DIECISIETE

HUBO un rumor en el barrio: los británicos nos van a imponer el toque de queda total, de día y de noche, para llevar a cabo redadas, casa por casa, en busca de combatientes de la resistencia y escondites de armas.

Por la tarde, cuando mi padre volvió del trabajo, nos pidió que nos reuniéramos unos minutos los tres, en la cocina: «Hay un asunto», dijo, «que tenemos que tratar seria y francamente». Cerró la puerta y la ventana, se sentó encima de su ropa caqui de grandes bolsillos muy bien planchada y dejó sobre la mesa, frente a él, un paquete no muy grande, envuelto en papel marrón. «En este paquete», dijo, «hay un objeto, o mejor dicho varios objetos, que nos han pedido esconder hasta que pase la tormenta. Por supuesto es muy probable que no se salten nuestra casa, pero hay quien cree que en nuestro apartamento es más fácil esconder este objeto o estos objetos. Nosotros efectivamente estamos preparados para pasar esta prueba».

Yo pensé: tiene razón al no desvelarnos qué hay en el paquete, para no asustar a mi madre. (¿Y si él tampoco lo sabe? No, no puede ser. Mi padre sí). Yo, por mi parte, inmediatamente supuse que contenía dinamita o TNT, o nitroglicerina, o mucho más que eso, algún explosivo moderno, revolucionario, incomparable a todo lo visto hasta ahora. Un terrible compuesto, desarrollado aquí, en los laboratorios clandestinos de la resistencia. Basta con una sola cucharada para destruir media ciudad.

¿Y yo?

Media cucharadilla bastaría para que nuestro cohete amenazara el palacio real de Londres.

Ha llegado el momento crucial que estaba esperando.

Cueste lo que cueste, debo sacar del paquete, a escondidas, la cantidad necesaria.

Si lo consigo, el grupo de resistencia LOM caerá de rodillas suplicándome que los perdone y que vuelva.

Yo los perdonaré. Con desdén. También aceptaré volver. Pero tendré que sacar varias conclusiones muy severas: reorganizar la comandancia, leerle la cartilla a Ben Hur, eliminar la Unidad de Investigación y Asuntos Internos, y desarrollar un método para evitar la arbitrariedad y salvaguardar a los combatientes de los abusos internos.

Mi padre dijo:

—Si es que entran a buscar en nuestra casa, y cuando lo hagan, por supuesto es necesario que tú y tú sepáis de qué se trata, por dos razones: primero, aquí hay poco espacio y es posible que alguno tropiece con esto y lo dañe. Segundo, si encuentran el escondite, corremos el riesgo de ser interrogados por separado, por lo que es mi deseo que cada uno de nosotros tenga preparada la misma explicación. Sin contradicciones. (La explicación que mi padre pidió que memorizáramos tenía que ver con el profesor Schlossberg, que vivía solo en el piso encima del nuestro, y que había muerto el invierno pasado. En el testamento, el profesor había legado a mi padre cincuenta o sesenta libros. Nuestra respuesta unánime al interrogatorio sería que el paquete marrón había llegado a nuestra casa con los libros del fallecido profesor).

—Será una mentira piadosa —dijo mi padre, al tiempo que sus ojos azules y miopes, desde detrás de la montura de sus gafas, miraban directamente a los míos. Por un instante brilló en su mirada una rara chispa de pillo, una chispa traviesa que centelleaba muy de vez en cuando, por ejemplo, cuando nos contaba entusiasmado que se le había ocurrido una respuesta triunfal para contestar a algún investigador o escritor que se había quedado «boquiabierto, como si le hubiera caído un rayo»—. Usaremos esta mentira piadosa siempre y cuando sea necesario, única y exclusivamente si hubiera peligro, y lo lamentaremos, porque una mentira es siempre una mentira. Piadosa o no, sigue siendo una mentira. Toma buena nota de esto.

Mi madre dijo:

—En lugar de sermonearle continuamente, ¿por qué no encuentras algún ratito para jugar con él? ¿O por lo menos para conversar con él? Conversación. ¿Recuerdas lo que es eso? ¿Dos que se sientan, hablan y se escuchan? ¿E intentan seguir lo que está diciendo el otro?

Mi padre cogió el paquete entre sus brazos, contra el pecho, como si fuera una criatura que está llorando, y lo llevó, desde la cocina, al cuarto que mis padres usaban como dormitorio, el que mi padre usaba como cuarto de trabajo y que todos usábamos como cuarto de estar. Las paredes estaban totalmente cubiertas de estanterías con libros, desde el suelo hasta el techo.

No quedaba espacio para un cuadro ni para ningún otro adorno.

Los regimientos de libros de mi padre estaban dispuestos con una lógica de hierro, clasificados en divisiones y subdivisiones, ordenados por temas, materias e idiomas, y por autores en orden alfabético. Los soportes de la biblioteca eran los mariscales y generales, o sea los tomos respetables que desde siempre despertaron en mí una veneración imponente. Libros caros, pesados, encuadernados con lujosas tapas de piel. En la superficie de cuero rugoso, mis dedos buscaban y encontraban el placer de la concavidad de los grabados de letras doradas, como el pecho de los mariscales en los noticiarios cinematográficos de la Fox Movietone, galardonados con filas y filas fulgurantes de condecoraciones y medallas. Bastaba un solo rayo de luz del flexo del escritorio de mi padre sobre los ornamentados adornos de oro, para que salieran de ellos destellos cegadores que me llegaban a los ojos, como llamándome para que yo también me acercara. Ministros y marqueses eran para mí esos libros; príncipes y duques. La nobleza.

En lo alto, sobre el estante más cercano al techo, flotaba la caballería ligera: revistas con cubiertas multicolores, ordenadas por materia, fecha de edición, temas y países de origen. En total oposición al peso blindado de los comandantes estaban esos jinetes que vestían leves túnicas de vistosas y variadas tonalidades.

Alrededor de la sección de los mariscales y los generales, estaban los grandes destacamentos de oficiales de brigada y de regimiento. Eran libros duros, ásperos, de lomos fuertes, encuadernados con tela resistente, llenos de polvo, algo descoloridos, como uniformes de camuflaje cubiertos de tierra y sudor, o como la tela de viejas banderas, envejecidas en el campo de batalla y por otras adversidades.

Había también algunos libros que tenían un pequeño espacio entre la cubierta de tela y el cuerpo, parecido a la caverna del vestido de la chica que se inclinaba sobre la barra del café Orient Palace. Cuando miraba dentro, sólo veía la oscuridad perfumada y sentía el ligero eco de la fragancia del cuerpo del libro, opaco, apasionante y vedado.

De menor rango que los libros oficiales forrados con tela, había centenares de libros sencillos, con tapas de cartón áspero, con olor a cola; eran las multitudes de soldados rasos, grises y marrones de la biblioteca. Por debajo de los soldados rasos, considerados como el populacho de las milicias paramilitares, estaban los libros sin encuadernación cuyas páginas se sujetaban entre dos cuadrados de cartón con una goma gastada o pegadas con un grueso esparadrapo. Había también libros harapientos como una panda de bandidos, encuadernados en papel amarillento y deshecho. Finalmente, debajo de los grisáceos, estaban los más míseros, libros que no son libros, mendigos, una muchedumbre raída de revistas, impresiones, folletos y panfletos, apilándose en la parte baja de la estantería, apretándose en las baldas inferiores, los bellacos, hasta que mi padre los trasladara a algún baúl de impresos sobrantes, pero mientras tanto estaban aparcados aquí temporalmente, por piedad más que por derecho, amontonados, apretujados; hoy mismo o mañana compartirán sus cuerpos el viento del este y las aves carroñeras del desierto. Hoy mismo o mañana o como muy tarde en invierno, mi padre tendrá tiempo para seleccionar sin miramientos y expulsar de casa a estos menesterosos (para nombrarlos, usaba términos extranjeros como: brochures, gazettes, magazines, journaux, pamphlets), para abrirles paso a otros pordioseros, también con los días contados. (Pero mi padre se apiadaba de ellos. Una y otra vez se prometía clasificarlos, seleccionarlos y deshacerse de alguno, pero me parece que nunca ha salido de nuestra casa, aunque esté a punto de reventar, ni una sola página impresa).

Un olor muy tenue, olor de polvo plomizo, flotaba siempre sobre las estanterías de la biblioteca; era una especie de poso de aire extranjero atormentado, y sin embargo atractivo y excitante. Hasta hoy mismo me pueden llevar a una habitación llena de libros, incluso con los ojos cerrados y las orejas tapadas, y seré capaz de saber de inmediato, sin dudarlo, que está llena de libros. No es con la nariz, sino a través de la piel como percibo los olores de una biblioteca antigua; una especie de espacio opresivo, meditativo, cargado de polvo de libros, más fino que cualquier otro polvo, mezclado con suaves exhalaciones de vejez que emanan del papel antiguo y del aroma de pegamentos viejos y recientes; los hay picantes, amargos, espesos, almendrados, otros agridulces, algunos elaborados con alcohol, o aquellos cuyo aroma se relaciona vagamente con el mundo de las algas y el yodo, o con insinuaciones del olor a plomo de los tintes espesos de la impresión, y el aroma del papel putrefacto, carcomido por la humedad y el moho, y del papel barato que se deshace. Y por otro lado están los perfumes ricos, extravagantes, unos olores mareantes que excitan el paladar y que emanan del papel selecto, de álbumes de países lejanos.

Y sobre todo se expande el manto aromático del aire polvoriento de siempre, inmóvil durante años y años, estancado en los intersticios ocultos entre las hileras de libros y la pared que está detrás.

En el grueso y sólido anaquel que está a la izquierda del escritorio de mi padre se concentraban los pesados libros de consulta, como el área de artillería de apoyo, escondida en la retaguardia de las compañías de asalto: hileras de tomos de enciclopedias en diferentes idiomas, diccionarios, una inmensa concordancia bíblica, atlas, léxicos, libros de uso (entre los que había uno con el nombre de El índice de los índices, en el que yo esperaba encontrar secretos ocultos, pero que sólo mostraba un listado de miles de libros con nombres extraños). Las enciclopedias, los léxicos y los diccionarios eran casi todos mariscales y generales, o sea lujosos, con gruesas tapas de cuero y letras doradas; las yemas de mis dedos se desviven por palpar sus deliciosas asperezas, y me fascinan tanto por el placer de acariciarlos como por la nostalgia que provocan las inmensidades de conocimiento, vedado para ti por estar en otro idioma. Como la cruz, el caballero, la torre, el bosque, la cabaña y la pradera, la carroza y el tranvía, la cornisa, el vestíbulo y el frontón, y tú, ¿qué eres tú comparado con eso? Un simple niño hebreo de la resistencia que dedica su vida a expulsar al invasor extranjero, pero cuya alma está unida a este invasor porque también viene de lugares con río y bosque, lugares en los que se elevan torres y donde una veleta se mueve suavemente en el tejado. Alrededor de las letras doradas estampadas sobre la encuadernación de piel había adornos de flores y capullos, los logotipos de la editorial y de la colección, que me parecían como escudos y emblemas de distintas casas reales, condados, principados, ducados y demás linajes nobles. Había entre ellos dragones alados de oro y dorados leones enfurecidos sosteniendo un pergamino cerrado o desplegado, o un grabado esbozando el perfil del torreón de un castillo amurallado, o cruces retorcidas como la serpiente tortuosa que estudiamos en las clases de Biblia.

De vez en cuando mi padre me ponía la mano sobre el hombro y me invitaba a hacer un recorrido guiado por él. Ésta es esa edición tan rara, la de Amsterdam. El Talmud que salió de la imprenta de la viuda y los hermanos Romm. Este es el símbolo del reino de Bohemia, que pasó y desapareció del mundo. Esta es una encuadernación de piel de gacela y por eso su color es rojizo, parecido a la carne cruda. Aquí tenemos una impresión más codiciada que el oro, del año 5493 de la Creación, el 1733; posiblemente este tomo perteneciera a la biblioteca del propio rabino Moshé Hayyim Luzzatto y lo haya hojeado con sus propias manos. No hay otro igual, ni siquiera en la colección de libros raros de la biblioteca nacional de monte Scopus y, quién sabe, quizás hayan quedado sólo diez como éste en todo el mundo, o siete, o menos. (Cuando me decía estas cosas, yo sentía como si mi padre hablara como Abraham, nuestro padre. Era como Abraham negociando acerca de la cantidad de justos que quedaban en Sodoma).

Desde aquí hasta aquí, griego. En el piso de arriba, latín, que también se le puede llamar romano. Y ahí, por todo el ancho de la pared norte, se extiende el mundo eslavo, del que hasta su abecedario me está negado. Esta es la sección de Francia y España, y allí, sobre esa repisa, sombríos y severos, como con ropa de salvamento oscura, se apartan a hablar en secreto los representantes del mundo germánico. (Letras enrevesadas, rizadas, «letra gótica», dijo mi padre sin especificar, y a mí esa escritura gótica me parecía un conglomerado de rutas entrelazadas en un perverso laberinto). Mientras que del otro lado, en la vitrina, se aglomeraban en un solo grupo la asamblea de nuestros antepasados (siempre sin madres. Sólo padres. Fantasmas): la Mishná y los dos Talmud, el de Babilonia y el de Jerusalén, leyes, tradiciones, comentarios, poemas litúrgicos, exégesis, Mejilta y Zohar, responsos, lexicografía, El Maestro de Sabiduría y La Piedra de Ayuda, La Senda de la Vida, El Pectoral del Derecho, fábulas, vidas de santos; había una especie de suburbio oscuro, un paisaje extraño y triste, como una agrupación de chabolas, iluminadas con una tenue lucecilla y, con todo, no me era completamente extraño, porque eran familiares lejanos, porque incluso títulos extraños y raros como Tosefta, Shulhan Aruj, Yosippon y de El Deber de los Corazones, incluso ésos, venían en letras hebreas que me permitían fantasear un poco acerca de los deberes de aquellos corazones.

Y estaba la sección histórica: cuatro estanterías seguidas, repletas, en una de las cuales se apretujaban también libros refugiados, de esos que llegaron tarde y no encontraron un lugar de reposo y tuvieron que conformarse con echarse apretados sobre los lomos de sus antecesores, más veteranos. Dos de los anaqueles de historia estaban dedicados a la historia de las naciones y dos al pueblo de Israel. En la primera balda de la historia de las naciones, encontré los albores de la humanidad, el comienzo de la civilización (con ilustraciones impresionantes). Encima del comienzo de la civilización estaba la historia antigua, y encima de ésta la Edad Media (dibujos espeluznantes, de médicos con batas lúgubres y máscaras diabólicas sobre enfermos agonizantes, en los días de la peste negra). Y más arriba, bañado de sol, el Renacimiento y la Revolución Francesa; más arriba aún, casi rozando el techo, estaban los libros de la Revolución de Octubre y los de las Guerras Mundiales, que me animé a consultar para aprender a analizar los errores de anteriores generales. Todo lo que no podía leer porque estaba en otro idioma, igualmente lo rastreaba hoja por hoja, incansablemente, para ver si encontraba dibujos, ilustraciones o mapas. Muchos de ellos han quedado grabados en mi memoria hasta el día de hoy: el Exodo de Egipto. La caída de las murallas de Jericó. La batalla de las Termópilas, espesos bosques de lanzas y jabalinas, venablos y cascos que reflejaban los rayos del sol. El mapa de los viajes de Alejandro Magno, con flechas asombrosas, osadas, que se extendían desde las fronteras de Grecia hasta Persia, incluso hasta la India. Y un cuadro de la quema de herejes en la plaza de la ciudad, en el que se ven las llamas lamiéndoles los pies y a pesar de ello sus ojos se mantienen cerrados con devoción y por concentración espiritual, como si estuvieran escuchando música celestial. Y la expulsión de los judíos de España: multitudes de refugiados, con bultos y bastones, hacinados en una endeble barca sobre un mar tempestuoso, infestado de monstruos que parecen alegrarse con la desgracia de los judíos expulsados. O un plano detallado de la diáspora judía en Oriente, con gruesos círculos marcando Salónica, Esmirna y Alejandría. Un dibujo fabuloso y multicolor de una antigua sinagoga de la ciudad de Alepo. Remotas ramificaciones de comunidades de deportados de Israel surgían en el extremo del mapa, en Yemen, en Cochin, en Etiopía (que entonces todavía se llamaba Abisinia). Un retrato de Napoleón en Moscú y otro en Egipto, al pie de las pirámides: bajo de estatura, regordete, tocado con un tricornio que parecía una empanadilla; una mano señalando con decisión hacia el horizonte que abarca el universo, y la otra, tímida, metiéndose en los pliegues de su abrigo porque no se atreve a salir. Las guerras de los hasidim y sus adversarios: retratos de rabinos furiosos. Un mapa detallado de la dispersión de los tribunales hasídicos frente a las ya escasas líneas de defensa, detrás de las cuales intentan los adversarios atrincherarse en retirada, sin renunciar a su adversidad. Y la historia de los descubridores, flotas de barcos de vela, cuyas proas grabadas pasaban a través de brazos de mar por archipiélagos desconocidos, continentes inaccesibles, imperios, la Muralla China, santuarios japoneses donde los intrusos no salen con vida; niños salvajes cubiertos con plumas o con huesos formando una cruz incrustados en la nariz. Mapas de cazadores de ballenas, el mar del Norte y el mar de Bering y Alaska y el golfo de Murmansk. Aquí ya aparece Herzl de pie, apoyado en una barandilla de hierro, observando, soñador y orgulloso, las aguas de un lago que se extiende a sus pies. Inmediatamente después de Herzl, comienzan a aparecer los primeros pioneros que llegan a las costas del país, pobres, insignificantes, apiñados todos juntos como corderos abandonados en una zona árida donde sólo hay arena y un solo olivo a un lado. Y el mapa de los primeros asentamientos: unas cuantas áreas diseminadas. Aisladas. Pero de un mapa a otro se van ramificando y de un gráfico a otro se van fortaleciendo. Y he aquí que aparece el camarada Lenin, con un casquete, dirigiéndose a las multitudes enardecidas que levantan sus puños cerrados. Este Lenin se parece un poco a nuestro doctor Weitzman, que no hace más que suplicar a los británicos en lugar de pasar a la ofensiva. (¿Y el sargento Dunlop? ¿Agredirlo a él también?) Aquí hay un mapa de los campos nazis con fotos de judíos esqueléticos, supervivientes. Unos bosquejos de batallas famosas, Tubruk, Stalingrado, Sicilia, y aquí por fin marcha la Brigada Judía, sojuzgados hebreos con estrellas de David en las mangas, en África, en Italia, y fotos de los kibbutz fortificados en las montañas, en el desierto, en los valles, rostros de pioneros intrépidos, montados a caballo o en un tractor, el fusil colgado con la correa en diagonal sobre el pecho, rostros tranquilos y valientes.

Solía cerrar el libro y devolverlo a su sitio exacto, coger otro y seguir pasando páginas y buscando sobre todo dibujos, ilustraciones y mapas. Pasadas dos o tres horas ya estaba un poco ebrio; la pantera en el sótano estaba inquieta y enfurecida por tantas promesas y votos, sabía con total exactitud cuál era mi deber, a qué había consagrado mi vida y por qué la sacrificaría llegado el momento de la verdad.

En las primeras páginas del gran atlas alemán, antes del mapa del continente europeo, había un plano impresionante de todo el universo. Nebulosas lejanas e insondables y abismos con estrellas extraños. La biblioteca de mi padre era como ese universo: había en ella cometas que yo conocía, nebulosas de misterios, lituano y latín, ucraniano y esloveno y, además, un idioma antiguo llamado sánscrito. Y está el arameo, el yiddish, que es como un satélite del hebreo, blanco y cicatrizado, pálido, suspendido en el aire entre fragmentos de nubes. Y a años luz del yiddish hay más y más firmamentos en donde brillan, por ejemplo, el Poema de Gilgamesh, el Enuma Elis y los Himnos Homéricos, Siddhartha, poemas fabulosos que se llaman, por ejemplo, El Cantar de los nibelungos, el Poema de Hiawatha y el Kalevala. Nombres tan melodiosos que te deleitan la punta de la lengua y el paladar cuando les dejas rodar en la boca y los pronuncias hacia dentro, en voz bajita, sólo para ti mismo, Dante Alighieri, Montesquieu, Chaucer, Shchedrin, Aristófanes, Till Eulenspiegel. Reconozco a cada uno de ellos por las tapas y el color y por el lugar que ocupan en su galaxia, y sé quiénes son sus vecinos.

¿Y tú? ¿Quién eres tú en medio de todo este universo?

Una pantera ciega. Un salvaje ignorante. Un golfo travieso que se pasa el día en el bosque de Tel Arza. Un mísero juguete en manos del mísero Ben Hur. En lugar de quedarme, a partir de ahora, de hoy mismo, desde esta mañana y para siempre, aquí entre estos libros.

¿Durante diez años?

¿Treinta?

¿Respiro profundamente, me sumerjo en el pozo y comienzo a desmenuzar un enigma tras otro?

Qué largo es el camino y qué secretos se ocultan en estos libros tan misteriosos que de algunos sólo puedo descifrar sus títulos. Ni siquiera puedes imaginar dónde está el primer eslabón de la cadena del llavero del que pende la llave del cofre donde está la llave de la caja fuerte donde, quizás, te espera la llave del patio más lejano.

Lo primero que debo hacer es superar la dificultad de los números romanos. Mi madre me dijo que en menos de media hora me los podía enseñar. Después, si la ayudaba a lavar los platos de la cena, me prometió enseñarme el alfabeto cirílico. Según ella, se podía hacer en una hora, hora y media. Por su parte, mi padre aseguró que el alfabeto griego era muy parecido al cirílico. Después aprenderé también sánscrito.

Y estudiaré otro dialecto que mi padre llama hochdeutsch y que tradujo como «alto alemán».

El nombre de alto alemán tiene un sonido como de tiempos antiguos, de ciudades amuralladas y fortificadas con puentes de madera que, si se acerca el enemigo, se pueden levantar con cadenas y atraerlos al espacio del portón, en el que montan guardia dos torreones en cuya cúspide hay una especie de sombrero en forma de cono.

Entre las murallas de esas ciudadelas viven monjes estudiosos con túnicas negras y con la cabeza descubierta, que noche tras noche leen, investigan y escriben a la luz de una vela o de un candil, en celdas cuya única ventana está enrejada. Yo seré como ellos: una celda, una ventana, una vela por las noches, una mesa, montones de libros y silencio.

Las estanterías reducían bastante el espacio de la habitación, que no era grande. En esa misma habitación, al pie de la biblioteca, estaba la cama de mis padres. Por la noche la abrían para dormir y por la mañana la cerraban como un libro, se tragaba las sábanas y se convertía en un sofá protegido con una funda verde. En el sofá había cinco cojines bordados que yo usaba como cinco colinas de Roma, cuando comandaba a los ejércitos de Bar Kojba hasta el mismo monte del Capitolio y derrotaba el Imperio. En otras ocasiones, los cojines eran fortines en lo alto de los montes que dominaban el camino hacia el Néguev, o ballenas blancas que perseguía por los siete mares hasta llegar a las costas del de la Antártida.

Entre el sofá cama y el escritorio de mi padre, y entre el escritorio y la mesita del café con las dos banquetas de mimbre, y entre ellas y la mecedora de mi madre, había sólo unos canales o estrechos, que daban a la alfombra pequeña colocada a los pies de la mecedora. Esta disposición de los muebles me daba increíbles posibilidades para las maniobras de flotas y ejércitos de tierra, invasiones, asedios, ataques, emboscadas y fortificaciones construidas en un espacio muy reducido.

Mi padre colocó el paquete secreto en el lugar que astutamente había escogido, dentro de una extensa colección de libros ejemplares de la literatura universal, traducidos al polaco. El color de los tomos de la colección era marrón claro, de manera que el paquete se confundía con ellos y casi no resaltaba. Como un dragón de verdad en medio de la maleza de un bosque tropical, lleno de árboles enormes similares al dragón. Volvió a advertirnos, a mí y a mi madre: no tocar. No acercarse. Desde este momento, toda la biblioteca queda fuera de la línea de demarcación. El que necesitaba un libro, tenía que pedírselo a él. (Lo consideré como una ofensa. Mi madre sí, efectivamente, podía equivocarse o distraerse mientras limpiaba el polvo. Pero ¿yo? ¿que conocía de memoria todas las secciones de la biblioteca?, ¿que podía, incluso con los ojos cerrados, identificar cada sector, cada tramo y cada escondite? Yo me muevo por ella casi igual de bien que mi padre. Me oriento como una joven pantera en la selva donde ha nacido y crecido). Decidí no discutir. Mañana, antes de las ocho de la mañana, los dos se irán a trabajar y yo seré el Alto Comisionado en todo este reino. Incluyendo el territorio del dragón. Incluyendo al propio dragón.