DOCE

DURANTE las noches, después de apagar la luz de la mesilla, solía tumbarme y escuchar. Fuera, al otro lado de la pared, comenzaba un mundo vacío y amenazante. Incluso el patio, tan familiar, nuestro patio con el granado y la aldea de cajas de cerillas que había construido a sus pies, no nos pertenecía por las noches a nosotros, sino al toque de queda y al miedo. De un patio a otro se escabullían en la oscuridad los comandos de combatientes para llevar a cabo operaciones a la desesperada. Las patrullas británicas, equipadas con reflectores y perros de rastreo, deambulaban por las calles vacías. Los espías, los detectives y los traidores se ocupaban de las tácticas de ataque. Establecían redes de información. Planeaban emboscadas. Las aceras desiertas eran alumbradas por las luces fantasmales de unas linternas envueltas en vapores estivales. Al otro lado de nuestra calle, más allá del barrio, se entrelazaban más y más calles vacías, callejuelas, pasadizos, escaleras, túneles, y en todas partes reinaba la oscuridad repleta de ojos y perforada por los ladridos de los perros. Incluso la hilera de casas frente a la nuestra me parecía, en las noches de toque de queda, como si estuviera separada de nosotros por un río profundo de oscuridad. Era como si la familia Dortzió y la señora Ostrovska, la doctora Grifius, Ben Hur y su hermana Yardena, todos, se encontraran ahora al otro lado de montañas de oscuridad. Por detrás de esas montañas, el quiosco de periódicos La espiga y la tienda de los hermanos Sinopsky se protegían con postigos de hierro cerrados con dos candados. Era como si se pudiera palpar, con la punta de los dedos, la expresión montañas de oscuridad; como si estuvieran hechas de un paño negro y denso. Por encima de nuestras cabezas, la azotea del señor Lazarus estaba envuelta en la oscuridad y los polluelos se apretujaban uno contra otro. Durante esas noches, todas las montañas que rodean Jerusalén eran montañas de oscuridad. ¿Y más allá de las montañas? Aldeas de piedra apiñadas alrededor de torres de mezquitas. Valles desiertos donde merodean el zorro y el chacal, y a veces ronda la hiena. Pandillas sedientas de sangre y espíritus furiosos por haber muerto antes de que llegara su hora. Incluso en estos momentos, cada vez que escucho expresiones como: Antes de que llegara su hora, En el más allá o No es de este mundo, me estremezco de terror.

Me quedaba despierto y encogido en la cama hasta que el silencio se hacía insoportable, y entonces llegaba el estruendo de los disparos que lo rasgaba; a veces era una ráfaga lejana, solitaria, desde el wadi Yuch o Isawiyya. Otras veces era una descarga punzante, afilada, tal vez desde Sheij Yarraj, o los estruendos intermitentes de la ametralladora al final del barrio de Sanhedria. ¿Serán de los nuestros? ¿De la resistencia de verdad? ¿Hombres forjados como puños, haciéndose señales entre los tejados con sus linternas casi invisibles? A veces, pasada ya la medianoche, se oían fuertes explosiones en cadena desde el sur, desde la colonia alemana o desde más lejos, desde el valle de la Gehena, o desde el barrio de Abu Tor, desde el campamento Allenby o desde los montes de Mar Elías camino de Belén. Un bramido débil avanzaba por la profundidad de la tierra, bajo el asfalto de las carreteras y por la base de los edificios haciendo sonar los cristales como un castañetear de dientes. Desde el suelo del dormitorio subía el temblor de las explosiones hasta mi cama, produciéndome una fría convulsión.

El único teléfono del barrio estaba en la farmacia. Tarde, por las noches, me parecía oír, desde tres calles de distancia, unos timbrazos largos, suplicantes ante la ausencia de respuesta. El receptor de radio más cercano estaba en casa del doctor Buster, seis edificios hacia el este. No nos enteraríamos de nada hasta el alba. Si se levantasen los británicos y se fuesen de puntillas de Jerusalén, dejándonos a merced de una multitud de árabes, tampoco lo sabríamos. O si se infiltrasen en la ciudad bandas de criminales; o en caso de que la resistencia invadiera y ocupara el palacio del Alto Comisionado.

Al otro lado de la pared, en dirección al dormitorio de mis padres, percibía sólo sosiego. Quizás mi madre estaba leyendo, envuelta en su bata, o preparando una lista de compras para la residencia infantil en la que trabajaba.

Mi padre se quedaba sentado hasta la una, a veces hasta las dos, la espalda encorvado, la cabeza aislada en el círculo de luz de su flexo, concentrado en sus fichas, anotando datos que podrían serle de utilidad para su libro sobre la historia de los judíos de Polonia. De vez en cuando solía apuntar con lápiz, en el margen de alguno de sus libros: «Existen diferentes versiones», o «Puede interpretarse de una u otra manera»; incluso «Aquí se equivocó el autor». Otras veces inclinaba su cabeza de hombre justo, agotado, y, dirigiéndose al azar a cualquier tomo de la estantería, susurraba: «Pasará este verano también. Vendrá el invierno y no será fácil». Mi madre solía replicarle: «Por favor, no digas eso». Y mi padre: «Lo mejor es que te prepare un té. Lo bebes y te vas a dormir, porque estás muy cansada». Había en su voz una especie de incertidumbre, de ternura en medio de la noche. Aunque durante las horas de luz, generalmente hablaba como quien emite juicios irrevocables.

Un día ocurrió un pequeño milagro. Una de las gallinas del señor Lazarus puso huevos y los empolló hasta que salieron cinco polluelos que no hacían más que piar. Aunque no vimos ningún gallo. Mi madre sugirió una hipótesis algo chistosa, pero mi padre la regañó: «¡Basta ya! El niño lo puede oír».

El señor Lazarus no quiso vender ningún polluelo. Le puso un nombre a cada uno. Se pasaba todo el día en la azotea abrasada por el sol con cara de asombro continuo. Llevaba una chaqueta ceñida a la que le faltaban las mangas y que él llamaba chaleco, con el metro alrededor del cuello. Pocas veces cosía o cortaba. Casi siempre estaba discutiendo en alemán con sus gallinas, regañando a los pollitos y perdonándolos, echando semillas, cantando canciones de cuna, cambiando el lecho de serrín; a veces se tumbaba con su polluelo favorito en brazos y lo acunaba como si fuese un bebé. Mi padre dijo:

—Si nos sobrara por casualidad un poco de pan o un tazón de sopa…

Y mi madre:

—Ya se lo envié. El niño se lo subió, junto con un poco de maíz de ayer.

Para no ofenderlo, le diremos que es para las gallinas. Pero ¿qué pasará en el futuro?

A esto, mi padre respondía:

—Tenemos que hacer lo que esté a nuestro alcance y esperar.

Mi madre replicaba:

—Otra vez estás hablando como la radio. Basta ya. El niño está escuchando.

Todas las tardes nos sentábamos en la cocina, después de la cena, cuando ya había comenzado el toque de queda, y jugábamos al monopoly. Mi madre acostumbraba apretar el vaso de té con los dedos para absorber el calor, aunque fuese verano. Clasificábamos y pegábamos sellos en un álbum. A mi padre le gustaba contar historias que tenían que ver con el país cuyo sello estábamos pegando. Mi madre se encargaba de poner en remojo el papel del sobre en el que estaba pegado el sello, para disolver el pegamento y poder retirarlo. A los veinte minutos yo pescaba en el cazo de agua los sellos que se habían despegado y los ponía con la cara hacia abajo sobre un papel absorbente para que se secaran. Ahí quedaban los sellos con el rostro escondido, en filas, como la fotografía de los prisioneros de guerra italianos que cayeron en manos del mariscal Montgomery en los combates del desierto occidental. Ellos también estaban dispuestos en filas sobre la arena ardiente, con las manos atadas por detrás de la espalda y el rostro oculto entre las rodillas.

Posteriormente, mi padre clasificaba los que ya se habían secado según el grueso catálogo inglés en cuya tapa aparecía, ampliado, el sello del cisne negro, que es el sello más caro del mundo, a pesar de que su valor nominal es sólo de un penique. Sobre la palma de la mano, le daba a mi padre pegatinas transparentes, con los ojos pendientes de sus labios. Había países de los cuales mi padre hablaba con cierto asco pero con educación, y otros que despertaban su admiración. Me hablaba de sus habitantes, su economía, sus principales ciudades, sus recursos naturales, sus yacimientos arqueológicos, su gobierno, sus obras de arte. Siempre hacía hincapié en los pintores, músicos y poetas famosos que, según él, siempre eran judíos, o descendientes de judíos, o por lo menos medio judíos. De vez en cuando me tocaba la cabeza o la espalda, buscando en su interior algún afecto ahogado y de pronto decía: «Mañana iremos tú y yo a La espiga. Te compraré un estuche, o escogerás otra cosa de regalo. No eres suficientemente feliz».

Una vez dijo: «Te voy a contar una cosa. Un secreto que no había revelado hasta ahora. Pero que quede entre nosotros. Soy un poco daltónico. Suele ocurrir. Es de nacimiento. Parece que hay algunas cosas que tú tendrás que ver por los dos. Ciertamente, estás dotado de gran imaginación e inteligencia».

Había palabras que mi padre usaba sin darse cuenta de que entristecían a mi madre: Cárpatos, por ejemplo. Campanario. También ópera, carrozas, ballet, cornisa, plaza del reloj. (¿Qué es, en realidad, una cornisa? ¿Y un frontón? ¿Y una veleta? ¿Y un vestíbulo? ¿Cómo es un mozo de cuadra? ¿Un gobernador? ¿Un gendarme? ¿Y un campanero?)

Como era costumbre, mis padres venían a mi dormitorio justo a las diez y cuarto para comprobar si había apagado la luz de la mesilla. A veces mi madre se quedaba otros cinco o diez minutos; se sentaba en la esquina de mi cama y me contaba algo de su vida. Una vez me contó cómo, cuando era una niñita de ocho años, un día de verano se sentó en la orilla de un riachuelo en Ucrania, al pie de un molino. Los patos nadaban en el agua. Veía cómo la corriente en un momento dado era tragada por el bosque. Allí desaparecían las cosas que transportaba el agua. Cortezas de árboles, hojas de otoño. En el patio del molino encontró una persiana rota de color azul pálido y la lanzó a la corriente. Ella creía que el río, que salía del bosque y se volvía a internar en él, formaba círculos que se cerraban en el espesor del bosque. Por lo tanto se quedó sentada dos horas o quizás tres, esperando a que la persiana completara el círculo y volviera. Pero nunca apareció. Sólo los patos regresaron.

En el colegio le habían enseñado que el agua siempre corre hacia terrenos más bajos. Esa es, y no otra, la ley de la naturaleza. Pero en la antigüedad, todos creían en leyes naturales totalmente distintas. Creían, por ejemplo, que la tierra era plana y que el sol giraba a su alrededor; que las estrellas estaban en el firmamento para cuidarnos. ¿Tal vez las leyes de la naturaleza de nuestros tiempos también sean temporales y en cualquier momento nos las cambien por otras completamente nuevas?

Al otro día volvió al riachuelo, pero la persiana azul no estaba. Los días siguientes se sentaba a esperar media hora, o una hora, al borde de la corriente. Ella tenía en cuenta que la desaparición de la persiana no demostraba nada: el riachuelo efectivamente podía ser circular, pero la persiana podía haberse atascado en una de las orillas, o en aguas poco profundas. O podía ser que ya hubiera pasado por el molino una, dos o más veces, pero que hubiese sido durante la noche o cuando ella comía, o incluso mientras ella estaba esperando, pero en el preciso momento en que levantaba la vista para mirar una bandada de pájaros, ya que por ahí pasaban grandes bandadas de pájaros, en otoño, en primavera y también durante el verano, no sólo en la época migratoria. En realidad, ¿cómo es posible calcular cuánto tarda el agua en volver al molino? ¿Una semana? ¿Un año? ¿O tal vez más? ¿Quizás durante el tiempo que estuvo sentada en la esquina de mi cama y me contó lo de la persiana, una noche de toque de queda en Jerusalén en el año 1947, quizás todavía seguía flotando en la corriente la persiana azul de su infancia, allá en Ucrania o en los valles entre los Cárpatos, pasando por balnearios, fuentes, cornisas y campanarios? ¿Seguirá alejándose de ese molino? y, ¿quién sabe cuándo llegará al punto más alejado y comenzará su camino de vuelta? ¿Quizás dentro de diez años? ¿O setenta? ¿O ciento siete? ¿Dónde estaría la persiana azul mientras mi madre me hablaba de ella, más de veinte años después de que la lanzara al agua? ¿Dónde estarían, esa noche, sus restos? ¿Y sus trozos? ¿Sus astillas? ¿Quedaría algo de ella? Se supone que algo quedaría entonces. Algo tendrá que quedar aún ahora, en la noche en que estoy escribiendo, cuando han pasado unos setenta años desde esa mañana estival en que mi madre la lanzó a las aguas del riachuelo, ¿no?

El día en que la persiana regrese finalmente al punto desde el que mi madre la tiró y vuelva a ser transportada por la corriente hasta los pies de aquel molino, no aparecerá ante nuestros ojos, que ya no existirán, sino ante los ojos de otros. Los ojos de un hombre o de una mujer que de ninguna manera podrán imaginarse que el objeto que pasa con la corriente, frente a ellos, viene de aquí y ha vuelto. «¡Qué pena!», dijo mi madre, «que el que esté ahí y vea pasar mi señal por el molino, ni siquiera la perciba. ¿Cómo puede saber que es una señal? ¿Que es la demostración de que todo gira? En realidad, puede ser que quien se encuentre allí casualmente el día y el momento en que pase la persiana, también decida que ésa será la señal para averiguar si el riachuelo es circular. Pero cuando ese círculo se vuelva a cerrar, ese hombre ya no estará. Y otra vez será otro extraño el que vea la persiana sin percibir la señal. De aquí nace mi deseo de contarlo».