VEINTIUNO

¿POR qué cerré con llave, aquella noche, la puerta de mi habitación?

Ahora que han pasado más de cuarenta años, todavía no lo comprendo. Tal vez no pueda saber más de lo que sabía aquella noche. (Hay distintos tipos y grados de no saber. Como una ventana, que puede no sólo estar cerrada o abierta, sino medio abierta o con una sola hoja abierta, o con una ranura, y también puede estar entornada y protegida por una persiana por fuera y una tupida cortina por dentro, e incluso fijada con clavos).

Cerré la puerta y me desnudé con la absoluta determinación de no pensar, de no tener ni el más mínimo pensamiento acerca de Yardena del otro lado de la pared, que seguramente también se estaba desnudando como yo, desabotonándose, uno tras otro, los botones redondos y lisos de la fila de la delantera de su fino vestido de tirantes, y decidí simplemente no pensar en esos botones, ni en los de arriba junto al cuello ni en los de abajo cerca de las rodillas.

Encendí el flexo y comencé a hojear un libro, pero no me resultó fácil concentrarme. («En lugar de andar espiando, aprende a pedir». ¿Qué habrá querido decir con eso? Y «¡Eres un niño de palabras!», pero ¿cómo no se ha dado cuenta de que soy una pantera en el sótano?)

Dejé el libro y apagué porque ya era casi medianoche, pero en lugar del sueño llegaron pensamientos y, para alejarlos, volví a encender la luz y cogí el libro. No me sirvió de nada.

Esa noche era profunda y extensa. Ni el canto de un grillo rompía el toque de queda. No se oía ni un disparo. Poco a poco, los submarinos del libro se fueron convirtiendo en submarinos de niebla, que navegaban lentamente entre fragmentos de neblina. El mar era suave y templado. Luego, yo era un niño del monte que se construía una choza con bloques de niebla en la montaña, y entonces empieza como un ruido en el extremo de la choza, como de una sierra, como si una de las ballenas se hubiese perdido en aguas poco profundas y se revolviera en la arena del fondo. Intenté acallar ese ruido y me despertó el sonido sss; abrí los ojos y descubrí que me había quedado dormido sin apagar la luz y que el susurro del sueño no cesaba. Continuaba también estando despierto. De pronto me incorporé y me quedé sentado en la cama, atento y desconfiado como un ladrón: nada se resolvía, no había ballenas, sino los arañazos nocturnos que yo había estado esperando durante todo el verano. Un arañazo muy suave, aunque urgente, obstinado. Era, evidentemente, en la entrada. En la puerta. Nuestra puerta. Un combatiente de la resistencia herido, que quizás se estaba desangrando. Teníamos que vendar sus heridas y acostarlo en la cocina sobre el colchón para invitados y, antes del alba, tenía que darse a la fuga. ¿Y mi padre? ¿Y mi madre? ¿Estarían durmiendo? ¿Es que no oían los urgentes arañazos en la puerta? ¿Debía despertarlos?

¿Abrir la puerta yo mismo? No estaban. Se habían ido de viaje. Estaba Yardena pero le había dado mi palabra de honor que no saldría de mi habitación. Recordé cómo, una vez, cuando tenía casi diez años, Yardena me había limpiado y vendado una herida y yo lamenté no haberme herido la otra rodilla también.

Me llegó el sonido de unos pies descalzos corriendo sigilosamente por el pasillo. El golpe seco del cerrojo y la vuelta de llave. Cuchicheos. Y nuevamente pasos acallados. Palabras en voz baja, rápidas, ahora desde la cocina. El frote de la cerilla en el borde de la caja. Un corto chorro de agua del grifo y otros murmullos que no eran fáciles de identificar desde mi cama. Después reinó de nuevo un silencio absoluto, aterciopelado. ¿Había sido sólo un sueño? ¿O, por el contrario, mi obligación era levantarme, romper la promesa y salir a ver qué pasaba?

Silencio.

Pasos nebulosos.

De pronto rugió el agua del inodoro. Después, chorros de agua invisibles, corrientes que rugían por las tuberías de la pared. Y de nuevo voces apagadas y pasos descalzos pasando por delante de mi dormitorio, y por supuesto fue Yardena la que le susurró a su herido «Espera un momento, cállate, espera». Después el chirrido de la puerta del cuarto de mis padres, que estaba al otro lado de la pared: ¿un mueble siendo arrastrado? ¿Un cajón? y de pronto una risa reprimida o un gemido, como desde debajo del agua.

Cuando yo también sea un miembro de la resistencia perseguido y herido, ¿tendré el valor de reírme, como este herido, cuando me limpien la herida y la desinfecten con un líquido abrasador y la aprieten bien con una venda?

Supuse que no. Mientras lo dudaba, la risa del otro lado de la pared se convirtió en suspiro y un momento después suspiró Yardena también. De nuevo oí susurros y murmullos, luego el silencio. Después de mucha oscuridad comenzaron los disparos a lo lejos, balas aisladas, espaciadas, como si ellas también estuvieran cansadas. Quizás me quedé dormido.