NUNCA olvidaré la punzada del miedo: como un aro de acero frío que va comprimiendo mi agitado corazón. Muy temprano, después del repartidor de periódicos y antes que el lechero, en medio de los primeros pájaros, pasó por nuestra calle un carro blindado británico con altavoces y nos despertó a todos.
En inglés y en hebreo anunciaban que el toque de queda empezaba a las seis y media, hasta próximo aviso. Quien se encuentre en la calle, pone en peligro su vida, bajo su propia responsabilidad.
Descalzo y con los ojos pegados, me fui a acostar a la cama de mis padres. Me notaba congelado, no por el frío sino por un mal presentimiento que me ahogaba como el abrazo de una serpiente pitón: lo encontrarán. Fácilmente. Qué escondite más ridículo. No es un escondite, es sólo un paquete marrón claro metido en medio de libros de color no tan claro. Sobresale de los libros porque es ancho, grueso y alto como un ladrón vestido de saco en medio de una procesión de monjas. Meterán a mis padres en la cárcel del Russian Compound, o los llevarán a la prisión de Acre. Quién sabe si no los deportarán esposados a Chipre, a Mauricio, a Eritrea, quizás al archipiélago de las Seychelles. Agudo y penetrante, afilado, se hundió en mi pecho el término lugar de destierro.
Qué haré yo solo en esta casa. Nadie mejor que yo sabe cómo puede pasar de ser pequeña y ordenada con gusto, a ser enorme y tétrica, durante las noches, las semanas, los años venideros que estaré solo en casa, solo en Jerusalén, y solo por completo, porque a mis abuelos (unos y otros), a los tíos y tías que tuve, a todos los asesinó Hitler y a mí también me asesinarán aquí en el suelo de la cocina cuando lleguen y me saquen del miserable escondite del armario de las escobas. Soldados ingleses borrachos que odian a Israel, o una banda de árabes sedientos de sangre. Porque nosotros somos pocos y llevamos la razón y siempre tuvimos razón pero fuimos pocos, rodeados por todos lados y sin un solo amigo en el mundo. (¿Con excepción del sargento Dunlop? Que no haces sino espiarlo y robarle secretos. Traidor traidor. Estás perdido).
Nos quedamos los tres en la cama unos minutos. No hablamos. Hasta que vino la voz serena de mi padre, una voz que parecía dibujar en la oscuridad del dormitorio un círculo de sentido común. Dijo:
—El periódico. Aún tenemos treinta y dos minutos. En efecto, tengo tiempo para salir y traer el periódico.
Mi madre dijo:
—Por favor, quédate. No salgas.
Yo la apoyaba, aunque intentaba que mi voz se pareciera más a la de él que a la de ella:
—De verdad, no salgas, papá. En efecto, no es lógico arriesgarse por un periódico.
Volvió pasado un momento, todavía con su pijama azul puesto y las sandalias negras desabrochadas, sonriéndonos con una triunfal modestia, como si regresara de la selva, de cazar para nosotros un león. Le entregó el periódico a mi madre.
Los ayudé a plegar la cama, que, al cerrarse, se convirtió en un decente sofá, no hay nada de qué sospechar, ni siquiera se puede fantasear con la idea de que también tiene un lado interior absolutamente privado, ropa de cama escondida, almohadas, sábanas y pijamas: jamás existieron.
Yo coloqué los cinco cojines, dejando espacios exactamente iguales entre ellos. También hice mi cama. Tuvimos tiempo de ducharnos y vestirnos, poner cada cosa en su sitio, estirar el mantel de la mesa y poner las zapatillas de mi madre debajo del sofá, y durante todo el rato, por un acuerdo tácito, nos cuidamos de no echar ni un solo vistazo hacia el paquete; que durante la noche había decidido, por alguna extraña razón, resaltar, y ahora sobresalía entre las obras ejemplares polacas, como un torpe soldado que se hubiera metido en la fila de alumnos de un colegio. Justo cuando mi madre iba a colocar las flores del jarrón y mi padre estaba cambiando el papel secante que tenía sobre el escritorio y yo me dirigía a la cocina a preparar la mesa, vino el golpe en la puerta. Una voz inglesa preguntó que si había alguien aquí, por favor. Mi padre contestó de inmediato, también en inglés y respetuosamente: «Un momento, por favor».
Y les abrió.
Para mi sorpresa eran sólo tres. Dos soldados rasos (uno de ellos tenía una quemadura que le cubría media cara, la tenía roja como en la carnicería), y un joven oficial de tórax estrecho y rostro fino y alargado. Los tres llevaban pantalones cortos algo largos y calcetines color caqui que casi se juntaban con los pantalones en la zona de las rodillas. Los dos soldados iban armados con metralletas con los cañones apuntando al suelo, como si bajaran la vista, y con razón, avergonzadas. El oficial llevaba una pistola en la mano, también apuntando al suelo, parecida a la pistola del sargento Dunlop. (¿Serán conocidos suyos? ¿Compañeros? ¿Y si digo de pronto que soy amigo del sargento? ¿Dejarán de buscar en casa? ¿Quizás hasta acepten unirse a nosotros en el desayuno y en una conversación en la que por fin podamos abrirles los ojos para que vean la injusticia que están cometiendo con nosotros?)
Mi padre pronunció las palabras «Pasen, por favor» con una amabilidad especial y recalcada. El delgado oficial se incomodó por un momento, como si la amabilidad de mi padre convirtiera la pesquisa en esta casa en un acto completamente burdo. Se disculpó por causar molestias a esas horas de la mañana y explicó que desgraciadamente era su obligación comprobar si todo estaba en orden, y sin prestar atención volvió a meter la pistola en su estuche, cerrándolo correctamente con la presilla.
Por un momento hubo un leve desconcierto por su parte y por la nuestra: no estaba claro cómo continuar. ¿Había que decir algo más, por su parte o por la nuestra, antes de seguir adelante?
La joven doctora Grifius, del ambulatorio de la calle Abdías, antes de examinarme, siempre tenía dificultades para escoger las palabras con las que poder decirme que tenía que quitarme todo menos los calzoncillos. Yo solía quedarme ahí parado, esperando con paciencia, mi madre también, hasta que la doctora Grifius se armaba de valor y decía, en un hebreo-alemán altisonante: «Por favor, quitar todo ropa, sólo no tiene que quitar calzoncillos».
Durante la palabra calzoncillos, se notaba que se sentía muy incómoda. Como si estuviera convencida de que había que emplear otra palabra que no fuera ésa, menos fea, mucho menos cortante (y en eso, en mi opinión, tenía razón). Poco después de la constitución del Estado, la doctora Grifius se enamoró de un poeta armenio ciego, le siguió a Chipre, y a los tres años volvió sola y de nuevo apareció en nuestro ambulatorio; tenía otro aspecto, una línea fina y amarga. De hecho no había adelgazado, aunque posiblemente se había reducido, empequeñecido. Bueno, yo ya he dicho que si no está todo ordenado no puedo vivir, no me puedo ni siquiera dormir. Por lo tanto, la doctora Magda Grifius y su poeta ciego y la flauta que había traído de la ciudad de Famagusta, las raras melodías que tocaba a veces a las dos o a las tres de la madrugada, y también su segundo esposo, que era importador de golosinas y que había inventado un brebaje contra el olvido, y también la cuestión de las palabras adecuadas e inadecuadas para algunas partes del cuerpo y las prendas íntimas, todo eso tendrá que esperar a otro relato.
El oficial se dirigió a mi padre con respeto, como un alumno educado a su profesor:
—Con su permiso. Haremos todo lo posible por ser breves, pero de momento, lamentablemente, tengo que pedirles que no abandonen este rincón. Mi madre preguntó:
—¿Puedo ofrecerles una taza de té?
El oficial se disculpó:
—Gracias, no. Lamentablemente estamos de servicio.
Y mi padre, en hebreo, con su voz moderada y justa:
—Estás exagerando un poco. Eso ha estado de más.
El registro en sí no despertó mi admiración en cuanto a su profesionalidad. (Había avanzado sigilosamente algo así como un metro y medio más hasta llegar al cruce del pasillo, con lo que tenía un puesto de observación que dominaba casi toda la casa).
Los soldados miraron debajo de mi cama, abrieron el armario de mi habitación, corrieron las perchas de un lado a otro, curiosearon un poco por los estantes de las camisas y la ropa interior, echaron un vistazo a la cocina y otro rápido al servicio, por alguna razón se centraron en el frigorífico, buscaron arriba, debajo y detrás; en dos zonas de la casa revisaron la pared dando golpecitos, mientras que el oficial inspeccionaba el muro de mapas de mi padre. El soldado de la cara quemada descubrió un colgador flojo en el pasillo, comprobó hasta qué punto cedía y el oficial le gritó que si no tenía más cuidado lo rompería. El soldado obedeció y lo dejó. Todos entraron en el cuarto de mis padres y nosotros los seguimos. Por lo visto, el oficial se había olvidado de que teníamos que quedarnos en el rincón del pasillo. El tamaño de la biblioteca lo dejó asombrado, y con voz indecisa preguntó a mi padre:
—Perdón, ¿es esto una escuela o una especie de centro religioso?
Mi padre se apresuró a dar una explicación incluyendo una visita guiada.
Mi madre pudo murmurarle «No te precipites», pero en vano. Ya se había dejado arrastrar por una corriente de orgullo pedagógico y había empezado a explicar en inglés:
—Esta es una biblioteca absolutamente privada. Con fines de investigación, señor.
Parecía que el oficial no entendía. Pidió ser informado, con todos los respetos, de si mi padre era comerciante de libros o encuadernador.
—Investigador, señor —reiteró mi padre, sílaba por sílaba en su inglés eslavo, e inmediatamente agregó—. Historiador.
—Interesante —observó el oficial sonrojándose como si lo hubieran amonestado.
Un momento después, cuando recuperó la compostura y posiblemente se acordó de su rango y de sus funciones, agregó con autoridad:
—Muy interesante.
Seguidamente preguntó si había libros en inglés. Esta pregunta ofendió a mi padre, pero también lo entusiasmó como cuando se echa al fuego balas con el casquillo sin vaciar. Como si el oficial hubiese herido de un solo disparo la dignidad del coleccionista erudito, además de nuestro lugar en la historia como uno de los pueblos más cultos. ¿Qué se ha creído este cristiano arrogante, que está en una cabaña de niños en una de las aldeas de Malasia? ¿O en las cabañas de una tribu ugandesa?
En ese instante, con un entusiasmo creciente y desbordante como si tuviera que defender los justos fundamentos del sionismo, mi padre comenzó a extraer de los estantes, uno tras otro, libros en inglés anunciando en voz alta el título, el año de publicación o edición, soltándolos, uno por uno, en manos del oficial, como si se tratara de una ceremonia formal en la que tenía que presentar un recién llegado al resto de los invitados.
—Lord Byron, impreso en Edimburgo. Milton. Shelley y Keats. Este es Chaucer en una edición anotada. Robert Browning, una antigua edición limitada. Todo Shakespeare en edición de Johnson, Steevens y Reed. Aquí, en este estante, es en donde viven los filósofos: Bacon, Mill, Adam Smith, John Locke, el obispo Berkeley y el único y extraordinario David Hume. Y aquí una edición de lujo de…
El oficial se recuperó, se enderezó un poco, de vez en cuando incluso se animó a mover un dedo con cuidado, y tocar delicadamente el traje de esos compatriotas suyos. Sin embargo, mi padre, eufórico y borracho de triunfo, iba de la estantería al huésped, sacaba de aquí y de allá y le entregaba más y más, golpeando al enemigo con sus cuadrillas, y pronto le echaría encima todos sus regimientos. Mi madre trató de insinuarle una y otra vez, desde su lugar junto al sillón, con gestos desesperados, que de un momento a otro y con sus propias manos iba a provocar nuestra desgracia.
En vano.
Porque mi padre se había olvidado de todo, incluyendo la resistencia y el paquete; olvidó los tormentos de nuestro pueblo y olvidó a los que nos acechaban, generación tras generación, para exterminarnos. Se olvidó de mi madre y de mí, dejándose llevar hacia alturas inconmensurables de regocijo místico: si estuviera en sus manos demostrarles por fin a los británicos, un pueblo culto y esencialmente moral, hasta qué punto nosotros, sus súbditos atormentados en un remoto extremo del Imperio, hasta qué punto somos, en realidad, gente estupenda, culta, inteligente, conocedores de la literatura, amantes de la poesía y del pensamiento, se arrepentirían y desaparecerían todos los malentendidos. Entonces por fin podríamos, nosotros y ellos también, ser libres de sentamos frente a frente a conversar como debe ser, sobre asuntos que, después de todo, son el sentido y la finalidad de la vida.
En una o dos ocasiones, el oficial intentó hilvanar dos palabras, preguntar algo, o quizás solamente despedirse para poder seguir cumpliendo con su deber, pero nada en este mundo habría podido interrumpir a mi padre en plena euforia. Ciego, sordo y con gran celo, continuó descubriendo ante el asombrado extranjero los tesoros de su santuario.
El delgado oficial sólo pudo murmurar, de vez en cuando, indeed o how very exciting, como si hubiera caído prisionero entre nosotros y lo tuviéramos como rehén. Los dos soldados empezaron a cuchichear en el pasillo. El de la cara quemada miraba a mi madre con ojos pervertidos. Su compañero hacía muecas y se rascaba. Por su parte, mi madre se había agarrado al borde de la cortina y sus dedos pasaban desesperadamente de un pliegue a otro, agarrando, apretando y estirando cada doblez por separado.
¿Y yo?
Mi obligación era buscar la manera secreta de advertir a mi padre que ya estaba conduciendo al oficial británico hacia el estante peligroso. Pero ¿cómo? Lo menos que podía hacer era no mirar hacia donde era preferible no mirar. Pero el propio envoltorio marrón fue invadido por un ansia de traición y comenzó a sobresalir, a destacar en la fila de las obras ejemplares, como un colmillo que resalta entre los dientes de leche por su color, tamaño y grosor entre otras muchas cosas.
En ese mismo instante volvió a atacarme la tentación. Como suele ocurrirme en las atronadoras clases de Biblia del señor Zorobabel Guihón, cuando empieza como una ligera sensación en el pecho, un leve hormigueo en la garganta, casi nada, se agita y desaparece y vuelve a agitarse y empieza a subir y presiona el muro de contención; en vano intento ganar un minuto más, un segundo, cerrando los labios, apretando los dientes, contrayendo los músculos, pero irrumpe la carcajada como un alud de la montaña y se derrama por el declive e inmediatamente me echan de clase. Eso mismo pasó la mañana de la redada, sólo que esa vez no fue un arrebato de risa sino de traición. La tentación.
Como si estuvieras a punto de estornudar, empieza a gotear desde el cerebro, pica en el fondo de la nariz, y te hace llorar. Aunque trates de retenerlo, sabes que estás perdido. Que es inexorable. Ya está. Por lo tanto, comencé a dirigir al enemigo hacia el paquete que la resistencia nos había pedido que ocultásemos. Un paquete que, por lo visto, contenía el detonador de la bomba atómica hebrea que podía liberamos, a partir de ahora y hasta el final de los tiempos, del destino de oveja descarriada, rebaño al matadero, oveja entre setenta lobos.
—Caliente, caliente —dije (como en el juego). Luego:
—Muy caliente. Menos caliente. Templado. Más frío.
Frío, frío.
Y después:
—Más caliente. Caliente, caliente. Bien. Te quemas. No tengo ninguna explicación. Ni siquiera ahora.
Quizá fue un vago deseo de que pasara de una vez lo que tenía que pasar. Que dejara de amenazar como una roca que se balancea encima de nuestras cabezas. O como cuando te tienen que extraer la muela del juicio: que pase de una vez. Que pase y ya está.
Porque estoy harto. Porque no puedo más.
Pero, a pesar de todo, venció mi sentido de la responsabilidad. Lo de caliente y frío lo había dicho hacia dentro, dentro de la jaula de los labios apretados.
El oficial inglés dejó cuidadosamente sobre la mesita del café la montaña de libros que le había ido poniendo en los brazos y que ya le llegaba hasta el mentón. Le agradeció dos veces a mi padre, volvió a disculparse con mi madre por las molestias causadas y susurró algo al soldado que estaba tocando con el dedo uno de los mapas. Al salir, antes de cerrar la puerta, dirigió hacia mí la mirada y de pronto me guiñó un ojo, como diciendo, sólo entre nosotros: «¿Qué le vamos a hacer?».
Y se fueron.
A los dos días se suspendió el toque de queda total y volvió a haber sólo toque de queda nocturno. En el barrio se rumoreaba que en casa de la familia Vitkin, el señor Vitkin del Barclay’s Bank, habían encontrado un cargador con balas. Contaban que se lo habían llevado esposado al Russian Compound. El paquete marrón desapareció de entre las obras ejemplares uno o dos días después. Se evaporó. No quedó ningún espacio entre los libros. Como si no hubiera existido. Como un sueño.