YA me he referido antes al botiquín cerrado bajo llave y al papel de mi madre en la resistencia. Durante las noches de toque de queda, cuando me despertaba una ráfaga de disparos o cuando el sonido de una explosión se propagaba y hacía temblar la tierra nocturna, a veces intentaba no dormirme incluso cuando volvía el silencio. Me quedaba tenso en la cama, esperando percibir el ruido de unos pasos escabulléndose por la acera debajo de mi ventana, arañazos en la puerta, voces apagadas en el pasillo, quejidos de dolor ahogados entre dientes apretados. Mi obligación era no saber quién había sido herido. No ver, no oír nada, tampoco adivinar que habían puesto el colchón para invitados en el suelo de la cocina por la noche y que desaparecería antes de que comenzara a aclarar.
Esperé durante todo ese verano. No llegó ningún combatiente herido.
Cuatro días antes de que se acabaran las vacaciones, antes de empezar séptimo curso, mi padre y mi madre fueron a Tel Aviv para participar en un acto conmemorativo en recuerdo de su pueblo de origen.
Mi madre dijo:
—Presta atención. Yardena se ha ofrecido a dormir aquí esta noche para cuidarte, porque nosotros pasaremos la noche en Tel Aviv. Tienes que comportarte como un angelito. No la molestes. Ayúdala. Cómete todo lo que te ponga en el plato, recuerda que hay niños en el mundo que han muerto y que podrían haber vivido una semana más sólo con lo que tú dejas.
En lo más profundo del estómago hay un pozo que los investigadores todavía no han descubierto, hacia el que fluye toda la sangre que huye de la cabeza, del corazón, de las rodillas, y ahí, en el fondo del pozo, la sangre se transforma en un océano y suena como un océano.
Con la poca voz que me quedaba, contesté, mientras doblaba en dos, en cuatro y en ocho el periódico que estaba sobre la mesa:
—Todo irá bien. Marchaos.
Intenté seguir doblándolo, pero no pude.
Lo que me preguntaba mientras doblaba el periódico era si la ciencia ya había descubierto alguna forma y, si no, si yo podría descubrir, en una o dos horas, un método que posibilitara a las personas desaparecer por completo sin dejar ni rastro durante unas veinticuatro horas. Ser borrado. Convertirse en nada. No vaciarse como, por ejemplo, el espacio interestelar, sino desaparecer y seguir estando aquí, verlo y oírlo todo. Ser yo mismo y mi sombra. Estar presente sin estar presente.
Porque ¿qué voy a hacer solo con Yardena? ¿Hacia dónde encauzaré mi timidez? Y todavía en nuestra propia casa. ¿Le debo pedir disculpas? ¿Antes o después de enterarme (¿y cómo te enterarás, imbécil?) si miró por la ventana y se percató, o no se percató, de que la estaban espiando desde la azotea de la casa de enfrente? Y si se dio cuenta, ¿sabrá quién la estaba espiando? ¿Tendré que confesar? Si así fuera, ¿cómo la podría convencer de que fue por casualidad?, ¿de que en efecto no le vi nada? ¿Que decididamente no soy yo el famoso espía de las azoteas del barrio, del que se rumorea desde hace varios meses y al que no consiguen atrapar? ¿Y que incluso, cuando estuve espiando (¡sólo una vez! ¡Diez segundos!), no lo hice pensando en su cuerpo, sino en las intenciones del gobierno británico? ¿Y que todo ocurrió por casualidad? (¿Qué ocurrió? ¿Qué vi? Nada. Una raya oscura, una raya clara, una oscura). ¿O inventarme una mentira? ¿Qué mentira? ¿Cómo? ¿Y qué pasa con todos esos pensamientos sobre ella que no han cesado desde entonces?
Será preferible cerrar la boca.
Será preferible que los dos finjamos que no pasó lo que pasó. Igual que mis padres se callaron durante la redada lo del paquete que escondimos, igual que se callan otras muchas cosas. Silencios que se parecen a picaduras.
Mis padres se fueron a las tres, no antes de exigirme una lista de promesas: recordar, prestar atención, no olvidarme, tener cuidado, de ninguna manera, y especialmente, y que no se te ocurra. Al salir, dijeron:
—En el frigorífico hay de todo, y no te olvides de enseñarle dónde está cada cosa, sé simpático, ayúdala, y no te pongas pesado. Y especialmente no te olvides de decirle que ya hemos abierto el sofá de nuestro dormitorio, y dile que le hemos dejado una nota en la cocina, y que el frigorífico está lleno de cosas, vete a la cama antes de las diez, recuerda que hay que cerrar la puerta con los dos cerrojos y dile que apague todas las luces.
Estaba solo. Esperando. Pasé cien veces por las habitaciones para comprobar si todo estaba ordenado y si había algo fuera de lugar. Me temía y al mismo tiempo también esperaba que se hubiera olvidado de que tenía que venir. O que no pudiera llegar antes del toque de queda y yo tuviera que quedarme solo toda la noche. Saqué del armario el costurero de mi madre y me cosí un botón de la camisa, no porque se hubiera caído, sino porque estaba flojo y yo no quería que se soltara justo cuando Yardena estuviese aquí. Luego cogí las cerillas gastadas que guardábamos en caja aparte, junto a las cerillas nuevas, para volver a usarlas y economizar, para encender el infernillo de petróleo con el hornillo o viceversa. Esas cerillas usadas las escondí muy bien detrás de las especias porque temía que Yardena las viera y pensara que éramos pobres o tacaños, o que éramos una familia no muy limpia.
Después me paré frente al espejo grande de la parte interior de la puerta del armario, aspirando el vaho turbio de la naftalina que siempre había en el armario y que siempre me recordaba al invierno. Me observé en ese espejo e intenté aclarar de una vez por todas, con una mirada totalmente objetiva, como pretende mi padre, qué ve la gente cuando me mira:
Ven a un niño pálido. Un niño delgado, afilado, anguloso, con una cara que cambia cada segundo, con ojos muy inquietos.
¿Es ésta la imagen de un traidor? ¿O la de una pantera en el sótano?
Lamenté hasta el dolor que Yardena fuera casi una adulta.
Si hubiera tenido la oportunidad de conocerme de verdad, quizás hubiera descubierto que en realidad estoy atrapado en la corteza de un niño hablador, pero que desde dentro espío…
No. Es mejor detenerse aquí; porque la palabra espiar quema como una bofetada. Que me merezco desde hace tiempo. Si resulta que, por casualidad, a Yardena le apetece esta noche darme esa bofetada, quizás de pronto me sienta mejor. Ojalá que se haya olvidado y que no venga nunca, pensé, y salí corriendo a espiar, no a espiar, a mirar desde la esquina de la ventana del servicio, porque desde allí se ve casi hasta la esquina de la tienda de los hermanos Sinopsky. Y como ya estaba en el cuarto de baño, decidí lavarme la cara y el cuello, no con el jabón normal de mi padre y mío, sino con el jabón perfumado de mi madre. Me mojé un poco el pelo y me peiné, con la raya a un lado, y después me abaniqué con un periódico para que se me secara rápido, porque qué hubiera pasado si hubiese llegado Yardena en este momento y se hubiera dado cuenta de que me había mojado el pelo para ella. También me corté las uñas, a pesar de que me las había cortado el viernes, por si acaso, pero me arrepentí porque parecía que me las había mordido.
Así esperé hasta las siete menos nueve minutos, casi había empezado el toque de queda.
Desde aquel día, varias veces en la vida he estado esperando a una mujer preguntándome si vendría o no, y si venía qué haríamos, y qué aspecto tendría yo, y qué debería decirle, pero ninguna espera fue tan cruel y tan desesperante como aquélla, cuando Yardena casi no vino.
He escrito las palabras esperando a una mujer, porque para entonces Yardena ya tenía casi veinte años y yo doce y tres meses, que es, más o menos, alrededor de un sesenta y dos por ciento de su edad, o sea, que entre ella y yo había una diferencia del treinta y ocho por ciento. Estaba haciendo esos cálculos con un lápiz en una de las fichas en blanco en una esquina del escritorio de mi padre, cuando la hora se acercaba a las siete y al toque de queda y ya me había hecho a la idea de que ya estaba, de que todo estaba perdido, de que Yardena se había olvidado de mí y con razón.
Me salió este cálculo: dentro de diez años, cuando yo tenga veintidós y tres meses y Yardena tenga treinta, todavía seré sólo el setenta y cuatro por ciento de ella, que decididamente es mejor que el sesenta y dos por ciento de ahora, aunque siga siendo ridículo. Con el paso de los años, la diferencia entre nosotros irá disminuyendo (en porcentaje), pero el lado triste es que esa disminución será cada vez más lenta. Como un corredor de maratón exhausto. Tres veces repasé las cuentas y las tres veces la diferencia disminuía cada vez más despacio. No me parecía ni justa ni lógica la conclusión que se desprendía de las cuentas, que en los próximos años yo iré avanzando, acercándome a ella a pasos agigantados de tantos por ciento elevados, mientras que después —en los años de madurez y vejez— la diferencia en porcentaje entre ella y yo sólo disminuirá a paso de tortuga. ¿Por qué? ¿Es que esa diferencia que se va acortando no se cerrará nunca definitivamente? ¿Jamás? (Las leyes de la naturaleza. Muy bien. Ya sé. Pero mi madre, cuando me contó el cuento de la persiana azul, me dijo que en la antigüedad había leyes naturales completamente distintas a las de ahora. Eran épocas en las que el mundo todavía era plano y el sol y las estrellas giraban a nuestro alrededor. Ahora nos queda sólo nuestra luna, que sigue girando alrededor nuestro, y quién sabe si también revocarán esa ley algún día. Se llega a la conclusión de que los cambios normalmente son para mal y no para bien).
Cuando Yardena tenga cien años, así me salió en los cálculos, yo tendré noventa y dos y tres meses, mientras que el porcentaje de diferencia de edad quedará reducido a menos de ocho (lo que no está mal, comparado con los treinta y ocho de esta tarde). Aunque ¿de qué le sirve a una pareja de ancianos decrépitos la reducción de la diferencia en el porcentaje que los separa?
Apagué esos pensamientos y el flexo del escritorio, destruí las fichas con los números, las arrojé al inodoro, tiré de la cadena, y como de nuevo estaba ahí, decidí cepillarme los dientes. Mientras me los cepillaba decidí cambiar. Ser, a partir de este momento, una persona apacible, recta, lógica y, sobre todo, valiente. Es decir: si ocurría un milagro en el último momento y llegaba Yardena, aunque el toque de queda casi había empezando, inmediatamente le diría, simplemente e incluso en un tono seco, que estaba arrepentido por lo que había pasado en la azotea. Y que no volvería a pasar jamás.
Pero ¿cómo?
Llegó a las siete menos cinco. Traía bollos recién hechos de la panadería Ángel, donde trabajaba como dependienta. Llevaba puesto un vestido de verano, vaporoso y de color claro. Era un vestido de tirantes, con estampados de ciclámenes y con una hilera de grandes botones a lo largo de la delantera, como cantos rodados pulidos que un niño hubiera puesto en fila. Y dijo:
—Ben Hur no ha querido venir. No me ha querido contar lo que ha pasado. ¿Qué ha pasado entre vosotros, Profi? ¿Habéis reñido otra vez?
Toda la sangre que había huido de mí hacia el pozo del fondo del estómago volvió como un chorro ardiente que afloró en mi rostro y mis orejas. Hasta mi propia sangre se rebeló contra mí para humillarme ante Yardena. ¿Hay algo más cercano a una persona que su propia sangre? Y hasta la sangre traiciona.
—No ha sido una pelea personal, sino un cisma.
Yardena dijo:
—Ah, un cisma. Profi, siempre te salen palabras como las del programa de radio «La voz de Sión combatiente». ¿Dónde están tus propias palabras? ¿No existen? ¿Nunca las tuviste?
—Mira —dije con profunda seriedad.
Y pasado un momento, volví a decir:
—Mira.
—No hay mucho que mirar.
—Lo que quería que supieras, y esto tiene que ver no sólo con tu hermano, sino con los principios…
—Está bien. Los principios. Si quieres, deliberaremos luego sobre la dimensión del cisma en la resistencia y sobre los principios. Pero no ahora, Profi (¿resistencia? ¿Cuánto sabrá sobre nosotros? ¿Quién se ha atrevido a desvelarlo? ¿O es una simple suposición?). Después, porque ahora me estoy muriendo de hambre. Vamos a prepararnos una cena arrebatadora. Nada de ensalada y yogur. Algo mucho más excitante.
Revisó minuciosamente la cocina, se asomó a los armarios y a los cajones, curioseó por los cazos, las sartenes, investigó el frigorífico, estudió la zona de las especias, comprobó los dos infernillos, meditó un poquito, mientras emitía para sí misma algunas sílabas incomprensibles, toda clase de mmm, ufff, ahh, y absorta en sus pensamientos como un general ideando tácticas de guerra, me ordenaba ir preparando sobre la encimera «No, ahí no. Ahí» hortalizas, tomates, pimientos verdes, cebollas, un montón así de alto. Puso la tabla de picar sobre la mesa, sacó del cajón el enorme cuchillo asesino, descubrió la olla con sopa de pollo que mi madre nos había dejado en el frigorífico y sacó una taza llena. Luego cortó el pollo, puso la sartén en el fuego y echó aceite, se puso a cortar las verduras que yo le había preparado en un rincón de la encimera. Cuando el aceite estaba bien caliente, frió unos dientes de ajo y los trozos de pollo, los removió y siguió friendo hasta que estuvieron bien dorados; con ese olor, mezclado con el aroma del ajo y del aceite caliente, se me hizo la boca agua y sentí espasmos en la garganta, el paladar y el estómago. Yardena dijo:
—¿Por qué no tenéis aceitunas en casa? No estas de bote, tonto. ¿Por qué no hay de esas aceitunas pequeñas y aplastadas, que te dejan un poco colocado? Cuando encuentres de ésas, me las traes. Para eso me pueden despertar incluso en mitad de la noche. (Las encontré. Después de varios años. Pero me dio corte llevarle aceitunas en mitad de la noche).
Cuando decidió que los trozos de pollo ya estaban suficientemente dorados, los sacó de la sartén, los colocó en un plato, fregó la sartén, la secó y dijo:
—Espera, Profi. Aguanta un poco. Todavía estamos en los preámbulos.
Prepara la mesa mientras.
Volvió a poner la sartén en el fuego, echó aceite nuevo y frió, esta vez no el pollo (que esperaba, oloroso y bañado en ajos), sino cebolla cortada finamente, y mientras la cebolla se iba dorando ante mis ojos atentos, esparció sobre la sartén los trocitos de tomate y pimiento verde que esperaban, preparados de antemano sobre la tabla de cortar; añadió perejil picado y frió, removió y volvió a freír. Mi alma se agitaba con anhelos y placeres angustiosos de tanto que deseaba esos aromas y parecía que ya no podía esperar más, ni un momento, ni un segundo, ni una décima de segundo, pero Yardena se rió y dijo que no tocase ni los bollos ni nada, sería una pena desperdiciar el hambre, qué pasa, qué apuro tienes. Aguanta un poco. Y volvió a freír el pollo removiéndolo mucho para que el aceite penetrara hasta los huesos. Entonces echó por encima de todo la taza de caldo y esperó a que hirviera.
Setenta y siete años pasaron arrastrándose, lentos como una tortura, hasta hacerse insoportable, y después más y más, hasta la desesperación, hasta el delirio, hasta que por fin empezó a hervir, a desbordarse y a salpicar gotas hirientes de aceite. Yardena puso el fuego del infernillo en el mínimo y añadió por encima un poco de sal y una pizca de pimienta negra molida. Después lo tapó, dejando una ranura de escape para los vapores aromatizados que desquiciaban mi estómago con dolorosos espasmos de placer. Mientras el caldo se consumía, agregó cubitos de patatas y otros más pequeños de pimiento rojo picante. Sin piedad, esperó a que el caldo se evaporara y quedara sólo un poso de salsa espesa, paradisíaca, envolviendo los trozos de pollo fritos que, como si les hubieran crecido alas, se habían convertido, para mí, en un canto poético y un sueño. Toda la casa se quedó sorprendida con el regimiento de aromas penetrantes que salían de la cocina y que, como una multitud de amotinados enardecidos, invadieron toda la casa, donde no había habido un olor así desde el día en que la construyeron.
Ávido, expectante, temblando de hambre y tragando sin parar la saliva que manaba de fuentes cautelosas, preparé la mesa para los dos, uno frente al otro, como mis padres. Decidí dejar mi silla de siempre vacía. Mientras ponía los tenedores y los cuchillos, vi por el rabillo del ojo cómo Yardena hacía bailar los trozos con la cuchara de madera, para que no olvidasen quiénes eran.
Lo probaba, añadía sal y echaba una cucharada más sobre la comida, que adquiría las tonalidades mágicas del bronce bruñido y del oro viejo. Sus brazos, sus hombros, sus caderas y todo su cuerpo cobraba vida en una leve danza dentro del vestido de tirantes, protegido por el delantal de mi madre, como si los trozos de pollo que ella movía la movieran a su vez a ella.
Cuando ya nos quedamos satisfechos, seguimos sentados uno frente al otro junto a la mesa, pellizcando dulces uvas de un racimo. Devoramos como un cuarto de sandía y bebimos juntos café, aunque yo tuve el valor de decirle a Yardena, con toda sinceridad, que no me dejaban tomar café, y mucho menos antes de ir a dormir.
Yardena dijo:
—Ellos no están.
Y agregó:
—Ahora un cigarrillo. Sólo yo. Tú no. Búscame un cenicero.
Pero no había ni podía haber un cenicero en toda la casa, porque estaba prohibido fumar. Jamás. Bajo ninguna circunstancia. Hasta los invitados lo tenían prohibido. Mi padre se oponía rotundamente a la simple idea de fumar. También tenía la firme convicción de que todos los huéspedes tenían que aceptar las normas de la casa, como un turista en un país extraño. Mi padre fundamentaba esta idea en un refrán, que, además, repetía con frecuencia y que trataba de cómo había que comportarse en Roma. (Muchos años después, cuando visité Roma por primera vez en mi vida, me sorprendió ver que había allí muchos fumadores. Pero cuando mi padre decía «Roma», generalmente se refería a la Roma antigua y no a la de nuestros días).
Yardena se fumó dos cigarrillos y se bebió dos tazas de café (a mí me sirvió sólo una). Mientras fumaba, estiró las piernas y las apoyó en mi silla, que esa noche estaba desocupada. Decidí que mi deber era levantarme cuanto antes, volver a meter las cosas en el frigorífico, recoger y fregar. Lo único que no puede hacer fue sacar la basura, por el toque de queda.
¿Quién ha pasado toda una noche con una chica, en una casa en la que no hay nadie aparte de los dos, cuando afuera hay toque de queda nocturno y todas las calles están desiertas y la ciudad totalmente bloqueada? ¿Sabiendo que nadie en este mundo podría venir a molestar? ¿Y que un silencio amplio y profundo se tiende sobre la noche como la niebla?
Estaba inclinado ante el fregadero, frotando con el estropajo de aluminio el fondo de la sartén, dándole la espalda a Yardena y mi alma justo al revés (la espalda hacia el fregadero y la sartén, toda su plenitud hacia Yardena). De pronto dije con rapidez, parpadeando, como cuando te tragas una medicina:
—Y además, perdón por lo que pasó entonces. Desde la azotea. No volverá a ocurrir jamás.
A mis espaldas, Yardena dijo:
—Por supuesto que ocurrirá. Y tanto que sí. Sólo que, por lo menos, intenta que sea un poco menos tonto de lo que fue entonces.
Una mosca se había posado en el borde de una taza. Quise estar en su lugar.
Después, todavía en la cocina (Yardena usó el platillo de la taza de café como cenicero), me pidió que le explicara, pero en pocas palabras, por qué había ocurrido la pelea con su hermano. Perdón. No la pelea. El cisma.
Mi obligación era permanecer callado. Mantener el pacto de silencio, incluso en un interrogatorio con torturas. En un montón de películas había visto cómo las mujeres sacan información secreta a hombres tan fuertes como Gary Cooper, o incluso de Douglas Fairbanks. En las clases de Biblia, el señor Guihón traicionaba a su mujer: «Sansón ha sido despedazado, una mala mujer lo ha devorado». Era de esperar que, después de todas las películas en las que me encolerizaba viendo cómo los hombres se derretían y hablaban al oído a las mujeres y siempre acababan en tragedia, a mí no me pasará eso. Pero esa noche, ni yo pude parar: como si de mi interior hubiera surgido otro Profi, irrumpiendo imprudentemente y desbordándose, como en la Biblia, que dice que de pronto reventaron las fuentes del océano, y ese Profi comenzó a contarle todo, yo no podía hacerle callar, aunque lo intentaba con todas mis fuerzas y le suplicaba que se detuviese, pero él levantaba los hombros y se burlaba de mí; de todas maneras Yardena ya lo sabe, ha dicho expresamente vuestra resistencia, Ben Hur es el traidor, tú y yo somos libres.
Ese Profi interior no le ocultó a Yardena ningún detalle: la resistencia, el cisma, el cohete. El botiquín de mi madre y los panfletos de Albión de mi padre. El paquete. La tentación. La seducción. Hasta el tema del sargento Dunlop. A lo mejor estaba bajo los efectos de alguna pócima o de alguna droga que Yardena había puesto en los trozos de pollo frito, o de su salsa hechicera, o del aroma del café, cuyo sabor había sido punzante e intenso. En la película Una pantera en el sótano drogaron así al detective cojo. (Aunque era un personaje secundario. Al verdadero protagonista le intentaron drogar pero no lo consiguieron).
¿Y si ella es un agente doble? ¿Si ha sido enviada por la Unidad Especial de Ben Hur para la Investigación y Asuntos Internos? (A esto, el otro Profi me contestó burlón, diciendo: «¿Y qué? ¿Qué secretos hay que guardar entre un traidor y una traidora?»).
Yardena dijo:
—Qué simpático.
Y después agregó:
—Lo que tú tienes de especial es que todo lo que cuentas realmente se puede ver.
Me tocó el hombro izquierdo, casi donde arranca el brazo, y dijo:
—No te pongas triste. Espera tranquilo y no le hagas la pelota. Ben Hur se verá obligado a buscarte muy pronto, porque sin ti, piensa un poco, ¿a quién podría dominar? Y él debe dominar a alguien. No se puede dormir por las noches si antes no ha dominado un poco. Este es el problema del dominio: el que empieza, no puede parar. Tú, Profi, no te preocupes, porque yo creo que a ti no te va a pasar eso. Aunque es bastante contagioso. Además…
Entonces se calló. Encendió otro cigarrillo y sonrió, no a mí sino para sí misma, esa sonrisa de quienes se divierten con sus propios pensamientos, una sonrisa que no es consciente de su existencia.
—Además ¿qué? —osé preguntar.
—Nada. La resistencia y todo eso. Recuérdame de qué estábamos hablando, ¿no hablábamos de las resistencias?
La respuesta correcta hubiera sido «No». Porque antes de la pausa de su cigarrillo estábamos hablando del deseo de poder. A pesar de ello, dije:
—Sí. La resistencia.
Yardena dijo:
—Resistencia. Déjate de resistencias. Será mejor que sigas espiando, pero sé más listo que la otra vez. O mejor aún, Profi, en lugar de andar espiando, aprende a pedir. El que sabe pedir no necesita espiar. Lo malo es que, excepto en las películas, no hay casi nadie que sepa cómo pedir. Al menos así es en nuestro país. En lugar de pedir te suplican y se arrastran ante ti o te presionan o intentan engañarte. Y eso sin tener en cuenta a los simples cretinos que te manosean como la mayoría de los de aquí. A lo mejor tú sí. Por una vez. O sea que quizás algún día tú sí sepas cómo pedir. Por todo este asunto de chicas, chicos y amores, a veces la gente se vuelve loca y se muere, pero mucho menos que por la resistencia y por toda clase de redenciones. No te creas nada de lo de las películas. En la vida real, la mayoría de la gente pide toda clase de favores pero los pide mal. Luego dejan de pedir, pero se ofenden y te ofenden. Luego empiezan a acostumbrarse, y una vez que se han acostumbrado ya no hay tiempo. La vida se acaba.
—¿Te alcanzo un cojín? —pregunté—, a mi madre le gusta sentarse en la cocina por la noche, con un cojín entre la espalda y la silla.
Casi tenía veinte años y todavía tenía la costumbre infantil de arreglarse el bajo del vestido como si la rodilla fuese un bebé destapado que ella tiene que cubrir una y otra vez, con exactitud, ni muy poco para que no tenga frío, ni demasiado, no sea que le falte el aire.
—Mi hermano —dijo—, tu amigo, no tendrá nunca amigos. Y por supuesto que no tendrá novia. Sólo subalternos. Eso, sí. Y mujeres. Mujeres tendrá en abundancia, porque el mundo está infestado de miserables que se pegan a los déspotas. Pero no tendrá novia. Tráeme un vaso de agua, Profi. No del grifo. De la nevera. Bueno, en realidad no tengo sed. Tú sí que tendrás amigas, y te diré por qué. Es porque tú, te den lo que te den, aunque sea un bollo, o una servilleta, o una cucharilla, te comportas como si te hubieran dado un regalo. Como si te hubiese ocurrido un milagro.
Yo no estaba de acuerdo con todo, pero decidí no discutir. Excepto sobre un punto anterior de la conversación, un tema que de ninguna manera podía dejar pasar:
—Pero, Yardena, lo que has dicho antes sobre la resistencia, ¿no ves que sin la resistencia los ingleses nunca nos devolverán el país? Somos la generación luchadora.
Soltó una gran carcajada, abierta de par en par, esa risa que sólo tienen las chicas que están contentas de ser chicas. Intentó esparcir con la mano el humo del cigarrillo, como si fuera una mosca:
—¡Hombre, otra vez te sale «La voz de Sión combatiente»! Vosotros no tenéis nada que ver con la resistencia, tú y Ben Hur y como se llame el tercero, ese mono enano. La resistencia es otra cosa completamente distinta. Algo espeluznante. Envenenado. Incluso cuando verdaderamente no quede otro remedio y la resistencia sea necesaria, es una cosa envenenada. Además, esos británicos quizás muy pronto se replieguen y se vayan a casa. Ojalá no nos arrepintamos, sería terrible y amargo arrepentirse después de su retirada.
Sus palabras me parecieron peligrosas e irresponsables. Se parecían algo a las opiniones del sargento Dunlop, que los árabes eran la parte débil y pronto se convertirían en nuevos judíos. ¿Qué relación había entre la opinión de Yardena y la del sargento con respecto a los árabes? Ninguna. Aunque había algo. Me llené de rabia contra mí mismo por no poder descifrar cuál era la relación, y contra Yardena por decir cosas que no se deben decir. ¿No sería mi obligación contarle su postura a un adulto responsable? ¿A mi padre, tal vez? ¿Advertir, que se enteren los que tienen que saberlo, que Yardena es un poco imprudente?
En caso de que decida contarlo, no debo despertar sus sospechas. Dije:
—Yo tengo otra opinión. Tenemos que expulsar a los británicos por la fuerza.
—Los expulsaremos —dijo Yardena— pero no esta noche. Mira qué hora es. Son casi las once menos cuarto. Dime, ¿tú tienes un sueño muy profundo?
Su pregunta me pareció extraña, incluso sospechosa.
Respondí con cautela:
—Sí. No. Depende.
—Pues esta noche es mucho mejor que duermas profundamente. Si por casualidad te despiertas, puedes encender la luz y leer, bajo mi responsabilidad, hasta que amanezca. Pero que no se te ocurra salir de la habitación, porque justo a medianoche, si hay luna, me convierto en una mujer-lobo, o mejor dicho en una mujer-vampiro y ya he devorado a cien como tú. No vas a abrir la puerta de tu dormitorio de ninguna manera. Prométemelo.
Lo prometí. Con palabra de honor. Pero creció la desconfianza. Decidí que tenía que tratar de no quedarme dormido. Pensé que no me resultaría difícil en absoluto, por el café que había bebido, por el olor a cigarrillos en toda la casa y por lo que había dicho Yardena de mi lado fuerte y demás cosas extrañas.
Después de asearme y antes de las buenas noches, en el pasillo, ella alargó el brazo y me tocó inesperadamente la cabeza. Su mano no era ni suave ni áspera, completamente distinta a la de mi madre. Me alborotó el pelo por un momento, y dijo:
—Escucha muy bien, Profi. Ese sargento del que me has hablado, me parece bastante simpático, tal vez le gusten un poco los niños, pero no creo que estés en peligro porque parece una persona bastante moderada. Al menos eso parece según tu descripción. A propósito, ya que te llaman Profi, que viene de profesor, a ver si de verdad comienzas a ser un profesor en lugar de ser un general o un espía. Medio mundo son generales o espías. Tú no. Tú eres un niño de palabras. Buenas noches. Y que sepas lo que más me maravilla de ti: que hayas fregado los platos sin que yo te lo haya pedido. Ben Hur lo hace sólo cuando lo sobornan.