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Mediante una mirada de complicidad, Guylaine estaba reclamándole una respuesta, por si debía coger la llamada o rechazarla.

Marc le lanzó unas claras instrucciones: era importante conocer qué había sido del desdichado y sospechoso Renaud.

Pulsó una tecla para responder la llamada y pensó en lo que debía decir.

—¿Es usted Renaud? —preguntó la mujer.

—Exacto. Soy yo.

Comprobó que, efectivamente, se trataba de su voz y que parecía estar bien. Por unos instantes pensó que le oiría entre quejidos, moribundo y maltrecho, lamentándose de los golpes que le habían propinado dos brutos.

—¿Se puede saber dónde se ha metido? Hemos estado muy preocupados por usted.

—Lo entiendo. Aquellos tipos en la mezquita me sacaron de allí y me llevaron a un sitio muy siniestro para interrogarme. Me alegré mucho de que ustedes pudiesen escapar de aquellas bestias.

—¿Y dónde ha estado estos días? —volvió a preguntar Guylaine.

—Encerrado. Me retuvieron y, cuando ya no han necesitado más de mí, me han liberado.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la mujer—. Cualquiera sabe lo que le hubieran podido hacer.

—Así es —respondió Renaud—. Pero, afortunadamente, me han dejado ir. Pienso que ya no necesitan nada de mí y, como realmente yo no les he podido decir algo de interés, me han soltado. Me gustaría verla inmediatamente, pues hay cosas muy importantes que tengo que decirle.

—Pero es que nosotros estamos en Roma; dejamos Córdoba esta misma mañana —explicó la mujer.

—Y yo también, señorita. Los tipos ésos me han dejado aquí, en medio de la ciudad, en las mismísimas Catacumbas de San Calixto, hace unos minutos. He llamado al conde, pero no me responde, y en el castillo tampoco parece haber nadie. Por eso he recurrido a usted.

—Pues no se mueva de ahí —le dijo—. Le llamaré en unos segundos.

Colgó y le contó al detective lo que había hablado con el asistente.

La cara de sorpresa de Marc Mignon le dejó claro a la mujer que la noticia de la aparición de Renaud no parecía muy positiva para él, pues, por su expresión, debía de haber encontrado algo raro en el asunto.

—¿No te das cuenta de que se trata de una trampa? —le dijo el detective—. Cualquier ser humano no va por ahí, le secuestran y le dejan a miles de kilómetros, como si tal cosa, si no hay una razón explicable para ello.

—Tiene que haberla —apuntó la mujer—. Te sigo diciendo que Renaud me parece un hombre sincero. Me ha dicho que le han traído desde Córdoba, imagino que en un avión privado, igual que nosotros. No hay otra explicación.

—¿Y tu idea es ir allí y traerle? Me parece muy peligroso. ¿Cómo podemos saber que no están los rufianes con él esperando para cazarnos?

Comenzó a dar vueltas alrededor de la mujer en señal de nerviosismo. Debía pensar rápido si quería actuar con solidez, porque eso era lo que se le pedía a un buen detective privado en un momento como aquél. Y él quería serlo.

—Bien. Ya sé lo que haremos. Pero recuerda que debemos seguir estas instrucciones al pie de la letra. ¿De acuerdo?

La mujer asintió.

—Primero, no le debemos revelar, bajo ningún concepto, el hotel en el que estamos. Segundo, dile que camine hasta… —miró un mapa de Roma y halló un punto cercano a donde se encontraba, que le pareció idóneo para llevar a cabo su plan— el final de la vía Appia Antica y que nos espere allí, al pie de la calle. Es muy importante que lo haga exactamente así. Y por último, explícale que, por su bien, será mejor que nos esté diciendo la verdad.

—De acuerdo.

La mujer siguió las instrucciones de Marc al pie de la letra y, cuando terminó de hablar, le dijo que el asistente había entendido perfectamente todas sus recomendaciones.

Abandonaron el hotel y tomaron un taxi en las inmediaciones para que les llevase hasta el lugar donde habían aparcado el coche azul, que permanecía perfectamente estacionado en el mismo sitio en que lo habían dejado y, en esta ocasión, no tenía ningún tipo de daño causado por los matones, como les ocurrió en Ripoll.

Revisó el vehículo dando varias vueltas alrededor del mismo y comprobó que, efectivamente, estaba en un excelente estado. Al ver que no paraba de inspeccionar su coche, el chico que vigilaba el aparcamiento se le acercó para ofrecerle sus servicios.

—Señor, no se preocupe porque su coche está aquí bien cuidado —le dijo al detective—. Si usted quiere, se lo puedo lavar.

Su acento parecía rumano, aunque los idiomas del Este no eran el fuerte del detective.

—Muchas gracias. Ya nos vamos.

—Bueno, pero tome una tarjeta con mi teléfono y, si quiere cualquier cosa, usted me llama —le ofreció en un tono muy cortés.

Marc se la metió en el bolsillo y le dio las gracias.

Antes de subir, le pidió a la mujer que ocupase el asiento de atrás. Guylaine obedeció y se fue hacia la parte posterior del coche sin rechistar.

El hombre condujo hacia el exterior del parking y tomó la dirección correcta hacia las catacumbas romanas. Cuando inició la marcha, la mujer le pidió que le hiciese partícipe de su plan.

—Mi idea es circular por la vía Appica Antica hacia el final y, cuando veamos a Renaud, exactamente donde le hemos pedido, tú abres la puerta de atrás y le pides que se meta corriendo en el asiento junto a ti, a toda prisa. Si vemos que nos siguen, nos marchamos sin más. Si lo que dice es verdad y allí no hay nadie, mejor. Pero no me lo creo.

—Debemos pensar que es probable que le estén usando como señuelo.

—Sí, también es probable, pero mi misión es ponerte a ti a salvo.

La mujer le concedió una mirada de agradecimiento a través del espejo interior del coche y, a continuación, pensó con detalle en el plan que el detective había ideado.

* * *

Condujo con precaución durante todo el trayecto hacia las catacumbas, un sitio muy conocido en los circuitos turísticos de Roma, pero que, a esa hora de la noche, estaría desierto con seguridad.

Durante el camino, no paró de darle vueltas a la llamada del asistente.

Si decía la verdad, cosa que dudaba, al hombre lo habían debido de machacar como le había ocurrido a él mismo y, en consecuencia, debía de tener marcas de los golpes y magulladuras, porque, de hecho, a él aún le dolía el pómulo izquierdo a pesar de que habían pasado varios días desde que se ensañaron con su fuerza bruta aquellos bellacos. Y si mentía, sería porque estaba compinchado con ellos y les había estado engañando desde el principio. La idea de que el asistente del conde hubiera estado participando con quien estuviese detrás de todo esto la había tenido muy presente desde que había iniciado las investigaciones, y sólo por eso, debía estar en alerta incluso si conseguían recogerle y hablar con él. De ninguna manera debía fiarse de aquel excéntrico tipo. Pero en cualquier caso, lo que no se le quitaba de la cabeza era que todo esto era una treta para atraparles y que, en unos minutos, iban a ser objeto de una enorme trampa.

Se acercó al comienzo de la vía y alertó a la mujer de que estuviese muy atenta.

—Si no lo vemos claro, pegaré un acelerón y nos quitamos de en medio. ¿Vale?

—Me parece bien —contestó Guylaine—. Pero tratemos de darle una oportunidad a este pobre hombre, que lo tiene que haber pasado muy mal.

Inició la marcha a un ritmo lento, tratando de ver si en alguno de los lados de la calle había un coche rojo con unos tipos en su interior esperando que se acercasen.

Había recorrido la mitad del camino y aún no veía a nadie al final. Agudizó la vista, ya que la escasa luz que proporcionaban las pocas farolas no dejaba ver con nitidez a una distancia superior a cien metros.

Ralentizó aún más la velocidad y acometió el último tramo.

Efectivamente, echado sobre un coche aparcado a la derecha estaba Renaud, mirando en todas direcciones.

—Ahí está —alertó Marc—. Vamos a proceder a meterle dentro. No parece que haya nadie por aquí y tampoco he visto el coche rojo que llevan los canallas. ¿Estás preparada?

—Sí, pero un poco nerviosa.

—Tranquilízate, porque si hay cualquier cosa rara, nos quitaremos del peligro rápidamente.

—Vale, vale. Vamos allá.

Se acercó al asistente y lanzó un par de ráfagas de luz con los faros del vehículo.

Renaud se irguió porque había visto que le hacían señas. Levantó la mano y saludó indicando que se encontraba allí.

Marc pisó ligeramente el acelerador para acercarse a él y le pidió a Guylaine que abriese la puerta trasera.

La mujer le obedeció, y justo al llegar a la altura del asistente, la puerta ya estaba abierta. Desde dentro, le gritó que subiese rápidamente al coche.

Con el corazón palpitando a gran velocidad, el detective trató de salir de aquel sitio tan pronto como pudo.

* * *

En el interior del coche, Guylaine comenzó a hacerle preguntas al asistente de forma atropellada.

Marc le pidió que esperase unos minutos para iniciar el interrogatorio, una vez tuvieran la seguridad de que no les seguían.

—Quiero que usted sepa que yo no puedo estar seguro de que no me hayan utilizado, señor Mignon —dijo Renaud, a modo de súplica—. Le ruego que lo entienda. Lo que es cierto, se lo juro, es que es verdad todo lo que le dije antes a la señorita. Me llevaron con ellos cuando ustedes salieron corriendo de la mezquita y me han retenido todo este tiempo. Me han hecho mil preguntas, aunque, por suerte, yo no sé cómo funciona la maldita máquina ésa. Sólo el conde lo sabe.

—¿Y cómo ha aparecido usted aquí hoy? —preguntó el detective.

—Esta mañana me pusieron una gruesa capucha en la cabeza, me metieron en el maletero de un coche y, al cabo de un rato, noté que estaba en el interior de un avión. El vuelo duró unas dos horas y, posteriormente, me introdujeron en otro vehículo y anduvimos un buen rato. Creo que no aterrizamos en el aeropuerto de Fiumicino, sino que esta gente ha utilizado un aeródromo secundario. El caso es que unos cinco minutos antes de llamar a la señorita me soltaron en plena calle sin decir nada. Me han dejado mi teléfono móvil y, afortunadamente, mi cartera con mis tarjetas y mi dinero. Sin embargo, no tengo más ropa que ésta, porque desde que me secuestraron no he podido cambiarme. Les ruego que también me disculpen por eso.

Cuando aún estaba sopesando si lo que decía era verdad o no, vio el coche rojo por el retrovisor.

De nuevo, se habían convertido en la presa de aquella gente.