DOS

DESPUÉS del desayuno, mis padres salieron deprisa hacia la parada del autobús para ir al trabajo. Me quedé solo en casa, con un océano de tiempo por delante hasta la tarde, ya que eran las vacaciones de verano. Lo primero que hice fue recoger la mesa; lo que tenía que estar en el frigorífico fue a parar al frigorífico, lo del armario al armario y lo del fregadero al fregadero, porque me gustaba quedarme despreocupado durante todo el día. Fregué todos los cacharros y los coloqué boca abajo en el escurridor. Luego pasé por todas las habitaciones cerrando ventanas y bajando persianas para tener una guarida hasta la tarde. El sol y el polvo del desierto podrían dañar los libros de mi padre, que cubren las paredes, y entre los que se encuentran algunos ejemplares muy raros. Leí el periódico de la mañana y lo dejé doblado en una esquina de la mesa de la cocina; guardé el prendedor de mi madre en su cajón. Hice todo eso, no como un traidor que quiere expiar su vil comportamiento, sino por amor al orden. Hasta hoy tengo la costumbre de recorrer la casa por la mañana y por la tarde para poner cada cosa en su lugar. Hace cinco minutos, cuando escribí que bajaba las persianas, dejé un momento de escribir ya que me acordé de cerrar la puerta del cuarto de baño, que quizás quería quedarse abierta, a juzgar por el gemido que oí al cerrarla.

Durante todo ese verano mi padre y mi madre salían a las ocho de la mañana y regresaban a las seis de la tarde. La comida me esperaba en el frigorífico y tenía todo el tiempo del mundo para mí. Podía, por ejemplo, comenzar a jugar con un pequeño grupo de cinco o diez soldaditos sobre la alfombra, o con exploradores, topógrafos, ingenieros de caminos o constructores de fuertes y, poco a poco, ir luchando contra las inclemencias del tiempo y derrotar a los enemigos, dominar grandes extensiones de terreno, construir ciudades y aldeas y unirlas mediante carreteras.

Mi padre era corrector de textos y ayudante del editor de una pequeña editorial. Por las noches, solía sentarse hasta las dos o las tres de la madrugada rodeado por las sombras que proyectaban las estanterías, con el cuerpo sumido en la oscuridad ya que sólo la cabeza llena de canas flotaba en el halo de luz de su flexo, y con los hombros encorvados, como si trepara ya agotado por una hondonada entre las montañas de libros que se apilaban sobre el escritorio, rellenaba fichas y tomaba notas con observaciones en relación con el gran libro que pensaba escribir sobre la historia de los judíos en Polonia. Era un hombre de principios, muy obstinado, y con mucho sentido de la justicia.

A mi madre, por su parte, le gustaba a veces levantar el vaso de té medio vacío y mirar a través de él la luz azulada de la ventana. Otras veces, solía acercar el vaso a su mejilla, como si quisiera absorber a través del tacto el calor. Era profesora en una residencia para inmigrantes huérfanos que habían podido esconderse de los nazis en conventos o en aldeas lejanas, y que ahora nos llegaban, decía mi madre, «directamente desde la oscuridad del valle de la sombra de la muerte». Y al momento se corregía: «Vienen de unos lugares donde los hombres se comportan entre sí como lobos, incluso entre refugiados, incluso entre niños».

Yo asociaba las aldeas lejanas con formas fantasmagóricas de hombres-lobo y con la oscuridad del valle de la sombra de la muerte. Me gustaban las palabras oscuridad y valle, ya que enseguida me hacían pensar en un valle cubierto de tinieblas, con conventos y sótanos. La expresión de la sombra de la muerte me gustaba porque no la entendía. Si pronunciaba sombra de la muerte muy bajito, casi podía escuchar una especie de sonido profundo y sordo, parecido al sonido que sale de la última tecla, la más baja del piano. Es un sonido que arrastra una estela de ecos opacos: como si hubiera ocurrido una desgracia y ya no se pudiera remediar.

Volví a la cocina. Leí en el periódico que estábamos viviendo una época decisiva, y que por tanto teníamos que ser fuertes. Decía también que las medidas del Mandato Británico proyectaban una pesada sombra y que el pueblo hebreo debía resistir y superar la prueba.

Salí de casa y miré a mi alrededor, comprobando, como hacen los de la resistencia, que nadie me observara: algún desconocido con gafas de sol, ocultándose detrás de un periódico, escondido en la sombra de algún portal de las casas de enfrente. Pero me pareció que la calle estaba a lo suyo. El frutero estaba levantando un muro con cajas vacías. El chico de la tienda de los hermanos Sinopsky arrastraba un carrito que no hacía más que chirriar. La desamparada anciana Pani Ostrovska no dejaba de barrer el trozo de acera junto a su puerta, seguramente ésta era la tercera vez que lo hacía esta mañana. La doctora Grifius, que seguía soltera, estaba sentada en su terraza escribiendo unas fichas; mi padre la animaba a reunir datos y a intentar escribir sus memorias acerca de la vida de los judíos en su ciudad natal, Resenheim. Pasó el repartidor de queroseno en su carro, muy despacio, las riendas adormecidas sobre las rodillas, haciendo sonar su campanilla y cantándole al caballo una canción nostálgica en yiddish. Ahí me encontraba yo parado, observando de nuevo, minuciosamente, la negra inscripción ¡Profi, boged shafel! Hay un detalle insignificante que tal vez pueda esclarecer los hechos. Por las prisas o el miedo, la última letra de la palabra boged parecía casi una r, de modo que podía parecer que no era un vil traidor sino un vil boger [adulto]. Esa mañana hubiera dado todo lo que tenía por haber sido un adulto.

Chita Reznik había tenido un lapsus.

Zorobabel Guihón, el profesor de judaísmo y Biblia, nos había explicado en clase: «Tener un lapsus. Cuando se quiere insultar pero lo que sale es una alabanza. Por ejemplo, cuando el ministro opresor británico Ernest Bevin dijo en el Parlamento de Londres que los judíos eran un pueblo duro. Tuvo un lapsus».

El señor Guihón tenía la costumbre de animar sus clases con bromas que no nos hacían reír. Con frecuencia recurría a su mujer para intentar divertirnos. Por ejemplo, cuando quiso aclararnos un versículo del Libro de Reyes, dijo: «Los azotes y los escorpiones. Los escorpiones son cien veces peor. Yo os castigo con azotes y mi mujer me castiga con escorpiones». O «también tenemos un versículo, «como crepitar de zarzas bajo la olla». Eclesiastés, capítulo séptimo, es como la señora Guihón cuando se pone a cantar».

Una vez, durante la cena, dije:

—Casi no hay un día en que el profesor Guihón no traicione a su mujer en clase.

Mi padre miró a mi madre y dijo:

—Tu hijo, decididamente, ha perdido el juicio por completo. (A mi padre le gustaba la palabra decididamente y también términos como evidentemente, efectivamente, ciertamente).

Mi madre dijo:

—En lugar de insultarlo, ¿por qué no intentas preguntarle qué es lo que nos quiere contar? Tú nunca lo escuchas de verdad. A mí tampoco. A nadie.

Quizás solamente escuchas las noticias de la radio.

—Todo —contestó mi padre con sobriedad y mesura, negándose, como de costumbre, a entrar en discusiones—, todo tiene, por lo menos, dos caras, como es sabido por todos, con excepción de ciertas personas fácilmente excitables.

Yo no tenía noción de cómo eran las personas fácilmente excitables, aunque sabía de sobra que ése no era el momento apropiado para preguntar. Por lo tanto, dejé que los dos siguieran callados, sentados uno frente al otro, casi un minuto; a veces tenían silencios en los que parecían estar echando un pulso, y sólo después, dije:

—Excepto la sombra.

Mi padre desvió hacia mí su mirada recelosa, las gafas por la mitad de la nariz, asintiendo con la cabeza; era una mirada que expresaba lo que habíamos estudiado en la clase de Biblia, «esperó que diese uvas, pero dio agrazones» [Is 5:2]. Por encima de las gafas me espiaron sus ojos azules desnudos y decepcionados de mí y de toda la juventud, por el fracaso del sistema educativo en cuyas manos había encomendado una mariposa que ahora le devolvían en forma de gusano.

—¿Qué quieres decir con sombra? Tu cerebro sí que es una sombra.

Mi madre dijo:

—En lugar de hacerlo callar, podrías tratar de comprender lo que quiere decir. Está intentando expresarse.

Y mi padre:

—Muy bien, efectivamente, entonces exprese Su Señoría qué es lo que se propone esta noche. ¿Sobre qué sombra misteriosa quiere hablarnos esta vez? ¿Sobre «las sombras de los montes se te antojan hombres»? [Jue 9:36].

¿O sobre «como el esclavo suspira por la sombra»? [Job 7:2].

Me levanté para irme a dormir. No se merecía ninguna aclaración, pero quise ser indulgente y le dije:

—Excepto la sombra, papá. Hace un minuto dijiste que todas las cosas del mundo tienen por lo menos dos caras. Casi tuviste toda la razón, olvidaste que la sombra, por ejemplo, tiene siempre sólo una. Si no me crees, puedes ir y comprobarlo. Incluso podrías hacer uno o dos experimentos. Tú mismo me enseñaste que no existen reglas sin excepciones que las confirmen y que es absolutamente incorrecto generalizar. Te has olvidado completamente de lo que me enseñaste.

Eso es lo que dije. Me levanté, recogí, puse todo en el fregadero y me fui a mi habitación.