CUATRO

ASÍ es como recuerdo Jerusalén en el último verano bajo el dominio británico. Una ciudad de piedra, extendida a lo largo de las laderas de las montañas. No era realmente una ciudad, sino barrios separados entre sí por campos de cardos y rocas. En las esquinas de las calles solían apostarse los vehículos blindados de los británicos con las ventanillas casi cerradas, como ojos cegados por la luz. Las ametralladoras que sobresalían en la parte delantera parecían dedos diciendo: a ti.

Los chicos salían al amanecer a pegar carteles de la resistencia en las paredes y en las farolas. En nuestro patio, los sábados por la tarde, los invitados discutían entre hileras de vasos de té ardiendo y las pastas que mi madre hacía (yo la ayudaba imprimiendo moldes de estrellas y flores sobre la blanda superficie de la masa). En esas discusiones, tanto los invitados como mis padres utilizaban los términos persecución, destrucción, redención, policía secreta, legado, inmigración clandestina, sitiar, manifestaciones, Haj Amín, disidentes, kibbutz, Libro Blanco, defensa, contención, colonización, bandas, conciencia mundial, acontecimientos, protestas, inmigrantes ilegales. A veces ocurría que uno de los invitados se alteraba, solía ser uno de los más callados, un hombre delgado y pálido con el cigarrillo temblando entre los dedos, y que llevaba los bolsillos de la camisa, abotonada hasta el cuello, repletos de libretas y notas. De pronto estallaba y gritaba con ira, pero con educación, expresiones como rebaño al matadero, o judíos protegidos, para luego añadir de inmediato, como queriendo corregir la mala impresión: «… pero, Dios no lo quiera, no debemos dividirnos bajo ningún concepto; estamos todos en el mismo barco».

En el tendedero abandonado en la azotea del edificio instalaron un lavabo y una lamparilla eléctrica. Ahí fue a vivir el señor Lazarus de la ciudad de Berlín, un sastre bajito, solícito y que parpadeaba sin cesar. Llevaba siempre puesta, a pesar del calor estival, una chaqueta grisácea y por debajo otra especie de chaqueta entallada y abotonada, pero sin mangas. Alrededor del cuello, como un collar, tenía siempre colgado un metro de color verde. Hitler, decían, había asesinado a su mujer y a sus hijas. ¿Cómo se habría salvado, entonces, el señor Lazarus?, susurraban por aquí. Se decían muchas cosas.

Dudaban. Pero yo sospechaba. ¿Qué saben ellos en realidad, si el señor Lazarus nunca dijo ni una sola palabra de lo que había ocurrido allí? En el descansillo de la escalera había colgado un letrero de cartón en el que anunciaba sus servicios, la mitad en alemán, que yo no entendía, y la otra mitad en hebreo, pues le había pedido a mi madre que lo escribiera por él: «Sastre de Berlín, experto en corte y confección, realiza encargos de toda clase y hace arreglos a la última moda. Precios módicos y posibilidad de pagar a plazos». Uno o dos días después, alguien arrancó la mitad alemana del cartel, ya que no se admitía entre nosotros el uso del idioma de los asesinos.

En el fondo del armario, mi padre encontró un viejo chaleco de invierno y me envió a la azotea, para que el señor Lazarus le cambiase los botones y repasase las costuras interiores.

—Ciertamente, esto ya es un trapo y dudo que pueda volvérmelo a poner —dijo mi padre—, pero debe de estar hambriento ahí arriba y una limosna es siempre una ofensa; por lo tanto, le mandaremos esto. Que cambie los botones. Que gane unas monedas. Que sienta que aquí se lo valora.

Mi madre dijo:

—Bueno, botones nuevos. Pero ¿por qué hemos de enviar al niño? Sube tú mismo, conversa un poco con él, invítalo a tomar el té.

—Decididamente —dijo mi padre avergonzado y, al instante añadió con determinación—. En efecto. Decididamente lo invitaremos.

El señor Lazarus había cercado, con unos viejos somieres de hierro, la esquina del fondo de la azotea. Los había asegurado con alambres para construir una especie de corral o jaula. Esparció en ella la paja de un viejo colchón, trajo seis gallinas y le pidió a mi madre que le escribiera en hebreo, en el trozo que quedaba del cartel: «También se venden huevos frescos». Pero nunca, ni siquiera en víspera de fiesta, quiso vender una gallina para sacrificarla. Todo lo contrario. El señor Lazarus le había puesto nombre a cada una y, por las noches, salía a la azotea a comprobar si todas dormían en paz. Una vez nos metimos, Chita Reznik y yo, entre los tanques de agua y oímos cómo el señor Lazarus discutía con las gallinas en alemán. Replicaba, insistía, opinaba, incluso les tarareaba una canción. A veces yo subía y les llevaba cortezas de pan o un platillo con las lentejas sobrantes que mi madre me había encargado tirar. En una o dos ocasiones, mientras yo daba de comer a las gallinas, el señor Lazarus me tocó el hombro con la punta de los dedos, pero inmediatamente los quitó, sacudiéndoselos como si se hubiera quemado. Mucha gente por aquí le hablaba al aire, o a alguien que no estaba.

En la azotea, por detrás del gallinero del señor Lazarus, me construí un puesto de observación desde el que se tenía un excelente dominio sobre todos los tejados; hasta se podía ver el interior del campamento del ejército británico. Solía quedarme allí, escondido entre los tanques de agua, espiando cómo pasaban revista, tomando notas en mi libreta, para luego apuntar con mi rifle de francotirador y exterminarlos a todos con una descarga simple y precisa.

Desde mi puesto de observación se veían también, a lo lejos, aldeas árabes dispersas en las laderas de las montañas, el monte Scopus y el monte de los Olivos, más allá de cuyas cimas comienza bruscamente el desierto. A más distancia en dirección sudeste se ocultaba la colina del Mal Consejo, sobre la que se elevaba el palacio del Alto Comisionado Británico. Ese verano estaba trabajando en la elaboración de los últimos detalles del plan de asalto al palacio, desde tres direcciones, y me apuntaba además las cosas que, sin titubear, le diría al Alto Comisionado una vez que fuera hecho prisionero y se le hubiera trasladado para el interrogatorio aquí, a mi puesto de la azotea.

Una vez controlé desde mi puesto de observación la ventana del dormitorio de Ben Hur porque yo sospechaba que lo perseguían, pero cuál fue mi sorpresa al ver que, en lugar de Ben Hur, apareció Yardena, su hermana mayor. Estaba en medio de la habitación, con mucha coquetería dio dos vueltas sobre sí misma, de puntillas, como una bailarina, y de repente, se desató el nudo de la bata, se la quitó, se puso un vestido y cerró la cremallera. Entre el momento de la bata y el del vestido, brillaron por un momento unas islas oscuras sobre su blanca piel, a la sombra de los brazos, y otra isla turbadora bajo el vientre, engullida de inmediato por el vestido que cayó como un telón desde el cuello hasta las rodillas, antes de tener tiempo de ver lo que había visto o de irme del puesto de observación o incluso de cerrar los ojos. De verdad que los hubiera cerrado, pero todo ocurrió y acabó en un instante. En ese momento pensé: ahora me voy a morir; merezco la muerte por esto.

Yardena tenía un prometido y un ex prometido y, además, se decía que había también un cazador de Galilea y un poeta del monte Scopus, aparte del tímido admirador que sólo la miraba con tristeza y que nunca se atrevió a decirle más que «Buenos días» y «¡Qué día tan maravilloso!». En el invierno le di a Yardena dos poemas y después de unos días dijo: «Seguro que seguirás escribiendo». Esas palabras me causaron más alegría que la mayor parte de las cosas que dijeron años después, cuando realmente escribía.

Esa tarde decidí que, si no era capaz de ir a verla, al menos le escribiría una carta pidiéndole perdón y explicándole que no había tenido la intención de verla y que en realidad no había visto nada. Pero no fui capaz de escribir porque no sabía si Yardena se había dado cuenta de que yo estaba en la azotea de enfrente. ¿Y si no se había enterado? Rezaba para que no, pero tenía la esperanza de que sí.

Me conocía de memoria todos los barrios, las aldeas, los montes y las torres que se veían desde mi puesto de observación de la azotea. En la tienda de los hermanos Sinopsky, en la cola del ambulatorio, en el balcón de enfrente de la familia Dortzió y ante el quiosco de periódicos La espiga, la gente solía discutir sobre las fronteras del Estado hebreo que se formaría después de la victoria. ¿Con o sin Jerusalén? ¿Con o sin la base naval británica de Haifa? ¿Con o sin Galilea? ¿Y el desierto? Había quienes esperaban que los ejércitos del mundo civilizado vinieran en lugar de los británicos y nos protegieran del peligro de ser degollados por los árabes sedientos de sangre. (Cada pueblo tenía entre nosotros un calificativo fijo, como el nombre y el apellido: la pérfida Albión, la inmunda Alemania, la lejana China, la Rusia soviética y la próspera América. Abajo, junto al mar, estaba Tel Aviv la efervescente. Lejos de nosotros, en Galilea, en los valles, se extendía la trabajadora Tierra de Israel. A los árabes los llamábamos sedientos de sangre. El mundo entero tenía distintos apellidos, dependiendo del ambiente y de la situación: civilizado, libre, inmenso, hipócrita.

A veces, alguno de nosotros decía: «El mundo lo supo y no dijo nada». A veces decían: «Ante esto, el mundo no callará».

Y mientras tanto, hasta que los británicos fuesen expulsados y surgiera por fin el Estado hebreo, la tienda de ultramarinos y la frutería se abrían todas las mañanas a las siete y se cerraban a las seis de la tarde, antes del comienzo del toque de queda de cada noche. Los vecinos, la familia Dortzió, la doctora Grifius, nosotros y Ben Hur y sus padres, nos reuníamos en casa del doctor Buster, ya que tenía radio. Escuchábamos en silencio las noticias en «La voz de Jerusalén». A veces, cuando ya estaba todo oscuro, con el volumen al mínimo, oíamos los programas de la resistencia en «La voz de Sión combatiente». Algunos se quedaban escuchando, después de las noticias, el programa dedicado a la búsqueda de familiares, por si informaban inesperadamente sobre algún pariente que siguiera vivo, a pesar de los asesinatos en Europa, y hubiera conseguido estar entre los evacuados y llegar a Israel, o que por lo menos hubiese ido a parar a alguno de los campos de refugiados que los británicos tenían en Chipre.

Durante la emisión, el cuarto quedaba totalmente en silencio, como una cortina que se mece con el viento en la oscuridad. Pero cuando apagaban la radio, todo el mundo empezaba a hablar sin parar. Qué pasó, qué pasará, qué se puede hacer, y qué permiten y qué conviene y qué es lo que aún nos queda; hablaban como si temieran que, si había un momento de silencio, pudiera suceder algo terrible. Por detrás del hombro de las charlas y discusiones asomaba a veces ese silencio delgado, gris y frío, que todos acallaban enseguida. Todos leían el periódico y cuando terminaban de leer, se lo intercambiaban: Davar, Hamashkif, Hatzofe y Haaretz pasaban de mano en mano. Y como entonces los días eran mucho más largos que ahora y en cada periódico había sólo cuatro páginas, volvían a leer por la tarde lo que ya habían leído por la mañana; formaban grupos y se quedaban de pie sobre la acera de la tienda de los hermanos Sinopsky mientras comparaban lo que ponía en el Davar acerca de nuestra fuerza moral con lo que decía Haaretz con respecto a la importancia de la templanza. A lo mejor había algo más entre líneas, algún detalle determinante que hubiera pasado desapercibido en la primera y segunda lecturas.

Aparte del señor Lazarus, había en el barrio otros supervivientes. De Polonia, de Rumania, de Alemania, de Hungría y de Rusia. A la mayoría de los residentes no se los llamaba supervivientes ni pioneros, ni ciudadanos, sino la comunidad organizada, que se encuentra más o menos en el centro, un poco por debajo de los pioneros, por encima de los supervivientes, frente a los británicos y los árabes y en contra de los disidentes. Pero ¿cómo se los podría diferenciar? Casi todos, pioneros, supervivientes y disidentes, hablaban con la r gutural y la l palatal, a excepción de los judíos orientales, que hablaban con la r vibrante y con unos marcados sonidos guturales.

Nuestros padres esperaban que nosotros, los niños, creciéramos y nos convirtiéramos en judíos totalmente nuevos, mejores, de hombros anchos, guerreros y agricultores. Por lo tanto, nos hacían comer mucho hígado de pollo y frutas, para que, llegado el momento, pudiéramos resistir, curtidos y firmes, y esta vez no permitiéramos que el enemigo nos llevase como ovejas al matadero. Había ocasiones en las que los invadía la nostalgia hacia los lugares desde los que habían venido a Jerusalén y cantaban canciones en idiomas que no sabíamos. Nos las traducían más o menos, para que también nosotros supiéramos que una vez hubo un río y un prado, bosques y praderas, techos de paja y el sonido de campanas en la niebla. Porque aquí en Jerusalén, los terrenos eran áridos y se secaban todo el verano bajo el sol; los edificios estaban hechos de piedra y metal y el sollo abrasaba todo como si la guerra ya hubiera llegado. Desde la mañana hasta la tarde, la luz se comportaba como una loca, devorándose a sí misma.

A veces alguien decía: «¿Qué pasará?». Y otro le respondía: «Hay que esperar lo bueno», o «Debemos continuar». Mi madre solía inclinarse cinco o diez minutos sobre una caja en la que guardaba fotografías y algunos objetos pequeños, entonces yo sabía que debía fingir como que no la veía. Hitler había asesinado a sus padres y a su hermana Tania en Ucrania, junto con todos los judíos que no pudieron venir a tiempo. Mi padre dijo en una ocasión: «Es incomprensible. Simplemente increíble. Y el mundo entero calló».

Él también se entristecía a veces por la muerte de sus padres y hermanas, pero no con lágrimas sino así: se quedaba de pie como media hora, con un gesto de amargura, un poco de lado, la postura de un hombre justo y obstinado, y estudiaba minuciosamente los mapas que había colgado en las paredes del pasillo. Parecía un comandante en la sala de mando, observando de pie, silencioso. Su opinión era que teníamos que expulsar al conquistador británico y establecer aquí un Estado hebreo al que pudieran acudir todos los judíos perseguidos del mundo. Ese Estado, decía, debe ser un claro ejemplo universal de justicia. Sí, incluso con los árabes, si es que prefieren quedarse a vivir aquí entre nosotros. Sí, a pesar del daño que nos causan por culpa de los que los instigan y los ponen en contra de nosotros, los trataremos con una generosidad ejemplar, aunque, ciertamente, no será por debilidad. Cuando al fin se establezca un Estado hebreo libre, ningún infame en todo el mundo osará matar o ultrajar a un judío. Y si se atreve, lo abatiremos, porque, en su momento, nuestro brazo será muy largo.

Cuando estudiaba cuarto o quinto curso en la escuela, calqué con sumo cuidado, con lápiz sobre un papel fino y medio transparente, el mapamundi de un atlas que tenía mi padre. En la copia señalé el Estado hebreo que mi padre había prometido: una mancha verde entre el desierto y el mar. Desde esa mancha, dibujé un brazo muy largo a través de los continentes y los océanos, y en el extremo del brazo pinté un puño que llegaba a todas partes. Hasta Alaska. Hasta más allá de Nueva Zelanda.

—Pero ¿qué es lo que hemos hecho —pregunté durante una cena— para que todo el mundo nos odie?

Mi madre contestó:

—Siempre hemos tenido la razón. No nos perdonan que desde épocas prehistóricas no le hayamos hecho daño ni a una mosca.

Pensé, aunque no lo dije, que entonces no convenía, en absoluto, tener la razón.

Y también pensé que esto explicaba el comportamiento de Ben Hur conmigo. Yo también tengo la razón, pues no le hago daño ni a una mosca. Pero, desde ahora, comienza la era de la pantera.

Mi padre dijo:

—Este es un asunto triste y oscuro. En Polonia, por ejemplo, nos odiaban porque éramos distintos, raros y extraños, hablábamos, vestíamos y comíamos de forma totalmente diferente a los demás. Y a una distancia de veinte kilómetros, al otro lado de la frontera, en Alemania, nos aborrecían justamente por lo contrario: en Alemania hablábamos, comíamos, vestíamos y nos comportábamos exactamente igual que todos. Los antisemitas decían: «Mirad cómo ésos se mezclan con nosotros, ya no se puede distinguir entre un judío y otro que no lo es». Ese es nuestro destino: los pretextos para odiarnos varían, mientras que el odio siempre existe. ¿Cuál es la conclusión?

—Tratar de no odiar —dijo mi madre.

Mi padre, con los ojos azules pestañeando insistentemente tras las gafas, dijo:

—No podemos ser débiles. La debilidad es un pecado.

—Pero ¿qué hemos hecho? —pregunté—. ¿En qué los incordiamos?

—Esa pregunta —dijo mi padre— tendrías que planteársela a nuestros perseguidores y no a nosotros mismos. Y ahora, tenga a bien Su Señoría recoger las sandalias de debajo de la silla y llevarlas a su sitio. Aquí no. Aquí tampoco. A su sitio.

Por las noches oíamos a lo lejos disparos, explosiones, la resistencia salía de repente de sus bases secretas y atacaba los centros del gobierno británico. A las ocho de la noche ya bajábamos las persianas y cerrábamos las puertas, quedándonos encerrados en casa hasta la mañana. En la ciudad había toque de queda. Un aire de verano limpio y vacío soplaba por las calles abandonadas, por los callejones, por las escaleras de piedra. A veces nos estremecíamos por culpa de un contenedor de basura que algún gato callejero lograba volcar en la oscuridad. Jerusalén esperaba. Dentro de nuestra casa, las tardes también eran silenciosas. Mi padre se sentaba de espaldas a nosotros, aislado por el halo del flexo de su escritorio, sumergido entre libros y fichas.

Su pluma rascando en el silencio, parando y volviendo a rascar, como un roedor que excava un túnel. Mi padre revisaba, comparaba, quizás añadía algún pequeño detalle en las listas que preparaba para escribir su gran libro sobre la historia de los judíos en Polonia. Mi madre se sentaba en el otro extremo de la habitación, en su mecedora, y leía o dejaba resbalar un libro boca abajo y abierto sobre sus rodillas, para prestar muchísima atención a algún sonido que yo no podía oír. A sus pies, sobre la alfombra, yo terminaba de leer el periódico y comenzaba a trazar líneas sobre el plano de asalto de la resistencia para un ataque sorpresa a los centros del gobierno en Jerusalén. Hasta en sueños solía derrotar al enemigo, y continué la guerra en mis sueños, varios años después de ese verano.

Ese verano, la Organización LOM incluía sólo a tres guerrilleros: Ben Hur, comandante en jefe y además jefe de la Unidad de Investigación y Asuntos Internos. Yo era subcomandante. Chita Reznik era cabo y el primer candidato a ser oficial cuando se expandiera la organización. Aparte del cargo de subcomandante, yo era además el cerebro del grupo: fui yo quien fundó la organización al comienzo de las vacaciones de verano, a la que puse el nombre de LOM (siglas de Libertad O Muerte). Fui yo quien tuvo la idea de coger, doblar y esparcir clavos en la carretera de acceso al campamento militar para perforar los neumáticos de los británicos. Fui yo quien redactó el texto de las órdenes que Chita recibió para pintar con letras negras y gruesas en las paredes de las casas del barrio: «Británico amalecita, fuera de nuestro país», «Con sangre y fuego expulsaremos al invasor» y también «Pérfida Albión, fuera de Israel» (aprendí el término pérfida Albión de mi padre). El programa que teníamos para ese verano era concluir el ensamblaje de nuestro cohete secreto: en un cobertizo abandonado que había junto al wadi, por detrás del patio de Chita, teníamos el motor de un viejo frigorífico y partes desarmadas de una moto, algunas decenas de metros de cable eléctrico, fusibles y pilas, bombillas y también seis botes de esmalte de uñas. Nuestra intención era separar del esmalte la acetona con la que se hacen explosivos. Hacia finales del verano, habríamos acabado el cohete, orientado con precisión hacia la fachada del palacio de Buckingham, donde reside el rey Jorge de Inglaterra. En ese momento le enviaríamos por correo una carta redactada con orgullo y decisión: Ustedes tienen que abandonar nuestro país antes de la víspera del próximo Yom Kippur. Si no, nuestro Día del Juicio se convertirá en el de ustedes.

¿Qué habrían contestado los ingleses a nuestra carta si hubiéramos contado con dos o tres semanas más para terminar de hacer el cohete? Tal vez hubieran reflexionado y abandonado el país y se hubieran ahorrado, y a nosotros también, el derramamiento de sangre y el dolor. No se puede saber. Pero a mediados de ese verano se descubrió mi relación clandestina con el sargento Dunlop, un secreto que yo quería que no se desvelara y que durase toda la vida. Pero se descubrió, y por ello apareció la pintada en la pared y recibí la orden de presentarme esa misma noche en las afueras del bosque de Tel Arza, para ser juzgado por un consejo de guerra, acusado de traición.

La verdad es que, desde un principio, yo era consciente de que el juicio no cambiaría las cosas. Mis razones y explicaciones no serían aceptadas. Como es costumbre en todos los movimientos clandestinos de resistencia, en todo lugar y en todos los tiempos, quien es llamado traidor es un traidor y punto. De nada le valdrá justificarse.