LOS ingleses se fueron del país casi un año después de ese verano. Se estableció el Estado hebreo y la noche de su fundación fue atacado desde todas las direcciones por ejércitos árabes invasores, pero combatió y triunfó, y desde entonces siempre sale triunfante. Mi madre, que hace mucho estudió para ser enfermera en el hospital Hadassa, vendaba a los heridos en el puesto de socorro del quiosco de periódicos La espiga. Por las noches la enviaban a avisar a las familias de los que habían muerto, junto con la doctora Magda Grifius. Entre heridos y muertos, mi madre vivía en la institución para poder cuidar de sus huérfanos. Allí solía dormir dos o tres horas diarias en un catre de campaña que había en el almacén. Casi no aparecía por casa. Durante los meses de la guerra, mi madre comenzó a fumar y desde entonces fumaba con amargura, con una mueca, como si el cigarrillo le causara una profunda repulsión. Mi padre siguió redactando panfletos; desde ese momento comenzó a redactar las órdenes del día, y también hizo un curso intensivo para aprender a activar morteros: se bajaba un poco las gafas y levantaba las patillas, con lo que los cristales apuntaban hacia abajo; responsable, lógico y justo, desarmaba, engrasaba y volvía a montar el mortero de producción casera, severamente disciplinado con cada tornillo, como si agregara una nota a pie de página con observaciones pertinentes en su trabajo de investigación. Y Ben Hur, Chita y yo llenábamos centenares de sacos de arena, ayudábamos a cavar trincheras y llevábamos mensajes a todo correr, de un puesto a otro, en los días en que Jerusalén estaba sitiada y atacada por los pesados cañones de la legión del reino de Transjordania. Uno de los obuses seccionó medio olivo y decapitó al menor de los hermanos Sinopsky cuando estaban los dos sentados bajo el árbol comiendo sardinas. Después de la guerra, el mayor se trasladó a Afula y la tienda fue traspasada a los dos padres de Chita, que se hicieron socios.
Recuerdo la noche, a finales de noviembre, en la que anunciaron por la radio que la Organización de las Naciones Unidas, en América, en un lugar llamado Lake Success, decidió permitirnos establecer un Estado hebreo, un Estado muy pequeño, dividido en tres zonas. A la una de la noche, mi padre volvió de la casa del doctor Buster, donde se habían reunido todos a escuchar lo que anunciaría la radio sobre los resultados de la votación de la ONU, se agachó y me acarició la cara con su mano caliente: «Levántate. Despierta. No duermas». Con estas palabras levantó la manta y se metió en mi cama, con la ropa puesta (siempre fue muy cuidadoso, y, por supuesto, en casa estaba absolutamente prohibido meterse en la cama con la ropa puesta). Se echó, se quedó callado durante unos momentos y continuó acariciándome la cabeza, yo casi no me atrevía ni a respirar, y de pronto empezó a hablar de temas que nunca se mencionaban en casa, porque estaban prohibidos, cosas que siempre supe que no se debían preguntar. No se le preguntaba a él ni a mi madre y, en general, en casa había muchos temas que mientras menos se preguntara sobre ellos, mejor y punto. Me contó con voz sombría cómo era cuando él y mi madre eran niños y vecinos en una pequeña ciudad de Polonia. Cómo los maltrataban los matones del barrio. Que les daban palizas de muerte porque los judíos eran ricos, holgazanes y astutos. Que una vez lo desnudaron en clase, en el Gimnasium, por la fuerza, delante de las chicas y de mi madre, para reírse de su circuncisión. Su padre, o sea mi abuelo, uno de los abuelos que después Hitler asesinó, fue con traje y corbata de seda a quejarse al director, pero al salir del despacho lo cogieron los matones y a él también lo desnudaron por la fuerza, en la clase, delante de las chicas. Y aún con voz sombría, mi padre me dijo: «Pero desde ahora habrá un Estado hebreo». Y de pronto me abrazó, no con ternura, sino casi salvajemente. En la oscuridad, mi mano se topó con su frente amplia, y en lugar de gafas, mis dedos sintieron lágrimas. Nunca había visto a mi padre llorar, ni antes ni después de esa noche. En realidad, entonces tampoco lo vi. Lo vio mi mano izquierda.