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La mujer respetó el silencio del hombre porque imaginaba lo que debía de estar pasando por su interior después del periplo de los últimos días.

De alguna forma, era como presentarle, de repente, al culpable de los hechos que había estado investigando.

Tras unos minutos, el hombre se decidió a hablar.

—Imagino que ésta es la lápida que se moja de sudor cuando el papa en ejercicio va a morir. ¿No es así?

—Exacto. Cuando cualquier papa enferma, la gente se viene aquí y toca esta placa de mármol para ver si exuda un raro líquido, pues en ese caso, el pontífice que está en el trono de Pedro moriría en breve tiempo. Es una especie de facultad paranormal que le conceden al papa mago, como colofón a una vida llena de misteriosos hechos secretos, sortilegios y toda clase de extraños sucesos.

»Además, hay quien dice que si pegas la oreja a esta plancha de mármol, oirás una serie de huesos entrechocar. ¿No es escalofriante?

—Parece que este hombre no ha dejado de dar sorpresas incluso después de muerto.

—Así es. Ahora debemos leer el texto de la lápida, por si descubrimos alguna pista.

—Pues la leerás tú, porque yo no entiendo nada. Lamento no leer esa lengua muerta, por cierto.

Guylaine le miró de soslayo y sacó de su pantalón un pequeño trozo de papel en el que fue anotando lo que se le iba ocurriendo al leer el cenotafio.

Pasaron unos minutos y el hombre se sentó en un pequeño resalte de uno de los nichos de los apóstoles de la nave central, mientras la mujer redactaba interminables notas. Desde allí, disponía de una vista excepcional de todo el recinto.

Desvió su mirada hacia la derecha y observó una larga cola de gente que caminaba lentamente deleitándose con las fascinantes reliquias y los majestuosos relieves en los que se contemplaban distintas escenas relativas a un buen número de santos.

Giró la cabeza hacia la izquierda y casi se atragantó con su propia saliva.

De nuevo, allí se encontraban los dos tipos, que ya casi le resultaban familiares.

Después de la aventura vivida en Córdoba, volvía a ver a la misma gente pisándole los talones.

Sin respirar, dio un enorme salto y arrastró a la mujer hacia el exterior del templo, aplazando darle cualquier tipo de explicaciones.

* * *

A toda prisa, se dirigieron hacia una zona deportiva situada en la parte trasera de la basílica de San Juan de Letrán, donde habían conseguido un aparcamiento momentos antes. En el interior del vehículo, comenzó a exponerle lo que había ocurrido, dándole cuenta de la súbita aparición de los mismos brutos que les venían persiguiendo.

Pisó el acelerador y trató de sacarle partido al excelente motor del coche azul. El vehículo respondió perfectamente, y en pocos segundos, ya estaban a muchos metros de la basílica.

Se dirigió hacia la via Dell’amba Aradam y, desde allí, a las Termas de Caracalla, cuyas calles abiertas, rodeadas de jardines, les permitirían comprobar si aún les seguían.

Miró por el retrovisor y trató de convencerse de que les habían despistado, pero sin quererlo, apareció un coche rojo, exactamente igual al que habían tenido detrás en buena parte de la persecución por España. Les seguía de nuevo.

Imprimió velocidad al vehículo, saltándose varios semáforos seguidos y llegó al Circo Máximo, sin tiempo para pensar demasiado, por lo que optó por callejear por zonas menos amplias, en un intento de perder de vista a esa gente.

Un súbito acelerón de los matones situó al coche rojo a la par del azul.

Marc tuvo tiempo de mirar por la ventanilla y observar la cara de la persona que conducía.

Las tripas se le removieron cuando comprobó que era el mismo tipo cuya voz había reconocido en Ripoll. Sin lugar a dudas, se trataba de uno de los brutos de cuya garganta salió la fatídica frase relativa a sus padres.

Un profundo malestar se instaló en su interior, aunque la adrenalina acumulada le disparó todas sus alarmas para que saliese de aquella situación peligrosa.

Sin saber cómo, acabó llegando al Coliseo, cuya silueta apareció de repente, sorprendiéndoles.

—Un bonito lugar para pasear, no para correr —dijo el hombre, que notaba que por allí no debía circular a mucha velocidad porque las calles no estaban asfaltadas, sino adoquinadas, por lo que el ruido al ir a cierta velocidad parecía amplificarse.

Rodó con prudencia sin perder de vista el espejo retrovisor, avanzó hacia el nordeste de la ciudad y, al poco rato, se encontró en la Piazza Vittorio Emanuele II. Le preguntó a la mujer si le parecía buena idea dejar el coche en alguna calle adyacente a la plaza y continuar caminando.

Guylaine asintió con la cabeza, por lo que Marc buscó un aparcamiento público. Introdujo el vehículo por la rampa de entrada y encontró una buena cantidad de plazas libres. Eligió la más cercana a la salida y apagó el contacto. Observó que el parking disponía sólo de dos entradas, por lo que, si el coche rojo entraba, ellos le verían desde donde habían aparcado. Al cabo de veinte minutos, ningún vehículo sospechoso había accedido.

Utilizaron la salida peatonal y se perdieron entre la gente que hacía sus compras en las tiendas de alrededor.

* * *

Roma era una ciudad suficientemente grande como para no encontrar a nadie de forma fortuita.

La caminata hasta el hotel, a paso rápido, les llevó casi una hora, en la que fueron discutiendo la maldita coincidencia de encontrarse con aquella gente en la basílica de San Juan.

—No es una casualidad —dijo Guylaine, sin perder de vista la acera—. Esos tipejos van tras nosotros y saben por dónde nos movemos. Han ido al sitio que, con seguridad, teníamos que visitar. Allí está el cenotafio de Silvestre II y, por tanto, era lógico que lo fuésemos a ver en primer lugar.

—¿Y cómo saben que estamos en Roma? ¿Quién puede haberles dado esa información?

—Eso sí que es un misterio. La decisión de venir aquí la tomamos ayer mismo, y hemos venido en un jet privado. Nadie nos ha visto en el aeropuerto sacando una tarjeta de embarque hacia Roma ni ha podido seguirnos al vernos en la cola de la puerta de embarque. Y lo más importante… Nosotros hemos venido en vuelo directo desde una ciudad que no tiene vuelos comerciales con Italia. ¿Cómo pueden estar aquí tan pronto?

—Es evidente que alguien les ha informado.

Se miraron, comprendiendo que la única persona que podía haber hecho eso era el joven arqueólogo, quien se encontraba en esos momentos trabajando con su padre en el castillo.

La mujer tuvo el impulso de coger el teléfono y avisar al conde, haciéndole ver que el tal Bruno era un traidor y que, con toda seguridad, era uno de los compinches de los matones que les venían siguiendo.

Marc le cogió la mano indicándole que no era apropiado hacer la llamada en ese momento, puesto que era mejor esperar un poco y pensar con calma lo que le iban a decir. Ante todo, debían conservar la frialdad necesaria para actuar con eficacia.

El hotel les pareció un sitio realmente confortable cuando consiguieron llegar tras una tensión como la que habían sufrido.

Guylaine se encaminaba hacia su habitación cuando el detective la paró en seco indicándole que ahora, dadas las circunstancias, debían dormir en un solo sitio, por seguridad.

Si aquella gente conseguía saber dónde se hospedaban, podía ocurrir que ella se encontrase sola, con lo cual el problema se agravaría. Por ello, la solución volvía a ser la misma que en las ocasiones anteriores.

La mujer pensó unos segundos lo que el hombre le estaba explicando y acabó afirmando que tenía razón. Cogería las cosas y las trasladaría inmediatamente.

* * *

Se acomodaron en la habitación de Marc, que disponía de dos cómodas camas de gran amplitud, y sin colocar la ropa en el armario, la mujer cogió el teléfono y buscó en la memoria del aparato el número de su padre.

Cinco tonos de llamada le parecieron una eternidad. Al sexto, apareció la voz de Bruno, que la saludó de forma cortés.

Guylaine le indicó que le pasase el teléfono a su padre y que no entendía por qué no le atendía él directamente.

El joven le respondió que se encontraba muy ocupado, actuando con la información que habían encontrado en Medina Azahara, y que ahora no podía ponerse. El momento era muy delicado, puesto que estaba a punto de obtener algo relevante. Por eso, cualquier mensaje se lo daría a él en cuanto terminase.

La mujer colgó con furia.

Buscó el número del mayordomo del castillo y esperó a que respondiese.

La llamada agotó todo el tiempo disponible y se cortó. Probó suerte de nuevo y obtuvo el mismo efecto. Jamás, en toda su existencia, le había ocurrido algo parecido, porque el personal de servicio siempre estaba atento al teléfono.

En esta ocasión, nadie respondía en su casa.