CONOZCO un lugar donde no hay contaminación, ni problemas de aparcamiento, ni explosión demográfica… Ni Guerra Fría, ni bombas H, ni anuncios de televisión… ni Conferencias en la Cumbre, ni Ayuda al Exterior, ni Impuesto de Utilidades. El clima es el que Florida y California pretenden tener (y ninguna de las dos tiene), el paisaje es encantador, la gente se muestra amistosa y hospitalaria con los extranjeros, las mujeres son guapas y asombrosamente deseosas de complacer…
Podría regresar. Podría…
Era un año de elecciones, con el acostumbrado tema de «cualquier cosa que tú hagas yo puedo hacerla mejor», sobre un fondo de zumbantes sputniks. Yo tenía veintiún años, pero no acababa de decidir contra qué partido votaría.
De modo que telefoneé a mi Centro de Reclutamiento y les dije que me enviaran la notificación.
Soy contrario al servicio militar del mismo modo que una langosta es contraria al agua hirviente: puede ser su hora más gloriosa, pero no la ha elegido ella. Sin embargo, amo a mi patria. Sí, la amo, a pesar de la machacona propaganda contra el patriotismo, calificado de anticuado, en los centros de enseñanza. Uno de mis bisabuelos murió en Gettysburg, y mi padre luchó en la guerra de Corea, de modo que no acepté aquellas nuevas ideas. Discutí contra ellas en clase…, hasta que mi actitud me valió un suspenso en Estudios Sociales; entonces me callé, y aprobé el curso.
Pero no cambié mis opiniones para que coincidieran con las de un profesor que se alimentaba exclusivamente de teorías. ¿Pertenece usted a mi generación? Si no pertenece a ella, ¿sabe por qué éramos tan desatinados? ¿O es usted de los que se limitan a calificarnos de «delincuentes juveniles»?
Yo podría escribir un libro. ¡Hermano! Pero anoto un hecho clave: después de haber pasado años y años tratando de desarraigar de la conciencia de un muchacho el sentimiento de patriotismo, no hay que esperar que dé saltos de alegría al recibir un comunicado que dice:
FELICIDADES: Nos enorgullece notificarle que a partir de este momento forma usted parte de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos…
¡Hablar de una «Generación Perdida»! He leído a los autores que se hicieron famosos después de la Primera Guerra Mundial. —Fitzgerald, Hemingway y compañía—, y me asombra que lo único que les preocupara fuera el alcohol de madera en el licor de contrabando. Tenían al mundo cogido por la cola… ¿de qué se quejaban, pues?
Desde luego, tenían a Hitler y a la Depresión delante de ellos… Pero ellos no lo sabían. Nosotros teníamos a Kruschev y a la bomba H, y ciertamente lo sabíamos.
Pero nosotros no éramos una «Generación Perdida». Éramos algo peor; éramos la «Generación Segura». ¿Los beatniks? Nunca fueron más de unos cuantos centenares entre millones. Oh, sí, hablábamos la jerga beatnik, y buscábamos sonidos fríos en estéreo, y estábamos en desacuerdo con las listas de músicos de jazz del Playboy, como si la cosa tuviera verdadera importancia. Leíamos a Salinger y a Kerouac, y utilizábamos un lenguaje que escandalizaba a nuestros padres, y vestíamos (a veces) al estilo beatnik. Pero no creíamos que los bongos y una barba pudieran compararse con el dinero en el banco. No éramos rebeldes. Éramos tan conformistas como las polillas. Nuestra consigna inexpresada era «Seguridad».
La mayoría de nuestras consignas eran inexpresadas, pero las seguíamos tan compulsivamente como una cría de pato se mete en el agua. «No luches contra el Ayuntamiento». «Procura conseguir lo que sea bueno para ti». «No te comprometas». Elevados objetivos aquéllos, grandes valores morales, y todos significaban «Seguridad». El «Anda con pies de plomo» (la aportación de mi generación al Sueño Americano) estaba basado en la seguridad; garantizaba que la noche del sábado no podría ser nunca la noche más solitaria para el débil. Si uno andaba con pies de plomo, la competencia quedaba eliminada.
Pero nosotros teníamos ambiciones. ¡Sí, señor! Librarse del servicio militar y estudiar en la Universidad. Casarse y tener a la mujer encinta, con las dos familias ayudándole a uno a seguir estudiando. Obtener un empleo bien visto por los centros de reclutamiento, en una firma de misiles, por ejemplo. Mejor aún, doctorarse en algo si la familia de uno (o la de su esposa) podían permitírselo, y tener otro hijo, y resistir hasta más allá de la edad militar… Además, un título de doctor era toda una garantía a efectos de promoción, sueldo y jubilación.
A falta de una esposa embarazada con padres acomodados, la mayor seguridad residía en ser 4-F. Unos tímpanos del oído perforados eran buenos, pero una alergia era mejor. Uno de mis vecinos padeció un asma terrible que le duró hasta su vigesimosexto cumpleaños. No mentía: era alérgico a los centros de reclutamiento. Otra salida consistía en convencer a un psiquiatra del ejército de que los intereses de uno se acomodaban más al Departamento de Estado que al Ejército. Más de la mitad de mi generación estaba compuesta por individuos «no aptos para el servicio militar».
No me parece sorprendente. Hay un viejo cuadro de unas personas viajando en trineo a través de bosques profundos… perseguidas por lobos. De cuando en cuando agarran a uno de los viajeros y lo arrojan a los lobos. Eso es el reclutamiento, aunque se le de el nombre de «servicio selectivo»: arrojar una minoría a los lobos mientras el resto continúa con la idea fija de obtener un garaje de tres plazas, una piscina y los beneficios de la jubilación.
No pretendo ser más-honesto-que-tú; yo también iba detrás de aquel garaje de tres plazas.
Sin embargo, mis parientes no podían costearme unos estudios universitarios. Mi padrastro era un modesto oficial de las Fuerzas Aéreas cuyo sueldo apenas le bastaba para comprarles zapatos a sus propios hijos. Cuando fue trasladado a Alemania poco antes de mi último año en la escuela superior y yo fui invitado a ir a vivir con la hermana de mi padre y su marido, los dos nos sentimos aliviados.
No mejoré financieramente, ya que mi tío estaba manteniendo a una primera ex esposa: bajo la ley de California, aquello equivalía a ser un peón del campo en Alabama antes de la Guerra Civil. Pero yo tenía una pensión mensual de 35 dólares como «dependiente superviviente de un veterano fallecido». (No «huérfano de guerra», una categoría distinta y mejor pagada). Mi madre estaba segura de que la muerte de papá se había producido a consecuencia de unas heridas, pero la Administración de Veteranos no opinó lo mismo, de modo que fui un simple «dependiente superviviente».
Treinta y cinco dólares al mes no tapaban el agujero que yo practicaba en sus comestibles, y se sobreentendía que cuando me graduara me las arreglaría por mí mismo. Cumpliendo mi servicio militar, sin duda… Pero yo tenía mi propio plan; jugaba al fútbol y terminé el curso en la escuela secundaria del Valle Central de California con la mejor marca en carreras y la nariz rota… y empecé el curso en el otoño siguiente en la Universidad del Estado local con un empleo que consistía en «barrer el gimnasio» por 10 dólares mensuales, propinas aparte.
No podía ver el final, pero mi plan era claro: estudiar, con todas mis fuerzas, y licenciarme en ingeniería. Eludir el reclutamiento y el matrimonio. Una vez graduado, conseguir un empleo que dejara en suspenso mi alistamiento. Ahorrar dinero y licenciarme en derecho, también…, porque en Homestead, Florida, un profesor había señalado que, si bien los ingenieros ganaban dinero, el dinero en grande y los mejores empleos eran para los abogados. De modo que no desaprovecharía la ocasión y me convertiría en un héroe de Horatio Alger. Hubiera insistido en obtener aquella licenciatura en leyes, de no haber sido porque en aquel centro de enseñanza no se cursaban estudios de Derecho.
Al final de mi segundo año decidieron dejar de lado el fútbol.
Había tenido una temporada perfecta: ningún trofeo. «Flash» Gordon (ése era yo… en las reseñas deportivas) era el número uno en carreras y tantos marcados; sin embargo, el coach y yo nos quedamos sin empleo. Oh, «barrí el gimnasio» el resto de aquel año para los equipos de baloncesto, esgrima y otros deportes, pero a nadie le interesaba un jugador de baloncesto que sólo medía un metro ochenta. Pasé aquel verano limpiando la pista y tratando de encontrar una solución a mi problema. Aquel verano también, cumplí los veintiún años, y dejé de percibir los 35 dólares mensuales. Poco después del Día del Trabajo decidí efectuar aquella llamada telefónica a mi Centro de Reclutamiento.
Me había propuesto pasar un año en las Fuerzas Aéreas, luego ingresar por oposición en la Academia de las Fuerzas Aéreas, y ser astronauta y famoso, en vez de rico.
Bueno, no todos pueden ser astronautas. Las Fuerzas Aéreas tienen su cupo, o algo por el estilo. Me encontré en el Ejército con tanta rapidez que apenas tuve tiempo de hacer las maletas.
De modo que me dispuse a ser el mejor secretario de capellán del Ejército; me aseguré de que el «escribir a máquina» figuraba como uno de mis conocimientos. Si tenía algo que decir en el asunto, haría mi servicio militar en el Fuerte Carson, mecanografiando copias perfectas y asistiendo al mismo tiempo a la escuela nocturna.
* * *
NO TUVE nada que opinar en el asunto. ¿Ha estado usted alguna vez en el Sudeste de Asia? Hace que Florida parezca un desierto. Todo lo que uno pisa es mermelada. En vez de tractores, utilizan búfalos domésticos. Los arbustos están llenos de insectos y de nativos que disparan contra uno. No era una guerra… ni siquiera una «Acción Policial». Nosotros éramos «Asesores Militares». Pero un Asesor Militar que lleva cuatro días muerto en medio de aquel calor huele igual que un cadáver en una guerra de verdad.
Fui ascendido a cabo. Fui ascendido siete veces. A cabo.
Mi actitud no era la correcta. O al menos eso decía el comandante de mi compañía. Mi padre había sido infante de Marina, y mi padrastro estaba en las Fuerzas Aéreas; mi única ambición castrense había sido la de convertirme en secretario de un capellán. No me gustaba el Ejército. Al comandante de mi compañía tampoco le gustaba yo; era un primer teniente que no había ascendido a capitán, y cada vez que rumiaba en ello el Cabo Gordon perdía sus galones.
La última vez los perdí, por decirle que iba a escribir a mi representante en el Congreso para averiguar por qué yo era el único soldado del Sudeste de Asia que iba a ser jubilado por vejez en lugar de ser enviado a casa cuando terminara su compromiso… y aquello le enfureció tanto que perdió la cabeza y me arrastró a una acción descabellada, y se convirtió en un héroe, y lo mataron. Y así fue como conseguí esta cicatriz a través de mi nariz rota por la que yo también fui un héroe y tenía que haber recibido la Medalla al Mérito, sólo que no había nadie mirando.
Mientras me estaba restableciendo, decidieron enviarme a casa.
El comandante Ian Hay, en su «War to End War», describió la estructura de las organizaciones militares: prescindiendo de tecnicismos… toda la burocracia militar consiste en: 1.- Un Departamento de Invitación por Sorpresa, 2.- Un Departamento de Bromas Pesadas y 3.- Un Departamento del Hada Madrina. Los dos primeros se ocupan de la mayoría de los asuntos, ya que el tercero es muy pequeño; el Departamento del Hada Madrina es una veterana GS-5 femenina, habitualmente de permiso por enfermedad.
Pero cuando está en su oficina, a veces suelta su labor de punto y capta un nombre que pasa a través de su escritorio y hace algo agradable. Ya ha visto usted cómo fui tratado por los Departamentos de Invitación por Sorpresa y de Bromas Pesadas; esta vez el Departamento del Hada Madrina se interesó por el soldado Gordon.
Ni más ni menos. Cuando supe que iba a regresar a casa en cuanto cicatrizara la herida de mi rostro (el hermanito moreno no había esterilizado su machete), formulé una petición para ser enviado a Wiesbaden, donde se encontraba mi familia, en vez de a California, hogar que figuraba en mi ficha. No estoy censurando al hermanito moreno; él no se había propuesto señalarme la cara… y lo hubiera conseguido si no hubiese estado matando al comandante de mi compañía y con demasiada prisa para hacer un buen trabajo conmigo. Yo no había esterilizado tampoco mi bayoneta, pero él no se quejó: se limitó a suspirar y partirse en dos, como una muñeca con su cuello de serrín cortado. Le estaba agradecido; no sólo había arreglado las cosas de modo que yo saliera del Ejército, sino que me había dado también una gran idea.
Él, y el cirujano que me operó. El cirujano había dicho: «Te pondrás bien, hijo. Pero te quedará una cicatriz como la de un estudiante de Heidelberg».
Lo cual me llevó a pensar… Uno no podía conseguir un empleo decente sin un título universitario, del mismo modo que no podía ser revocador sin ser hijo o sobrino de alguien en el sindicato de revocadores. Pero hay títulos y títulos. Sir Isaac Newton, con un título de un centro de enseñanza provinciano como el mío, hubiera lavado botellas para Joe Thumbfingers… si Joe hubiese tenido un título de una Universidad europea. ¿Por qué no Heidelberg? Me proponía ordeñar mis beneficios G.I.[1]; era lo que pensaba cuando efectué aquella llamada telefónica a mi centro de Reclutamiento, algo precipitado, lo confieso.
Según mi madre, en Alemania todo era más barato. Tal vez pudiera extender aquellos beneficios hasta un título de doctor. Herr Doktor Gordon, con cicatrices de Heidelberg en la cara por añadidura… Aquello significaría 3000 dólares más al año en cualquier firma de misiles.
Diablos, retaría en duelo a un par de estudiantes y añadiría auténticas cicatrices de Heidelberg a la que ya tenía. La esgrima era un deporte que me gustaba mucho (aunque era el que tenía menos posibilidades de cara a «barrer el gimnasio»)… Algunas personas no pueden soportar cuchillos, espadas, bayonetas, nada que sea afilado y puntiagudo; los psiquiatras tienen una palabra para describirlo: aichmofobia. Idiotas que conducen automóviles a ciento cuarenta kilómetros por hora por carreteras con una velocidad máxima autorizada de setenta kilómetros por hora, se ponen pálidos y se echan a temblar a la vista de una hoja desnuda.
A mí nunca me había ocurrido aquello, y ésa es la razón por la que aún estoy vivo y uno de los motivos por los que siempre volvían a ascenderme a cabo. Un «Asesor Militar» no puede permitirse el lujo de temer a los machetes, bayonetas, etcétera; tiene que enfrentarse con ellos. Y yo no los había temido nunca porque siempre estaba seguro de que podía hacerle al otro lo que él estaba planeando hacerme a mí.
Siempre había estado en lo cierto, excepto aquella vez en que cometí el error de ser un héroe, y no fue un error demasiado grave. Si hubiera tratado de huir en vez de decidirme a destriparle, el destripado hubiese sido yo. Tal como fueron las cosas, no tuvo tiempo de utilizar su machete contra mí, aunque al desplomarse muerto me rozó la cara con el machete, dejándome una fea herida que se había infectado mucho antes de que llegaran los helicópteros. Pero no sentí nada. De pronto me mareé y me senté en el barro, y cuando desperté un médico me estaba inyectando plasma.
Me atraía la idea de un duelo en Heidelberg. Allí le protegen a uno el cuerpo, el brazo y el cuello con una especie de almohadillas, y le colocan una defensa de acero en los ojos, en la nariz y a través de las orejas: aquello no es como enfrentarse con un marxista pragmático en la selva. En cierta ocasión manejé una de las espadas que utilizan en Heidelberg; era un sable ligero, recto, de filo cortante, afilado también unos cuantos centímetros en la parte contraria… ¡pero con una punta roma! Un juguete, adecuado únicamente para dejar unas atractivas cicatrices que puedan ser admiradas por las muchachas.
Consulté un mapa y comprobé que Heidelberg se encuentra en la misma carretera que Wiesbaden. De modo que formulé mi petición para ser enviado a Wiesbaden.
El cirujano dijo: «Eres un optimista, hijo», pero puso sus iniciales en la solicitud. El sargento médico a cargo del papeleo dijo: «Una petición absurda, soldado», pero puso sus iniciales y el sello del hospital debajo de la palabra TRAMITADO. El Comité del hospital estuvo de acuerdo en que yo era apto para el psiquiatra: el Tío Sam no obsequia a los soldados con viajes gratis alrededor del mundo.
De hecho, yo estaba tan cerca de Hoboken como de San Francisco… y más cerca de Wiesbaden. Sin embargo, el reglamento exigía que los viajes de regreso se realizaran vía el Pacífico. Y el reglamento militar es como el cáncer: «nadie sabe de dónde procede, pero no puede ser ignorado».
El Departamento del Hada Madrina despertó y me tocó con su varita mágica.
* * *
ESTABA a punto de trepar a bordo de un cacharro llamado General Jones con destino a Manila, Taipéi, Yokohama, Pearl Harbour y Seattle, cuando llegó un despacho aprobando mi solicitud. Debía ser enviado al CG USAREUR, Heidelberg, Alemania, por cualquier medio de transporte militar disponible, a petición propia, véase referencia correspondiente. El permiso acumulado podía ser disfrutado o abonado, véase referencia correspondiente. El individuo en cuestión estaba autorizado a regresar a la Zona Interior (los Estados Unidos) en cualquier momento dentro de los doce meses de separación del servicio, por cualquier medio de transporte militar disponible, aunque no por cuenta del gobierno. Sin referencia correspondiente.
El sargento encargado del papeleo me llamó y me mostró el despacho, con un brillo de inocencia en los ojos.
—La cuestión es que no hay ningún «medio de transporte disponible», soldado… de modo que tendrás que embarcar en el General Jones. Irás a Seattle, tal como yo había dicho.
Sabía lo que quería decir: el único transporte en dirección oeste en mucho, muchísimo tiempo, había levado anclas hacia Singapur treinta y seis horas antes. Contemplé aquel despacho, pensando en aceite hirviente y preguntándome si el sargento lo había retenido el tiempo suficiente como para impedirme embarcar hacia Singapur.
Sacudí la cabeza.
—Voy a alcanzar al General Smith en Singapur. Sea un tipo humano, sargento, y fírmeme las órdenes oportunas para ello.
—Sus órdenes ya están firmadas. Para el Jones. Para Seattle.
—Malo —dije pensativamente—. Creo que será mejor que vaya a llorarle al capellán.
Me di mucha prisa, pero no pude localizar al capellán; de modo que me dirigí al aeródromo. Tardé cinco minutos en comprobar que no estaba previsto ningún vuelo comercial ni militar U.S.A. dentro de un espacio de tiempo conveniente para mí.
Pero había un transporte militar australiano que salía hacia Singapur aquella misma noche. Los australianos no eran ni siquiera «Asesores Militares», pero con frecuencia aparecían por allí como «observadores militares». Localicé al comandante del aparato, un teniente de aviación, y le expuse la situación. Sonrió y dijo:
—Siempre hay sitio para un hombre más. Despegaremos poco después de la hora del té, probablemente. Si ese viejo cacharro quiere volar.
Supe que volaría; era un Gooney Bird, un C-47, con muchos remiendos y Dios sabe cuántos millones de kilómetros a cuestas. Llegaría a Singapur con un solo motor si era preciso. Supe que había tenido suerte en cuanto vi aquel gran montón de cinta adhesiva y de cola de pegar posado en el aeródromo.
Cuatro horas más tarde me encontraba a bordo del aparato, y despegamos.
Subí a bordo del «USMTS General Smith» a la mañana siguiente, más bien húmeda: el Orgullo de Tasmania había volado a través de la tormenta la noche anterior, y el único fallo de un Gooney Bird es que tiene goteras. Pero ¿a quién le importa una lluvia limpia después del barro de la selva? El buque levaba anclas aquella misma noche, lo cual era una gran noticia.
* * *
SINGAPUR es como Hong Kong, pero en llano; una tarde fue suficiente. Me tomé una copa en el antiguo Raffles, otra en el Adelphi, me pilló un aguacero en el parque de atracciones Gran Mundo, paseé por la Avenida del Cambio con una mano en mi dinero y la otra en mis documentos…, y compré un boleto de las Apuestas Múltiples irlandesas.
No soy aficionado a los juegos de azar, si se admite que el póker es un juego de habilidad. Sin embargo, aquello era un tributo a la diosa fortuna, el agradecimiento por una prolongada racha de suerte. Si le daba por contestar con 140 000 dólares U.S.A., no se lo echaría en cara. En caso contrario… bueno, el boleto valía una libra esterlina, 2.80 dólares U.S.A.; yo había pagado por él 9 dólares de Singapur, o 3 dólares U.S.A.: un pequeño gesto de un hombre que acababa de ganar un viaje gratuito alrededor del mundo… para no mencionar el haber salido con vida de la selva.
Pero me gané mis tres dólares inmediatamente, mientras huía de la Avenida del Cambio para eludir a otras dos docenas de bancos ambulantes ansiosos por venderme más boletos, o dólares de Singapur, o cualquier clase de dinero (o mi propio sombrero si me lo dejaba quitar), alcancé a llegar a una calle transversal, paré un taxi y le dije al conductor que me llevara al muelle. Aquello fue una victoria del espíritu sobre la carne, porque había estado discutiendo conmigo mismo sobre si debía aprovechar la oportunidad de descargarme de una enorme presión biológica. El viejo Scarface Gordon no había tenido ningún contacto sexual desde hacía muchísimo tiempo, y Singapur es una de las Siete Ciudades del Pecado donde puede obtenerse cualquier cosa.
No pretendo dar a entender que había permanecido fiel a la Muchacha de al lado. La joven paisana que me había enseñado la mayor parte de lo que sé acerca del Mundo, la Carne y el Demonio, con una asombrosa despedida la noche anterior a mi incorporación a filas, me había inspirado gratitud, pero no lealtad. Se había casado poco después, y ahora tenía dos hijos, ninguno de ellos mío.
La verdadera causa de mi intranquilidad biológica era geográfica. Aquellos hermanitos morenos con los que había luchado, teniéndolos como aliados o como enemigos, tenían hermanitas morenas, la mayoría de las cuales podían conseguirse por dinero, o incluso pour l’amour ou pour le sport.
Pero aquello había sido lo único disponible durante muchísimo tiempo. ¿Enfermeras? Las enfermeras eran oficiales… y las escasas mujeres que llegaban de los Estados Unidos estaban aún más bloqueadas que las enfermeras.
No rehuía a las hermanitas morenas porque fueran morenas.
Yo estaba tan moreno como ellas, en mi rostro, a excepción de una larga cicatriz sonrosada. Las rehuía porque eran pequeñas. Yo era noventa kilos de músculo sin nada de grasa, y no podría convencerme nunca a mí mismo de que una hembra de un metro cincuenta de estatura y menos de cuarenta kilos de peso, y aparentando doce años de edad, era una persona adulta capaz de un libre consentimiento. Para mí, la cosa sonaba a estupro y me producía una impotencia psíquica.
Singapur parecía el lugar adecuado para encontrar una muchacha «normal». Pero cuando escapé de la Avenida del Cambio, aborrecí súbitamente a las personas, grandes o pequeñas, varones o hembras, y me dirigí hacia el barco… salvándome probablemente de la viruela, de la blenorragia, de un chancro blando, del mal chino, o de cualquier tropiezo por el estilo. Creo que fue mi decisión más juiciosa desde que a los catorce años, había renunciado a luchar con un caimán de tamaño mediano.
Le dije en inglés al conductor el muelle al que deseaba ir, y se lo repetí en cantonés aprendido de memoria (no demasiado bien; es un idioma de nueve tonalidades, y en la escuela sólo había aprendido un poco de francés y de alemán), y le mostré un mapa con el muelle señalado y el nombre impreso en inglés y dibujado en chino.
Todos los que bajaban del barco recibían uno de aquellos mapas. En Asia, todos los conductores de taxi hablan el inglés suficiente como para llevarle a uno al barrio de la Luz Roja y a locales en los que se hacen «tratos». Pero nunca es capaz de encontrar el muelle al que uno quiere dirigirse.
Mi taxista escuchó, echó una ojeada al mapa, dijo: «Okay, Mac, comprendo», y salió disparado y dobló una esquina con los neumáticos chirriantes y gritándoles a los vendedores ambulantes, coolies, niños y perros. Me relajé, satisfecho de haber encontrado a aquel taxista entre millares.
Súbitamente me incorporé y le grité que se detuviera.
* * *
TENGO que explicar algo: no puedo extraviarme.
Llámese sentido de la dirección, como decía mi madre, llámese facultad «psíquica», como dicen los entendidos, lo cierto es que al cumplir los seis o siete años me di cuenta de que otras personas podían extraviarse. Yo, en cambio, siempre he sabido dónde está el norte, la dirección del lugar del que salí y a qué distancia se encuentra. Puedo desandar mi camino sin desviarme un solo metro, incluso a oscuras y en la selva. Ése fue el motivo principal de que siempre volvieran a ascenderme a cabo y de que me asignaran habitualmente la tarea de un sargento. Las patrullas que yo conducía regresaban siempre… me refiero a los supervivientes, desde luego. Y esto resultaba consolador para unos muchachos criados en la ciudad que desconocían —y aborrecían— la selva.
Yo había gritado porque el conductor había girado a la derecha cuando tenía que haber girado a la izquierda, y estaba a punto de volver sobre sus propios pasos.
El conductor aceleró.
Aullé de nuevo. El conductor había olvidado su inglés.
Había recorrido otro kilómetro y doblado varias esquinas cuando tuvo que pararse a causa de un embotellamiento. Me apeé, y él se apeó de un salto y empezó a gritar en cantonés y a señalar el contador de su taxi. Pronto nos rodeó una multitud de chinos, algunos de los cuales tiraban de mis ropas. Mantuve mi mano sobre mi dinero y me alegré de veras al localizar a un agente de policía uniformado. Aullé y llamé su atención.
Se acercó a través de la multitud, blandiendo una larga porra. Era un hindú. Le dije:
—¿Habla usted inglés?
—Desde luego. Y entiendo el norteamericano.
Le expliqué mi problema, le enseñé el mapa, y le dije que el conductor me había recogido en la Avenida del Cambio y había estado conduciendo en círculos.
El agente asintió y habló con el conductor en un tercer idioma: malayo, supongo. Finalmente, el agente dijo:
—El conductor no habla inglés. Pensó que usted le había dicho que le llevara a Johore.
—El puente de Johore se encuentra al otro extremo de la Isla de Singapur —dije furiosamente—. Y ¡Entiende el inglés perfectamente!
El policía se encogió de hombros.
—Usted le alquiló, y tiene que pagar lo que marca el taxímetro. Luego le explicaré a donde quiere ir usted, y fijaremos un precio determinado.
—¡Antes le veré en el infierno!
—Es posible. La distancia es muy corta… en esta vecindad. Le sugiero que pague. El taxímetro sigue marcando…
Hay momentos en los que un hombre debe defender sus derechos si quiere soportar el verse a sí mismo en un espejo al afeitarse. Yo ya me había afeitado, de modo que pagué: 18 dólares de Singapur, por perder una hora y alejarme todavía más del muelle. El conductor exigía una propina, pero el policía le obligó a callar y luego me sacó de allí. Utilizando las dos manos pude conservar mis documentos y mi dinero, y el boleto de apuestas doblado con el dinero. Pero desaparecieron mi pluma, mis cigarrillos, mi pañuelo y un encendedor Ronson. Cuando noté unos dedos fantasmas en la correa de mi reloj, acepté la sugerencia del agente que al parecer tenía un primo, un hombre honrado, que me conduciría al muelle por un precio fijo y moderado.
Dio la casualidad de que el «primo» se encontraba en la misma calle; media hora más tarde me encontraba a bordo del barco. Nunca olvidaré Singapur, una ciudad sumamente educativa.