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La reverberación del sonido originado por el disparo en un habitáculo cerrado, en el que las paredes estaban formadas por sólidas piedras, había creado una situación de confusión en donde el ruido no dejaba pensar con claridad a ninguno de los presentes.

La cara de Marc se transformó cuando pudo tomar consciencia de lo que estaba ocurriendo y, al instante, comprobó que la voz que había escuchado era la misma que ya tenía grabada en su cerebro, que jamás podría olvidar, así que agudizó la mirada y certificó que aquel hombre era uno de los que le habían perseguido por Ripoll, Córdoba y Roma. Sin quererlo, se le formó un nudo en la garganta cuando pensó que ésta era la ocasión en que más cerca le había tenido.

Observó que le habían quitado la pistola a Bruno, que ahora era uno más de ellos. Tragó saliva y se decidió a lanzarles una pregunta.

—¿Puedo saber qué hacéis? Una bala lanzada aquí dentro rebota con toda seguridad y puede matar a alguien.

Le respondieron como si de dos perdonavidas se tratara.

—Tú cállate porque puedes ser el primero en morir. No sé si sois conscientes de que estáis en nuestras manos y que no tendremos ningún reparo para conseguir lo que es nuestro. Así que mantén cerrada tu boca si no quieres recibir otra paliza o algo peor.

Marc reconoció lo difícil de la situación, pero se acordó de que su tío ya tenía que haber llegado. Algo le había debido de ocurrir, pues la tormenta que caía fuera no le parecía razón suficiente para que no estuviese ya allí, y la explicación más sencilla era evidente. Si se había acercado al castillo, habría visto a unos hombres armados que, probablemente, tendrían a alguna otra persona vigilando en la puerta principal, y en esas condiciones, lo imaginaba apostado tras alguno de los coches aparcados en la entrada, o incluso protegido por un árbol, esperando su oportunidad para entrar. Desde luego, tenía la certeza de que no les iba a dejar tirados. Mientras tanto, aquel reducido espacio se le antojó como una horrorosa prisión.

Miró a la mujer para comprobar el estado en el que se encontraba. Observó que estaba sumida en sus pensamientos, probablemente sin dar crédito a lo que estaba pasando. En pocos minutos, había descubierto que su padre no era en realidad como ella pensaba y que los trapos sucios que manejaba iban más allá de las prácticas usuales, sobre todo, para un hombre que había sido siempre un ejemplo de rectitud y, además, con toda seguridad, estaría acordándose de su madre, que era la única persona que faltaba en aquel escenario que ya parecía un auténtico teatro de polichinelas.

—Ahora las órdenes las doy yo. ¿Ha quedado claro? —chilló el matón.

Cuando todos asintieron, dio las primeras instrucciones.

—Quiero a todo el mundo contra la pared del fondo, salvo al conde y a Renaud, que van a trabajar aquí, en esta mesa. Los papeles de Córdoba y Roma deben estar sobre ella, a mi alcance.

—¿Quieres decir que vamos a trabajar para introducir en la máquina todos estos datos? —preguntó Pierre Dubois—. Eso puede llevar unas cuantas horas.

—Dentro de un rato va a venir nuestro gran jefe, y usted, señor conde, nos ha engañado y mentido, pero esta vez no vamos a dejarle ir. El secreto que encierra este chisme va a ser nuestro.

Marc pensó inmediatamente que ésa era la razón por la cual su tío aún no había llegado. Si alguien importante —el líder de esos matones— iba a ir hasta allí, con toda seguridad habría un buen montón de hombres esperando su llegada.

En esas circunstancias, Marcos, que quizá vendría solo, lo tendría muy difícil para acceder. Sabía que era uno de los mejores detectives privados de París, pero incluso con eso, no se hacía grandes ilusiones pensando que aparecería pronto para salvarles.

Trató de relajarse, pues aquella situación no tenía ninguna salida posible.

Pierre Dubois y Jean Luc Renaud se acomodaron en la estrecha mesa de trabajo que habían habilitado en los días siguientes al hallazgo de la máquina, y sobre la que realizaron sus primeras investigaciones.

Dado que el conde ya había hecho uso del material encontrado en Medina Azahara, ahora procedía utilizar lo hallado en Roma, por lo que el asistente desplegó sobre la mesa los papeles que le había dado su amigo, el profesor Colarossi, en la Universidad de La Sapienza. Con rapidez, le explicó al noble las primeras investigaciones que había podido realizar en el escaso tiempo que medió entre la salida de Italia y la llegada a Reims.

Los ojos de Pierre Dubois se iban abriendo cada vez más conforme le iba narrando los fabulosos detalles de los decorados del templo de Isis, la madre de la naturaleza, la diosa entre las diosas. Los textos demóticos escritos en el interior de un templo romano le sorprendieron de forma notable.

—Eso es, sencillamente, increíble. La única explicación razonable para ese hecho es que alguien quisiera dejar patente de forma deliberada en la Roma imperial estos antiquísimos conocimientos. Todo esto es excepcional: que alguien escribiese eso en un sitio público hace más de dos mil años me parece impensable. ¿Cuál era el propósito realmente?

—Pues aún hay más misterios. Si se fija en estos otros dibujos que me ha facilitado Luigi, corresponden a jeroglíficos escritos en la lengua egipcia antigua, la más arcaica de las conocidas. Es probable que estos grabados se hicieran entre el año 3000 y el 2000 antes de Cristo. Por tanto, estamos ante algo nuevo, porque siempre pensamos que el papa buscó libros persas, griegos, hindúes, árabes, y de un largo grupo de culturas antiguas, pero nunca pensamos que sus investigaciones podían llegar hasta los 5000 años de antigüedad, contados desde la época actual.

—Mil, Mil, Mil… —susurró el conde—. ¿Cuánto tiempo tendrán los descubrimientos que hizo Silvestre? ¿De qué civilización proceden estos conocimientos?

—Desde luego, estamos ante un hecho sin precedentes. Por lo que he leído tanto en las inscripciones de Córdoba como de Roma —explicó Renaud—, debió de haber una cultura anterior a todo lo conocido que tuvo una tecnología superior a lo que creemos.

—No me cabe la menor duda. ¡Mire esto!

El conde señaló un grupo de jeroglíficos que parecía representar instrucciones para el acceso a un lugar remoto.

—Pienso que debemos actuar desde aquí —el dedo índice del noble señalaba un extraño signo—. Creo que este símbolo puede ser el inicio de una operación que, si la practicamos en la máquina, va a conducirnos a algún sitio relevante. ¡Vamos a probar!

Se dirigió a la máquina y utilizó las directrices que había extraído del documento.

La cabeza parlante no reaccionó. Parecía como si aquello no hubiese surtido efecto, lo que motivó al conde a mover otras posiciones de las varillas del ábaco, pero el armatoste permaneció sin reaccionar. El inmenso artefacto parecía bloqueado.

El matón más alto, sin dejar de apuntarles con la pistola, les lanzó una advertencia.

—Más vale que consigan acabar antes de que llegue nuestro superior. ¿Me han oído?

Guylaine, Marc y Bruno permanecían sentados en el suelo, con la espalda apoyada en el muro que cimentaba el castillo. El detective pensó en hablar con el joven y hacerle una propuesta para intentar juntos algún tipo de acción que les librase de aquella gente, ya que, en el fondo, cada minuto que pasaba, era más consciente de que su tío no iba a llegar dadas las circunstancias. Se acercó y le susurró que debían plantear un frente común, a lo que Bruno le contestó que no contase con él, pues tenía sus razones, las cuales no estaba dispuesto a revelarle.

La mujer le miró y le lanzó un pequeño guiño indicándole que no se preocupase, porque seguro que también saldrían de esa situación, aunque, a priori, pareciese complicada.

El conde volvió a la mesa y confrontó sus ideas con el asistente.

Algo estaban haciendo mal.

Renaud aprovechó el paréntesis para recordarle que debían tener cuidado, porque en una parte del texto demótico aludía a un enorme peligro en caso de hacer mal uso de esa información.

—Es evidente que, si estamos ante algo grande y poderoso, quien hizo estos jeroglíficos debió advertir a terceros para que desistieran de un propósito que les era ajeno. Es algo así como lo que ponemos en las puertas de las casas, diciendo que la propiedad está vigilada por una buena alarma —dijo el conde—. La entrada tiene que estar protegida.

—¡Eso es! —gritó el asistente—. La máquina no responde porque está pidiendo la contraseña para dejarnos acceder a esta parte. Es el acceso hacia la unidad más compleja del invento de Silvestre. Pienso que estamos llegando al verdadero uso para el cual la creó y, por eso, la protegió con algún tipo de clave.

—Tiene usted toda la razón —añadió Pierre Dubois—. En el resto de las operaciones que he hecho, tanto en los días siguientes al encuentro de este trasto como en estas últimas jornadas, no he tenido ningún tipo de problemas para que este cachivache funcione. ¿Por qué ahora no reacciona? Ésa debe ser la razón: nuestro papa le puso una contraseña para acceder al núcleo más confidencial. ¿Cuál puede ser?

—Recuerde que hace ya una década encontramos un texto donde decía que, para operar con la cabeza parlante, había que llamarla por su nombre. En esos momentos no teníamos la máquina, pero ahora, podemos probar con la palabra más sencilla. Introduzcamos «Baphomet» —sugirió Renaud.

—De acuerdo.

Procedió a combinar las letras adecuadas a través del ábaco y esperó la respuesta. Sin embargo, la reacción de la máquina fue nula.

El conde miró a su asistente esperando alguna idea.

Intentaron introducir palabras relacionadas con la posible denominación del mayor invento del primer milenio, pero ni «cabeza parlante», ni ningún otro apelativo funcionó.

Desde su asiento en el suelo, Guylaine pidió permiso a los captores para poder participar en el análisis que estaban realizando sobre la mesa. El matón se lo concedió mediante un simple golpe de la pistola, indicándole que podía sentarse con ellos.

—Pienso que, si Silvestre realmente le puso una palabra de paso al secreto final que pueda contener esta increíble máquina, lo debió de hacer a sabiendas. Viniendo de un hombre tan inteligente como él, no puedo imaginar que dejase una clave que fuese tan simple como la denominación de su invento.

—¿Y qué sugieres? —le preguntó su padre.

—Probad con variaciones de Baphomet. Tengo entendido que nadie ha conocido jamás el significado de esa extraña palabra, aunque existen muchas explicaciones posibles. ¿Qué os parece?

—¡Sensacional! —exclamó Renaud—. Hagamos una lista con las acepciones que recordemos.

El conde explicó que la creencia generalmente aceptada era que Baphomet aludía a la unión de las palabras Baphe y Meteos, que probablemente indicarían «bautismo» y «adoración».

Asintieron y el noble se levantó a probar, pero ninguna de ellas produjo efecto alguno en la máquina.

Renaud aportó una idea más compleja.

Muchos historiadores, a lo largo de los siglos, habían pensado que significaba Tem Oph Ab y que respondería a un anagrama de Templi Omnum hominyn pacis Abbas o, lo que era lo mismo, «el padre del templo, que provee paz universal a los hombres».

—Ésa es una frase cabalística que, bajo mi punto de vista, es muy forzada porque, de hecho, debe de ser posterior a la muerte de Silvestre —explicó el conde—. Pero debemos intentarlo.

Volvió hacia el artefacto e introdujo cada una de las palabras mencionadas por su asistente, pero, de nuevo, no hubo ninguna reacción.

Los tres elevaron sus miradas hacia el techo, buscando algún tipo de inspiración divina. Guylaine observó que su padre se había levantado de su silla para dar varias vueltas alrededor del perímetro de la máquina.

Al cabo de unos minutos, el conde volvió con una explicación que creía razonable.

—Recuerdo que alguna vez leí que alguien llegó a aportar la idea de que Baphomet vendría de las palabras griegas Baph y Metis, es decir, algo así como «Bautismo de Luz».

—Sí, ahora yo también lo he recordado. ¡Pruébelo! —le animó Renaud.

De nuevo, la decepción acudió a la cara del noble cuando comprobó que tampoco era la solución al enigma que tenían planteado.

—Pues no se me ocurre nada más —murmuró el asistente.

—Bueno, quizá deberíais probar con aquella idea del erudito y académico que trabajó con los rollos del Mar Muerto —apuntó la mujer—. ¿Lo recordáis? Me refiero a su teoría relacionada con la posibilidad de que la palabra Baphomet estuviese escrita con el código cifrado Atbash.

—Sí, pero cuando la vimos en su día nos pareció un poco extraña —le contestó su padre—. ¿Tú la conoces bien?

—Es bien sencilla. El código Atbash se obtiene sustituyendo en el alfabeto hebreo la primera letra por la última. Luego, la segunda por la penúltima, etcétera. Cuando este hombre aplicó el código a Baphomet, obtuvo como resultado una palabra sorprendente: «Sophia»…

—Que en griego significa «saber» —recordó Renaud.

—Pues podría ser la clave —añadió el conde.

Una vez más, y con un optimismo renovado ante la nueva posibilidad de acertar, se dirigió a la cabeza parlante anhelando que la palabra fuese la correcta. Sin embargo, tampoco en esta ocasión hubo ninguna reacción por parte de la complicada máquina.

La desesperación cundió en ellos cuando vieron que no eran capaces de dar con la clave.

Marc, desde su incómodo asiento, pensó si eso no sería lo mejor, pues, en caso de que encontrasen la repuesta final a todo este asunto, fuese lo que fuese, esa gente que tenían delante podría utilizar métodos muy drásticos para llevarse el resultado de tanto trabajo y huir sin dejar rastro. O incluso algo peor: podrían decidir acabar con ellos para que nadie supiese lo que allí había pasado.

Cuando aún resonaba en su mente el funesto presagio, el conde profirió un súbito grito que alarmó a todos los presentes.

—Perdón —murmuró en voz baja—. Acabo de acordarme de que hay por ahí una teoría bastante curiosa sobre el significado de Baphomet. Según un loco historiador amigo mío, al que conocí en los Estados Unidos hace más de cuarenta años, podría significar Bafmaat o, lo que es lo mismo, en un lenguaje ancestral perdido que ya nadie conoce, «el abridor de la puerta».

—¡Pues sería la palabra perfecta para conseguir que ese chisme diga de una vez lo que tenga que decir! —exclamó uno de los matones—. Tengo que anunciarles que nuestro jefe está llegando. Por tanto, deben terminar cuanto antes porque, si no, les pego un tiro a cada uno de ustedes. ¿Me han oído?

Volvió a disparar el revólver y la cavidad en la que se encontraban resonó de nuevo con gran estridencia provocándoles una sordera transitoria. Con el borde de la pistola, empujó violentamente al conde para que probase con la nueva idea que había tenido.

Pierre Dubois se sentó frente a la boca de la pavorosa faz de la cabeza parlante y procedió a darle las instrucciones pertinentes mediante el ábaco.

Cuando introdujo la última letra, la máquina emitió un extraño sonido que nunca antes había escuchado.

Un fuerte crujido procedente de las entrañas de aquel artefacto hizo presagiar que habían encontrado la clave.

Contrariado, miró a través de la abertura, entre cientos de conductos, resortes y ruedas dentadas.

Parecía como si algo se hubiese abierto en el interior del invento de Silvestre II.