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La ausencia de nubes permitió a la mujer observar con buena visibilidad muchos detalles durante el despegue. A los pocos minutos, el aparato sobrevolaba la ciudad de Córdoba, en la que pudo distinguir desde esa altura los distintos monumentos que hacían de aquella urbe un sitio incomparable. Guylaine recordó el instante exacto en que se encontró con su padre, en la mítica Medina Azahara. Sin lugar a dudas, ése sería un momento que recordaría toda su vida y, en particular, mantendría la imagen en su memoria mientras viviese.

El Falcon 200 había alcanzado la altitud de crucero y, en consecuencia, el piloto apagó la señal de los cinturones, el aparato, con nueve plazas disponibles, presentaba una gran comodidad para sólo dos ocupantes.

Recompuso su postura en el asiento y comprobó que Marc estaba adormilado.

—¿No te interesa el paisaje?

—Sí, por supuesto, pero prefiero mirar cuando dejemos de ver tierra. En esta ruta, estamos obligados a cruzar el Mediterráneo e imagino que podremos contemplar alguna de las islas de Mallorca, Córcega o bien Cerdeña. Quiero estar atento a esa parte del viaje. Ya conoces mi pasión por el mar.

—Es que parecías dormido —afirmó la mujer.

—En realidad, estaba pensando en la ocurrencia de tu padre de llevarse con él a ese joven arqueólogo del que desconocemos todo. Es cierto que nos ha ayudado, y mucho, pero no creo que haya sido prudente dejarle ir con el conde y meterle en el caso.

—¿No será que estás un poco celoso? Creo que tú, el detective, quiere el caso para él solo, sin nadie que le haga sombras.

—¡No digas bobadas! —exclamó el hombre, haciendo un gesto con la mano para que parase de afirmar lo que consideraba algo absurdo—. Debes de estar bromeando. Estoy muy involucrado en el asunto, y eso es todo. No quiero que le pase nada a tu padre y por eso pienso en su seguridad. Por cierto, ¿has llamado hoy a tu madre?

—Sí, pero sigue desaparecida, y comienza a inquietarme de forma severa. Ella y yo siempre hemos tenido una relación muy directa y especial, porque creo que somos muy parecidas. Nunca hemos estado sin hablarnos tanto tiempo. Incluso cuando estoy en París dando clases, mi madre me llama a diario para saber cómo estoy. Ciertamente, ha debido de ocurrir algo extraño con ella.

—No te preocupes, ya verás como aparece.

La mujer se entregó a sus pensamientos tratando de imaginar dónde se habría metido la condesa. Por su cabeza pasaban muchas cosas. La primera, la teoría a la que venía dándole vueltas desde el día anterior, no era nada agradable. Por alguna razón que no le era ajena, pensaba que Véronique había decidido finalmente abandonar a su marido y comenzar una vida en solitario. Aunque ésa podría ser una explicación razonable a su repentina desaparición, no parecía lógico que no la hubiese llamado en varios días y que no le dijese, a ella antes que a nadie, la decisión que había tomado. La idea le daba vueltas en la cabeza una y otra vez, y la única explicación posible que podía justificar el silencio de la condesa era su deseo de reflexionar a solas sobre los pasos que iba a dar. Si ése era su deseo, ella no la iba a molestar, pero le dolía el hecho de que no hubiese compartido con su hija una disposición de esas características.

Y si todo eso no era así, la segunda cosa que le podía haber ocurrido, no quería ni pensarla.

Miró por la ventanilla y descubrió que sobrevolaban alguna isla.

Pensó en avisar a su acompañante, pero comprobó que ahora sí que estaba dormido.

Un mar de color verde turquesa bañaba unas costas doradas en las cuales se podía divisar, no sin cierta dificultad debido a la altura, un entorno idílico de bellas playas y recogidas calas en las que fondeaban pequeñas embarcaciones que parecían puntos sobre un tapiz verdoso.

Decidió preguntarle al piloto por la isla que sobrevolaban y éste le confirmó que se trataba de Palma de Mallorca.

Se reclinó en el asiento y decidió imitar al detective, deseando soñar cómo sería su vida en alguna de aquellas maravillosas riberas, cuando todo lo que le estaba sucediendo hubiese terminado.

* * *

La llegada al aeropuerto se produjo en un corto espacio de tiempo. Ambos habían conseguido conciliar un largo descanso en el interior del confortable avión y, por eso, el vuelo se había hecho muy corto.

Desembarcaron con rapidez y se dirigieron a la oficina de alquiler de coches, donde obtuvieron una flamante berlina azul con aspecto deportivo.

—Creo que con este vehículo estaremos a la altura de los italianos, que gustan de presumir de cualquier cosa que lleve un motor —comentó el hombre.

—Es una ciudad donde debes conducir con cuidado. Aquí la gente va muy rápido.

—Lo sé. Y me encanta.

Llegaron al hotel justo a la hora de comer.

Al contrario que en otras ciudades en las que habían estado juntos, decidieron coger dos habitaciones, una para cada uno de ellos, porque ya no había un peligro evidente de que diesen con ellos.

Habían venido en un avión privado, con un destino y un horario que nadie conocía. ¿Podía alguien saber que estaban allí?

Acordaron compartir unos platos muy ligeros en la cafetería y, tras dejar las cosas en sus habitaciones, se lanzaron a la búsqueda de la última parte de los milenarios datos que tanto habían cambiado sus vidas en las últimas semanas.

En el interior del coche, la mujer sacó una lista, que su padre le había preparado la noche anterior, con los lugares que de forma preferente debían visitar.

Sin mediar pausa, marcó el teléfono del conde, quien ya debía de haber llegado a Reims, vía París.

Pierre Dubois descolgó el aparato y la saludó de forma efusiva.

—¡Hola, hija! No te vas a creer lo que estamos avanzando. Este joven, Bruno, es un experto en estos temas, y ha sido todo un descubrimiento porque, además de conocimientos, tiene una gran pasión por el milenarismo. Es un ayudante formidable.

—Muy bien. Nosotros vamos a iniciar nuestro periplo por la ciudad. Si no tienes nada que decirnos, nosotros vamos a comenzar por el cenotafio de Silvestre II. En estos momentos, nos dirigimos hacia allí.

—Perfecto. Si descubrimos cualquier cosa, te llamaré.

El impresionante frontal de la basílica de San Juan de Letrán estaba bañado por el sol de la tarde y entre las inmensas columnas blancas había un buen número de personas que se disponían a visitar la residencia del obispo de Roma. Las enormes estatuas situadas en la parte superior parecían observar a los feligreses que entraban.

—¿Conoces este templo? —le preguntó Guylaine a Marc.

—No. He de reconocer que nunca he entrado, por lo que, si quieres, puedes hacer de guía turística y yo te escucharé pacientemente. Adelante.

La mujer comenzó a explicarle que se trataba de una de las cuatro mayores basílicas de la ciudad sagrada y que, en particular, ésta era la más importante porque fue la iglesia principal del cristianismo durante mucho tiempo, desde el siglo III exactamente.

—¿A que no sabes quién consagró este templo? —preguntó la mujer, que quería sorprender al detective.

—No, no tengo ni idea.

—Silvestre I la consagró en el año 324. Junto a ese hecho, no debes olvidar que aquí se enterró a Silvestre II. ¿No es un dato curioso?

—Sí que lo es.

Guylaine continuó explicándole que la basílica había pasado por muchas vicisitudes en la gran cantidad de siglos que llevaba construida, incluyendo terribles incendios y un sinfín de acontecimientos. En el año 846 sufrió los efectos de un gran terremoto, por lo que tuvo que ser reconstruida y, posteriormente, fue dedicada a san Juan Bautista, por ser la persona que puso en contacto el Antiguo y el Nuevo Testamento.

—Ésta ha sido la residencia de los papas desde Silvestre I hasta el año 1376, en el cual se fijó el Vaticano como morada del pontífice y centro del poder de la religión católica. ¿Entramos?

El hombre asintió con la cabeza y la siguió sin rechistar.

El interior, con cinco naves, le pareció sorprendente y muy bien conservado.

—Pues para ser una iglesia tan antigua no está mal conservada.

—Lo que ocurre es que la mayor parte de lo que ves aquí es relativamente nuevo. De la antigua basílica del siglo III queda muy poco y lo que subsiste fue construido en el transcurso de los siglos siguientes y restaurado en el XIX. Creo que la configuración actual, la que vemos, se debe a Borromini, que la llevó a cabo en el XVI. Los nichos de los apóstoles, y todo lo que ves a los lados, lo embelleció él, dándole un nuevo aire a este templo. ¿Te parece que vayamos a la lápida de Silvestre II, nuestro papa?

De nuevo, el hombre obedeció y en cuestión de segundos se encontraban frente a dos enormes placas de mármol blanco, una sobre la otra, circundadas por un bello y elegante ribete de piedra dorada, rematada con un capitel de forma triangular.

La parte superior representaba al pontífice impartiendo el sacerdocio en varias imágenes, en alto relieve sobre la superficie marmórea. Una corta inscripción en latín daba cuenta de las representaciones. Sin embargo, la placa inferior consistía en un largo texto labrado en el mármol, también en latín.

—Hemos llegado. Éste es el cenotafio de Silvestre II.

Después de tantos días hablando, investigando e incluso sufriendo los designios del primer papa francés, Marc Mignon sintió un ligero escalofrío al situarse frente a su monumento funerario.