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La cara de Marc expresó con claridad lo que estaba imaginando. Por unos instantes, pensó en coger el coche y dirigirse al aeropuerto para volar a París esa misma tarde siguiendo el deseo de Guylaine, pero, cuando aún no había completado la idea, Renaud retomó el curso de la conversación al ver la expresión del detective.

—Eso no quiere decir que no podamos encontrar restos del templo en la ciudad, ya que, de hecho, hay multitud de elementos procedentes de Isis repartidos por toda Roma. Lo primero que tenemos que hacer es ir hasta allí, identificar el perímetro donde se encontraba el templo y ver si podemos sacar alguna conclusión.

Sin esperar a que le contestaran, les pidió que le siguiesen y caminó a un ritmo muy rápido hasta la parte trasera del Panteón, hacia el inicio de la vía del Seminario y, al llegar, continuaron avanzando hasta la plaza de San Ignacio.

Situados en la esquina, el asistente volvió a tomar el mando.

—Los datos de que disponemos apuntan a que este templo fue construido en el año 43 antes de Cristo y medía unos 240 por 60 metros. Por tanto, todos estos inmuebles que tenemos aquí delante están edificados sobre el antiguo templo de Isis. Por el otro extremo, el santuario llegaba hasta la plaza Minerva.

Marc sintió una repentina decepción al ver que multitud de construcciones modernas ocupaban el espacio donde, en teoría, debía de encontrarse la última parte del complicado jeroglífico que estaban tratando de resolver.

—Aquí no vamos a sacar nada en claro —apuntó el detective—. ¿Se le ocurre alguna otra brillante idea, señor Renaud?

—Sí, por supuesto. Debemos buscar ayuda externa.

* * *

Antes de que le preguntasen, explicó que durante el tiempo que pasó en Roma preparando su tesis doctoral, conoció a un joven historiador que trabajaba en la edición de un libro sobre la herencia de Isis. Al parecer, los restos del conocido templo a la divinidad pagana habían acabado en los museos de medio mundo, incluidos los propios de la ciudad.

—¿Y tiene usted la dirección de ese hombre? —pregunto Guylaine.

—Si, por supuesto. Él y yo seguimos en contacto por Internet y, de vez en cuando, nos pedimos favores mutuos sobre pequeñas cosillas que uno u otro debe investigar. Mi amigo es profesor en la Universidad de La Sapienza, y cada vez que el conde o yo mismo hemos necesitado cualquier cosa de la ciudad imperial, nos lo ha resuelto. Sin duda, es un estudioso que conoce estos suelos como nadie, por lo que, si les parece, le llamamos ahora mismo y le preguntamos.

Sin contar con la opinión de sus acompañantes, el teléfono móvil de Renaud había iniciado la conversación.

* * *

La tarde avanzaba y el sol comenzaba a perder la posición vertical sobre un cielo azul que no dejaba ver ni una sola nube.

Guylaine no paraba de mirar su reloj, haciendo continuos cálculos sobre el tiempo que les quedaba para tomar el vuelo previsto, pues si las cosas continuaban por esos derroteros, sería imposible estar en Reims esa misma noche, como tenía previsto. Por enésima vez, realizó un intento de llamada al conde, a la condesa y al castillo. Cuando ninguno de ellos contestó, su nerviosismo aumentó, empujándola a reprender a Renaud por haber tomado la decisión de acudir al despacho de su amigo en la universidad sin contar con ella.

El pobre asistente comprobó que su interés por descubrir los secretos de Isis le había llevado a iniciar un camino que quizá no era el que convenía a la hija del noble.

Situados en la Piazza Aldo Moro, en el gran portal de entrada a La Sapienza, fue capaz de esgrimir sus más sinceras disculpas por el error cometido.

—Le ruego que me perdone, señorita Dubois. Me he dejado llevar por la euforia, pero si usted quiere, cancelo la reunión con mi amigo Luigi Colarossi y nos vamos directamente al aeropuerto. Si eso es lo que usted desea, sólo tiene que decírmelo.

—Sí, en realidad eso es lo que querría —dijo Guylaine con pena—. Pero ya que estamos aquí, en la misma puerta de la universidad, lo mejor será que veamos al profesor y, luego, salgamos corriendo. Le prometo que, pase lo que pase, pienso coger el avión de las seis de la tarde. Eso supone que podemos estar como máximo una hora aquí. Ni un minutos más. ¿Estamos todos de acuerdo?

Los dos hombres asintieron.

Marc observó que tenía delante de sí una enorme cantidad de edificios e imaginó que jamás conseguirían localizar el despacho del tal Luigi, ir hasta allí, ver en profundidad el tema que les ocupaba y estar volando a la hora prevista, por lo que la misión se le antojaba imposible. A lo sumo, podrían hablar unos minutos con ese tipo y dejar para una mejor ocasión el encuentro de la tercera parte del legado de Silvestre.

Para su sorpresa, un imponente coche negro con cristales oscuros acudió a recibirles en el punto donde se encontraban, así que, sin mediar palabra, un chófer perfectamente uniformado salió a abrirles la puerta trasera y pedirles que le acompañasen.

La cara de contrariedad de Renaud les hizo pensar que a él también le había asombrado el gesto de su viejo amigo, enviándoles un vehículo a recogerles.

«Toda una gentileza», pensó el detective.

El conductor paró frente al edificio del Rectorado. Una balsa de agua con una estatua de bronce que representaba a la diosa Minerva, símbolo principal de La Sapienza, presidía la plaza donde se encontraban los edificios principales. Al ser la primera vez que entraba en aquel inmenso entorno, Marc se dio cuenta de que se encontraban en una enorme universidad, probablemente la más grande que había visto en su vida. Bibliotecas, facultades, centros de apoyo a los estudiantes, bancos, enfermerías, capillas e incluso varios museos componían una auténtica ciudad. Afortunadamente, les habían enviado a buscar.

En la misma puerta del Rectorado, Luigi Colarossi les esperaba con los brazos abiertos.

Al verle, el detective no pudo evitar una amplia sonrisa, que rayó la carcajada: el aspecto del profesor era una réplica exacta del de Renaud, porque una inmensa pajarita a cuadros, pantalón con tirantes y una americana de color verde botella conferían al italiano la misma extravagante apariencia del asistente del conde.

Guylaine notó la hilarante actitud de su acompañante y le pidió que se moderase.

Sin mediar palabra, Colarossi se fundió con su amigo en un interminable abrazo y cuando terminaron de proferirse mutuos saludos, fueron invitados a subir a su despacho.

Cómodamente instalados en una inmensa estancia llena de libros y ordenadores, Marc pensó que, por la amplitud, limpieza y pulcritud del lugar, se trataba de la sala de reuniones del Rectorado. Al oír las palabras del profesor, se dio cuenta de su error.

—Ya ves, Jean Luc, me han ascendido y ahora ocupo un puesto muy relevante cerca del rector, aunque ya sabes que lo que a mí me gusta es investigar y este despacho me cuesta lo mío tenerlo ordenado. En eso somos iguales, porque recuerdo que a ti también te gusta el orden.

El detective recordó el día que visitó el lugar de trabajo de Renaud y comprobó la increíble organización que el asistente daba a todos y cada uno de los rincones de su espacio personal.

—Ante todo, me alegro por tu carrera —expresó su amigo francés, quien aprovechó para presentarle a sus acompañantes.

Al terminar las explicaciones de lo que les traía por allí, el italiano tomó la palabra para mostrar su aprecio al conde y a sus excelentes investigaciones, que había seguido de cerca desde que le conoció muchos años atrás.

—De hecho —dijo Luigi Colarossi—, yo he tenido la oportunidad de visitar el castillo donde ustedes viven en varias ocasiones. Debe de ser apasionante residir en un hábitat con más de mil años a sus espaldas.

—Bueno, a veces también es un incordio, pero no me puedo quejar, porque no está mal —indicó Guylaine—. Le agradezco sus palabras sobre mi padre y, en virtud de su amistad con él, le pediría que nos oyera y que tratáramos de centrar la conversación, porque tenemos un vuelo a París que no podemos perder.

—Pues vamos allá. ¿En qué puedo ayudarles?

Renaud se decidió a explicarle a su antiguo compañero el fondo de las investigaciones y, para ello, solicitó previamente a Guylaine permiso para poner al día al profesor sobre los hechos sucedidos en Reims y en Córdoba.

La mujer asintió y el asistente de su padre comenzó a exponer el increíble hallazgo de la cabeza parlante, así como la localización de un texto grabado en un zulo de una casa enterrada en Medina Azahara.

En el transcurso de las explicaciones, el italiano, sin dar crédito a lo que estaba oyendo, mantenía unos ojos cada vez más abiertos y cuando parecía que se le iban a escapar de las órbitas, se atrevió a hacer la primera pregunta.

—¿Sois conscientes de la relevancia de vuestros descubrimientos?

—Sin duda —apuntó Guylaine—. Lo que ocurre es que no podemos disfrutar de ello, porque mi padre desapareció durante unos días, ahora vuelve a estar perdido y, para colmo, mi madre también está ilocalizable. ¿Cree usted que en esta situación podemos siquiera parar a pensar en los logros históricos?

—Sí, lo imagino. Pues vamos al grano. ¿Qué pinto yo en todo esto?

—Nos falta la última parte del legado —Renaud se animó a tomar la palabra para iniciar una difícil explicación—. Como conclusión a una vida llena de éxitos, los descubrimientos de Silvestre II fueron trasladados a su genial cabeza parlante. Allí incorporó todo el conocimiento antiguo, el más ancestral de los recordados en las culturas clásicas, donde recogió información sobre la tierra. Esos conocimientos se creían ya perdidos, pero parecen contener datos que, proyectados hacia el futuro, conducen a nuestro planeta a un futuro incierto. Ante todo, la genial máquina creada por el papa mago es un artefacto capaz de crear modelos que pueden pronosticar el futuro de una forma matemática, disciplina en la cual nuestro compatriota fue un pionero del mundo moderno.

»Tras encontrar la cabeza parlante, allí se dirigió el conde para localizar parte del legado que Silvestre no pudo traer de su viaje a al-Ándalus. Yo no he podido participar en el indescriptible hallazgo de la pared labrada en la sala oculta de la casa del médico en Medina Azahara, pero he podido leer el texto, y contiene cosas que me han hecho pensar durante horas y que no puedo quitarme de la cabeza. Realmente, es algo imposible de describir.

»En ese texto, se dicen cosas que tardaremos años en descifrar. Entre ellas, hemos podido comprobar que la última parte del atávico legado de la naturaleza está en Roma, y más específicamente, en el Campo de Marte. Hemos analizado el Panteón, el mausoleo de Augusto, el teatro de Marcelo y otros monumentos establecidos en la zona extramuros de la ciudad imperial. De todos ellos, hemos deducido que no podría haber nada que sirva a nuestros intereses, porque ninguno de esos sitios fue dedicado al objeto que nos ocupa: la madre naturaleza.

»Por eso, hemos llegado a la conclusión de que lo que buscamos debió de estar contenido en el templo de Isis, la diosa de la tierra, la madre de la fertilidad y la antigua divinidad que representa a la naturaleza. Pero desgraciadamente, por su pronta desaparición, no tenemos nada que nos ayude.

—¡Vaya! No sabría qué decir —exclamó el italiano—. Ante todo, quiero agradeceros que hayáis contado conmigo, y no dudéis que colaboraré en un asunto tan importante. Dicho esto, he de confirmar que el templo de Isis desapareció, pero sus restos están esparcidos por medio mundo. Hay obeliscos en varias plazas de la propia Roma, y las esculturas ocupan muchos museos, incluido el Vaticano y el que tienen ustedes en París, el Louvre. Como veréis, no puedo precisar lo que buscáis porque es muy amplio el resultado del expolio del santuario pagano de Isis.

—Bien. Me parece un comentario muy acertado —indicó Renaud—. Lo que buscamos es fundamentalmente un texto. O algo que pueda ser interpretado y que provea información sobre conocimientos antiguos, que imaginamos deben estar relacionados con la tierra, con la fuerza de nuestro planeta y la naturaleza.

—Un templo desaparecido hace siglos y un legado perdido —dijo Colarossi—. Dios mío, esto apasionaría a cualquier arqueólogo, historiador e incluso a los aventureros más avezados.

—Vayamos al grano, por favor —pidió Guylaine, mostrando el reloj de su pulsera.

—De acuerdo —aceptó el italiano—. Comprendo la prisa que tienen y, por eso, trataré de ir a donde ustedes quieren llegar. La respuesta es afirmativa. Disponemos de textos muy antiguos que en su día decoraban las paredes del templo de Isis y que, por cierto, nunca se han publicado. Quizá porque nadie ha entendido hasta ahora lo que significaban.