ONCE

EL viernes por la tarde me metí en el Orient Palace, que significa «palacio de Oriente». Ya escribí que ese palacio oriental no era un palacio sino una cabaña destartalada, escondida en una maraña de pasiflora. Tampoco es que estuviera en oriente, sino en el oeste, en una de las pequeñas callejuelas con casas alemanas muy antiguas, por detrás del campamento militar, en dirección al barrio de Romema. Eran unas casas de piedra, adosadas, de paredes gruesas, con ventanas en forma de arco, tejado de tejas, sótano, ático, pozo de agua y jardines cercados por un muro de piedra bajo la sombra de frondosos árboles que proyectaban sobre esos patios una especie de luz tenue, como en el extranjero, como si llegaras hasta el control fronterizo de una tierra prometida en la que la gente vive en paz. Pero a ti sólo te permiten observarla desde el otro lado, sabiendo que nunca podrás entrar.

El camino que escogí para dirigirme al Orient Palace incluyó varios rodeos a través de patios traseros, campos de piedra y, para mayor seguridad, otro rodeo por el sur, por detrás del colegio Tajkemoní. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro, para asegurarme de que realmente nadie me seguía. Además, quería que el camino fuese más largo, porque nunca admití la hipótesis de que la línea recta sea siempre el camino más corto. En mi fuero interno pensaba: Línea recta: ¿y qué?

En los días de mi arresto domiciliario, cuando fui condenado a la oscuridad, efectivamente utilicé la lógica como mi padre me había exigido: pensé de nuevo en cada uno de los pasos, tanto los acertados como los equivocados, que había dado la noche en la que caí en manos del policía inglés. Saqué varias conclusiones. Primero, mis padres, sin duda, tenían razón cuando decían que mi retraso había sido un acto temerario sin precedentes. Un combatiente de la resistencia inteligente nunca debe enredarse en un altercado con el enemigo, a no ser que haya sido por su propia iniciativa y tenga una finalidad clara. Todo contacto entre el enemigo y la resistencia ha de ser por iniciativa de ésta; si no, se ayuda al enemigo. Yo me había expuesto sin ninguna necesidad, al quedarme en las cuevas de Sanhedria hasta después del toque de queda, y todo por andar soñando. Un verdadero combatiente de la resistencia tiene el deber de reclutar hasta sus sueños para acercarse al objetivo, que es el triunfo. En un período en el que se fragua el destino de un pueblo, soñar por soñar es algo que quizás sólo pueden hacer las chicas. Los combatientes deben tener cuidado especialmente con los sueños con Yardena, que casi tiene veinte años y aún tiene la costumbre infantil de colocarse bien la falda cuando se sienta, como si sus rodillas fueran un bebé que hay que cubrir con esmero, no menos de la cuenta para que no coja frío, ni demasiado no sea que le falte el aire. Y su clarinete. Es como si la música no saliera de él, sino directamente desde el interior de Yardena, y sólo pasara por el clarinete para aumentar la dulzura y la tristeza y transportarte a un lugar auténtico, tranquilo; un lugar donde no existe el enemigo ni el combate, donde no se siente vergüenza, donde no hay traición. Un lugar libre de pensamientos traicioneros. Todo envuelto en un manto de luz. (Un manto es, en realidad, un vestido. Como ese vestido de Yardena, el de color naranja).

¡Ya basta, tonto!

Con estos pensamientos llegué al Orient Palace; mientras, una voz me suplicaba que diese media vuelta y regresase a casa antes de que me complicase aquí la vida, otra voz se burlaba de mí y me llamaba cobarde, y una tercera, que no era voz sino una especie de pellizco, fue la que me empujó y me hizo entrar. Pasé sin prestar atención al juego de billar de la sala delantera, esperando no ser visto, reprimiendo el fuerte deseo que sentían mis dedos por acariciar el fieltro verde de la mesa de billar. (Hasta ahora me resulta difícil ver algo de fieltro sin sentir unas ganas tremendas de palpar y sentir su suavidad). Dos soldados ingleses con boinas de color rojo a las que llamábamos amapolas, con las metralletas semiautomáticas colgadas al hombro, cotilleaban con la chica de la barra, que soltó una carcajada y se inclinó para acercarles los vasos de cerveza espumosa a la vez que se abría la caverna que se formaba en la parte superior de su vestido, mas yo no la miré en absoluto. Atravesé el humo y el olor a cerveza y a intrigas, logrando entrar sano y salvo en la sala de atrás. Al fondo, detrás de una mesa redonda cubierta con un hule de flores, divisé a mi hombre.

Parecía algo distinto a como yo lo recordaba. Más extraño. Serio. Más británico. Estaba sentado, inclinado sobre un libro, con las piernas gruesas cruzadas y con el uniforme arrugado: pantalones color caqui cortos y holgados hasta la rodilla y una camisa ancha arrugada (era de un caqui verdoso, no como el caqui color arena de la marca ATA que llevaba mi padre). En los hombros relucía su placa de policía, cuyos números había memorizado la primera noche: cuatro cuatro siete nueve. Un número fácil y agradable. Esta vez también, la pistola se le había deslizado hasta las posaderas, quedando casi aplastada entre su espalda y el respaldo de la silla. Frente a él, sobre la mesa, vi una Biblia abierta y un diccionario, un vaso de refresco de color amarillo que ya se había quedado sin gas, otros dos libros más, un cuaderno, un pañuelo arrugado y un paquete de caramelos abierto. Levantó la cabeza y me sonrió, con una cara fláccida y rosada, como si le sobrara un poco de piel; esa piel tenía un tono poco fresco, como un helado de vainilla derretido. La gorra de policía que aquella noche él me había puesto por un momento en la cabeza, estaba ahora en una esquina de la mesa y su presencia inspiraba más respeto que el propio sargento Dunlop. Tenía el pelo de color castaño, muy fino, peinado con una perfecta raya justo en medio de la cabeza, como la línea divisoria de los ríos que vimos en la clase de geografía.

Me sonrió un poco despistado y comprendí que no me recordaba.

Shalom, sargent Dunlop —dije.

Mantuvo la sonrisa y empezó a parpadear un poco.

—Soy yo, el del toque de queda, usted me detuvo en la calle y me acompañó a casa. Usted propuso, señor, que aprendiésemos el uno del otro inglés y hebreo, por eso vine.

El sargento Dunlop se ruborizó y dijo:

—¡Oh! ¡Ah!

Aún no se acordaba de nada, así que le recordé:

—«No sea que el muchacho se pierda en las tinieblas», ¿no lo recuerda usted, señor? Hace como una semana. Se dice énemis y no énimis.

—Oh, ah. Ese eres tú. Siéntate, por favor. ¿Cuál es tu deseo esta vez?

—Usted propuso que estudiáramos juntos. Hebreo e inglés. Yo estoy dispuesto.

—Oh, ciertamente prometiste y aquí estás. Bienaventurado el que espera y el que viene.

Así comenzaron nuestras clases. En el segundo encuentro ya acepté que pidiera para mí también un refresco, aunque, en principio, tenemos prohibido aceptar cualquier cosa de su parte, desde un hilo hasta un cordón de zapatos. Pero lo había meditado a fondo, y había llegado a la conclusión de que en el cumplimiento de mis funciones tenía que ganarme su confianza y disipar toda sospecha, para poder sonsacarle la información que necesitábamos. Sólo por eso me esforzaba en beber un poco de refresco y comer un par de galletas.

Leíamos juntos unos cuantos capítulos del Libro de Samuel y de Reyes. Conversábamos en hebreo moderno, que el sargento casi no conocía. Palabras tales como grúa, lápiz y camisa lo sorprendían mucho porque derivan de términos antiguos. Yo, por mi parte, aprendía que en inglés existe un tiempo del cual no hay ni rastro en hebreo, el present continuous. Este es un tiempo en el que cada verbo termina con un sonido que se parece al choque entre dos cristales: ing. Ese sonido me ayudó a comprender el presente continuo inglés, ya que me imaginaba el suave roce de las copas que produce este sonido presente de finos tintineos, que se va alejando de ti, se va debilitando hasta ir desapareciendo dulce y constantemente, con una continuidad que gusta escuchar sin hacer nada mientras tanto, disfrutando hasta que ese sonido se difumina y desaparece por completo. Este sonido realmente puede y debe ser llamado presente continuo.

Cuando le comenté al sargento Dunlop que el sonido de los cristales me ayudaba a comprender el presente continuo, intentó halagarme pero se lió y le salieron palabras en inglés, muchas de las cuales no conocía, si bien comprendí de repente que, como a todos los nuestros, le resultaba más fácil expresar ideas que sentimientos. Yo también tuve, en ese momento, una sensación (una mezcla de afecto y timidez), pero la acallé porque un enemigo es siempre un enemigo y porque yo no soy una niña. (¿Y ellas, las niñas? ¿Qué es lo que tienen, que nos atrae a ellas? No es como cristal con cristal, sino como un rayo de luz en un cristal. ¿Hasta cuándo está prohibido? ¿Hasta que seamos mayores? ¿Hasta que no quede ningún enemigo?) Después del tercer o cuarto encuentro, nos dimos un apretón de manos, ya que los espías también pueden hacerlo y porque logré enseñarle al sargento Dunlop la diferencia entre el sewá móvil y el sewá quiescente. Nunca había sido maestro, y ahora el sargento me llamaba gran maestro. Me alegré mucho, pero, a pesar de ello, dije «Usted exagera, señor» y tuve que explicarle la palabra exagerar, que no conocía porque no aparece en la Biblia. (Aunque en la Biblia se hace alusión a una especie de oruga o saltamontes que se escribe de un modo muy parecido. Tengo que comprobarlo). El sargento Dunlop era un maestro paciente, algo despistado, pero cuando invertíamos los papeles se convertía en un alumno centrado y perseverante. Cuando escribía en hebreo, de tanto esfuerzo, se le salía la punta de la lengua por un lado de la boca, como si fuera un bebé. Una vez susurró Christ!, e inmediatamente se asustó y rectificó en hebreo: ¡Elohim Adirim! [¡Dios todopoderoso!]. Al final del cuarto encuentro, realmente tenía mis razones para darle la mano, incluso calurosamente, pues había logrado sacarle una información de vital importancia:

—Antes de que finalice el verano —dijo— me iré, regresaré a mi tierra natal, pues muy pronto concluirán los días de mi unit en Jerusalén. (Unit: unidad militar. Lo sabía. Pero me quedé callado).

Con un entusiasmo que me esforcé en ocultar bajo unos perfectos modales, pregunté:

—¿Y cuál es su unit?

—La policía de Jerusalén. El ala norte. Destacamento nueve. Pronto saldrá el inglés de esta tierra. Estamos cansados. Nuestros días van en descenso.

—¿Cuándo?

—Quizás en el tiempo de la vida.

Qué suerte, pensé. Es una auténtica suerte que esté yo aquí, y no Chita ni Ben Hur, que de ningún modo entenderían que en el tiempo de la vida, en lenguaje bíblico, quiere decir exactamente «dentro de un año». Así que no se hubieran enterado de un secreto militar de vital importancia. Me siento comprometido a transmitir rápidamente esta información a la plana mayor de LOM y también a la resistencia de verdad. (Pero ¿cómo? ¿A través de mi padre? ¿O de Yardena?) Mi corazón, enjaulado en el pecho, se rió como una pantera en el sótano: nunca había hecho, en toda mi vida, y quizás nunca lo haga, algo que pudiera ser tan beneficioso. A pesar de todo esto, casi en ese mismo instante sentí de nuevo entre mis dientes, ácido, asqueroso, el insípido sabor de la traición. Escalofriante como el chirrido de una tiza.

—¿Qué pasará, sargento Dunlop, cuando los británicos se hayan ido?

—Está escrito en el Buen Libro. Y dijo el Señor: «Yo escudaré esta ciudad para salvarla. No entrará enemigo ni espanto por las puertas de esta ciudad. Otra vez se sentarán los ancianos y ancianas en las calles de Jerusalén, y niños y niñas jugarán en sus calles».

¿Cómo iba a suponer que, por esos encuentros, ya era prácticamente sospechoso y que me había convertido en objeto del más riguroso seguimiento por parte de la Unidad de Asuntos Internos de la Organización LOM? Nunca lo hubiese imaginado. Estaba convencido de que Ben Hur y Chita aprobaban y elogiaban mi manera de obtener información. Hasta que una mañana escribió Chita, por orden de Ben Hur, la gruesa pintada negra en la pared de nuestra casa, con aquellas palabras a las que ya hice referencia al comienzo de mi relato y que no quiero repetir. Ese mediodía encontré, bajo la puerta, el papelito. Debo presentarme en el bosque de Tel Arza para ser juzgado acusado de traición. Ellos ven en mí un cuchillo por la espalda en lugar de una pantera en el sótano.