DIECIOCHO

AL día siguiente, en el momento en que la puerta se cerró tras ellos, fui hacia el estante y me quedé muy cerca, sin tocarlo. Intenté percibir si el paquete desprendía algún olorcillo químico, o al menos el eco de un olor. Pero sólo el aroma de la biblioteca, perfumes civiles de pegamento, de tiempos remotos y de polvo me envolvían desde todas partes. Volví a la cocina para dejar los restos del desayuno en el frigorífico y en el fregadero. Fregué los cacharros y los dejé boca abajo en el escurridor. Pasé por las habitaciones bajando persianas y cerrando ventanas para evitar que entrara el verano. Seguidamente empecé a ir y venir, una pantera en el sótano, por la ruta entre el escondite y la puerta de la calle. No conseguía volver a los planes de ataque al palacio del gobernador en los que había estado ocupado hasta ayer mismo. Ese paquete marrón, camuflado como una obra ejemplar en polaco que dormitaba inocentemente en aquella balda, me tenía fascinado como si fuera una especie de caja de Pandora.

Al principio eran débiles tentaciones, tímidas, con los ojos humildemente bajos, que casi no se atrevían a insinuarme lo que yo deseaba realmente. Pero gradualmente tomaron fuerza convirtiéndose en tentaciones cada vez más explícitas; me lamían la punta de las sandalias, me hacían cosquillas en medio de la palma de las manos, se volvían insolentes, me hacían guiños, me tiraban de la manga sin ninguna contemplación.

Las tentaciones son unas criaturas parecidas a una serie de estornudos, que también comienzan con nada, una débil sensación punzante que estimula el fondo de la nariz y que luego aumenta y te arrastra tanto que no puedes parar. Generalmente, las tentaciones comienzan con una pequeña patrulla de reconocimiento, una cuadrilla de análisis del terreno, diminutas ondas de confusa e indefinida emoción, y antes de que te des cuenta de qué es lo que en realidad quiere de ti esa emoción, comienza a surgir un gradual ardor interior, como al encender una estufa eléctrica, cuando la resistencia todavía está gris y empieza a hacer toda clase de ruiditos; luego adquiere una tonalidad rosada, después se pone roja y empieza a prender hasta abrasar como la furia, y tú te llenas de una especie de indolencia libertina; qué pasa, qué importa, por qué no, qué puede pasar, como si desde adentro te saliera un sonido muy vago pero brutal, irrefrenable, persuasivo e insistente: Vamos. Qué pasa. Qué importa. Se trata simplemente de llevar la punta del dedo hasta muy muy cerquita del envoltorio del paquete secreto. Sólo sentir sin tocarlo. Sólo percibir con los poros de la piel junto a la uña las radiaciones invisibles que quizás emanen desde dentro. ¿Estará tibio? ¿Estará fresco? ¿O vibrará un poco como la electricidad? En realidad, qué pasa, por qué no, ¿qué puede pasar si doy un toquecito rápido, sólo uno? ¿Suave? ¿Raudo? Si no es más que un envoltorio externo, insensible, un papel como cualquier otro, duro (¿o blando?), suave (¿o un poquito áspero, como el fieltro verde que cubre aquella mesa de billar?) y liso (¿o no del todo liso? ¿Tal vez tenga alguna protuberancia invisible de la que el dedo deduzca pistas inimaginables?). ¿Qué daño puede hacer tocarlo? ¿Un toquecito suave, casi imperceptible? ¿Como cuando uno comprueba una valla o un banco en donde pone «recién pintado»?

En realidad, podría ser algo más que un toquecito. Una leve presión. Delicadamente. Como el médico, cuya mano te palpa con cuidado el vientre para descubrir dónde te duele y si está blando o duro. O como hace el dedo cuidadosamente con la pera. ¿Está madura? ¿Todavía no? ¿Casi? En realidad, ¿qué hay de malo en sacarlo un momento del estante? ¿Sólo diez segundos, o menos, para pesarlo en mis manos? ¿Para saber si es pesado o no? ¿Plano? ¿Compacto? ¿Duro? ¿Si es como el diccionario o como una revista con tapas blandas? ¿O parecido a un utensilio de cristal fino que hay que proteger y acolchar con toda clase de paja, algodón y virutas de madera, y entonces se podrá sentir, palpando, la suavidad del acolchado y la solidez del objeto a través de él? ¿O tendrá un peso muerto que empuja hacia el suelo, como una caja de plomo? ¿Y si resulta que es una especie de peluche que cede al apretarlo con los dedos a través del papel marrón del envoltorio, que se vuelve flexible entre las manos, como un cojín? ¿Un osito? ¿Un gato? ¿Qué puede ser? Sólo la insinuación de tocar, así, sólo el beso de la yema del dedo, sólo tocar como una nube, como los labios, y sólo una pequeña caricia, así, sí, y sumergir un dedo, presionando delicada y rápidamente, y apretando un poco, así, entre los libros, para dejar espacio a los dos lados del paquete y poder sentir los bordes de la cinta adhesiva, y qué pasa, qué importa, sácalo un momento y cógelo con las manos, como un combatiente que carga con su compañero herido en el campo de batalla, mas ten cuidado, por Dios, de no tropezar ahora con los muebles, que no reciba un golpe, que no se te caiga de las manos. Y que por nada del mundo se te olvide qué lado estaba hacia arriba. Y recuerda que tienes que usar un pañuelo para no dejar huellas dactilares innecesarias, y cambiar el pañuelo por si queda expuesto a alguna radiación.

Descubrí que el paquete estaba frío y era bastante duro, rectangular, exactamente igual a un libro envuelto en papel de forrar, aunque una parte no era lisa. Su peso también era similar, en mis manos, al de un libro grueso. Un poco menos que la concordancia y algo más que el diccionario geográfico.

Y con esto, eso esperaba, hemos acabado. Estoy libre. Las tentaciones han recibido su presa y han desaparecido, satisfechas, y por fin puedo volver a mi trabajo.

Un error.

Justo al revés.

Como una jauría de perros salvajes que ha olido carne fresca y que después de dejarles probarla se convierten en lobos, unos diez minutos después de devolver el paquete a su lugar, las tentaciones se me echaron encima por un costado desprotegido, inesperado.

Llamar a Ben Hur. Que venga.

Contarle de forma estrictamente confidencial lo que tenemos en casa.

Y si no lo cree, mostrarle el paquete y sorprenderle para poder ver por una vez, con mis propios ojos, cómo la indiferencia de la pantera se convierte, en un instante, en desconcierto y asombro. Los finos labios tiránicos, a los que les da pereza abrirse, se abrirán de par en par por la estupefacción. Inmediatamente después, como la bruma del amanecer que se disuelve con la salida del sol, se esfumará el asunto del Orient Palace. Le obligaré a jurar que nunca desvelará lo que ha visto. Ni a Chita. En todo caso, se le permitirá echar un vistazo al paquete y deberá olvidar lo que ha visto.

Pero no lo olvidará. Nunca. Por lo tanto, la sombra de peligro de arresto que nos acecha desde ahora a los dos volverá a consolidar entre nosotros una fuerte y sincera amistad. Como entre Jonatán y David. Espiaremos juntos y juntos reuniremos secretos. También estudiaremos juntos inglés con el sargento Dunlop, porque quien domina el lenguaje del enemigo domina también su forma de pensar.

Extraña, casi insoportable, fue de repente la sensación de que aquí, solo en esta casa durante toda la mañana y toda la tarde, era el único que dominaba la tormenta arrasadora y bestial que estaba adormecida dentro de un paquete aparentemente inocente; un bulto que se integraba bastante bien en la colección de libros ejemplares del estante.

No. Ben Hur no viene al caso. Yo solo. Sin él.

Hacia el mediodía estallaron nuevas y locas tentaciones, como una tormenta eléctrica en el pecho y el vientre. Todo está ahora en tus manos. A partir de ahora, si realmente lo deseas, todo es posible. Todo depende de tu voluntad. Toma ese paquete. Se puede poner otro en su lugar, entre los libros ejemplares; cualquier libro envuelto en un papel parecido y nadie se dará cuenta.

Ni siquiera mi padre.

Y tú, hombre, levántate y anda, pon ese mecanismo aniquilador dentro de la mochila del colegio y vete derecho al palacio del Alto Comisionado. Sujétalo con un alambre al chasis del vehículo del comisionado, en el aparcamiento. O quédate pacientemente en la puerta esperándolo, y cuando salga arrójalo a sus pies.

O de esta manera: un chico hebreo de Jerusalén se inmola en una explosión para despertar la conciencia del mundo y denunciar la usurpación de su patria.

¿O quizás le pida al sargento Dunlop, inocentemente, que deposite el regalo en la habitación del jefe de la policía secreta? Pero no. Él mismo podría resultar herido o implicado en esto.

Se podría introducir el explosivo aniquilador en la cabeza de nuestro cohete y amenazar con borrar del mapa la ciudad de Londres si no liberan Jerusalén.

O eliminar a Ben Hur y a Chita. Que aprendan.

Y así sucesivamente hasta la una de la tarde, cuando hizo su aparición y se extendió como un veneno una nueva y terrorífica tentación. Empezó a reptar y excavar dentro de mí esa tentación-topo, ciega, tenebrosa, subversiva, una especie de tentación culpable de un grave delito. (He encontrado en el diccionario que hay un término específico para esa clase de tentación absorbente: seducción, que significa «engañar» y «cautivar». Lo mismo que ocurre con tentación, que significa «inducción al mal», pero también «impulso», «persuasión». Y es extraño que la palabra tentador signifique «diablo», cuando tentar significa también «tocar», a pesar de tener la misma raíz. Y existe también la expresión caer en la tentación, con lo que volvemos a ese sentido negativo de la palabra).

Esta tentación se adhirió a mí, no se soltaba, succionaba mi corazón y mi diafragma a través de las costillas; me perforaba el vientre, una seducción fea, obstinada, lisonjera y suplicante, que, insinuadora, me prometía con susurros febriles la dulzura de placeres prohibidos, de encantos secretos que nunca había probado, o que había experimentado sólo en sueños, una dulzura terrible y liberadora.

Eso es. Dejar el paquete en su sitio, entre las obras ejemplares. No tocar ni con el dedo.

Salir. Cerrar la puerta. Ir directamente al Orient Palace.

Si él no está, entonces no. Ésa será la señal. Pero si está ahí, quiere decir que es inevitable. Será la señal de que esa dulzura debe desbordarse y materializarse.

Contarle lo que tenemos escondido. Preguntarle qué debo hacer.

Hacer todo lo que me diga. Tentación.

Antes de las cuatro hubo un momento en el que casi. Pero conseguí refrenarme. Con mano de hierro. En lugar de ir al Orient Palace, comí guisantes y albóndigas directamente del frigorífico, y además dos patatas, todo frío, no tuve paciencia para calentarlo. Después cerré desde fuera la puerta del cuarto de mis padres y cerré desde dentro la puerta de mi dormitorio y me eché, no sobre la cama sino en el suelo fresco en el rincón cavernoso que hay entre la cama y el armario y ahí, con la luz a rayas que se filtraba como una escalera de sombras a través de la persiana, leí durante una hora y media un libro que ya conocía, sobre las expediciones de Magallanes y De Gama. Hablaba de islas, de golfos y volcanes, y de bosques eternamente frondosos.