1. Star llevaba su pequeña ballesta en bandolera y traté de imitarla, pero descubrí que dificultaba mis movimientos. Además, me ponía nervioso el no tenerla a punto, dado que Star había admitido la posibilidad de que la necesitara. De modo que la llevé colgando de mi mano izquierda, dispuesta para ser utilizada en cualquier momento.
Durante la caminata matutina tuvimos una alarma. Oí zumbar la ballesta de Rufo —¡jthwung!— …y me giré en redondo con mi propia ballesta a punto, con la flecha ensartada, antes de ver lo que ocurría.
Mejor dicho, lo que caía. Un ave parecida a una perdiz blanca, pero mucho más grande. Rufo la había hecho caer de la rama de un árbol, con una flecha ensartada en el cuello. Decidí mentalmente no volver a competir con él en el lanzamiento de flechas, y permitir que me aleccionara en la materia.
Rufo se relamió los labios y sonrió.
—Ya tenemos cena —dijo. Y durante el siguiente kilómetro desplumó el ave mientras andábamos y luego la colgó de su cinturón.
Nos paramos a almorzar en un idílico paraje que Star me aseguró que estaba «resguardado», y Rufo abrió su caja y nos sirvió fiambres, queso de Provenza, crujiente pan francés y dos botellas de Chablis. Después de almorzar, Star sugirió una siesta. La idea era atractiva: yo había comido hasta hartarme, compartiendo solamente las migajas con los pájaros; pero quedé sorprendido.
—¿No deberíamos continuar?
—Tienes que recibir una lección de idiomas, Oscar.
Debo explicarles a los de la Escuela Superior Ponce de León el mejor sistema para estudiar idiomas. Uno se tiende sobre la blanda hierba cerca de un susurrante riachuelo en un día perfecto, y la mujer más hermosa del mundo se inclina sobre uno y le mira a los ojos. La mujer empieza a hablar suavemente en un idioma que uno no entiende.
Al cabo de unos instantes sus grandes ojos se hacen más y más grandes… y más grandes… y uno se hunde en ellos.
Luego, mucho después, Rufo dijo:
—Erbas, Oscar, ´t knila voorsht.
—De acuerdo —contesté—. Estoy levantándome. No me atosigues.
No voy a escribir más palabras en un idioma que no se adapta a nuestro alfabeto. Recibí varias lecciones más, y tampoco hablaré de ellas, y desde entonces empezamos a comunicarnos en esta jerga, excepto cuando me veía obligado a hacer preguntas en inglés. Este nuevo idioma, es un idioma rico en blasfemias y en palabras para hacer el amor, y más rico que el inglés en algunas materias técnicas… pero con sorprendentes lagunas. No existe ninguna palabra equivalente a «abogado», por ejemplo.
Una hora antes de la puesta del sol llegamos a las Aguas Cantarinas.
Habíamos estado viajando por una alta y boscosa meseta. El riachuelo en el que habíamos capturado las truchas había sido engrosado por otros arroyos, y ahora era un pequeño río. Más abajo de nosotros, en un lugar que aún no habíamos alcanzando, se despeñaba sobre altos farallones. Pero aquí, donde nos habíamos detenido a acampar, el agua había cortado una muesca en la meseta, formando cascadas, antes de dar aquella zambullida.
«Cascadas» es un vocablo débil. Corriente arriba, corriente abajo, doquiera que uno mirase, veía cataratas: enormes, de doce o catorce metros de altura, tan pequeñas que un ratón podría haber trepado por ellas, y de todos los tamaños intermedios. Había terrazas y escaleras de cataratas, de tranquilas aguas teñidas de verde por el follaje de encima, y de aguas blancas de espuma al caer sobre la roca, debajo.
Y uno las oía. Las cataratas diminutas con su plateada voz de soprano, las grandes rugiendo con voz de bajo. En el paraje herboso donde estábamos acampados había un coro omnipresente; en medio de las cataratas uno tenía que gritar para hacerse oír.
Coleridge estuvo allí en uno de sus sueños opiáceos:
Y aquí había bosques antiguos como las colinas,
Envolviendo soleados parajes de verdor.
Pero ¡oh!, aquella profunda quebrada romántica que hendía
la verde colina a través de un cedrino techo,
¡un lugar salvaje!, puro y encantado.
Bajo una luna menguante, era frecuentado
por una mujer lloriqueando por su amante-diablo.
Y de aquella quebrada, hirviente de incesante agitación…
Coleridge debió haber seguido aquella ruta y alcanzado las Aguas Cantarinas. No es de extrañar que se sintiera como matando a aquel «individuo de Porlock» que irrumpía en su mejor sueño. Cuando me esté muriendo, que me lleven al lado de las Aguas Cantarinas y dejen que sea lo último que oiga y vea.
Nos detuvimos en una explanada de césped, llana como una promesa y suave como un beso, y ayudé a Rufo a desempacar. Quería averiguar cómo hacía aquel truco con la caja. No lo descubrí. Cada uno de los lados se abría de un modo completamente natural y razonable… y cuando se abría la cosa resultaba también otra vez razonable y natural.
En primer lugar montamos una tienda para Star: no se trataba de material de desecho del ejército; era un elegante pabellón de seda recamada, y la alfombra que extendimos en el suelo debió de haber ocupado a tres generaciones de artistas de Bukhara. Rufo me dijo:
—¿Quieres una tienda, Oscar?
Levanté la mirada al cielo y al sol que aún no se había puesto. El aire era cálido y no podía creer que lloviera. No me gusta estar en una tienda si existe la menor posibilidad de un ataque por sorpresa.
—¿Vas a utilizar tú una tienda?
—¿Yo? ¡Oh, no! Pero Ella tiene que tener una tienda, siempre. Luego, casi invariablemente, Ella decide dormir fuera, sobre la hierba.
—No necesito una tienda. (Veamos, ¿acaso un «paladín» no duerme delante de la puerta de la habitación de su dama, con las armas a mano? No estaba seguro de la etiqueta de tales materias; en los «Estudios Sociales» no se mencionaban).
Star regresó y le dijo a Rufo:
—Protegido. Las defensas estaban todas en su lugar.
—¿Recargadas? —inquirió Rufo.
Star retorció la oreja de Rufo.
—No soy senil —dijo. Y añadió—: Jabón, Rufo. Y ven conmigo, Oscar; eso es tarea de Rufo.
Rufo sacó una pastilla de Lux de aquella caja-caravana y se lo entregó a Star; luego me miró pensativamente y me entregó una barra de Life Buoy.
Las Aguas Cantarinas son el mejor de los baños, e interminable variedad. Balsas tranquilas de profundidad diversa, desde las que permiten mojarse simplemente los pies hasta las que son aptas para darse un chapuzón y nadar, baños de asiento que producían hormigueos en la piel, duchas a chorro que vapuleaban el cerebro si uno permanecía debajo de ellas demasiado tiempo.
Y uno podía escoger la temperatura del agua. Encima de la cascada que utilizamos nosotros, un manantial caliente se mezclaba a la corriente principal, y en la base de aquella cascada un manantial oculto aportaba agua helada. No había necesidad de volverse loco con los grifos, bastaba con desplazarse a uno u otro lado en busca de la temperatura deseada… o nadar corriente arriba, donde la temperatura del agua era uniforme y tan suavemente cálida como el beso de una madre.
Jugamos un rato, con Star chillando y riendo cuando yo la salpicaba, y replicando adecuadamente. Nos comportábamos como niños; yo me sentía como un chiquillo, Star parecía una chiquilla, aunque había en ella músculos de acero bajo terciopelo.
Cuando llegó el momento de enjabonarnos y Star empezó a lavarse la cabeza, me acerqué a ella por detrás y la ayudé. Dejó que lo hiciera, necesitaba ayuda con sus espléndidos cabellos, seis veces más largos de lo que la mayoría de las mujeres solían llevarlos entonces.
Aquella habría sido una ocasión maravillosa (con Rufo ocupado y lejos de allí) para agarrarla y pasar a mayores. No estoy seguro de que Star hubiese protestado, ni siquiera por pura fórmula; podría haber cooperado de buena gana.
Diablos, yo sabía que ella no hubiera protestado «por pura fórmula». Una de dos: me hubiera parado los pies con una palabra fría o un sopapo en la oreja… o hubiera cooperado.
No pude hacerlo. Ni siquiera pude empezar.
No sé por qué. Mis intenciones hacia Star habían oscilado de lo deshonroso a lo honorable y viceversa, pero siempre habían sido prácticas desde el momento en que posé los ojos en ella. No, permítaseme expresarlo de esta manera: mis intenciones habían sido siempre estrictamente deshonrosas, pero con la absoluta voluntad de convertirlas en honorables, más tarde, en cuanto encontrásemos un juez de paz.
Sin embargo, descubrí que no podía poner un dedo sobre ella como no fuera para ayudarla a aclarar sus cabellos.
Mientras rumiaba todo aquello, con las dos manos enterradas en la mata de cabellos rubios y preguntándome qué era lo que me impedía rodear con mis brazos aquella esbelta cintura que se encontraba a unos centímetros de mí, oí un penetrante silbido y mi nombre… mi nuevo nombre. Miré a mi alrededor.
Rufo, sin más ropas que su fea piel y con toallas sobre sus hombros, estaba de pie en la orilla a tres o cuatro metros de distancia, y trataba de atraer mi atención por encima del rugido del agua.
Avancé unos pasos hacia él.
—¿Qué has dicho? —grité.
—He dicho: «¿Quieres un afeitado?». ¿O es que piensas dejarte crecer la barba?
Yo había tenido consciencia de mi cara de cactus mientras me debatía en la duda de intentar o no el asalto criminal, y ése había sido uno de los factores que contribuyeron a retenerme: Gillette, Aqua Velva, Burma Shave, etc., habían conseguido que el macho norteamericano —es decir, yo— no se atreviera a intentar una seducción y/o una violación si no se había afeitado recientemente. Y yo llevaba una barba de dos días.
—No tengo maquinilla de afeitar —grité.
Me contestó blandiendo una navaja de afeitar.
Star se acercó a mí, levantó una mano y pellizcó suavemente mi mentón entre sus dedos pulgar e índice.
—Estarías mayestático con una barba —dijo—. Tal vez un Van Dyke, con el correspondiente bigote.
Si ella lo creía así, yo también lo creía. Además, la barba cubriría parte de aquella cicatriz.
—Lo que tú digas, Princesa.
—Pero prefiero que permanezcas como la primera vez que te vi. Rufo es un buen barbero. Se volvió hacia él.
—Una mano, Rufo. Y mi toalla.
Star echó a andar hacia el campamento, secándose por el camino: yo la habría ayudado de buena gana, si me lo hubiera pedido. Rufo dijo, con aire fatigado:
—¿Por qué no te pones de acuerdo contigo mismo? Pero Ella dice que te afeite, de modo que voy a hacerlo… y a bañarme al mismo tiempo, para que Ella no tenga que esperar.
—Si tuvieras un espejo, lo haría yo mismo.
—¿Has usado alguna vez una navaja de afeitar?
—No, pero puedo aprender a usarla.
—Te cortarías el cuello, y a Ella no le gustaría eso. Acércate más a la orilla, de manera que pueda quedarme en el agua caliente. ¡No, no! No te sientes, tiéndete con la cabeza apoyada en la arena. No puedo afeitar a un hombre sentado.
Rufo empezó a enjabonar mi mentón.
—¿Sabes por qué? —continuó—. Porque aprendí a afeitar con cadáveres, por eso, poniéndolos guapos para que sus seres amados estuvieran orgullosos de ellos. ¡No te muevas! Has estado a punto de perder una oreja. Me gusta afeitar cadáveres; no se quejan, no hacen sugerencias, no hablan… y siempre se están quietos. Es el mejor empleo que he tenido. Pero ahora tengo este otro empleo…
Se interrumpió con la hoja contra mi nuez de Adán, y empezó a contar sus problemas.
—¿Tengo el sábado libre? ¡Diablos, ni siquiera tengo libre el domingo! ¡Y mira las horas! El otro día leí que un equipo de Nueva York… ¿Has estado en Nueva York?
—He estado en Nueva York. Y aparta esa guillotina de mi cuello mientras agitas las manos de esa manera.
—Sigue hablando, y te dejaré una cara como un mapa… Aquel equipo había firmado un contrato de veinticuatro horas semanales. ¡Semanales! Yo me conformaría con trabajar veinticinco horas al día. ¿Sabes cuántas horas seguidas llevo en movimiento?
Dije que no lo sabía.
—Vaya, ya estás hablando otra vez. ¡Más de setenta horas o soy un embustero! ¿Y para qué? ¿Gloria? ¿Hay gloria en un pequeño montón de huesos blanqueados? ¿Riqueza? Oscar, te digo la verdad; he amortajado más cadáveres que concubinas tiene un sultán, y a ninguno de ellos le importaba un bledo si le acicalaban con rubíes del tamaño de tu nariz y dos veces más rojos… o si le cubrían de harapos. ¿De qué le sirve la riqueza a un muerto? Dime, Oscar, de hombre a hombre, ahora que Ella no puede oírnos: ¿por qué dejaste que Ella te metiera en esto?
—Estoy disfrutando, hasta ahora.
Rufo resopló.
—Eso fue lo que dijo el hombre al pasar por el quincuagésimo piso del Empire State. Pero la acera le estaba esperando, de todos modos. Sin embargo —añadió en tono sombrío—, hasta que te las hayas visto con Igli no habrá problemas. Si tuviera mi maletín, podría cubrir esa cicatriz tan perfectamente que todo el mundo diría: «¿No parece natural?».
—No importa. A Ella le gusta esa cicatriz.
—De acuerdo. Pero quiero que te des cuenta de que, si recorres la Ruta de Gloria, lo que más encontrarás serán piedras. Yo no elegí el recorrerla. Mi idea de un modo agradable de vivir sería una pequeña funeraria, la única del pueblo, con un buen surtido de ataúdes de todos los precios y una organización que permitiera planear por anticipado un entierro decoroso… ya que todos tenemos que morir, Oscar, todos tenemos que morir, y un hombre sensato podría sentarse delante de un vaso de cerveza y hacer sus planes con una empresa de pompas fúnebres digna de toda confianza.
Se inclinó confidencialmente hacia mí.
—Mira, mi señor Oscar… si por milagro salimos de esto con vida, podrías interceder por mí delante de Ella. Darle a entender que soy demasiado viejo para esa Ruta de Gloria. Puedo hacer mucho para que el resto de tus días sean cómodos y agradables… si tus intenciones hacia mí son amistosas.
—¿No habíamos sellado el trato con un apretón de manos?
—Ah, sí, lo sellamos —suspiró Rufo—. Uno para todos y todos para uno, y pelillos a la mar.
Aún era de día y Star estaba en su tienda cuando regresamos… y mis ropas estaban preparadas. Empecé a objetar cuando las vi, pero Rufo dijo en tono firme:
—Ella dijo «informal», y eso significa corbata negra.
Me lo puse todo, incluso los gemelos (que eran unas perlas negras asombrosamente grandes), y aquel smoking que había sido confeccionado a mi medida o comprado por alguien que conocía mi estatura, peso, anchura de hombros y perímetro de cintura. La etiqueta de la parte interior de la chaqueta decía: The English House, Copenhagen.
Pero la corbata era demasiado para mí. Rufo alzó la mirada mientras yo luchaba con ella, me hizo tumbar (no le pregunté por qué), y me la ató en un santiamén.
—¿Quieres tu reloj, Oscar?
—¿Mi reloj? Que yo sepa, estaba en la sala de consulta de un médico en Niza. ¿Lo tienes?
—Sí, señor. Recogí todo lo tuyo menos tus… —se estremeció— ropas.
No exageraba. Todo estaba allí, no sólo el contenido de mis bolsillos, sino también el contenido de mi caja de seguridad de la American Express: dinero, pasaporte, cartilla militar, etc., incluso aquellos boletos de Apuestas Múltiples de la Avenida del Cambio.
Empecé a preguntar cómo había tenido acceso a mi caja de seguridad, pero decidí no hacerlo. Rufo había tenido la llave, y podía haber hecho algo tan sencillo como falsificar una autorización. O tan complicado como su mágica caja negra. Le di las gracias, y Rufo volvió a su tarea de cocinero.
Empecé a tirar todo aquello, menos el dinero y el pasaporte. Pero me pareció un crimen ensuciar un lugar tan hermoso como las Aguas Cantarinas. El cinto de mi espada tenía una bolsa de cuero; lo metí todo allí, incluso el reloj, que se había parado.
Rufo había instalado una mesa delante de la tienda de Star, y una luz en un árbol encima de ella, y unas velas sobre la mesa. Se hizo de noche antes de que Star saliera… y esperara. Finalmente me di cuenta de que estaba esperando mi brazo. La acompañé a su puesto en la mesa y aparté su silla para que se sentara, y Rufo apartó la mía; Rufo llevaba un uniforme de lacayo de color ciruela.
La espera había valido la pena: Star llevaba el vestido verde que antes había exhibido para mí. Yo no sabía aún que Star utilizaba cosméticos, pero no se parecía en absoluto a la vigorosa Ondina que se había estado chapoteando conmigo una hora antes. Tenía un aspecto delicado, como para ser colocada en una vitrina. Parecía Elisa Doolittle[2] en el Baile.
Empezó a sonar «Cena en Río», mezclándose con las Aguas Cantarinas.
Vino blanco con el pescado, vino rosado con la volatería, vino tinto con el asado… Star charlaba y sonreía y se mostraba ocurrente. En un momento determinado, mientras se inclinaba hacia mí para servirme, Rufo susurró:
—Los condenados a muerte comen vorazmente.
Lo mandé al diablo, susurrando también.
Champán con el postre, y Rufo presentó solemnemente la botella para mi aprobación. Asentí. ¿Qué hubiera hecho Rufo si yo hubiese rechazado la botella? ¿Ofrecer otra cosecha? Coñac Napoleón con el café. Y cigarrillos.
Yo había estado pensando en cigarrillos todo el día. Aquéllos eran Benson and Hedges nº 5… y yo había estado fumando pitillos negros franceses para ahorrar dinero.
Mientras fumábamos, Star felicitó a Rufo por la cena, y él aceptó los cumplidos —que yo secundé— con aire grave. Todavía no sé quién preparó aquella cena hedonista. Rufo realizó la mayor parte del trabajo, pero Star pudo haberse encargado de lo más difícil mientras me estaban afeitando.
Después de una sobremesa sin prisas, saboreando el café y el coñac, con la luz de encima tamizada y una sola vela resplandeciendo sobre las joyas de Star e iluminando su rostro, Star se levantó, y yo me puse en pie rápidamente y la acompañé a su tienda. Star se detuvo en la entrada.
—Mi señor Oscar…
De modo que la besé y la seguí… ¡Y un cuerno! Estaba tan hipnotizado que me incliné sobre su mano y la besé. Y aquello fue todo.
Y aquello me dejó sin nada que hacer más que devolverle a Rufo mi ridículo atuendo y pedirle una manta. Rufo había elegido un lugar para dormir a un lado de la tienda de Star, de modo que yo escogí el mío al otro lado y me tumbé. La temperatura era tan agradable que no hacía falta ni siquiera una manta.
Pero no me quedé dormido. La verdad es que tengo un vicio, un hábito peor que la marihuana, aunque no tan caro como la heroína. Podía dominarlo y llegar a dormirme de todos modos… pero el hecho de que pudiera ver luz en la tienda de Star y una silueta que no estaba cubierta ya por un vestido no constituía precisamente una ayuda.
El vicio a que me refiero es el de leer. Treinta y cinco centavos de novela me dejaban plácidamente dormido. O Perry Mason. O aunque fueran los anuncios de un antiguo Paris Match que hubiera sido utilizado para envolver arenques.
Me levanté y me dirigí al otro lado de la tienda.
—¡Pssst! Rufo.
—Sí, mi señor. —Rufo se había puesto en pie de un salto, con una daga en la mano.
—Oye, ¿hay algo para leer en esa caja tuya?
—¿Qué clase de lectura?
—Lo que sea, cualquier cosa. Palabras en hilera.
—Un momento.
Se alejó, utilizando una linterna para rebuscar en su «equipaje». No tardó en regresar, y me ofreció un libro y una pequeña lámpara. Le di las gracias, volví a mi puesto y me tumbé.
Era un libro interesante, escrito por Albertus Magnus y aparentemente robado del Museo Británico. Alberto ofrecía una larga lista de recetas para hacer cosas inverosímiles: cómo apaciguar tormentas y volar sobre nubes, cómo imponerse a los enemigos, cómo asegurarse la fidelidad de una mujer…
Aquí está la última: «Si quieres que una mujer no sea viciosa ni desee a otros hombres, toma los miembros privados de Lobo, y los pelos que crecen en sus mejillas, en sus cejas o en su barbilla, y quémalo todo, y mezcla la ceniza con una bebida, y dásela a beber a la mujer sin que ella sepa lo que es, y no deseará a ningún otro hombre».
Aquello debía resultar fastidioso para el «Lobo». Y si yo hubiese sido la mujer me hubiera fastidiado también a mí, ya que el brebaje debía ser algo nauseabundo. Pero ésa es la fórmula exacta, de modo que si tiene usted problemas con su mujer y tiene un «Lobo» a mano, pruébela. Y comuníqueme los resultados. Por correo, no personalmente.
Había otras fórmulas para lograr que una mujer le amara a uno en las que un «Lobo» era el ingrediente más sencillo. De pronto solté el libro y apagué la luz, y contemplé la silueta que se movía detrás de aquella seda transparente. Star se estaba cepillando los cabellos.
Luego dejé de atormentarme a mí mismo y contemplé las estrellas. Nunca me había aprendido las estrellas del Hemisferio Meridional; rara vez se ven estrellas en un lugar tan húmedo como el Sudeste de Asia, y un hombre dotado del sentido de la orientación no las necesita.
Pero aquel cielo meridional era algo suntuoso.
Estaba contemplando una estrella o planeta (parecía estar rodeada por un disco) muy brillante, cuando de pronto me di cuenta de que se estaba moviendo.
Me incorporé.
—¡Hey! ¡Star!
Ella contestó:
—¿Sí, Oscar?
—Ven a ver. Un sputnik. ¡Muy grande!
—Ya voy. —La luz de su tienda se apagó, y Star se reunió conmigo rápidamente, lo mismo que Papá Rufo, bostezando y rascándose el costillar.
—¿Dónde, mi señor? —preguntó Star.
Señalé.
—¡Allí! Pensándolo bien, es posible que no sea un sputnik, sino uno de nuestros satélites Eco. Es terriblemente grande y brillante.
Star me miró y se encogió de hombros. Rufo no dijo nada. Yo contemplé el satélite o lo que fuera un rato más, y luego miré a Star. Ella me estaba mirando a mí, y no al satélite. Miré otra vez, observando cómo se movía contra un fondo de estrellas.
—Star —dije—, eso no es un sputnik. Ni un Eco. Es una luna. Una verdadera luna.
—Sí, mi señor Oscar.
—Entonces, esto no es la Tierra.
—Exacto.
—Hmmmm… —Miré de nuevo a la pequeña luna, moviéndose rápidamente entre las estrellas, de Oeste a Este.
Star susurró:
—¿No tienes miedo, héroe mío?
—¿De qué?
—De estar en un mundo extraño.
—Me parece un mundo muy agradable.
—Lo es —asintió Star—, en muchos aspectos.
—Me gusta —dije—. Pero tal vez ha llegado el momento de que sepa algo más acerca de él. ¿Dónde estamos? ¿A cuántos años-luz, o lo que sea, y en qué dirección?
Star suspiró.
—Lo intentaré, mi señor. Pero no será fácil; tú no has estudiado geometría metafísica… ni otras muchas cosas. Piensa en las páginas de un libro… —Yo tenía aún aquel recetario de Alberto el Grande debajo de mi brazo; Star lo tomó—. Una página puede parecerse mucho a otra. O ser muy diferente. Una página puede estar tan cerca de otra como para tocarla, en todos sus puntos… y no tener nada en común con la página que toca. Nosotros estamos tan cerca de la Tierra —en este momento— como dos páginas seguidas en un libro. Y sin embargo estamos tan lejos de ella que la distancia no puede ser expresada por medio de años-luz.
—Mira —dije—, no necesitas fantasear acerca de ello. Yo solía contemplar la «Dimensión desconocida (The Twilight Zone)» en la TV. Te refieres a otra dimensión. Lo entiendo perfectamente.
Star enarcó las cejas.
—Hay algo de eso, pero…
Rufo la interrumpió.
—Mañana por la mañana nos espera Igli.
—Sí —dije—. Si tenemos que tratar con Igli mañana por la mañana, es mejor que procuremos dormir un poco. Lo siento. A propósito, ¿quién es Igli?
—Ya te enterarás —dijo Rufo.
Alcé la mirada hacia aquella luna fugitiva.
—Sin duda. Bueno, siento haberos molestado por un absurdo error. Buenas noches, amigos.
De modo que volví a tumbarme, como un héroe formal (todo músculo y sin gónadas, habitualmente), y ellos también se acostaron. Star no volvió a encender la luz, de modo que no me quedó nada que mirar aparte de las lunas de Barsoom. Había caído en un libro.
Bueno, confiaba en que fuera un éxito y en que el autor me mantuviera con vida durante muchas secuelas. No podía quejarme del trato que se había dado al héroe, al menos hasta este capítulo. Y allí estaba Dejah Thoris, enroscada en sus sedas, a menos de diez metros de distancia.
Pensé seriamente en arrastrarme hasta el borde de su tienda y susurrarle que deseaba formularle unas cuantas preguntas acerca de la geometría metafísica y cuestiones similares. Hechizos amorosos, tal vez. O limitarme a decirle que fuera hacía frío y… ¿podía entrar en la tienda?
Pero no lo hice. El bueno de Rufo estaba enroscado al otro lado de aquella tienda y tenía la desconcertante costumbre de despertarse rápidamente con una daga en la mano. Y le gustaba afeitar cadáveres. Tal como ya he dicho, si me dan a elegir, soy un cobarde.
Contemplé las fugitivas lunas de Barsoom, y me quedé dormido.