YA he comentado antes hasta qué punto me cautivan las personas como Ben Hur, que siempre tienen sed. No hay nada en el mundo que pueda aplacar su sed, puesto que es insaciable. La sed de esas personas les da cierto aspecto de fiera adormecida y distinción en la mirada. Como los héroes de David, que estudiamos en la clase de Biblia, siento siempre el extraño impulso de salir y arriesgarlo todo por ellos. De arriesgar mi vida para traerles agua de los pozos del enemigo. Todo con la vaga esperanza de que, después de ese acto heroico, pueda oír de la comisura de los labios de la pantera las ansiadas palabras: «Eres un buen chico, Profi».
Aparte de las panteras sedientas, hay otra clase de personas que me atraen; aquellos que aparentemente son todo lo contrario a las panteras pero que, a pesar de ello, tienen algo en común que no se puede explicar aunque es fácil de percibir. Me refiero a esa clase de personas que siempre están perdidas. Como el sargento Dunlop, por ejemplo. En aquella época y también ahora mientras escribo esta historia, siempre he encontrado un encanto conmovedor en las personas perdidas. Aquellos que van por el mundo como si todo él fuera una estación de autobuses extraña en una ciudad desconocida; por error se apearon aquí, y no tienen ni idea de cuál fue su equivocación, cómo salir, ni hacia dónde.
Era bastante robusto, alto; un hombre grande y regordete, pero blando. Cartilaginoso. A pesar del uniforme y la pistola, de las condecoraciones en las mangas, del brillo de los números plateados en los hombros, de la visera negra, a pesar de todo eso, parecía un hombre que acababa de pasar de la luz a la oscuridad, o al revés, que había salido de la oscuridad a una luz resplandeciente.
Como si alguna vez hubiera tenido una gran pérdida y no tuviera ni el más mínimo recuerdo de cuál fue esa pérdida, ni de cómo era, ni de qué haría si la encontrara. Él deambula siempre por las habitaciones más recónditas de sí mismo, por los pasillos, por el sótano, por las despensas; y aunque se tropiece con la pérdida, ¿cómo sabrá que es ella? Pasará a su lado cansado y seguirá buscando. Seguirá arrastrando sus grandes zapatos, alejándose y perdiéndose cada vez más. Aunque yo no había olvidado que representaba al enemigo, quería tenderle la mano, no para apretarla, sino para sostenerlo, como a un bebé. O como a un ciego.
Casi todas las tardes me infiltraba en el Orient Palace, llevando bajo el brazo el libro Inglés para alumnos de ultramar y un ejemplar de Hebreo para inmigrantes y pioneros. Ya no me importaba si la pantera y su esclavo me seguían por las callejuelas.
¿Qué más podía perder?
Cruzaba rápidamente la deteriorada sala delantera, abriéndome paso entre el humo de los cigarrillos y el tufo de los eructos de cerveza, haciendo oídos sordos a las burdas risotadas, reprimiendo el deseo de las yemas de mis dedos de tocar el fieltro verde de la mesa de billar, no miraba la entrada de la caverna del vestido de la chica que se inclinaba sobre la barra. En línea recta y con la determinación de una flecha en el aire, pasaba a la sala interior y aterrizaba en nuestra mesa.
Más de una vez fui allí para nada porque él no estaba, aunque hubiéramos quedado con antelación. A veces se olvidaba, se confundía. Con frecuencia acababa su jornada en el departamento de contabilidad de la policía e inesperadamente lo llamaban para cumplir alguna misión en la calle, montar guardia en la entrada de alguna oficina de correos o revisar documentación en algún puesto de control. También ocurría —me lo insinuó en cierta ocasión— que lo arrestaban en el cuartel como castigo por haber tardado en saludar a un superior, o por tener un zapato mucho más reluciente que el otro.
¿Alguien ha visto, ya sea en la vida real o en las películas, a un enemigo distraído? ¿O tímido? El sargento Dunlop era un enemigo distraído y especialmente tímido. En una ocasión le pregunté si tenía allí, en su ciudad, en Canterbury, una mujer e hijos esperando su regreso (mi intención era, entre otras cosas, la de insinuarle, sin ofenderlo, que era hora de que finalmente se fueran de nuestro país, para bien de todos). Al sargento Dunlop le sorprendió mi pregunta. Su pesada cabeza se hundió entre los hombros como una tortuga asustada. Las anchas palmas de sus manos, pecosas, iniciaron un confuso periplo entre las rodillas y la mesa, y otra vez a las rodillas, mientras se sonrojaba totalmente, desde las mejillas a la frente y hasta las orejas, como se extiende una mancha oscura de vino cuando se derrama sobre un mantel blanco. Comenzó a disculparse largamente en su hebreo rococó alegando que aún «discurría en soledad por su sendero», a pesar de que el Buen Dios nos había indicado específicamente en el Buen Libro, que «No es bueno que el hombre esté solo» [Gn 2: 18].
Varias veces encontraba al sargento Dunlop sentado, esperándome en nuestra mesa de siempre, con la mitad de su camisa de uniforme asomando fuera del pantalón y la tripa desparramada ocultando la hebilla brillante del cinturón. Un hombre carnoso y fofo. Hasta que yo llegaba, solía jugar a las damas contra sí mismo. Cuando notaba mi presencia se estremecía un poquito, se disculpaba e inmediatamente recogía las fichas en su caja. Decía algo así como:
—Sea como fuere, muy pronto iba a ser derrotado —y sonreía como diciendo por favor, no me tomes en cuenta; y en medio de la sonrisa se ponía colorado. Era como si el sonrojo aumentara todavía más su timidez, que entonces crecía y se multiplicaba.
—Al contrario —le dije una vez—. En cualquier caso usted gana.
Él reflexionó un momento, comprendió mis palabras y sonrió con una dulzura abochornada, como si se me hubiese ocurrido una genialidad imposible de igualar por ningún sabio. Después de su reflexión, me respondió:
—No es así, pues, con mi triunfo, ciertamente quedaré completamente derrotado.
A pesar de todo se dignó a jugar conmigo una partida y ganó. Lo invadió la turbación propia del arrepentimiento y comenzó a justificarse como si el hecho de haberme ganado agregara un pecado más a los crímenes del gobierno británico opresor.
Durante las clases de inglés, a veces me pedía disculpas por lo complicados que eran los tiempos de los verbos y por la cantidad de irregularidades que tenían. Era como si él y sus propios desatinos tuvieran la culpa de que en inglés no se pueda diferenciar entre vaso y cristal, por ejemplo, entre diagrama y mesa, entre oso y soportar, entre calor y picante, o entre fecha y dátil. Sin embargo en las clases de hebreo, siempre que me entregaba para corregir los deberes que yo le mandaba, me preguntaba temeroso: «¿Y bien? El ignorante no los entiende ni el necio los comprende».
Si yo lo felicitaba por algún ejercicio, sus ojos de niño brillaban y una sonrisa de tímida modestia, conquistadora, aparecía temblorosa en sus labios y se expandía por las mejillas redondas; como si por debajo del uniforme, la sonrisa siguiera ramificándose a lo largo y ancho de su cuerpo. Y murmuraba: «No soy digno de elogios».
Pero otras veces, justo en medio de la clase, nos olvidábamos de nuestro propósito y entablábamos una conversación. A veces se derrumbaba y empezaba a contarme cotilleos de su cuartel entre risitas, como si él mismo se sorprendiera de lo travieso que era. Quién codiciaba el puesto de quién, quién acumulaba dulces y cigarrillos, quién no se aseaba nunca, a quién habían visto bebiendo cerveza en la cantina con una supuesta hermana.
Si hablábamos de política, yo me convertía en un orador exaltado. Él asentía con la cabeza y decía: «En efecto» o «¡Vaya!».
Una vez me dijo: «El pueblo de los profetas. El pueblo del Libro. Quién dejará y quién recibirá su herencia sin derramamiento de sangre inocente».
La conversación, de vez en cuando, giraba alrededor de temas bíblicos.
Entonces era yo el que escuchaba boquiabierto y él me sorprendía con puntos de vista que el profesor, don Zorobabel Guihón, no hubiera imaginado ni en el mejor de sus sueños. Resulta, por ejemplo, que al sargento Dunlop no le gustaba el rey David, aunque sentía compasión por él. Según su opinión, David era un muchacho campesino que debió haber sido poeta y amante, y el Buen Dios le dio un reino que no estaba destinado para él, deparándole una vida de guerras y conflictos. No resulta extraño que al final de su vida le atormentara el mismo mal espíritu que él había impuesto a su antecesor, Saúl, que era un hombre mejor que él. Finalmente el pastor de ovejas y el pastor de asnos tuvieron el mismo destino y el mismo juicio.
El sargento Dunlop hablaba mucho de ellos. De Saúl, David, Mical, Jonatán, Absalón, Joab, en un tono algo turbado, como si ellos también fueran muchachos hebreos de la resistencia y como si también se sentara con ellos a menudo en el café Orient Palace a estudiar hebreo y a cambio les hubiera enseñado a hablar y a leer un poco de filisteo. Por Saúl y Jonatán sentía afecto y compasión y, más que a nadie, amaba a Mical, hija de Saúl, que no tuvo hijos hasta el día de su muerte; amaba también a Paltiel, hijo de Lais, que lloraba por ella hasta que Abner lo expulsó por ir tras una esposa que no era su esposa. De esta manera es expulsado de la escena y desaparece de la historia.
En realidad, aparte de Paltiel, pensé, casi todos eran unos traidores:
Jonatán y Mical traicionaron a su padre Saúl. Joab y el resto de los hijos de Seruyá, y el hermoso Absalón, así como Amnón y Adonías hijo de Jaguit. Todos ellos traicionaron, y el que más, David, rey de Israel, ese en cuyo honor cantamos «está vivo y aún existe». Todos salían de la boca del sargento Dunlop un poco ridiculizados, febriles, desgraciados, bastante parecidos a los oficiales de la policía secreta de los que solía contarme pequeños cotilleos: éste es envidioso, aquél es un hipócrita, ésa sospecha. Según él, parecía que todos estaban atrapados en una especie de red de intrigas amorosas, pasiones, celos, conspiraciones y ansias de poder y de venganza. (Son de nuevo aquellos sedientos, esas panteras cuya sed abrasadora no podrá saciar nada de este mundo. Nunca. Perseguidores y perseguidos. Ciegos. Aquellos que cavan un pozo y luego se caen en él).
En vano busqué una respuesta magistral que salvara el honor del rey David y del profesor Guihón, y, de hecho, el honor de nuestro pueblo. Sabía que mi deber, en esas conversaciones, consistía en defender algo que el sargento Dunlop atacaba. Pero ¿qué era lo que yo debía defender? Entonces no lo sabía (ahora tampoco lo sé exactamente), y a pesar de todo, me resultaban simpáticos todos ellos: Saúl, abandonado y defraudado, a quien Samuel juzgó por traición y condenó a pagar con su corona y con su vida por no tener un corazón de piedra. Mical y Jonatán, cuyas almas se unieron a las de familias enemigas y no dudaron en traicionar a sus padres y al reino de sus padres y seguir a la pantera. Incluso me caía bien David, el traidor rey David, que traicionó a todos los que lo querían y a quien casi todos traicionaron.
¿Por qué no nos podemos reunir un día todos en la sala trasera del Orient Palace, el sargento Dunlop, mi madre y mi padre, Ben Gurión y Ben Hur, Yardena y el muftí Haj Amin, el profesor Guihón, los jefes de la resistencia clandestina, el señor Lazarus y el Alto Comisionado, todos, incluso Chita con su madre y sus dos padres turnantes, a conversar durante dos o tres horas, para comprender por fin lo que cada uno siente, transigir un poco, hacer las paces y perdonar? ¿Ir juntos al borde del riachuelo para ver si ya ha vuelto la persiana azul que fue arrastrada por la corriente?
«Ya basta por este día», solía interrumpir mis sueños el sargento Dunlop. «Nos iremos y volveremos mañana, con el sudor de la frente aprenderemos más, y qué no daríamos por no sufrir más».
Así nos despedíamos sin un apretón de manos, puesto que él ya se había dado cuenta, él sólo, de que yo nunca estrecharía la mano del conquistador extranjero. Nos bastaba con un movimiento de cabeza, tanto para el encuentro como para la despedida.
¿Que cuál era la información secreta que había logrado sacar de esta relación?
No mucha. Una migaja aquí, otra allá.
Algo sobre la organización de los dormitorios en el amurallado edificio de la policía.
Algo (bastante importante, por cierto) sobre los turnos de guardia nocturna.
Relaciones personales entre los oficiales. Las esposas de los oficiales.
Algunos detalles sobre la vida cotidiana en el cuartel.
Hay otro dato que podría no ser considerado como un logro de mi espionaje, pero que mencionaré de todos modos. En cierta ocasión me dijo el sargento Dunlop que, en su opinión, una vez concluido el Mandato Británico, se crearía aquí un Estado hebreo; que las palabras de los profetas se harían realidad, exactamente como estaba escrito en la Biblia, si bien lo lamentaba por los pueblos de Canaán, o sea los árabes del país, especialmente por los habitantes de las aldeas. Opinaba que, después del repliegue del ejército británico, se levantarían los judíos y derrotarían a sus enemigos, las aldeas de piedra quedarían derruidas, los campos y huertos se convertirían en guarida de chacales y zorros, los pozos de agua se secarían, y los agricultores, los campesinos, los recolectores de aceitunas, los cultivadores de sicomoros, los que arrean las mulas, los pastores de ovejas, todos se irían al desierto. Tal vez sea el Creador quien haya dispuesto que sean un pueblo perseguido, en lugar de los judíos, que por fin vuelven a su heredad. «Maravillosos son los caminos del Señor», dijo con pesar el sargento Dunlop. Y con asombro, como si de pronto hubiera llegado a una conclusión que estaba esperando desde hacía tiempo: «Reprende a aquel que ama y ama al que destierra».