EN el mes de septiembre hubo otra vez redadas. Hubo detenciones y toque de queda. En la casa de Chita encontraron la anilla de una granada de mano y uno de sus padres fue llevado a un interrogatorio en las dependencias de la policía secreta (el otro apareció esa misma noche). El profesor Zorobabel Guihón volvió a censurar en clase a los babilonios y además expresó sus dudas acerca del profeta Jeremías, si se había expresado como corresponde a un profeta en tiempos de guerra y bloqueo: según la opinión del señor Guihón, cuando el enemigo está en la puerta, la obligación de un profeta es levantar los ánimos del pueblo, consolidar sus filas, y arrojar su ira hacia fuera sobre los enemigos, y no hacia dentro, sobre sus hermanos. Especialmente, no debe un profeta digno de ese nombre ofender a la realeza y a los héroes de la patria. Pero el profeta Jeremías era un hombre amargado y nosotros tenemos que intentar comprenderlo y perdonarlo.
Durante algunas semanas mi madre hospedó en casa a dos huérfanos, hijos de inmigrantes ilegales. Se llamaban Hirsch y Oleg, pero mi padre decidió que desde ese momento serían Zvi y Eyal. Les preparamos, en el suelo de mi habitación, el colchón para invitados. Tenían ocho o nueve años. Ni ellos sabían exactamente su edad. Por error creímos que eran hermanos, porque tenían el mismo apellido, Brin (que mi padre cambió por Bar On). Pero resultó que no eran ni hermanos ni familiares, sino enemigos. Aunque su odio se desarrollaba en silencio, sin violencia e incluso casi sin mediar palabra. No sabían hebreo y por lo visto en otro idioma tampoco sabían hablar mucho. A pesar de su odio, por las noches se quedaban dormidos en su colchón, acurrucados el uno en el otro como dos cachorritos. Yo intenté enseñarles hebreo y aprender de ellos algo que no sabía lo que era y que tampoco ahora podría explicar, aunque sabía que era algo que los dos huerfanitos conocían mil veces mejor que yo y que la mayoría de las personas adultas. Después de las fiestas se los llevaron en una camioneta a una aldea infantil pionera. Mi padre les entregó a los dos nuestra maleta vieja, en la que mi madre había puesto ropa que ya me quedaba pequeña. Les pidió que se la repartieran sin reñir y les acarició el pelo cortado a cepillo por miedo a los piojos. Al verlos sentados muy juntos en el fondo de la camioneta, mi padre les dijo:
—Comienza una página nueva en vuestras vidas.
Mi madre les dijo:
—Venid a vernos, siempre se puede poner un colchón en el suelo.
Sí. Les conté a mis padres lo de Yardena. Tenía que hacerlo. Más bien, lo de la noche en la que se fueron al acto conmemorativo en Tel Aviv y ella se quedó a dormir en su habitación, y a medianoche llegó un herido que ella vendó y que desapareció con las primeras luces del alba. Yo lo había oído todo, pero no había visto nada.
Mi padre dijo:
—«¡Ay, mi Kinneret!, ¿has existido o habrá sido todo un sueño?»[2]
Y yo, furioso:
—¡No lo he soñado! Ocurrió de verdad. Hubo aquí un herido. Y me arrepiento de habéroslo contado porque os burláis de mí y me llamáis mentiroso.
Mi madre dijo:
—El niño dice la verdad.
Y mi padre:
—¿Sí? Entonces tendremos que reprender a esa señorita.
Mi madre dijo:
—En realidad no es asunto nuestro.
Y mi padre:
—Pero, por supuesto, ha sido una traición a nuestra confianza por su parte.
Mi madre dijo:
—Yardena ya no es una niña.
Y mi padre:
—Pero el niño aún es un niño. Y en nuestra cama, y quién sabe con qué vagabundo. De todas maneras, tú y yo continuaremos indagando en otra ocasión, con cuatro ojos. En cuanto a Su Excelencia —dijo— se esfumará rápidamente y se pondrá a hacer los deberes. (Pero eso era injusto, porque mi padre sabía muy bien que yo me ponía a hacer los deberes apenas regresaba del colegio, lo primero, a veces incluso antes de comerme lo que me dejaban en el frigorífico).
Pero me lo merecía, porque quizás yo también había cometido una injusticia contándoles lo de Yardena y el herido. Por otro lado, ¿podía no contárselo? Tercero: ¿no había cumplido con mi deber? Y cuarto: todo lo que conté y no debí haber contado, y todo lo que tenía que contar y no conté. Me fui a mi habitación y esta vez también cerré la puerta con llave, no quise abrirle a nadie y casi no les contesté hasta el día siguiente. Ni siquiera cuando me llamaron. Tampoco cuando me amenazaron con castigarme. Ni tampoco cuando se asustaron de verdad (y me compadecí de ellos, pero pude vencer a la compasión). Ni tampoco cuando mi padre le dijo a mi madre, desde el otro lado de la puerta, levantando la voz a propósito:
—No importa. No pasa nada. No le vendrá mal recapacitar en la oscuridad. (En eso llevaba razón).
Esa noche, solo en mi habitación, hambriento y desanimado pero orgulloso, pensé algo así como: existen en el mundo otros secretos aparte de la liberación de la patria, la resistencia y los ingleses. Hirsch y Oleg, por ejemplo, a quienes la camioneta se llevó para que fueran pioneros, ¿no serían realmente hermanos fingiendo, por alguna razón, que eran extraños y enemigos? O, al revés, ¿no serían dos extraños que a veces se disfrazaban de hermanos? Hay que mirar y callar. Todo tiene una especie de sombra. Tal vez la sombra también tenga sombra.