NOS reuníamos a escondidas tres o cuatro veces a la semana, en la sala de atrás del café Orient Palace, que significa: «palacio de Oriente». Por cierto, ese palacio de Oriente en realidad era una cabaña de latón destartalada, cubierta completamente de una especie de selva de enredaderas de pasiflora, en una callejuela al oeste del campamento militar. En la sala delantera había una mesa de billar forrada de fieltro verde. A su alrededor siempre había un corrillo de sudorosos soldados y policías ingleses con algunos muchachos de Jerusalén que iban con corbata y camisas bien planchadas, judíos, árabes, griegos y armenios, con anillos de oro, tupé engominado, y dos o tres chicas que flotaban entre nubes de perfume. Nunca me detuve en esa sala. No olvidaba que estaba cumpliendo con mi deber. Al pasar, no miraba ni de reojo a la camarera. Todo el que hablaba con ella intentaba hacerla reír, y casi todos lo lograban. Tenía la costumbre de inclinarse como si hiciera una reverencia ante el vaso de cerveza espumosa que empujaba hacia el borde delantero de la barra, y al agacharse de esta manera, se abría una profunda caverna en la parte superior de su vestido. Había algunos a los que quizás les era muy difícil no mirar, pero yo nunca le lancé ni una sola mirada.
Cruzaba deprisa esta sala, llena de risas y de humo, y seguía hasta el cuarto de atrás, que era más tranquilo, en el que había cuatro o cinco mesas cubiertas con un hule estampado de flores y el cuadro de un templo griego derruido. Aquí solían jugar al backgammon algunos jóvenes caballeros y a veces había una o dos parejas, muy apretujadas, pero, a diferencia de la sala de delante, aquí hablaban con susurros. Nunca llegué a mirar a las parejas. El sargento Dunlop y yo nos sentábamos una hora u hora y media en una de las mesas de la esquina, con una Biblia abierta, un diccionario de bolsillo y un libro de primeras lecturas en inglés. Ahora que han pasado más de cuarenta y cinco años, y Gran Bretaña ya no es enemiga y el Estado hebreo existe, ahora que Ben Hur Tikochinsky se llama don Beni Takín y tiene una cadena de hoteles, y Chita Reznik se gana la vida instalando calentadores solares mientras yo sigo persiguiendo palabras y poniendo las cosas en su sitio, en este momento escribo: no desvelé ningún secreto a Stephen Dunlop. Ni siquiera un insignificante secretillo. Ni siquiera le llegué a decir mi nombre. Todo lo que hacía era leer con él la Biblia en hebreo y enseñarle palabras nuevas que no aparecen en las Escrituras. Él me correspondía ayudándome con mis primeros pasos en inglés. Era un hombre tímido y, según decía, solitario, aunque él utilizaba una palabra antigua, propia de su lenguaje bíblico. Era grandote y ancho, de piel rosada, fofo, un poco cotilla y se ruborizaba con mucha facilidad. Hasta sus piernas, con pantalones cortos, eran regordetas y sin un solo pelo, con esas mollas que tienen los niños que todavía no saben andar.
El sargento Dunlop había venido de su ciudad, Canterbury, hablando una especie de hebreo que le había enseñado su tío, que era cura (su hermano, Jeremías Dunlop, también era sacerdote en una misión en Malasia). Su hebreo era suave, como un cartílago, como si le faltara el esqueleto. Amigos, según él, no tenía («ni adversarios ni enemigos», añadía sin que le preguntara). Estaba en la Policía de Jerusalén, donde cumplía las funciones de contable y cajero. A veces, en épocas de tensión, lo enviaban a montar guardia durante media noche en alguna dependencia oficial, o a revisar la documentación en algún puesto de control. Yo registraba estos datos en mi memoria apenas salían de su boca. Por las tardes, en casa, lo apuntaba todo en una libretita para añadir más información a la ya recogida en la Comandancia de la Organización LOM. Al sargento Dunlop le gustaba cotillear a menudo sobre sus compañeros y jefes; quién era un roñoso, quién era presumido, quién era un pelota, quién había cambiado de loción de afeitar, y quién, de los jefes de la policía secreta, necesitaba un champú especial anticaspa. Esto le hacía soltar algunas risitas a la vez que se ponía un poco rojo, sin embargo proseguía contando cómo el mayor Bentley le había comprado una pulsera de plata a la secretaria del coronel Parker, o que lady Nolan había cambiado de cocinero, o que la señora Sherwood se marchaba con desdén de cualquier oficina en la que apareciera el capitán Bolder.
Yo asentía respetuosamente mientras grababa todo en mi memoria. Y mi corazón andaba por allí descalzo, de puntillas, como un mendigo entre duques y marqueses, con los ojos casi fuera de sus órbitas de tanto asombro, colándose en habitaciones con lámparas de cristal colgadas de techos revestidos de caoba, para ver entrar y salir al capitán Bolder sumido en sus quehaceres mientras la bella señora Sherwood se escabullía y se ocultaba de su mirada en los salones contiguos.
Aparte del idioma de los profetas, el sargento Dunlop sabía también latín y un poco de griego, y en sus horas de ocio aprendía por su cuenta árabe literario («Que visiten mi corazón todos los hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet, como antes del diluvio»). La i la pronunció como una h aspirada y yo tuve que reprimir la carcajada. Él se dio cuenta y me perdonó diciendo: «Pronuncio como puedo». No pude contenerme y le dije que mi padre también sabía griego, latín y otros idiomas. Después me arrepentí y sentí vergüenza porque bajo ninguna circunstancia se les debe pasar información, por más insignificante que sea. Nunca se puede saber qué provecho obtendrán. Sin duda, los británicos también son capaces de relacionar datos de dominio público con otra clase de información, para extraer una información que puede ser usada en nuestra contra.
Tengo que contar cómo nos conocimos el sargento Dunlop y yo. Nos encontramos como dos enemigos. Como perseguidor y perseguido. Como policía y combatiente de la resistencia.