VEINTIDÓS

LA esencia de la traición no está en que de pronto se levante el traidor y salga él solo fuera del círculo limitado de los leales y los fieles. Sólo un traidor superficial actuaría de esa manera. El traidor profundo, interno, es el que está más en el centro. En el corazón del corazón: el más parecido, el que está más involucrado y el que más pertenece al asunto. El que más se parece a los demás, incluso más que otros. El que verdaderamente ama a aquellos que traiciona, porque, si no los ama, ¿cómo los va a traicionar? (Confieso que, es un tema complicado que pertenece a otra historia. Una persona realmente ordenada hubiera borrado estas líneas o las hubiera trasladado a una historia apropiada. Pero no las borraré. El que quiera, que se las salte).

Se acabó aquel verano. A comienzos del mes de septiembre pasamos a séptimo curso. Comenzó la época de los barriles vacíos con los que intentamos construir un submarino subterrestre que pudiera moverse libremente por las profundidades de los océanos de lava candente por debajo de la corteza terrestre, desde donde pudiera atacar por sorpresa y aniquilar ciudades enteras desde abajo, desde sus fundamentos. Elegimos a Ben Hur como capitán del submarino y yo nuevamente fui su subordinado, inventor y programador principal, también responsable de la navegación. Chita Reznik, el oficial de equipamiento consiguió decenas de metros de cables usados, bobinas, baterías, fusibles y cinta aislante. Nuestro plan era partir a bordo de nuestro submarino hacia debajo del palacio real de Londres, la capital de Gran Bretaña. Chita tenía un plan más, privado, era capturar en la nave y abandonar en una isla desierta a sus dos padres, que se alternaban en casa de su madre cada dos o tres semanas, cuando uno iba, el otro se marchaba. Él amaba y respetaba a su madre y quería que tuviese tranquilidad, porque en su juventud había sido una célebre cantante de ópera en la ciudad de Budapest y ahora sufría ataques de melancolía. (En la pared de su casa escribieron en rojo: «Chita pecha la boca. Tu madre aprovecha. Un día siembra y el otro cosecha». Chita rascó la pintada con un clavo, la limpió con jabón, la cubrió con pintura, pero nada). En las clases de Biblia, el señor Zorobabel Guihón nos explicó cómo Jerusalén y nuestro santuario fueron invadidos y destruidos por las bestias babilonias. Esta vez también traicionó a su mujer. Se divertía en clase diciendo que si la señora Guihón hubiera vivido en esa época en Jerusalén, los babilonios a duras penas hubieran podido escapar, explicándonos, en esa ocasión, la expresión a duras penas.

Mi madre dijo:

—Tenemos una niña huérfana. Henrietta. Tendrá cinco o seis años. Muy pecosa. De pronto, ha empezado a llamarme mamá, no en hebreo sino en yiddish: mame. Le cuenta a todos que yo soy su madre verdadera, y me cuesta decidir lo que debo hacer. ¿Decirle que no soy su madre, que su madre no está ya con nosotros? Pero ¿cómo puedo matar a su madre por segunda vez? ¿No reaccionar? ¿Esperar a que se le pase? ¿A pesar de que los otros niños están celosos?

Mi padre dijo:

—Es difícil. Desde el punto de vista moral. De las dos maneras habrá sufrimiento. Y mi libro. ¿Quién lo leerá? Todos están ya muertos.

No encontré al sargento Dunlop en el Orient Palace.

Después de las fiestas volví a buscarlo, tres veces, y no lo encontré.

Tampoco cuando llegó el otoño y Jerusalén se cubrió de nubes bajas para recordarnos que no todo en este mundo es verano, submarinos y resistencia. Pensé: a través de una compleja red de denuncias y agentes dobles, quizás se ha enterado de que lo he traicionado. De que se lo he contado a Yardena y ella al combatiente herido de la otra noche, que avisó inmediatamente a la resistencia, que probablemente ya lo ha secuestrado. O al revés: la policía británica ha seguido nuestros encuentros y ha detenido al sargento Dunlop por traición, y quizás por mi culpa haya sido expulsado para siempre de su querida Jerusalén y desterrado a un puesto fronterizo del Imperio, a Nueva Caledonia, a Guinea, o quizás a Uganda o a Tanganica.

¿Qué me quedaba? Sólo una pequeña Biblia en hebreo y en inglés, que él me había regalado y que guardo hasta la fecha. Una Biblia que de ninguna manera podía llevar a clase porque incluía el Nuevo Testamento, y que el señor Guihón había dicho que era un libro en contra de nuestro pueblo (pero lo leí y, entre otras cosas, encontré el relato de Judas el traidor).

¿Por qué no le escribí una carta al sargento Dunlop? Primero, porque no me había dejado ninguna dirección. Segundo, temía, si él recibía una carta mía, comprometerlo y complicar aún más las cosas, aumentando su castigo. Y en tercer lugar, ¿qué tenía que decirle?

¿Y él? ¿Por qué no me escribió? Porque no pudo, ya que ni siquiera acepté decirle mi nombre («Soy Profi, un judío de la Tierra de Israel». Realmente es una dirección insuficiente para correos).

¿En qué lugar del mundo te encuentras, sargento Dunlop, enemigo tímido? ¿Habrás encontrado en Singapur o en Zanzíbar un amigo que ocupe mi lugar? No un amigo, sino un profesor y alumno. Tampoco es una buena definición. ¿Entonces, qué? ¿Qué hubo entre nosotros? Hasta el día de hoy no me puedo explicar qué fue lo que hubo entre nosotros. ¿Qué es lo que recuerdas de los deberes que yo te mandaba para casa?

Pronuncie como pronuncie.

Tengo algún conocido que vive en Inglaterra, en la ciudad de Canterbury. Hace diez años les escribí una carta pidiéndoles que se interesaran por él. Fue en vano.

Cualquier día me levanto, preparo un bolso pequeño y me voy a Canterbury. Buscaré en las guías de teléfono antiguas, indagaré por las iglesias, rebuscaré en los archivos del ayuntamiento. El policía número cuatro cuatro siete nueve. Stephen Dunlop, enfermo de asma, chismoso, un Goliat de algodón rosa. Enemigo solitario y delicado. Cree en las profecías. Cree en señales y milagros. Si ocurre un milagro, Stephen, y este libro llegara a tus manos, por favor, escríbeme unas líneas. Al menos envíame una postal dibujada. Dos o tres líneas, en hebreo o en inglés, como quieras.