NUNCA debe llevarse a un combatiente herido al hospital, porque es allí adonde acude la policía secreta después de los atentados a cazar combatientes heridos. Es por eso por lo que la resistencia cuenta con sus propios puestos clandestinos para cuidar de sus heridos. Uno de esos puestos era nuestra casa, porque mi madre había hecho un curso de enfermería en el hospital Hadassa cuando llegó al país. (Aunque estudió sólo dos años, porque se casó y al tercer año nací yo e interrumpí sus estudios).
En el botiquín del cuarto de baño había un cajón cerrado con llave. Yo tenía prohibido preguntar qué contenía aquel cajón, incluso no debía tener en cuenta que siempre estaba cerrado. Un día, cuando ellos estaban en el trabajo, lo abrí con mucho cuidado (bastó un alambre torcido) y descubrí un arsenal de tiritas, vendas, jeringuillas, cajas con diferentes comprimidos, cajitas, frascos sellados y toda clase de pomadas con nombre en latín. Sabía que si una de las noches, en medio del toque de queda, se oía una especie de rascadura en la puerta y luego voces apagadas, murmullos, el ruido de una cerilla al empezar a arder, el silbido de la tetera cuando hierve el agua, entonces mi deber era quedarme encerrado en mi habitación. No mirar el colchón para invitados que sacaban al suelo del pasillo, al pie de los grandes mapas; todo desaparecía al amanecer, como si nada hubiera pasado. Como si lo hubiera soñado, ya que, uno de los deberes más difíciles de un miembro de la resistencia es el deber de no saber.
En la oscuridad mi padre era casi ciego, por eso no podía asaltar por las noches las posiciones y los puestos de la policía. Pero tenía una función especial: redactar panfletos en inglés en los que ponía frases muy duras contra la pérfida Albión, que se había comprometido a ayudarnos en la construcción de un Estado y nos había traicionado cínicamente ayudando ahora a los árabes a destruirnos.
Le pregunté a mi padre qué significaba una traición cínica. (Cuando me explicaba un término extranjero, se ponía muy serio, como un científico que pasa un líquido muy preciado de una probeta a otra). Me dijo: «Traición cínica. Es decir, fría y premeditada. Utilitarista. Cinismo proviene de la palabra kinós, que en griego clásico significa «perro». En otra ocasión te explicaré cómo se relaciona el cinismo con el perro, que generalmente se considera el símbolo de la fidelidad. Es una historia muy larga, testimonio de la ingratitud de la humanidad hacia los animales más beneficiosos como el perro, la mula, el burro, y precisamente sus nombres se han convertido en insultos mientras que los depredadores, nuestros enemigos, como el león, el tigre, el lobo, e incluso el águila carroñera, gozan, en todas las lenguas, de un respeto inmerecido. De todos modos, para volver a tu pregunta, una traición cínica es aquella que se realiza con sangre fría. Sin moral y sin sentimientos».
Pregunté (no a mi padre sino a mí mismo): ¿existirá en el mundo una traición que no sea cínica? ¿Ni utilitarista ni premeditada? ¿Puede haber un traidor que no sea vil? (Ahora sé que sí).
En los panfletos que mi padre redactaba en inglés se acusaba a la pérfida Albión de continuar los crímenes nazis, vendiendo los restos de esperanza de un pueblo desvalido a cambio del petróleo árabe y de las bases militares de Oriente: «Que sepa el pueblo de Milton y de Lord Byron que el petróleo que le calienta en invierno está mezclado con la sangre derramada por lo que queda de un pueblo perseguido»; o «El gobierno laborista británico adula a los corruptos gobiernos árabes que no cesan de lamentarse de la estrechez del territorio que hay desde el océano Atlántico hasta el golfo Pérsico y de los montes de Ararat por el norte hasta el estrecho de Bab al-Mandab al sur de Yemen».
(Lo comprobé en el mapa. En realidad el espacio no es pequeño. Nuestra tierra es sólo un puntito en los vastos territorios árabes. La cabeza de un alfiler en el Imperio británico). Cuando acabemos de construir nuestro cohete, lo orientaremos hacia el palacio real en el corazón de Londres, con lo que se verán obligados a salir de nuestra tierra. (¿Qué pasará con el sargento Dunlop, que ama la Biblia, que nos ama a nosotros? Obtendrá permiso para quedarse aquí, como huésped especial y honorífico de las autoridades del Estado hebreo. Yo me encargaré de ello. Redactaré una recomendación).
Por las noches, a la vez que investigaba sobre los judíos de Polonia, mi padre redactaba esos panfletos en los que citaba versos de poemas ingleses para conmoverlos. Por las mañanas, de camino a su trabajo, entregaba la hoja escondida entre las páginas del periódico a su hombre de contacto (el muchacho que parecía una grulla, el ayudante de la tienda de los hermanos Sinopsky). Luego los llevaban a la imprenta clandestina (en el sótano de la familia Colondy). Después de uno o dos días aparecían en las paredes de las casas, en los postes del tendido eléctrico y, a veces, hasta en los muros del puesto de policía donde prestaba servicios el sargento Dunlop.
Si la policía secreta hubiera descubierto el cajón de medicinas de mi madre o un borrador de los panfletos de mi padre, los habrían llevado a la cárcel en el Russian Compound y yo me habría quedado solo. Me habría ido al monte para vivir como un niño del monte.
En la sala Edison pasaron una película sobre una pandilla de falsificadores de monedas; era una familia entera: hermanos, tíos y cuñados. Cuando regresé del cine, le pregunté a mi madre si nosotros también estábamos al margen de la ley.
Mi madre me contestó:
—¿Acaso hemos hecho algo? ¿Hemos robado? ¿Estafado? O, Dios no lo permita, ¿hemos derramado la sangre de alguien?
Y mi padre:
—Absolutamente nada. Todo lo contrario: las leyes británicas no son, en efecto, legales. El hecho de dominar nuestro país se basa en la explotación y la mentira, ya que los países del mundo les entregaron Jerusalén con el compromiso de promover aquí la construcción de un hogar para el pueblo de Israel y ahora instigan a los árabes a que arrasen ese hogar, incluso los ayudan. Cuando hablaba, la ira inflamaba sus ojos azules agrandados por las gafas. En esos momentos mi madre y yo intercambiábamos una sonrisa secreta porque el enfado de mi padre era un enfado literario, una ira suave. Para expulsar a los británicos y rechazar a los ejércitos árabes hace falta una ira distinta. Salvaje. Que no tiene nada que ver con las palabras. Una ira que no existe en nuestra casa ni en nuestro barrio. Quizás sólo en Galilea, en los valles, en las colonias de los confines del Néguev, o en los desfiladeros de las montañas donde se entrenan cada noche los verdaderos combatientes de la resistencia. Allí, quizás se esté acumulando la ira adecuada, que nosotros no conocíamos aunque sabíamos que sin ella estábamos perdidos. Allí, en los desiertos, en el valle del Jordán, en las montañas del Carmelo, en el valle ardiente de Bet Shean, surge un judío nuevo. Uno que no es pálido y con gafas como nosotros, sino bronceado y robusto, un pionero con el espíritu lleno de esa ira verdaderamente mortal. El ardor provocado por la justicia pisoteada hacía a veces destellar las gafas de mi padre; entonces mi madre y yo sonreíamos con una sonrisa invisible, menos perceptible que un guiño. Conspirábamos como una resistencia dentro de la resistencia. Era como si en el lapso de un segundo ella abriera en mi presencia un cajón prohibido. Como si me insinuara que, aunque en la habitación había dos adultos y un niño, por lo menos para ella, el niño no tenía que ser necesariamente yo. Por lo menos, no siempre. Me acerqué a ella y de repente la abracé con fuerza mientras mi padre encendía el flexo de su escritorio y se sentaba para seguir acumulando datos sobre la historia de los judíos de Polonia. ¿Por qué la dulzura de ese momento también se me mezcló con esa ácida sensación del chirrido de la tiza, con ese sinsabor de la traición?
En ese mismo momento decidí contarles todo.
—Acabé con Ben Hur y con Chita. Ya no somos amigos.
Mi padre, de espaldas a nosotros y mirando la montaña de libros abiertos de su escritorio, preguntó:
—¿Qué les hiciste esta vez? ¿Cuándo aprenderás a ser fiel a tus amigos?
Dije:
—Nos hemos dividido.
Mi padre se dio media vuelta y me preguntó con voz firme:
—¿División? ¿Entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas?
Y mi madre:
—Otra vez hay disparos en la oscuridad. Parece que no vienen de muy lejos.