UNA vez, a última hora de la tarde, cuando empezaban las vacaciones, salí yo solo para buscar nuevos escondites en las cuevas que hay detrás del barrio de Sanhedria. En la búsqueda descubrí en una de las cuevas un hueco, taponado casi por completo por montones de tierra y piedras. Al excavar un poco, descubrí cuatro casquillos de cartucho de escopeta. Mi deber era seguir excavando. Cuando ya había oscurecido y desde el fondo de la cueva comenzó a emanar un frío que parecía la caricia de un muerto, salí de ahí. Ya era de noche.
El toque de queda había vaciado las calles. Mi asustado corazón empezó a dar golpes dentro del pecho, como si se esforzara en cavar un pequeño hueco por detrás de sí mismo y esconderse en él.
Decidí colarme en casa por la ruta de los patios traseros. Desde el comienzo de la primavera, la Organización LOM había trazado una red de pasadizos entre los patios. Siguiendo instrucciones de Ben Hur, tracé diversas rutas de las que informé luego a Chita Reznik, quien las marcó con tablas, piedras, cajones y cuerdas, para abrir pasadizos entre los puntos estratégicos.
De esta manera podíamos saltar tapias y realizar operaciones de asalto y fuga a través del laberinto de los jardines y de los patios traseros.
De pronto se oyó un disparo a poca distancia. Un tiro de verdad. Agudo.
Aterrador. Espeluznante.
La camisa se me pegó a la piel, tal era el sudor que me causaba el miedo. Dentro de mi cabeza y en la nuca, los latidos de mi sangre parecían tambores salvajes. Sofocado y acalorado, corrí agachado como un simio, salté verjas y marañas de arbustos. Mis rodillas se llenaron de rasguños, el hombro fue a dar contra un muro de piedra, el bajo del pantalón se me enganchó en el barrote de una reja y no me detuve a soltarme. Como una lagartija que renuncia a su cola di un tirón y me desenganché, dejando en la punta de la reja un jirón de tela y un trozo de piel.
Salí disparado de la escalera trasera de la oficina de correos, cuyas oscuras ventanas estaban cubiertas con rejas y cuando estaba a punto de brincar y cruzar en diagonal la calle Tzefania, una luz deslumbrante me cegó de pronto los ojos, y al momento una cosa blanda, húmeda y fría, como si te tocase una rana, me dio en la espalda, me palpó a tientas la camisa y al final me cogió del pelo. Me quedé petrificado. Como la liebre que, en una fracción de segundo, queda atrapada en las garras del depredador. La mano que me cogía del pelo no era pesada sino ancha, blandengue, como una medusa, igual que la voz que salía por detrás de la luz cegadora de la linterna. No era el aullido habitual del lobo británico, sino una sola sílaba, babosa y pegajosa: haltl, y seguidamente, en un hebreo de maestro pero con un ligero acento inglés, «¿Hacia dónde te apresuras?». Era un policía británico, de movimientos torpes, vacilantes. En cada uno de los hombros relucía una placa metálica con su número de identificación. La gorra se le había caído hacia un lado. Los dos estábamos sofocados por la alocada carrera y emitíamos una especie de grititos. Su cara, como la mía, estaba bañada de sudor. Llevaba unos pantalones cortos de color caqui que le llegaban hasta las rodillas y unos calcetines de color caqui que también le llegaban a las rodillas. Entre un caqui y otro caqui resplandecían las rodillas en la oscuridad. Eran regordetas y blandas.
—Please, sir —dije en el idioma del enemigo—. Please, kindly sir, let me go home. (O sea: por favor, señor, tenga la amabilidad de dejarme ir a casa).
Me volvió a contestar en hebreo, aunque en un hebreo que no era el nuestro. Y dijo:
—No sea que el muchacho se pierda en las tinieblas.
Después dijo que me acompañaría hasta la puerta de mi casa. Yo tenía que enseñarle el camino.
En realidad, no debí haberlo hecho. Nuestras normas exigían hacer caso omiso de todas sus órdenes y desbaratar de esa manera los mecanismos del dominio opresor. Pero ¿qué otra posibilidad me quedaba? Su mano seguía en mi hombro. Hasta esa noche, no había tocado nunca a ningún inglés, ni ninguno de ellos me había tocado. En los periódicos había leído mucho acerca de la mano británica, por ejemplo: «Apartad vuestras manos de los supervivientes». «Que se parta la mano infame enviada para la destrucción de nuestra esperanza». También: «Maldito el que dé la mano al opresor». Y también se decía: «Una mano gigante, perversa y certera, una mano burlona lo ha destruido», de un poema de la poetisa Raquel.
Y resulta que la mano del enemigo, la que descansaba sobre mi hombro, no era perversa ni certera, sino todo lo contrario. Como un algodón. Me puse todo rojo como si me estuviera tocando una chica. (Por aquel tiempo, yo era de la opinión de que, si una chica tocaba a un chico, lo humillaba. Sin embargo, cuando un chico tocaba a una chica, era un acto de valentía que sólo podría ocurrir en un sueño o en las películas, aunque, si sucedía durante un sueño, era mejor olvidarlo). Quise decirle al británico que quitara su mano de mi cuello, pero no sabía cómo. Además, no lo deseaba del todo, porque la calle estaba desierta y no parecía prometer nada bueno. Las casas estaban con las luces apagadas y con las persianas bajas, como barcos hundidos. El aire era negro y parecía contener algo denso y amenazador. El gordo policía inglés iluminaba el camino con su linterna y daba la sensación de que, a nuestros pies, su luz despejaba la acera protegiéndonos de las amenazas de la ciudad desierta. Dijo:
—Soy Mr. Stephen Dunlop.
Un inglés que lo daría todo por la lengua de los profetas y cuyo corazón es un prisionero del pueblo elegido.
—Tank you, kindly sir —dije, como nos enseñaron en la clase de inglés y me sonrojé, alegrándome de que nadie se enterara; también sentí un poco de bochorno por haberme olvidado de pronunciar la primera sílaba de thank you con la punta de la lengua asomando entre los dientes, para pronunciar ese sonido tan característico de los británicos entre la t y la s. Desgraciadamente, me salió el thank you como un tanque.
—Mi hogar está en la ciudad de Canterbury, mi corazón en la Ciudad Santa y pronto concluirán mis días en Jerusalén y regresaré a mi tierra tal como vine.
En contra de los dictados de mi conciencia y de mis principios, he de decir que en esos momentos sentí cierta simpatía por él. (Un policía británico como éste, que nos apoya a pesar de que eso contradiga las órdenes de su rey, ¿acaso tendría que ser considerado como un traidor?) En los tres poemas que escribí sobre los héroes de la época del rey David, esos que sólo enseñé a Yardena, yo también había optado por términos sublimes. En realidad, este sargento había tenido la suerte de cogerme a mí esta noche, y no a Ben Hur o a Chita, porque ellos se hubieran burlado de un lenguaje tan relamido. No obstante, una voz serena dentro de mí me susurraba: tú, será mejor que te cuides de ellos. No seas ingenuo. Ya lo hemos aprendido en las clases del señor Zorobabel Guihón: «Hablan con arrogancia y siete abominaciones hay en su corazón» [Sal 94:4; Prov 26:25]. «Su boca está llena de engaños y fraude» [Sal 10:7] (¿qué es en realidad fraude?) y, por supuesto, «Sus manos están llenas de sangre» [Is 1: 15]. Y también estaban las palabras que siempre escribía mi padre en los panfletos que redactaba en inglés para la resistencia: la pérfida Albión.
Me avergüenza escribir estas cosas, pero no las quiero ocultar: podría haberme escapado fácilmente. Pude haberme soltado de un salto y haberme escondido en cualquiera de los patios. El policía era torpe y estaba distraído, casi me recordaba al profesor Guihón: alguien desconcertado pero buena gente. Incluso en la pequeña subida de la calle Tzefania, resoplaba y gemía. Supe después que era asmático. No sólo podía escaparme. Si verdaderamente hubiera sido una pantera en el sótano, sin ninguna dificultad podría haberle quitado la pistola, que se le había deslizado por la correa hasta llegar a sus posaderas, donde se balanceaba dándole al sargento una palmadita con cada paso, como una puerta mal cerrada. Yo tenía la obligación de arrebatarle la pistola y huir, o quitársela y apuntarle con ella, exactamente al punto del medio, entre los ojos (creo que también era un poco miope) y gritarle en inglés hands up!, o mejor don’t move! (Gary Cooper, Clark Gable, Humphrey Bogart. Cualquiera de ellos hubiera vencido él solo, con total facilidad, a cincuenta enemigos de algodón como este sargento). Pero en lugar de reducirlo y conseguir para mi pueblo una pistola más valiosa que el oro, confieso que de pronto sentí algo de pena por que el trayecto hasta mi casa no fuera más largo. Al mismo tiempo sabía que no podía sentir eso y que debía avergonzarme por sentirlo. Realmente sentí vergüenza.
El sargento dijo con su suave acento:
—En el libro del profeta Samuel, dice: «El niño era muy niño» [1 Sm 1:24]. No temas el mal. Soy un extranjero amante de Israel.
Sopesé sus palabras. Llegué a la conclusión de que tenía el deber de decirle con toda sinceridad la simple y llana verdad, en mi nombre y en el de mi pueblo. Y dije así:
—Don’t angry on me please sir. We are enimis until you give back our land (que quiere decir «somos enemigos hasta que os vayáis de nuestra tierra»). ¿Y si me detiene por haber osado decir tales palabras? No importa, pensé. No nos amedrentarán en sus prisiones, ni en sus cadalsos ni en sus horcas. Repetí mentalmente las normas que aprendimos de Ben Hur Tikochinsky en una reunión de la plana mayor: cuatro maneras para resistir en un interrogatorio con torturas y no decaer.
En la oscuridad percibía cómo la sonrisa del sargento Dunlop me recorría la cara, como la lengua babeante de un perro grandote y bonachón:
—Pronto vivirán tranquilos los habitantes de Jerusalén. Habrá paz entre sus murallas y seguridad en sus palacios. No vendrá el enemigo ni el espanto a las puertas de esta ciudad. En inglés, joven caballero, se pronuncia énemis y no énimis. ¿Sería de su agrado que repitiéramos los encuentros y aprendiéramos cada uno la lengua de su hermano? ¿Cómo te llamas, jovencito?
Con la velocidad de un rayo, con lucidez y frialdad, estudié mi situación desde todos los aspectos. De mi padre había aprendido que, en los momentos cruciales, una persona inteligente tiene que tener en cuenta todos los datos reales que están a su alcance, distinguir —siguiendo la lógica— qué es posible y qué es indispensable, comparar con frialdad los distintos caminos que pueden escogerse para, entonces, optar por el menor de los males. (Mi padre usaba frecuentemente palabras como decididamente y evidentemente, y también expresiones como siguiendo la lógica). En ese momento me acordé de la noche del desembarco de inmigrantes ilegales: cómo los héroes de la resistencia llevaban sobre sus hombros hasta la playa a los supervivientes del barco que había encallado en aguas poco profundas. Cómo los rodeó en tierra toda una brigada británica. Cómo rompieron los héroes de la resistencia sus documentos de identidad para mezclarse entre los inmigrantes a fin de que los británicos no supieran quién era residente y a quién tenían que expulsar por inmigrar ilegalmente. Cómo los ingleses los rodearon con alambres de púas y los interrogaron uno por uno, nombre, dirección, profesión, y para sorpresa de los que efectuaban el interrogatorio, todos los inmigrantes y combatientes clandestinos contestaron por igual y con la misma dignidad: «Soy un judío de la Tierra de Israel».
En ese instante decidí que yo tampoco le revelaría mi identidad. Ni siquiera en un interrogatorio con tortura. Y a pesar de todo, por una consideración táctica, decidí que de momento fingiría que no entendía la pregunta.
El sargento volvió a preguntar con timidez:
—Si es tu deseo, compartiremos un rato, de vez en cuando, en el café Orient Palace, donde paso mis horas de ocio; de ti aprenderé el hebreo y te retribuiré con clases de inglés. Mi nombre es Mr. Stephen Dunlop, ¿y el suyo, mi joven caballero?
—Soy Profi —y añadí con valentía—. Un judío de la Tierra de Israel.
¡Qué más da! Profi es sólo un mote. En la película El azote del relámpago[1], con Olivia de Havilland y Humphrey Bogart, este último cae prisionero en manos del enemigo. Herido, con la ropa destrozada, sin afeitar, con un hilo de sangre cayéndole por la comisura de los labios, está de pie ante sus interrogadores con media sonrisa, una sonrisa amable aunque burlona. Su manera fría de comportarse denotaba un desprecio tan sutil que sus carceleros no percibían ni podrían percibir.
Quizás el sargento Dunlop tampoco pudo percibir la razón por la que dije: «Un judío de la Tierra de Israel» en lugar de mi nombre. Pero no discutió.
La suave palma de su mano pasó por mi espalda hasta mi nuca, me dio dos palmaditas y volvió a posarse sobre mi hombro. Raramente me ponía mi padre la mano sobre el hombro. Para mi padre, eso quería decir: reconsidéralo, piensa con lógica, de todas maneras, ten a bien arrepentirte. Mientras que la palma del sargento me decía, más o menos, que en esa oscuridad era preferible ir de a dos, aunque esos dos fueran enemigos.
Mi padre dice de los ingleses: «Matones arrogantes, se comportan en todas partes como los dueños del mundo». Y mi madre dijo una vez: «No son más que unos muchachos bañados en cerveza y en nostalgia por su hogar, hambrientos de mujeres y de libertad». (Sabía y no sabía lo que significaba estar hambriento de mujeres. En todo caso, no veía que eso fuese una razón para compadecerse de ellos o perdonarlos. Y, por supuesto, tampoco había ninguna razón para perdonar a las mujeres. Todo lo contrario).
Nos detuvimos bajo la farola de la calle Tzefania, esquina con la calle Amos, porque el policía tenía que tomar aliento. Ahí estaba, abanicándose la cara brillante por el sudor con su gorra de policía. De pronto me puso la gorra en la cabeza, soltó unas risotadas y se la volvió a poner. Por un momento pareció una muñeca de goma totalmente hinchada. La palabra matón no le cuadraba porque no parecía ni ágil ni grosero. Sin embargo no olvidé que, de ninguna manera, debía dejar de ver en él a un matón.
Dijo:
—Estoy un poco corto de respiración.
Aproveché la ocasión para devolverle la pelota por haberme corregido antes énimis, y le dije:
—Su respiración es entrecortada, señor. No se dice estoy corto de respiración.
Quitó la mano de mi hombro y sacó un pañuelo a cuadros para enjugarse el sudor. Ese era el momento preciso para la fuga. O para quitarle la pistola. ¿Por qué me habré quedado como un pasmarote en la noche desierta y desolada, en la esquina de la calle Tzefania con la calle Amos, esperándole, como si fuera un tío mío despistado al que tuviera que acompañar por si se olvida hacia dónde va? ¿Por qué en ese instante, cuando el sargento estaba corto de respiración, sentí deseos de correr y traerle un vaso de agua? Si lo que caracteriza a un traidor es la sensación de dentera, como cuando se mastica cáscara de limón, o jabón, como cuando la tiza rechina en la pizarra, entonces, en ese momento, yo era ya, quizás, un poco traidor. Sin embargo, no se puede negar que también le encontraba un cierto gustillo, algo inconfesable. Ahora que escribo esta historia y han pasado más de cuarenta y cinco años, y el Estado hebreo existe y ha derrotado una y otra vez a sus enemigos, todavía tengo ganas de saltarme ese episodio.
Por otro lado, siento nostalgia.
Ya escribí aquí y en otros sitios que todo tiene, por lo menos, dos caras (excepto la sombra). Recuerdo con asombro que en ese extraño momento nos rodeaba una profunda oscuridad; una pequeña isla de luz aplastada temblaba bajo la linterna que el policía llevaba en la mano. Había un vacío terrorífico y muchas sombras inquietas. Pero el sargento Dunlop y yo no éramos una sombra. Tampoco mi no fuga era una sombra sino una no fuga, al igual que tampoco era una sombra mi no coger la pistola. En ese mismo instante me decidí, como si sonara dentro de mí una campanilla:
Que sí.
Por supuesto.
Echándole valor.
Aceptaré la propuesta.
Me reuniré con él en el Orient Palace para poder, bajo el pretexto de una clase de hebreo e inglés, tirarle de la lengua, astutamente, y así sacarle datos secretos y vitales sobre la disposición de las fuerzas invasoras y los planes del gobierno opresor. De esta manera, seré mil veces más beneficioso a la resistencia que huyendo o robando una pistola. Desde ahora soy un espía. Un topo. Agente secreto disfrazado de niño amante de la lengua inglesa. A partir de este momento actuaré como en una partida de ajedrez.