Marc Mignon giró la cabeza y anunció que les perseguían. La mujer y el asistente también volvieron sus cabezas para mirar a través de la ventanilla trasera del vehículo, y pudieron comprobar que un coche, que circulaba de forma descontrolada, se aproximaba hacia ellos a toda velocidad.
El detective se preguntó si habría merecido la pena recoger a ese chiflado que probablemente estaba compinchado con sus perseguidores y que ahora les había metido en otro grave problema.
Intentó apartar esos pensamientos y dedicarse a tratar de perder de vista al dichoso coche rojo. Prometió que si salía de esta aventura, jamás en su vida se le iba a ocurrir comprar un vehículo de ese color.
De nuevo, aceleró todo lo que pudo e inició el camino hacia el centro de la ciudad, porque imaginó que allí tendría más posibilidades de evadirles. Por lo pronto, esa gente le había ganado distancia y ahora se encontraban a tan sólo unos cincuenta metros de ellos. Rezó para que algún semáforo cerrara el paso detrás de él, pero inmediatamente recordó que en aquella ciudad no suponía un gran problema pasar en ese estado y que, de hecho, él mismo ya había realizado esa práctica en muchas ocasiones.
Repasó mentalmente otras ideas que pudiesen darle una ventaja en la loca carrera que se presentaba con aquella gente, pero no parecía un asunto fácil. En una ciudad tan antigua como era Roma, con calles muy irregulares, y cuyo pavimento era muy distinto de unas zonas a otras, no parecía una tarea fácil la misión de perder de vista a los despreciables que tenía detrás.
En aquel momento, se acordó de lo que le había dicho el chaval en el aparcamiento.
El parking disponía de dos entradas y dos salidas. Lo recordaba perfectamente.
Con toda la serenidad que pudo, ideó un plan que podría funcionar.
Sacó de su bolsillo la tarjeta con el teléfono que le había dado el muchacho y se la dio a Guylaine.
—Por favor, marca este número y me lo pasas.
La mujer hizo lo que le pidió y le entregó el móvil con la llamada en proceso.
—Hola, chico. Soy el propietario del deportivo azul. ¿Me recuerdas?
—Claro que sí, sabía que me llamaría. Un coche como ése y una chica como la que usted lleva al lado hay que saber mantenerlos. Por eso, yo estaba seguro de que usted se pondría en contacto conmigo.
—Bueno, lo que quiero de ti es algo especial. Te daré cien euros si haces lo que voy a decirte.
—Por ese dinero hago lo que sea —dijo el chico entusiasmado.
—Voy a acceder al parking por la misma entrada de esta mañana. Pero quiero dar la vuelta en el interior y salir sin que tenga que introducir el ticket. Sé que es un poco raro, pero te diré por qué quiero hacer esto. Viene detrás de mí un tío que me quiere quitar a mi novia. Por eso quiero despistarle, saliendo rápidamente sin que se entere y sin que pueda seguirme. ¿Lo comprendes?
—Perfectamente. Ese tío sabrá quién soy yo. ¿Y cómo me pagará los cien euros?
—Te los dejaré cerca de la barrera abierta, donde tienes la garita. Lo siento, pero no puedo parar.
—Lo entiendo. No se preocupe, que eso está hecho.
Miró hacia atrás para ver la reacción de Guylaine, que no entendía nada. Le prometió que luego se lo explicaría.
Aceleró poniendo rumbo hacia la Piazza Vittorio Emanuele II, no sin antes comprobar que los rufianes mantenían constante la distancia entre ambos.
Al llegar a la entrada del parking, pidió a las dos personas que llevaba detrás que se agarrasen, porque iba a pasar muy rápido por el interior, y con los cien euros en la mano, entró en el aparcamiento confiando en que el chico cumpliese su palabra.
Bajó por la rampa de entrada y cogió el ticket.
Observó que el coche rojo entraba justo detrás de él.
Hizo el circuito interno dentro del parking a gran velocidad y se dirigió hacia la salida próxima a la cabina de control.
El chico le había visto desde que entró y, actuando tal y como había prometido, tenía la barrera de salida en alto, de forma que podían salir sin ningún problema.
En el momento de pasar, Marc sacó el brazo por la ventanilla y le dejó el dinero como habían acordado. El muchacho se lo agradeció y, tras pasar, bajó inmediatamente la valla.
El coche rojo intentó hacer lo mismo y se encontró con la barrera abajo.
Para mayor sorpresa de sus ocupantes, un chaval de no más de quince años se había colocado frente a la barra de rayas blancas y rojas; con los brazos cruzados delante de su pecho, y con cara de pocos amigos, les dejó claro que por allí no pasaba nadie.
Marc avanzó hacia las calles más amplias que conocía, en un intento de salir de la ciudad lo antes posible. Se cercioró de que ningún coche le seguía y que, en consecuencia, aquella gente se había quedado dentro del aparcamiento.
Tras el éxito de la operación, pensó en cómo resolver el problema de Renaud. Por un lado, no podía dejar tirado a aquel hombre que, a pesar de todo, parecía sincero. Pero por otro lado, no era razonable llevarle a su hotel, porque si no estaba limpio de culpa, entonces avisaría a los matones para que estuviesen allí de inmediato.
Por tanto, lo razonable era llevarle hasta un hotel distinto al de ellos y negarle cualquier tipo de información sobre dónde se encontraban alojados. Con eso, garantizaban su seguridad.
Llegó hasta un pequeño establecimiento hostelero en las afueras de Roma, en dirección hacia el sur y paró en la zona destinada a dejar a los clientes.
—Señor Renaud, ¿le parece que le dejemos aquí esta noche para que pueda dormir un poco? —propuso el detective.
—Por supuesto que sí. Comparado con la pésima cama que he tenido en los últimos días, esto debe de ser el paraíso.
Bajaron del vehículo y solicitaron una habitación a la recepcionista. Les pidió el dinero por adelantado, lo que no supuso ningún problema para que el asistente durmiese allí esa noche.
Permitieron que el hombre subiese unos minutos para asearse y acordaron esperarle en la cafetería para conversar.
Renaud se despidió diciéndoles que tenía cosas importantes que contarles.
* * *
Se dirigieron a la mesa más discreta de entre las que había disponibles e iniciaron un diálogo que se hacía imprescindible para poder seguir una estrategia conjunta.
—Sigo sin fiarme —dijo el detective—. Este tío debe de estar compinchado con los rufianes. Tiene un aspecto muy amable, como si nunca hubiese hecho nada malo, pero lo cierto es que, por alguna razón que desconocemos, este hombre va a darnos muchos problemas. Ya lo verás.
—Hasta ahora ha cumplido su palabra —expuso Guylaine—. Además, te recuerdo que fuimos nosotros los que le dejamos tirado en la mezquita y salimos corriendo. Creo que podemos darle gracias a Dios de que este señor esté con vida. Por mi parte, quisiera oírle y que nos explique con detalle lo que ha ocurrido, su extraño viaje, y sobre todo, me gustaría que nos diera referencias sobre lo que ha podido suceder con mi padre, mi madre y todo este embrollo. No olvides que Renaud es una persona clave en este asunto.
—De acuerdo; hablaremos con él. Pero recuerda no decirle el nombre de nuestro hotel y, por supuesto, seremos nosotros los que le interrogaremos.
—Ahí viene…
Renaud se acercó con paso ligero hasta ellos, tomó asiento y lo primero que hizo fue pronunciar una sincera disculpa por la lamentable presencia que ofrecía, debido a que no traía más ropa que la puesta.
—Mañana trataré de conseguir algo distinto. En el centro de la ciudad hay muchas tiendas, y la verdad, éste no es un mal sitio para ir de compras.
—Bueno, le ruego que comience a explicarnos lo que ha pasado en estos días, lo que ha visto u oído y, en definitiva, todo lo que pueda ser de interés para nosotros. Antes de nada, le diré que es muy sospechoso que usted apareciese por sorpresa en Córdoba, donde estábamos investigando la desaparición del conde, y ahora aquí, en Roma.
—Creo que todo lo que usted ha dicho tiene explicación, señor Mignon —comenzó a declarar Renaud, que cruzó las manos sobre la mesa y adoptó una actitud sumisa—. Le seré sincero sin ningún tipo de limitaciones. Entienda que mi situación no es nada fácil y que me encuentro vapuleado, ultrajado y, sobre todo, muy desconcertado.
—Pues comience diciéndonos cómo sabía que estábamos en Córdoba —solicitó el detective—. Nosotros no se lo dijimos a la condesa. ¿Cómo se enteró usted?
—Recibí una llamada de la extraña gente que usted conoce. Me refiero a ese grupo de personas que durante años nos ha ayudado en nuestras investigaciones. Recuerde que le dije que les había visto en diversas ocasiones, pero que nunca pude comprobar su identidad. El caso es que, la tarde que ustedes llamaron a la condesa desde Ripoll, ellos me localizaron y me pidieron que viniese a Córdoba porque aquí podría ayudar al conde. No tengo ni idea de cómo ellos se enteraron de que Pierre podía estar por allí, pero lo cierto es que yo seguí sus instrucciones como siempre. Sé que ustedes le encontraron porque los brutos que me han golpeado han estado hablando en mi presencia de lo que hacía por Medina Azahara, y de lo que ha pasado en la casa del médico-cirujano.
—Sorprendente —pronunció Marc—. Eso quiere decir que los brutos nos han estado siguiendo, nos han dejado trabajar y luego han perseguido al conde hasta París y a nosotros hasta Roma.
—¿Pierre está ya en Francia? —preguntó Renaud intrigado.
—Así es —le confirmó Guylaine—. Lo que ocurre es que ha vuelto a desaparecer. Esto parece un juego de guiñoles. Le encontramos y ahora vuelve a estar ilocalizable.
—Bueno, al menos la condesa sabrá dónde se ha metido, si está por allí.
—Nada de eso. Mi madre también se ha quitado de en medio desde hace unos días. En estos momentos, tengo a toda mi familia missing.
—Siga usted contando —dijo el detective, con un tono inquisitorio que solía darle resultado cuando interrogaba al asistente.
—En Córdoba, me llevaron a un sitio apartado donde me pegaron y me hicieron miles de preguntas. Puedo demostrarle que me infligieron una serie de torturas para que hablase.
Abrió su camisa y dejó ver que tenía un grupo de moratones de dimensiones considerables en varias partes de su cuerpo. Subió las mangas de su camisa y permitió que comprobasen que las magulladuras, por las ataduras de cuerdas en las muñecas, eran evidentes.
—No les dije nada porque, de verdad, la información que yo tenía de la máquina y del conde eran nulas, como ahora. Soy la persona que menos sabe de todo esto. Créanme.
—Ya nos contó cómo le trajeron a Roma, y el modo en que le soltaron —afirmó Guylaine, que comenzaba a darle mayor credibilidad a ese hombre conforme iba hablando—. Está claro que le han utilizando como señuelo. Espero que por su bien esté diciendo la verdad.
—Señorita, usted me conoce desde que era pequeña. ¿Cómo puedo yo mentirle? ¿Con qué propósito?
—Tengo que serle sincero, Renaud, yo no me fío de usted. Tendré los ojos puestos sobre su cogote en todo momento —añadió Marc.
—No les defraudaré; se lo aseguro. Aprecio mucho a la familia Dubois, a la que he dedicado mi vida. En estos duros momentos, lo único que puedo hacer es ayudarles, y no les quepa la menor duda porque haré lo que sea, lo que necesiten.
Era imposible no creer a aquel hombre, cuyo tono de voz, implorante y sumiso, sería capaz de ablandar a cualquiera.
—De acuerdo —lanzó la mujer—. Vamos a fiarnos de usted, pero sólo a medias. Iremos viendo cómo se desarrollan los acontecimientos. Ahora, lo más importante es decidir si nos vamos a Reims inmediatamente o tratamos, antes de nada, de conseguir lo que hemos venido a hacer aquí.
—Quizá yo pueda ayudarles —se ofreció de nuevo el asistente—. Ya saben ustedes que, cualquier cosa que pueda aportar, lo voy a hacer.
La mujer miró a Marc y obtuvo su aprobación mediante una simple mirada.
—Estamos aquí porque en Medina Azahara encontramos lo que mi padre había venido buscando y por lo que se fue de Reims hace unas semanas. Pero lo que hemos hallado allí está incompleto. Junto a un largo texto escrito en árabe encontramos una extraña inscripción con tres simples «R». Esto lo interpretamos como Reims, Rávena y Roma. Los tres sitios a los que el monje Gerberto accedió con la especial ayuda que obtuvo de aquel misterioso libro que probablemente robó en Córdoba.
»Por eso mi padre se ha ido a París, con la ayuda de un joven arqueólogo que conocimos allí, y nosotros hemos venido a Roma para tratar de encontrar la última parte del legado.
—Y dice usted que de nuevo ha desaparecido —dijo Renaud—. ¡Qué cosa más extraña! En el castillo debía estar a salvo.
—El caso es que no contesta ni el mayordomo —añadió Guylaine—. Por alguna razón que desconocemos, parece no haber nadie.
—Inaudito —soltó el asistente.
—Así es. Por eso me pregunto si debemos regresar a casa lo antes posible o si merece la pena seguir investigando para encontrar esa tercera parte del legado.
—¿Sería posible ver el texto que consiguieron ustedes en Medina Azahara? Quizá yo pueda echar una mano.
—Sí, hemos hecho copias en papel del desarrollo completo y también tenemos fotos. Lo llevo todo aquí en el bolso.
Procedió a rebuscar entre los objetos que portaba y en unos segundos había dado con un trozo de papel que le cedió al asistente.
El hombre lo leyó con rapidez, haciendo gala de su manejo del árabe.
—Se me ocurre una cosa —dijo Renaud—. Aquí hace referencia al Campo de Marte, una zona de la antigua Roma que se extendía al norte de la muralla edificada por Servio Tulio. Ese terreno estaba limitado, al sur, por el Capitolio y, al este, por una colina. En medio, había una gran llanura bordeada por la curva del río Tíber. Creo recordar que se llama así porque allí existía un altar dedicado al dios Marte, desde tiempos muy antiguos, que nadie ha podido identificar. Ni los romanos sabían quién había levantado ese primitivo templo. Pero en la etapa de esplendor del imperio, el Campo servía como zona de entrenamientos para los militares y también para acampar las tropas.
»Hoy día, toda esa zona es un espacio de la ciudad de Roma que se encuentra profusamente urbanizado porque en el transcurso de los años, al ir creciendo el imperio, se levantaron muchos de las construcciones más gloriosas que han perdurado hasta hoy.
»En definitiva, creo que deberíamos echar un vistazo a alguno de los edificios que ya existían cuando Silvestre era papa y vivía aquí, en San Juan de Letrán.
—Hoy hemos estado allí —dijo el detective.
—Pues si ustedes quieren, esta noche yo preparo un plan para que mañana podamos indagar si hay algún resto del papa mago en alguno de los edificios del Campo de Marte —propuso Renaud—. ¿Puedo quedarme con este texto para leerlo mejor?