El gran revuelo que se formó en la sala tuvo que ser atajado por los matones con la promesa de disparar sus pistolas si no regresaban a su lugar.
En unos segundos, todo volvió a ser como antes, a excepción de una amplia sonrisa que aparecía en la cara del conde, que, satisfecho por el descubrimiento, no se movió de su sitio frente a la máquina y comenzó a introducir las decenas de reseñas que figuraban en los jeroglíficos.
Cada vez que transmitía una de las secuencias de los extraños dibujos, la cabeza parlante parecía crujir con la misma fuerza que lo había hecho la primera vez, y en alguna ocasión, incluso llegó a desprenderse una parte significativa de la cubierta lateral del artefacto, haciendo caer al suelo algunas ruedas, tubos y cuerdas muy deterioradas.
Después de unos minutos, cuando Pierre Dubois creía haber trasladado la mitad de todo el contenido, un nuevo y sorprendente ruido salió de las tripas del armatoste.
Contrariado por lo que estaba ocurriendo, Renaud se acercó al noble y le recomendó ir con prudencia.
—Me da la sensación de que Silvestre II construyó este ingenioso aparato con un fin muy distinto del que pensábamos.
—¿Por qué lo dice? —le preguntó el conde sin dejar de actuar sobre el ábaco.
—Porque si seguimos así, la máquina va a acabar destrozada.
—Ya no hay marcha atrás, querido amigo. Parece evidente que el papa no construyó este engendro con el objetivo que todos pensábamos y, en realidad, ahí dentro hay algo. Creo que la verdadera utilidad de la cabeza parlante era guardar algo, no sé qué, pero debe de ser el secreto mejor guardado de los muchos que tuvo.
El asistente se retiró y se sentó a meditar lo que su jefe le había dicho. Desde su posición, observaba pacientemente cómo el noble parecía haber perdido el juicio, ya que Pierre Dubois seguía moviendo las varillas a un ritmo frenético, lo que provocaba que la máquina se estuviese haciendo pedazos a una velocidad preocupante.
Al aproximarse al final, la cabeza parlante se encontraba prácticamente hecha añicos.
Sólo la cara del monstruo y la base de mármol negro permanecían inalteradas.
El interior de lo que había sido el mayor enigma del milenio se había convertido en un amasijo de cuerdas, tubos, ruedas y palancas.
* * *
El polvo depositado durante cientos de años en todas y cada una de las miles de piezas que componían la cabeza parlante se había liberado formando una espesa nube que no permitía ver lo que allí había ocurrido.
—Por mi parte, he terminado —dijo el noble con cierta solemnidad.
En unos segundos, Guylaine, Marc y Bruno se habían acercado a observar el ruinoso aspecto que mostraba la mayor obra del papa mago.
—¡Dios mío! —exclamó la mujer—. ¡Tantos siglos de búsqueda para que acabe de esta forma!
—Y lo que es peor —añadió el detective—: Hemos podido morir en esta loca aventura para nada.
—¿Y ahora qué? —gritó uno de los matones.
—Creo que aquí se ha acabado todo —dijo con pena Renaud.
—¿Y cuál es el gran secreto que deberíais darnos? —preguntó el otro hombre armado.
—No lo sabemos. Pienso que todos estamos igual de contrariados —volvió a decir el asistente—. La máquina se ha destruido y nos ha dejado sin conocer el último legado del papa.
Un largo silencio permitió que las partículas de polvo en suspensión se fuesen depositando. En unos minutos se hizo visible el conjunto de piezas desordenadas y maltrechas.
—Quizá deberíamos ordenar este deplorable revoltijo para ver si hay algo útil —propuso el asistente.
—Me parece correcto —aprobó el noble—. Vamos a trabajar en la limpieza de esto.
Comenzó un frenético ir y venir de trozos de lo que en otro tiempo fue un sofisticado autómata. Guylaine comprobó que la gran dimensión de la cara de bronce y la sólida base de mármol habían conseguido que la cabeza parlante hubiese parecido un enorme busto cuando Silvestre lo construyó, pero ahora, conforme iban retirando fragmentos, la faz del engendro parecía menos peligrosa y mortal.
Cuando aún mantenía esa idea en la cabeza, la mujer se dio cuenta de que su padre ofrecía una expresión muy seria, de tristeza. No le extrañaba, porque allí se acababa una vida entera de estudios, investigaciones y trabajos tirados a la basura. Pensó en acercarse para consolarlo, pero se acordó de sus palabras relacionadas con su turbio papel en todo lo que había ocurrido, por lo que desistió de decirle nada y continuó retirando pedazos de materiales, prácticamente desechos, que estaban siendo acumulados en una esquina de la sala.
El trajín de gente yendo y viniendo fue interrumpido por el asistente, que profirió un enorme grito.
—¡Pierre, venga a ver esto!
Renaud se situó sobre la elevada piedra de mármol negro que había actuado a modo de cuello de la cabeza parlante y con un trozo de tubo aún en la mano, le señaló hacia una vasija de barro que había encontrado.
—Parece contener algo líquido, aunque no podría precisar qué es, porque no se puede abrir —añadió el asistente.
El conde acudió inmediatamente. Sin que hubiese alcanzado aún a ver el recipiente, las palabras de Bruno llegaron desde otro extremo.
—Pues aquí hay otra.
—Yo también he encontrado una —dijo Marc.
En total localizaron tres vasijas de barro marrón algo deterioradas y fuertemente adheridas al sólido bloque de la base de la cabeza parlante.
—Todas parecen contener líquidos —señaló el conde—. ¡Qué cosa más extraña!
Terminaron de limpiar el lugar y observaron que los tres tarros estaban unidos por gruesas barras de hierro formando un triángulo.
Marc intentó quitar uno de ellos y se encontró con el noble gritando sobre él.
—¡No mueva nada! Creo que ya sé lo que es.
* * *
Se reunieron en torno al conde, subidos en la enorme piedra de mármol, y esperaron a que explicase lo que había descubierto. El noble permanecía con el dedo índice señalando algo que parecía estar bajo las vasijas.
—Ya sé lo que es esto.
Su hija comprobó que la cara de su padre había cambiado, mostrando ahora una mezcla de alegría y turbación.
—Pues dilo ya, porque el corazón se va a salir de mi pecho —sonrió Guylaine, al ver que su padre aún tenía la posibilidad de no acabar de forma tan nefasta sus investigaciones.
—Bajo nuestros pies está el verdadero secreto de Silvestre II, y estos recipientes son la mejor salvaguarda para que nadie ajeno a esta historia hallase el legado de una civilización que presumo muy antigua.
—Ahora lo veo yo también —dijo Renaud—. Estos potes contienen algún tipo de sustancia que, si se volcase sobre la piedra, acabaría borrando lo que hay debajo.
—Así es —le corroboró Pierre Dubois—. Es un rústico sistema de protección. Si alguien hubiese encontrado la cabeza parlante y la hubiese desmontado o manipulado sin hacer lo que hemos hecho nosotros, con toda seguridad, estos recipientes se habrían roto, desapareciendo el contenido de lo que hay bajo ellos.
—¿Y se puede desmontar ahora sin peligro? —preguntó Guylaine.
—Pienso que sí —le respondió su padre.
Desmontaron la estructura metálica y las vasijas salieron sin presentar ninguna resistencia.
A modo de prueba, el conde procedió a romper una de ellas situándola sobre el pavimento de la estancia. Al golpearla, la convirtió en decenas de pedazos y dejó escapar un viscoso líquido negro que comenzó a corroer el suelo empedrado.
Se miraron sonriendo al verificar que habían acertado y que, por tanto, ahora se encontraba a salvo lo que allí hubiese.
El noble volvió a saltar sobre la roca negra y comprobó que había unas baldas de madera ennegrecida por el paso del tiempo sobre las que antes estaban situados los potes con el ácido corrosivo. Pidió una barra de hierro y procedió él mismo a separar una a una las tiras, que dejaban entrever que bajo ellas había algo.
* * *
Habían sido decenas de años, siglos en el caso de sus antepasados, y ahora, por fin tenía a su alcance el secreto mejor guardado. Después de la época de barbarie que supuso el primer milenio, Silvestre II fue capaz de encontrar ese legado y preservarlo para la humanidad.
Y en ese mismo instante, por primera vez —y después de tanto tiempo— él iba a ser el encargado de poner sus ojos sobre esa increíble herencia.
Introdujo la barra de hierro en el primer listón y empujó con fuerza.
Un fuerte sonido pareció taladrar su tímpano.
Cuando pensaba que el ensordecedor ruido había sido causado por su acción, volvió la cabeza y se cercioró de que había sido debido a una serie de disparos lanzados desde una pistola automática.
En la entrada de la estancia, había aparecido un nuevo hombre armado que entró pulsando el gatillo y que estaba dando instrucciones a sus compañeros.
Antes de que todos hubiesen asumido la situación, comenzó a gritar.
—¡Pare! —vociferó—. Deténgase y no continúe con eso. En unos segundos llegará nuestro gran maestre.
Pierre Dubois, en cuyos oídos aún retumbaban los últimos disparos, saltó de la base de piedra y se unió a su hija y a Renaud, y miró de reojo a Bruno y Marc, que permanecían junto a la pared del fondo.
En unos instantes, todos estaban pendientes de la persona que habría de entrar por la estrecha abertura del milenario recinto.
A lo lejos, el detective pudo comprobar la figura de una persona que le resultaba familiar.
Agudizó la vista y comprobó que no estaba equivocado.
Su tío Marcos Mignon había entrado con una pistola en la mano.
Marc se lanzó hacia él con la intención de darle un abrazo. Nunca antes se había alegrado tanto de ver al hermano de su padre, por lo que corrió hacia la entrada por donde acababa de aparecer y se plantó delante.
—¡No sabes cómo te echaba de menos!
El detective neófito le rodeó con sus brazos, a lo que su tío, un experimentado investigador con decenas de años de ejercicio de la profesión, le respondió tímidamente, sin dejar de levantar la pistola.
—Sabía que llegarías más tarde o más temprano —le dijo Marc, que notó que el resto de las personas presentes se habían extrañado de la efusividad con la que le había recibido—. ¿Cómo te has librado de los tipos de arriba?
Las carcajadas de los dos matones que permanecían allí le hicieron reaccionar.
No entendía por qué aquellos tíos tan bravucones seguían sin ofrecer ninguna resistencia y, para colmo, se estaban riendo de sus palabras.
—¿Qué es lo que ocurre? —murmuró sin entender nada de lo que estaba pasando.
—Mira, Marc. Tenemos que hablar. Hay muchas cosas que debo decirte.
—Pues comienza explicándome tu relación con esta gentuza.
—Desde hace años soy el Gran Maestre de una importante organización secreta, que puedes llamar, sencillamente, la «Orden».