París
Plegó la persiana en su totalidad para permitir que el brillante sol de una inusual mañana parisina inundase el inmenso despacho.
Sentado en el confortable sillón que unos meses antes había pertenecido a su tío Marcos, observó con detenimiento el intenso tráfico que circundaba Trocadero, aunque la vista se le fue rápidamente hacia unas frondosas zonas ajardinadas cercanas donde retozaban varias parejas echadas sobre el césped.
Era el último día que permanecería en ese edificio, porque había sido vendido a un importante grupo constructor que tenía proyectado reconvertirlo en apartamentos de lujo.
En realidad, ése era el patrimonio que le habían dejado los Mignon. Su tío había muerto en el nefasto tiroteo de las bodegas de Divange y él, que había comprobado que la fuente de ingresos de la agencia de detectives no era el único negocio de Marcos, se había visto forzado a vender el inmueble debido a que la actividad en sí misma nunca generó beneficios suficientes como para mantenerlo.
Sin embargo, a pesar de todo lo ocurrido, había una cosa que le reconfortaba: su nueva profesión de detective privado. Desde el final del caso Dubois, había trabajado en varios asuntos de relevancia, descubriendo que existía un reducido grupo de trabajadores en la agencia que merecía la pena conservar y, sobre todo, que podía contar con ellos para resolver los más variados asuntos. Sin esperar demasiado, comprobó que esa estabilidad en su vida le había llenado de satisfacción y que, en consecuencia, debía optar por continuar la digna profesión de su padre.
Por todo ello, la decisión le resultó fácil: deshacerse del edificio y liquidar los turbios asuntos de su tío, reconduciendo la actividad desde un nuevo entorno.
Se puso en pie y recogió sus cosas.
Había resuelto desprenderse de una considerable multitud de documentos que comprometía a mucha gente importante. A medida que revisaba y se deshacía de aquellos papeles, suspiraba con gran alivio al recordar los sucios métodos que había utilizado Marcos en la resolución de sus casos.
Por el contrario, organizó con sumo cuidado todos y cada uno de los escritos que encontró en los cuales se hacía referencia a su padre y a su abuelo. Al parecer, era hijo de uno de los detectives más íntegros de París y, ahora, debía recuperar el apellido y la marca Mignon como sinónimo de solvencia y honestidad.
Desplegó las persianas y cerró el paso a la luz, que se empecinaba en entrar a través de cualquier resquicio.
Miró su reloj y comprobó que era hora de irse.
Un conocido miembro de la nobleza francesa le había llamado para invitarle a almorzar.
Pierre Dubois quería agradecerle todo lo que hizo por él.
* * *
Salió por última vez del aparcamiento del suntuoso edificio, pensando que el vehículo que conducía tampoco era propio de un detective que comenzaba en el negocio y, además, a él le gustaban los coches deportivos, y no una berlina tan clásica como ésa.
Recordó los momentos vividos en las distintas persecuciones de las que fue objeto, y sintió una repentina frustración al pensar en la chica.
Guylaine había rechazado sus llamadas una y otra vez, y ni tan siquiera se molestó en contestar un cariñoso escrito que le envió a las pocas semanas.
Era consciente de que el revuelo que se había originado tras el hallazgo del mayor secreto del papa mago tuvo entretenido a su padre durante mucho tiempo, y que su hija no podía por menos que estar a su lado y apoyarle en los cientos de entrevistas, debates, publicaciones y otros eventos a los que tuvo que acudir para dar a conocer las increíbles revelaciones que contenía la cabeza parlante, una máquina que maravilló al mundo entero y cuyos restos habían sido extraídos del sótano del castillo y expuestos en el Museo del Louvre.
Sin duda, el mayor descubrimiento de los últimos siglos, y probablemente, debido a la naturaleza del metal con el que estaba hecho el monolito y a la extraordinaria información que contenía, estaba consiguiendo poner en entredicho todo lo que se creía asumido sobre las civilizaciones que poblaron la tierra en los tiempos más remotos.
Llegó a las inmediaciones del restaurante y se felicitó por haber encontrado un sitio donde dejar el coche. Abordó el establecimiento con una sonrisa en la boca, porque le complacía ver al conde de nuevo.
En el fondo, aquel tipo le caía realmente bien.
Preguntó al maître por la mesa del señor Dubois.
Siguiendo las instrucciones del hombre, se dirigió hacia un reservado situado en una confortable zona del establecimiento y, al llegar, descubrió una grata sorpresa.
Donde pensaba encontrar a una sola persona, Marc Mignon halló a toda la familia al completo.
Guylaine y su madre se habían sumado a la comida.
* * *
El detective saludó efusivamente al noble y besó en la mejilla a las mujeres.
Tomó asiento y manifestó su alegría por el encuentro.
—Imaginaba que nunca más volvería a verles. Es para mí todo un placer estar de nuevo con los Dubois.
—¿Por qué dice eso? —preguntó el conde.
—Bueno, digamos que he tratado de hablar con algún miembro de su familia, sin éxito.
—Te ruego que me disculpes —manifestó Guylaine—. He estado realmente ocupada con mi madre, yendo y viniendo del hospital durante varias semanas, y luego vino el lío de mi padre con los medios de comunicación. Ha sido todo un maratón que he logrado acabar con suerte.
—He visto la prensa, que no acaba de dar crédito al legado del papa mago —dijo Marc—. ¿No es así, señor Dubois?
—Así es. En estos momentos, soy el investigador más reclamado de mi profesión. Me esperan más de cincuenta citas y varias publicaciones por delante, gracias a los fabulosos descubrimientos que hemos hecho y que todo el mundo comienza a llamar «El Efecto Mil». Las consecuencias que este hallazgo va a tener sobre el planeta, el cambio climático y, sobre todo, de cara a entender el medioambiente y nuestro entorno, serán excepcionales. Y parte de eso se lo debemos a usted.
—Yo no hice nada. Tan sólo mi trabajo.
—No sea modesto —le apuntó el noble.
—¿Y cómo está la condesa? —preguntó Marc dirigiéndose a Véronique.
—Me encuentro muy bien. Ésa es la verdad. He perdido algún órgano de mi cuerpo, pero no me impide seguir viviendo. Quizá por ello, me he replanteado muchas cosas. Ahora acompaño a Pierre a todas las conferencias, y estamos pasando por una especie de…
—Segunda luna de miel —completó la frase Pierre Dubois—. Todos hemos cometido errores, pero nuestro acierto ha sido remediarlo.
—Me alegro mucho por ustedes. Sinceramente, merecían esta nueva oportunidad —señaló Marc—. ¿Ése era el motivo de este almuerzo? ¿Me han convocado para expresarme su felicidad?
—Siempre será un honor tenerle entre nosotros y hacerle partícipe de nuestro bienestar —le dijo el conde—. Pero, efectivamente, queremos que haga algo más por los Dubois.
—Adelante —soltó Marc—. Soy todo oídos.
—Como le he comentado antes, voy a permanecer más tiempo junto a mi esposa. Por eso, he decidido vender todos mis negocios que no estén directamente relacionados con la producción de champagne.
—Eso me parece muy correcto. ¿Y dónde encajo yo en ese asunto?
—No quiero estar lejos de Véronique mientras termina de recuperarse. Por eso, he dado poderes a mi hija para que sea ella la que viaje a varios países y realice los trámites necesarios para liquidar mis empresas. La mayoría están en Centroamérica y, como usted habla español perfectamente, sería la mejor compañía para alguien que se mueve con dinero por esos países.
El detective miró a Guylaine y comprobó que sonreía.
—Dadas las circunstancias, creo que debo aceptar el encargo.
—Bien —dijo el conde—. Como sabía que iba a admitir mi propuesta, le he traído los billetes de avión. Salen ustedes para Costa Rica mañana mismo.
Marc tomó el sobre que le ofrecía el noble y extrajo su contenido.
Sin dar crédito a lo que estaba viendo, comenzó a reír sin ningún tipo de recato.
El número no podía ser otro.
La salida del vuelo Air France 1000 le llevaría al paraíso junto a la mujer que amaba.