El rostro del noble, contraído por el dolor, dejó entrever lo que estaba pasando por su cabeza y que, sin duda, debía de estar relacionado con el agridulce momento que estaba viviendo, porque la alegría provocada por el excepcional hallazgo había sido empañada por el deseo de esos brutos por hacerse con el legado y la amenaza de matar a su esposa.
Permaneció unos segundos en silencio y, a continuación, le pidió al detective que le relatase con exactitud la demanda de su tío.
—Exige que llevemos todo esto a la puerta principal de las bodegas y que lo depositemos en el rellano interior que hay tras ella. Una vez hecho eso, quiere que cerremos la entrada y que nos larguemos de allí.
Pierre Dubois meditó la extraña petición.
¿Para qué querría alguien introducir el monolito en el interior de las enormes cavas de Divange?
Con la adrenalina disparada, la idea le llegó con rapidez.
—¡Ya lo sé! —exclamó—. La estrategia de los lugartenientes de la Orden es simple. Quieren que dejemos nuestro descubrimiento a buen recaudo en las bodegas porque allí hay decenas de kilómetros de túneles en los cuales cualquiera puede perderse. Es muy difícil saber el camino que puedan tomar y, una vez que se hayan quitado de en medio, van a seleccionar una de las múltiples salidas por las cuales embarcar el monolito en alguna furgoneta estacionada en uno de los veinte muelles de carga por los que sacamos la producción de champagne. Hay que reconocer que la táctica es brillante porque, de esa forma, es prácticamente imposible saber por dónde escaparán. Cada una de las puertas de mercancías está en sitios muy distintos que parten hacia carreteras secundarias diversas, imposibles de cubrir.
—¿Y no podemos utilizar los túneles secretos? —preguntó Guylaine—. Ellos no saben que existen.
—¿Qué son? —se interesó Marc.
—Hay varios pasadizos subterráneos que parten desde aquí y que comunican el castillo con las cavas —explicó el conde—. Esta edificación es mucho más antigua que la primera botella de champagne que elaboró Dom Pierre Perignon. Por eso, cuando se construyó la bodega, se pensó en la necesidad de conectar directamente ambas construcciones, para evitar salir al exterior en tiempos de revueltas.
—Pues podemos atacarles por sorpresa —propuso el detective—. Bruno, ¿cuántos hombre tienes arriba?
—Hay cuatro hombres, pero sólo tres están en condiciones de luchar, ya que uno de ellos está herido. ¿Cuál es tu propuesta?
—Tratar de atacarles desde atrás, por sorpresa. Si podemos llegar a la entrada de la bodegas sin hacer ruido, pienso que tendremos la oportunidad de deshacernos de ellos y rescatar a la condesa sin que nos veamos obligados a entregarles el monolito.
—Me parece una jugada magistral, señor Mignon —expresó Pierre Dubois—. Se nota que tiene usted la misma facilidad que su tío para las estrategias.
—No debe bromear con eso, señor Dubois —le contestó Marc—. Hoy ha sido el día más terrible de mi vida después de la muerte de mis padres, pues ha sido muy duro saber que la única persona de mi familia que me queda cerca es un vil criminal.
—Le ruego que me disculpe. No ha sido mi intención…
Guylaine medió entre los dos cogiéndolos por la cintura y llevándoles hasta el hall de entrada.
—Creo que ha llegado el momento de entrar en acción —dijo la mujer—. ¿Quién va a los túneles y quién, a la puerta de la bodega? Mi madre no puede esperar más.
Bruno y Marc, seguidos de varios hombres, traspasaron una puerta que conducía a una impenetrable oscuridad cuyo ambiente estaba cargado de un intenso olor a humedad.
Momentos antes, habían decidido que fuesen ellos los que llegasen a las bodegas desde los túneles y, mientras tanto, el conde y su hija, ayudados de Renaud, procederían a atender la demanda de los matones, acercando el monolito.
El detective había solicitado disponer de una pistola que encajó en su cintura, ya que debía sostener una pesada linterna y tener una de las manos libres para ayudarse en el paso por el estrecho pasadizo.
—Esto parece hecho para pigmeos —le dijo al arqueólogo.
—Cuando se excavó este túnel, la gente era más baja —le indicó.
Avanzaron entre telarañas cuyo grosor les hizo pensar que hacía décadas que nadie pasaba por allí. Privados de la luz en aquel oscuro lugar, uno de los hombres cayó al no advertir uno de los pequeños escalones. Bruno le prohibió que hiciese el más mínimo ruido, ya que se acercaban al lugar donde estaba previsto que acabase aquel pasadizo.
Tras una escalera de piedra se podía comprobar que una antigua puerta de madera negra parecía dar paso a un espacio distinto, que pudieron evidenciar por el fuerte olor a vino que les llegó a través de las rendijas.
Marc les indicó que esperasen en la parte inferior y se pegó a la entrada trasera de la bodega seguido de Bruno.
—Debemos tener cuidado al abrir —murmuró el detective—. Si las bisagras están oxidadas, chirriarán y descubrirán nuestra presencia.
—Correcto —le susurró Bruno—, pero no hay más remedio que intentarlo. El grosor de este portón no deja oír nada y, en consecuencia, de nada valdrá que estemos aquí si no podemos actuar a tiempo.
Por señas, asintió y le pidió que le sostuviese la linterna.
Marc se dispuso a entrar en acción.
* * *
Con manos temblorosas, el conde de Divange deslizó la puerta delantera de su inmensa bodega.
No acertaba a vislumbrar si su miedo procedía de lo que pudiese ocurrirle a su mujer o, más bien, por la posible pérdida del increíble hallazgo.
En cualquier caso, le preocupaba la situación por la estrategia que había elegido el hábil Marcos Mignon, ya que aquélla era la entrada a un mundo subterráneo excavado por los bodegueros que extendía sus tentáculos por cientos de túneles. Si esa gente escapaba con el monolito por el interior del laberinto, era seguro que encontrarían una de las salidas por donde embarcar el hallazgo en algún tipo de vehículo y desaparecer para siempre.
Se aseguró de que la compuerta quedara a un lado y penetró en el interior, aspirando el intenso aroma de los vinos espumosos.
Encendió las luces y, a pesar de la sorpresa de ver allí al líder de la Orden a la que él mismo había pertenecido, pudo comprobar que Véronique Dubois se encontraba amordazada y sujeta por dos de los sicarios de Marcos Mignon.
* * *
Entró en su propiedad y exigió que soltasen a la condesa.
Entre fuertes risas, le indicaron que dejasen el legado de Silvestre cerca de ellos, si no quería que la mujer sufriese daños irreversibles.
Renaud ayudó al noble a depositar el pesado monolito sobre el suelo, cerca de los hombres armados.
—Ahora, deje a mi mujer libre. Se lo ruego —pidió Pierre Dubois.
Marcos, que lucía un enorme vendaje en un costado, le indicó a uno de sus lacayos que comprobase si en el exterior no había nadie y, una vez que recibió la constancia de que el campo estaba libre, hizo una seña para que soltasen a la condesa y cogiesen la losa.
Cuando se disponían a salir de la bodega por la parte trasera, un grupo de personas armadas con pistolas comenzó a exigirles que soltasen las armas.
Sin pensar tan siquiera en dialogar, Marcos Mignon ordenó disparar, lo que dio origen a un intenso fuego cruzado entre sus hombres y cinco personas que habían conseguido parapetarse en estanterías y otros muebles del fondo. El estrépito creado por los disparos, así como por las decenas de botellas que explotaban al ser alcanzadas por las balas, llegó a ensordecer a todos los presentes.
En pocos segundos, Marcos percibió que aquella gente estaba en ventaja al hallarse mejor resguardada, por lo que lanzó una larga ráfaga de tiros para intentar llegar hasta la condesa y retenerla.
En el recorrido hacia donde se encontraba Véronique, el hombre pudo comprobar que uno de los que disparaban era su sobrino.
Enfurecido por la circunstancia, dio un gran salto y se colocó detrás de la condesa.
Sin tiempo para reaccionar, tanto Bruno como Marc observaron con desagrado cómo las personas que les acompañaban seguían lanzando tiros al hombre, que había cogido a la mujer por la cintura.
En unos segundos, ambos estaban rodando por el suelo dejando a su paso un reguero de sangre.
Los fuertes gritos de Guylaine resonaron en los altos techos de la bodega, consiguiendo imponerse al estruendo de los disparos.
Marc se adelantó hacia la entrada, utilizando a modo de escudo una enorme caja de madera maciza que había encontrado en el suelo. Antes de llegar, comprobó que ya nadie disparaba, porque su tío, el líder de la Orden, yacía tirado en el suelo, inmóvil.
Le indicó a Bruno que dirigiese a sus hombres contra aquellos rufianes que, al temerse lo peor, habían desistido de continuar el tiroteo.
Una vez desarmados, el detective cruzó el rellano de entrada a la bodega y acudió a ver lo que había pasado con su tío y la condesa.
Un enorme charco de líquido claro y rosado, que el detective presumió una mezcla de sangre y champagne, se había extendido por el pavimento.
* * *
Guylaine fue a auxiliar a su madre, seguida del conde y de Renaud. El estado de la mujer era preocupante, porque un círculo rojo sobre su pecho evidenciaba que una bala le había alcanzado de lleno.
Bruno se quitó la ligera chaqueta de algodón que llevaba puesta y presionó la herida con fuerza, intentando taponar la herida.
Rodeada de su hija, Bruno, Marc y el conde, Véronique se dispuso a pronunciar las únicas palabras que su exigua fuerza le permitía.
—Os ruego que me disculpéis por todo lo que os he hecho pasar. Creo que no he sido ni la madre ni la esposa que esperabais.
—No digas nada. Reserva todas tus energías porque ya viene la ambulancia —le pidió su hija, cuyas lágrimas comenzaron a caer de forma ostensible.
—¡No! Debo decir algo. Pierre, siempre te he apreciado e incluso he sido muy feliz a tu lado durante un tiempo, pero el vacío que diste a mi vida en estos últimos años lo tuve que llenar de alguna manera. Y por eso…
Un pequeño hilo de sangre salió de su boca.
—Por eso estuve con este hombre joven.
Los ojos de Marc se abrieron de repente, dejando claro que nunca hubiese esperado que aquella mujer dijese eso en un momento como aquél. Ruborizado y preocupado por la situación, bajó la vista y soportó un incómodo silencio a su alrededor.
* * *
Guylaine elevó la mirada y clavó sus ojos en el detective, que permanecía con la cabeza agachada, como si estuviese inspeccionando las baldosas del suelo.
Por la cabeza de la mujer pasó de todo en los segundos que mediaron entre las palabras de su madre y el momento en que parecía querer volver a hablar para dar más explicaciones. No es que dudase del atípico comportamiento de la condesa, cuyas acciones no había logrado entender durante un periodo de tiempo bastante largo, sino que le resultaba indignante que Marc hubiese intentado intimar con ella a sabiendas de que había cometido una enorme faena al acostarse con Véronique.
En ese contexto, ella le había negado sistemáticamente cualquier intento de acercamiento, y ahora tenía la certeza de que había hecho bien rechazándole continuamente.
Cuando aún esperaba que Marc Mignon elevase su rostro para poder reprimirle su actitud, comprobó que su madre quería decir algo más.
—Bruno ha sido mi amante durante unos años —continuó la condesa, dirigiéndose a su marido—. Él ha llenado todas esas tardes que tú has pasado de viaje. Te suplico que me disculpes.
—Ya lo sabía —expresó el conde—. Tú eres quien tiene que perdonarme a mí. Todo este tiempo lo pasé dedicado a un asunto que me distanció de ti, y he de reconocer que volqué mi pasión fuera de la familia. Lo siento.
Guylaine miró a Marc, que por fin había conseguido levantar la cabeza, e intentó dirigirse a él para pedirle perdón por haber desconfiado, pero en lugar de eso, dirigió su ira contra el arqueólogo, al que increpó con furia. Aquel tipo había enredado a su padre y engañado a su madre, y si no fuese porque el joven seguía presionando con fuerza la herida de la mujer, le hubiese gustado darle un puntapié.
Al oír las sirenas de varias ambulancias acercándose, Marc sintió un repentino malestar consigo mismo, al haber descuidado el estado de su tío, cuyo aspecto parecía realmente preocupante. Se acercó y, arrodillado junto a él, comprobó que la bala le había alcanzado en el estómago y que había perdido el conocimiento.
Al ver que la primera camilla había retirado a la condesa, levantó el brazo pidiendo a gritos que alguien ayudase al único pariente que le quedaba en este mundo.