Capítulo III

PERMANECÍ en la playa hasta la puesta del sol, esperando que ella volviera. Luego cené apresuradamente a base de pan, queso y vino, me puse mi taparrabos, y me dirigí a la aldea. Allí recorrí bares y restaurantes sin encontrarla; luego aceché a través de las ventanas en las casas cuyas persianas no estaban echadas, con el mismo resultado negativo. Cuando las tabernas empezaron a cerrar, me di por vencido, regresé a mi tienda de campaña, me maldije a mí mismo por mi estupidez (por qué no podía haber dicho: «¿Cuál es su nombre, y dónde vive usted, y dónde está parando aquí?»), me introduje en mi saco, y me dormí.

Me levanté al amanecer y revisé la playa, desayuné, volví a revisar la playa, me «vestí» y me dirigí a la aldea, revisé las tiendas y la oficina de correos, y compré mi Herald-Trib.

Entonces me enfrenté con una de las decisiones más difíciles de mi vida: uno de mis boletos de Apuestas Múltiples había sido agraciado en el sorteo.

Al principio no estaba seguro, ya que no me había aprendido de memoria aquellos cincuenta y tres números de serie. Tuve que regresar corriendo a mi tienda, buscar un cuaderno de notas y comprobarlo… ¡y lo tenía! Era un número que me había llamado la atención por su singularidad: XDY34555. ¡Tenía un caballo!

Lo cual significaba varios miles de dólares, no sabía cuántos. Pero los suficientes como para garantizarme el doctorado en Heidelberg… si lograba vender el boleto inmediatamente. El Herald-Trib llegaba allí con una fecha de retraso, lo cual significaba que el sorteo se había celebrado al menos dos días antes… y entretanto el caballo podía haberse roto una pata, o haber sufrido cualquier otro accidente. Mi boleto era dinero efectivo sólo mientras «Lucky Star» figurara en la lista de salida.

Tenía que viajar a Niza apresuradamente y descubrir dónde y cómo podía obtener el mejor precio por un boleto afortunado. ¡Sacar el boleto de mi caja de seguridad y venderlo!

Pero ¿y «Helena de Troya»?

Shylock, con su grito desgarrador de: «¡Oh, mi hija! ¡Oh, mis ducados!», no estaba más indeciso entre dos opciones que yo.

Establecí un compromiso. Escribí una nota dolorida, identificándome a mí mismo, diciéndole a ella que había recibido una llamada urgente y suplicándole que me esperara hasta mi regreso, al día siguiente, o al menos me dejara una nota diciéndome cómo podría encontrarla. Se la dejé a la encargada de la oficina de correos, junto con una descripción —rubia, así de alta, los cabellos así de largos, una poitrine espléndida— y veinte francos, con la promesa de otros cuarenta si entregaba la nota y obtenía una respuesta. La encargada de la oficina de correos dijo que nunca la había visto, pero que si cette grande blonde ponía un pie en la aldea, la nota sería entregada.

Aquello me dejó el tiempo justo para regresar a mi tienda de campaña, vestirme con mis ropas «normales», saldar mi cuenta con Mme. Alexandre, y tomar el barco. Luego tendría tres horas de viaje para preocuparme.

El problema estribaba en que Lucky Star no era un jamelgo en toda la extensión de la palabra. Mi caballo no quedaría por debajo del quinto o sexto lugar, por muy buenos que fuesen sus rivales. ¿Qué tenía que hacer? ¿Aprovechar la ocasión y ganar tranquilamente una buena suma dinero? ¿O exponerme al «todo o nada»?

La decisión no era fácil de tomar. Suponiendo que pudiera vender el boleto por 10 000 dólares, y suponiendo que no intentara ningún truco para eludir los impuestos, me quedaría la mayor parte de aquella suma para ingresar en la Universidad.

Pero, yo iba a ingresar en la Universidad de todos modos… ¿y deseaba realmente ir a Heidelberg? Aquel estudiante con las cicatrices de sus duelos me había producido una mala impresión, con su falso orgullo por unas cicatrices que no le habían expuesto a un verdadero peligro.

Supongamos que no vendía el boleto y ganaba el primer premio, 50 000 libras esterlinas, o 140 000 dólares… ¿Sabe usted cuánto paga en impuestos un soltero por 140 000 dólares en la Tierra de los Valientes y la Patria de los Hombres Libres? 103 000 dólares, eso es lo que paga.

Lo cual le deja con 37 000 dólares. ¿Deseaba apostar 10 000 dólares contra la posibilidad de ganar 37 000… con unas probabilidades de al menos 15 a 1 contra mí?

Hermano, aquello merecía ser meditado a fondo.

Pero supongamos que ideaba algún medio para eludir los impuestos, exponiendo así 10 000 dólares para ganar 140 000… Eso hacía que la ganancia potencial equilibrara las probabilidades… y 140 000 dólares no eran tan sólo dinero para ir a la Universidad, sino una fortuna que podía reportar cuatro o cinco mil dólares anuales para siempre.

Yo no «estafaría» al Tío Sam; los U.S.A. no tenían más derecho moral sobre aquel dinero (si yo ganaba), que el que yo tenía sobre el Sacro Imperio Romano. ¿Qué había hecho el Tío Sam por mí? Había amargado la vida de mi padre con dos guerras, una de las cuales no nos habían permitido ganar… y con ello había dificultado mis estudios, aparte de privarme del intangible valor espiritual que un padre puede significar para su hijo (¡no lo sabía, nunca lo sabría!). Luego me había sacado de la Universidad y me había enviado a luchar en otra no-Guerra, y me expuso a la muerte un millar de veces, y me desposeyó del tesoro de mi risa juvenil. ¿Qué derecho tenía el Tío Sam a quedarse con 103 000 dólares que me pertenecían? ¿Qué haría con ellos? ¿Prestárselos a Polonia? ¿O regalárselos al Brasil?

Había una manera de conservarlos todos (si yo ganaba), tan legal como el matrimonio. Vivir en un pequeño país libre de impuestos, como Mónaco, durante un año. Y luego trasladarme a otra parte con mi dinero.

Nueva Zelanda, tal vez. El Herald-Trib exhibía sus titulares de costumbre, sólo que más alarmantes. Parecía como si los muchachos (¡retozones ellos!) que gobernaban este planeta estuvieran a punto de desencadenar otra guerra, una guerra con ICBM y bombas H, en cualquier momento.

Si un hombre se trasladaba tan al sur como Nueva Zelanda, allí podía quedar algo en pie después de la hecatombe.

Se supone que Nueva Zelanda es un lugar muy bonito, y dicen que allí un pescador considera una trucha de dos kilos como demasiado pequeña para llevársela a casa.

En cierta ocasión yo había pescado una trucha de medio kilo.

Por entonces hice un horrible descubrimiento. No quería volver a la Universidad, ganar, perder, ni jugar. Habían dejado de importarme los garajes de tres plazas y cualquier otro símbolo de prosperidad o «seguridad». No existía ninguna seguridad en este mundo, y sólo los estúpidos y los ratones creían que podía existir.

En alguna parte de la selva había renunciado a todas las ambiciones de aquel tipo. Habían disparado contra mí demasiadas veces, y había perdido interés en supermercados y subdivisiones ex urbanas y esta noche es la cena de la PTA no lo olvides querido lo prometiste.

Oh, no quería encerrarme en un monasterio. Pero seguía deseando…

Deseaba un huevo de Rocho. Deseaba un harén lleno de encantadoras odaliscas menos que el polvo debajo de las ruedas de mi carroza, la herrumbre que nunca manchó mi espada. Deseaba oro virgen en pepitas del tamaño de un puño y darle su merecido al vil usurpador de la mina… Deseaba levantarme con el ánimo optimista y salir y romper algunas lanzas, y luego llevarme a una doncella por mi droit du seigneur… ¡Deseaba erguirme ante el Barón y desafiarle a que tocara a mi doncella! Deseaba oír el agua púrpura retozando contra la piel de la Nancy Lee en el frío de la guarida matinal y ningún otro sonido, ningún movimiento salvo el lento bascular de las alas de los albatros que nos habían estado siguiendo durante los últimos mil kilómetros.

Deseaba las oscilantes lunas de Barsoom. Deseaba a Storisende y Poictesme, y a Holmes despertándome para decirme: «¡La caza está en marcha!». Deseaba navegar Mississippi abajo sobre una balsa y eludir a una multitud en compañía del Duque de Bilgewater y del Delfín Perdido.

Deseaba al Preste Juan, y a Excalibur sostenido por un brazo de luna blanca fuera de un lago silencioso. Deseaba navegar con Ulises y con Tros de Samotracia y comer el loto en un país donde la tarde parecía ser eterna. Deseaba el sentimiento de romance y la sensación de maravilla que había conocido en mi infancia. Deseaba que el mundo fuera lo que me habían prometido que sería… en vez del atolladero vulgar y asqueroso que es.

Había tenido una oportunidad… durante diez minutos, ayer por la tarde. Helena de Troya, fuera el que fuese su verdadero nombre… Y yo lo había sabido… y la había dejado escapar.

Tal vez se tiene solamente una oportunidad.

* * *

EL TREN llegó a Niza.

En las oficinas de la American Express fui al departamento de banca y a mi caja de seguridad, encontré el boleto, y comprobé el número con el Herald-Trib. ¡XDY34555, sí! Para dar tiempo a tranquilizarme, comprobé los otros boletos, y eran papel mojado, tal como pensaba. Volví a meterlos en la caja y solicité una entrevista con el director.

Yo tenía un problema monetario, y la American Express es un banco, no una simple agencia de viajes. Me acompañaron al despacho del director, e intercambiamos nombres y apellidos.

—Necesito asesoramiento —dije—. Verá, tengo uno de los boletos de las Apuestas Múltiples ganadores.

Una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Felicidades! Es usted la primera persona en mucho tiempo que viene aquí con una buena noticia en vez de con una queja.

—Gracias. Uh, mi problema es éste. Sé que un boleto favorecido en el sorteo tiene cierto valor hasta el día de la carrera. Según el caballo de que se trate, desde luego.

—Desde luego —asintió el director—. ¿Qué caballo le ha correspondido a usted?

—Uno bastante bueno, Lucky Star… y eso es lo que complica el asunto. Si me hubiera tocado Bomba H, o cualquiera de los tres favoritos… Bueno, ésta es la cuestión: no sé si vender o esperar, porque ignoro cómo están las apuestas. ¿Sabe usted lo que se ofrece por Lucky Star?

El director unió las puntas de sus dedos.

—Señor Gordon, la American Express no se dedica a informar sobre carreras de caballos ni a actuar de intermediario en la reventa de boletos de las Apuestas Múltiples. Sin embargo… ¿Lleva usted el boleto encima?

Lo saqué de mi bolsillo y se lo entregué. Había pasado a través de varias partidas de póker, y estaba manchado de sudor y arrugado, pero aquel número afortunado era inconfundible.

El director lo examinó.

—¿Tiene usted su recibo?

—No. —Empecé a explicar que había dado la dirección de mi padrastro… y que mi correo había sido remitido a Alaska…

Me interrumpió.

—Está bien. —Pulsó un botón en su escritorio—. Alice, ¿quiere decirle al señor Renault que venga? ¡Yo me estaba preguntando si realmente todo estaba bien! Desde luego, había obtenido los nombres de los dueños de los boletos, y cada uno de ellos me había prometido enviarme su recibo cuando lo tuviera… pero no me había llegado ningún recibo. Tal vez en Alaska… Había comprobado este boleto en la caja de seguridad: había sido comprado por un sargento que ahora estaba en Stuttgart. Tal vez tendría que pagarle algo, o tal vez tendría que romperle los brazos.

El señor Renault tenía el aspecto de un maestro de escuela fatigado.

—El señor Renault es nuestro experto en este tipo de asuntos —explicó el director—. ¿Le permite examinar su boleto, por favor?

El francés lo examinó; luego, sus ojos se iluminaron, se llevó una mano al bolsillo, y sacó una lupa de joyero.

—¡Excelente! —dijo, en tono de aprobación—. Una de las mejores. ¿Hong Kong, quizá?

—Lo compré en Singapur.

Asintió y sonrió.

—Eso encaja.

El director no sonreía. Abrió un cajón de su escritorio, sacó otro boleto de Apuestas múltiples, y me lo entregó.

—Señor Gordon, éste lo compré en Montecarlo. ¿Quiere compararlo con el suyo?

Me parecieron iguales, salvo por los números de serie y por el hecho de que el suyo estaba liso y limpio.

—¿Qué se supone que tengo que mirar?

—Tal vez esto le ayudará —me ofreció una lupa de gran tamaño.

Un boleto de Apuestas Múltiples está impreso en un papel especial, y tiene un retrato grabado, y está hecho en varios colores. Un trabajo de impresión y de grabado mejor que el que muchos países utilizan para el papel moneda.

No tardé en enterarme de que no se puede transformar un dos en un as mirando fijamente el naipe. Le devolví su boleto al director.

—El mío está falsificado.

—Yo no he dicho eso, señor Gordon. Le sugiero que lo consulte en otra parte. En las oficinas del Banco de Francia, por ejemplo.

—Puedo verlo perfectamente. En el mío, las líneas grabadas aparecen interrumpidas en algunos lugares. Bajo la lupa, se observan los defectos de impresión. —Me giré—. ¿No es cierto, señor Renault?

El experto se encogió de hombros conmiserativamente.

—Es un buen trabajo, en su clase.

Les di las gracias y me marché. Acudí al Banco de Francia, no porque dudara del veredicto, sino porque uno no se deja cortar una pierna, ni renuncia a 140 000 dólares, sin una segunda opinión. El experto no se molestó en examinar el boleto con una lupa.

—Falsificado —anunció—. No vale nada.

* * *

ERA IMPOSIBLE regresar a la Isla del Levante aquella noche. Cené, y luego visité a mi antigua patrona. Mi cuarto estaba desocupado, y ella me permitió dormir allí. No permanecí despierto mucho rato.

No estaba tan deprimido como había supuesto. Me sentía relajado, casi aliviado. Por espacio de unas horas había experimentado la maravillosa sensación de ser rico, y había experimentado su complemento, la preocupación de ser rico… y ambas sensaciones eran interesantes, y no me importaría que se repitieran.

Pero ahora no tenía ninguna preocupación. Lo único que tenía que decidir era el momento de regresar a casa, y pudiendo vivir con tan poco dinero en la isla no había ninguna prisa. Lo único que me fastidiaba era que aquel viaje precipitado a Niza podía haberme desconectado de «Helena de Troya», cette grande blonde… ¡Si grande… si belle… si majestueuse! Me quedé dormido pensando en ella.

Me había propuesto tomar el primer tren de la mañana, y luego el primer barco. Pero el día anterior había gastado la mayor parte de mi dinero, y no se me había ocurrido sacar una cantidad en la American Express. Además, no había preguntado si había llegado correo para mí. No esperaba ninguna carta que no fuera de mi madre y posiblemente de mi tía: al único amigo íntimo que había tenido en el Ejército le habían matado hacía seis meses. Sin embargo, podía ir a recoger el correo, dado que tenía que esperar por el dinero.

De modo que me obsequié con un suculento desayuno. Los franceses creen que un hombre puede hacer frente al día con achicoria y leche y un croissant, lo cual es probablemente la causa de su inestable política. Escogí la terraza de un café junto a un gran kiosco, el único de Niza que recibía The Stars and Stripes y que pondría a la venta el Herald-Trib a primera hora de la mañana, Encargué melón, café completo para dos, y un omelette aux herbes fines; y me senté a disfrutar de la vida.

Cuando llegó el Herald-Trib, me distrajo de mi sibarítico placer. Los titulares eran peores que nunca, y me recordaron que tarde o temprano tendría que volver a tratar con el mundo; no podía quedarme en la Isla del Levante para siempre.

Pero ¿por qué no quedarme allí el mayor tiempo posible? Seguía sin desear ir a la Universidad, y aquella ambición del garaje de tres plazas estaba tan muerta como aquel boleto de las Apuestas Múltiples. Si la Tercera Guerra Mundial estaba a punto de estallar, no valía la pena trabajar como ingeniero por seis u ocho mil dólares al año en Santa Mónica sólo para ser atrapado por la tormenta de fuego.

Sería mejor disfrutar de la vida, con dólares y día a mano, y luego… Bueno, tal vez ingresar en la Infantería de Marina, como mi padre. Quizá me ascendieran a cabo… y me mantuvieran en el empleo.

Doblé el periódico por la columna de «Personales».

Eran muy buenos. Además de las habituales ofertas de lecturas psíquicas, y cómo aprender yoga, y los velados mensajes de un juego de iniciales a otro, había varios que eran novedades. Tales como:

¡RECOMPENSA! ¿Piensa usted suicidarse? Encárgueme el traspaso de su apartamento y podrá gastar a manos llenas durante sus últimos días Apartado 323, H.T.O:

Caballero hindú, no vegetariano, desea conocer a una dama culta, europea, africana o asiática, que posea un automóvil deportivo. Objetivo: mejorar las relaciones internacionales. Apartado 107.

¿No resultaría «incómodo» un automóvil deportivo?

Uno de los anuncios era ominoso:

¡Hermafroditas del mundo, en pie! No tenéis nada que perder salvo vuestras cadenas. Tel. Opera-59-09.

El siguiente empezaba:

¿ES USTED UN COBARDE?

Bueno, sí, desde luego. En la medida de lo posible. Si se permitía elegir libremente.

Continué leyendo:

¿ES USTED UN COBARDE? Entonces esto no es para usted. Necesitamos urgentemente a un hombre valiente. Debe tener de 23 a 25 años, una salud perfecta, un mínimo de un metro ochenta de estatura, y un peso aproximado de noventa kilos. Ha de hablar con soltura inglés y algo de francés, saber manejar toda clase de armas, poseer conocimientos de mecánica y matemáticas (esencial), estar dispuesto a viajar, carecer de lazos familiares o sentimentales, tener un valor indomable, y un rostro y una figura atractivos. Empleo estable, sueldo muy elevado, gloriosa aventura, gran peligro. Presentarse personalmente en el número 17 de la calle Dante, Niza, 2º piso, apartamento D.

Leí aquella exigencia acerca del rostro y de la figura con intenso alivio. Por un instante había tenido la impresión de que alguien con un perverso sentido del humor había querido gastarme una broma pesada. Alguien que conocía mi costumbre de leer los «personales».

Aquella dirección se encontraba a sólo cien metros del lugar donde yo estaba sentado. Leí otra vez el anuncio.

Luego pagué la cuenta, dejé una cuidadosa propina, fui al kiosco y compré The Stars and Stripes, me dirigí a la American Express, saqué dinero y recogí mi correo, y me encaminé a la estación del ferrocarril. Faltaba una hora para la salida del próximo tren a Tolón, de modo que entré en el bar, pedí una cerveza, y me senté a leer.

Mi madre lamentaba que no les hubiera encontrado en Wiesbaden. Su carta pormenorizaba las enfermedades de los niños, lo caro que estaba todo en Alaska, y expresaba lo mucho que sentían todos el haber tenido que marcharse de Alemania. Me la guardé en el bolsillo y desdoblé The Stars and Stripes.

De pronto me encontré leyendo:

¿ES USTED UN COBARDE?

El mismo anuncio, de cabo a rabo.

Solté el periódico con un gruñido.

Había otras tres cartas. Una de ellas me invitaba a contribuir a la asociación atlética de mi ex Instituto de Enseñanza; la segunda se ofrecía a asesorarme en la selección de mis inversiones por una tarifa especial de sólo 48 dólares al año; la última era un sobre sin sello, evidentemente entregado en mano en la American Express.

Contenía solamente un recorte de periódico, que empezaba:

¿ES USTED UN COBARDE?

Era el mismo anuncio que ya había visto, con la diferencia de que en éste habían subrayado las palabras: Presentarse personalmente en…

* * *

TOMÉ un taxi hasta la calle Dante. Si me daba prisa, tenía tiempo de resolver aquel jeroglífico sin perder el tren de Tolón. En el número 17 de la calle Dante no había ascensor; subí la escalera y, cuando me acercaba a la puerta D, encontré a un joven que salía. Medía un metro ochenta, tenía un rostro y una figura atractivos, y daba la impresión de que podría ser un hermafrodita.

En la puerta había una placa:

DR. BALSAMO - HORAS A CONVENIR

En francés y en inglés. El nombre me resultó vagamente familiar, pero no me detuve a pensar; empujé la puerta.

La oficina exterior era lo menos parecido a una oficina por el desorden que reinaba en ella. Detrás del escritorio había un personaje estrafalario con una alegre sonrisa, una mirada dura, el rostro y la calva más sonrosada que hubiera visto en toda mi vida, y una orla de revueltos cabellos blancos. Me miró y dijo, con una risita:

—¡Bienvenido! ¿De modo que es usted un héroe?

Súbitamente esgrimió un revólver casi tan largo y pesado como su propio cuerpo, y me apuntó con él. Por el interior de su cañón podría haber pasado un Volkswagen.

—No soy un héroe —dije en tono desabrido—. Soy un cobarde. Sólo he venido aquí para averiguar qué clase de broma es ésta.

Me moví lateralmente mientras desviaba el cañón de aquel monstruoso revólver hacia el otro lado, golpeé la muñeca del hombre, y me apoderé del arma. Luego se la devolví, diciéndole:

—No juegue con ese cacharro si no quiere que se lo haga tragar. Tengo prisa. ¿Es usted el doctor Bálsamo? ¿Puso usted el anuncio?

—Tut, tut —respondió, sin enfadarse en lo más mínimo—. Juventud impetuosa. No, el doctor Bálsamo está allí.

Apuntó sus cejas hacia dos puertas situadas en la pared izquierda, y pulsó un timbre en su escritorio… Lo único que había en la habitación que era posterior a Napoleón.

—Pase. Ella le está esperando.

—¿Ella? ¿Qué puerta es?

—Ah, ¿la Dama o el Tigre? ¿Qué importa eso? ¿A largo plazo? Un héroe lo sabrá. Un cobarde escogerá la puerta equivocada, convencido de que miento… Allez y ¡Vite, vite! ¡Schnell!… Adelante, Mac.

Refunfuñando, abrí la puerta situada a mano derecha.

El doctor estaba de pie de espaldas a mí, junto a un aparato adosado a la pared del fondo, y llevaba una de aquellas chaquetas blancas de cuello alto que están de moda entre los médicos. A mi izquierda había una camilla de reconocimiento, y a mi derecha un moderno sofá estilo sueco; había vitrinas de cristal y acero inoxidable, y algunos diplomas en sus correspondientes marcos; el contraste con el desorden y la antigüedad de la oficina exterior resultaba abrumador.

Mientras yo cerraba la puerta ella (el doctor Bálsamo) se giró, me miró, y dijo tranquilamente:

—Me alegro mucho de que hayas venido. —Luego sonrió y añadió, en tono susurrante—: Eres bello.

… Y se dejó caer en mis brazos.