CINCO

BEN Hur era listo como un zorro, de rasgos marcados, rubio y delgado, con los ojos casi caqui. No me caía bien. Desde luego no éramos amigos. Había entre nosotros otra cosa, más íntima que la amistad. Si Ben Hur me hubiera dicho, por ejemplo, que tenía que llevar toda el agua del Mar Muerto a la Alta Galilea con un cubo, yo le hubiera obedecido para que, cuando hubiera terminado, a lo mejor, me hubiera dicho con la boca torcida, y con su voz de perezoso, unas palabras tales como: «Eres un buen chico, Profi». Ben Hur usaba las palabras como si fuesen piedrecitas arrojadas a la bombilla de una farola. Hablaba casi sin mover los dientes, como si no mereciera la pena esforzarse. A veces pronunciaba la primera p de Profi con cierto desprecio y con una pequeña explosión: Profi.

Su hermana, Yardena, tocaba el clarinete. Una vez me desinfectó y me vendó una herida en la rodilla y yo lamenté no haberme hecho daño también en la otra. Cuando le dije «Muchas gracias», se echó a reír, con esa risa cantarina normal en ella y, dirigiéndose a un público inexistente, dijo: «Mirad, un niño que no ha salido aún del cascarón». No supe a qué se refería Yardena al decirme que no había salido del cascarón, pero en ese momento supe que alguna vez lo sabría, y que cuando lo supiera me daría cuenta de que siempre lo había sabido. Es algo complicado y tendré que encontrar la manera de explicarlo. Quizás así: hay una especie de sombra del conocimiento, que viene mucho antes que el conocimiento en sí. Y fue por esa sombra de conocimiento por lo que tuve la sensación de ser un despreciable y vil traidor aquella tarde sobre la azotea, cuando por casualidad la vi cambiándose de ropa, y aquello que casi no vi volvía a mi memoria una y otra vez. Mi vergüenza era tan grande que me estremecía como el chirrido de la tiza en el encerado, o como la acidez del jabón entre los dientes: ése es el sabor de la traición en el momento de la traición o un poquito después. Quise escribirle una carta, explicarle que en realidad nunca tuve la intención de espiarla, y pedirle perdón. Pero ¿cómo podría? Especialmente desde entonces, cada vez que me apostaba en el puesto de observación de la azotea, me era imposible no recordar que ahí estaba la ventana, enfrente, y que no debía mirar en dirección a esa ventana, ni por casualidad, incluso en contra de mi voluntad, ni siquiera debía mirar de pasada cuando observaba el horizonte desde el monte Nabí Samuel hasta el monte Scopus.

Chita Reznik, el chico de los dos padres, se nos pegó a mí y a Ben Hur (el primer padre siempre estaba de viaje y el segundo desaparecía unas horas antes de que el primero llegase. Todos nos reíamos de Chita, llamándolo puerta giratoria y cosas por el estilo, y él se unía a nosotros poniendo en ridículo a su madre y a sus dos padres, haciendo el tonto con una serie de imitaciones de monos, muecas y alaridos de chimpancé que parecían algo así como un llanto). Chita Reznik era un niño-esclavo. Siempre corría a traer la pelota cuando se volaba por encima de la tapia y caía al wadi, cargaba con todo el equipo cuando salíamos de expedición al Tíbet para capturar al abominable hombre de las nieves, sacaba de sus bolsillos cerillas, muelles, cordones, abrelatas, navajas, todo lo que se pueda pedir o necesitar. Al terminar los grandes combates de blindados sobre la alfombra, siempre era Chita el que se quedaba a recoger las fichas de dominó y a poner las damas en su caja.

Casi todas las mañanas, cuando mis padres ya se habían ido a trabajar, jugábamos a las batallas. Llevábamos a cabo importantes maniobras para el día en que los británicos se fueran del país y nosotros tuviéramos que repeler el ataque conjunto de todos los ejércitos árabes. Mi padre tenía un estante dedicado exclusivamente a libros sobre las guerras del mundo. Siguiendo lo que se decía en esos libros y con la ayuda de los inmensos mapas que cubrían las paredes del pasillo, representábamos sobre la alfombra los difíciles combates de Dunkerque, Stalingrado, El Alamein, Kursk y las Ardenas, sacando valiosas conclusiones aplicables a la guerra que veíamos venir hacia nosotros.

A las ocho de la mañana, cuando la puerta se cerraba tras mi padre y mi madre, yo ordenaba deprisa la cocina, cerraba todas las ventanas y bajaba las persianas para mantener el fresco y también el secreto, y disponía los objetos sobre la alfombra según los datos de alineamiento previo al combate definitivo. Utilizaba botones, cerillas, fichas de dominó, ajedrez y damas, horquillas que enarbolaban banderas, hilos de colores para demarcar líneas fronterizas y frentes de batalla. Las diferentes concentraciones de fuerzas quedaban posicionadas para abrir fuego. Y esperaba. Un poco antes de las nueve, Ben Hur y Chita llamaban a la puerta con dos golpes fuertes rápidos y uno pausado, débil. Los reconocía a través de la mirilla y luego intercambiábamos las contraseñas. Chita preguntaba desde fuera: «¿Libertad?», y yo, desde dentro, le respondía: «o Muerte».

A veces, en medio del combate, Ben Hur decretaba un alto el fuego y ordenaba la invasión del frigorífico. Esas mañanas me encantaban, especialmente los momentos en que Ben Hur dejaba caer entre dientes y con los labios apretados las palabras «Eres un buen chico, Profi».

Aún no sabía que esas palabras adquieren un verdadero significado sólo cuando uno se las dice a sí mismo. Con sinceridad.

Cuando había transcurrido más o menos un cuarto de las vacaciones de verano, ya habíamos sacado conclusiones acerca de los fallos de Rommel y Zhúkov, Montgomery y George Patton, y teníamos una idea clara de cómo evitaríamos nosotros, en su momento, caer en los mismos errores. Quitábamos de la pared el mapa de Israel y sus alrededores, lo estirábamos sobre la alfombra y practicábamos las tácticas que habíamos ideado para expulsar a los británicos y rechazar a los ejércitos árabes. Ben Hur era el comandante y yo el cerebro de la operación. A propósito, también ahora cuando escribo este relato, tengo en casa una pared cubierta de mapas. A veces me paro frente a ellos, me pongo las gafas (no se parecen a las de lentes redondas de mi padre) y, siguiendo las noticias de la radio y los periódicos, voy señalando la trayectoria de las fuerzas combatientes en Bosnia, por ejemplo, o de la guerra de Armenia contra Azerbayán, ya que siempre hay guerra en algún lugar del mundo. Algunas veces, me parece, teniendo delante el mapa, que una de las partes está cometiendo un error y no se percata de la posibilidad de un ataque por sorpresa.

Hacia la mitad de las vacaciones planeé la creación de una armada hebrea, con destructores, submarinos, fragatas y portaviones. Quería ver cuáles eran las probabilidades de asestar un ataque sorpresa a la flota británica dispersa por todo el Mediterráneo: Port Said, Famagusta, Malta, Mersa Matruh, Gibraltar. Menos en Haifa, porque precisamente en Haifa están siempre alertas por temor a los atentados. ¿Hay más bases británicas en la cuenca del Mediterráneo? Decidí hacerle esta pregunta al sargento Dunlop, en nuestro próximo encuentro en el café Orient Palace. Lo podría preguntar inocentemente, por pura curiosidad, es algo completamente normal en un niño al que le encanta la geografía. Pero, pensándolo bien, decidí no preguntarle nada, ya que la sola pregunta podía levantar sospechas y de ese modo poner en peligro el factor sorpresa, vital para el éxito de nuestro plan.

Es mejor preguntarle a mi padre.

En realidad, no hay necesidad de preguntar. Puedo averiguarlo yo solo.

Se puede relacionar la información que viene en la enciclopedia con los datos que aparecen en los mapas del atlas. La combinación de datos a menudo saca a la luz secretos de gran valor. (Hasta ahora creo en eso. A veces le hago a alguien una pregunta ingenua, como por ejemplo, ¿cuáles son tus paisajes favoritos?, y en el curso de la conversación, no inmediatamente sino después de un cuarto o media hora, como quien no quiere la cosa, le pregunto qué es lo que quería ser de pequeño. Luego yo comparo ambas respuestas, y ya lo sé).

No hubo tales combates navales ni los habrá en el futuro. En su lugar, tengo que pasar por un consejo de guerra, acusado de vil traición y de revelar secretos al enemigo.

En mi fuero interno pensé: pero si hasta a Robin Hood se le puede llamar traidor, sólo una mente estrecha y retorcida sería capaz de interesarse por ese aspecto de Robin Hood. Aunque exista. Es un hecho.

Pero ¿cuál es realmente la traición?

Me senté en la silla de mi padre. Encendí el flexo del escritorio. Cogí una ficha cuadrada del montón de fichas en blanco. En ella escribí algo así: «Comprobar si hay relación entre las palabras beguidá [traición] y begued [vestido]». Tal vez porque, al igual que el traidor, la vestimenta cubre y oculta cosas. O quizás porque los vestidos se rompen cuando menos te lo esperas, justo en el peor momento. O puede que la relación sea así: te pones un jersey de lana y, entonces, llega una ola de calor. Te pones ropa de poco abrigo y, de repente, llega un frío de morirte (pero en estos casos el vestido no es el traidor, sino el tiempo). En la clase de Biblia con el señor Zorobabel Guihón, aprendimos un versículo del Libro de Job: «Mis hermanos me han traicionado como un torrente» [Job 6: 15]. Y no se refiere a los apacibles ríos de Ucrania de los que habla mi madre con tanta añoranza, sino a los ríos de aquí, torrentes engañosos: justo en el calor del verano, cuando estás sediento, te traicionan y en lugar de agua te dan piedras candentes. Por otro lado en invierno, cuando asciendes por el cauce, viene repentinamente el traicionero aluvión de agua. El profeta Jeremías se lamenta: «Porque la casa de Israel me ha traicionado» [Jr 5:11]. Mientras que a él mismo lo llamaron traidor, lo juzgaron, lo condenaron y lo arrojaron a un pozo.

En la clase de lengua estudiamos la pronunciación hebrea de las letras de la palabra traidor; desde entonces, cada vez que la oigo, me viene la imagen de un traidor maniatado, con la mirada baja, esperando su terrible condena sin esperanza de indulto.

Sin embargo, y como apunté en otra tarjeta, vil significa «bajo», «ruin», «miserable». Alguien a quien se le mira desde arriba. También el mar tiene marea alta y marea baja. ¿Acaso eso quiere decir que lo contrario de la bajeza es la altura? ¿O la altanería? Ben Hur Tikochinsky es altanero y, además, vil. (¿Y yo, que no tuve el valor de escribirle una carta a Yardena para disculparme?) Habrá que preguntarle al sargento Dunlop cómo se dice vil traidor en inglés, para ver si ellos también relacionan traición con vestido y vileza con bajamar.

¿Volveré a verlo alguna vez?

Mientras me hacía esta pregunta comencé ya a echarlo de menos. Por supuesto que no había olvidado, en ningún momento, que pertenecía al bando enemigo. No era un enemigo personal, aunque sí era personal. Era mío.

Bueno, ya no puedo seguir postergándolo más. Hablaré del sargento Dunlop y de lo que pasó entre nosotros. Aunque todavía estoy bastante indeciso.