La palidez de Pierre Dubois asustó a su hija, que sin saber cómo reaccionar, decidió sujetarle el mentón y darle varias sacudidas.
—¿Te encuentras bien?
Por unos momentos, Guylaine recordó a su padre en los días siguientes al hallazgo de la cabeza parlante, tiempo en el cual aquel hombre parecía un fantasma debido a una densa capa de polvo que cubría su pelo casi por completo. Ahora, la imagen se repetía.
—Sí, me encuentro perfectamente; no te preocupes. ¿Es que no te has dado cuenta de lo que pone aquí?
Le señaló el enorme mural que tenían frente a ellos, compuesto por un sinfín de caracteres arábigos esculpidos siguiendo una alineación perfecta en una inmensa placa de mármol blanco.
—Siempre olvidas que no soy igual a ti en todo, y que, por ejemplo, tu pasión por los idiomas, incluyendo el árabe, no está entre los legados que me has dejado. Recuérdalo.
—Tienes razón. No he reparado en que nunca te interesó esta lengua tan importante —pronunció el noble sin dejar de leer—. Tú te lo pierdes, porque es fascinante.
—Así es —le contestó la mujer retirándole un poco el polvo que le cubría la cabeza. Al hacerlo, percibió que también ella estaba cubierta por una fina capa de tierra blanquecina.
La voz de Marc, potente y con un fuerte eco, llegó desde arriba.
Le pidieron que no gritase tanto y que lanzase la cuerda para subir, a lo que el hombre obedeció y, al tirar, descubrió que era la chica la que estaba ascendiendo. Por alguna razón, había dejado a su padre abajo.
El detective la ayudó a salir de aquel oscuro boquete y a incorporarse sobre el pavimento. Al ponerse de pie, observó que tenía el pelo muy sucio, por lo que, sin pensarlo, le sacudió la espalda y le pidió que agitase su melena porque su apariencia era mortecina.
—Te he visto en mejores condiciones —le dijo sonriendo.
—Déjate de bromas. Hemos encontrado lo que buscábamos.
—¿En serio? ¿De qué se trata? ¿Habéis encontrado el libro?
—Algo parecido —contestó la mujer—. Ahí abajo hay una pared entera llena de caracteres escritos en árabe. Como no entiendo nada, he dejado a mi padre interpretando el texto, y ahora nosotros debemos ir a por papel, lápiz y una buena cámara de fotos. ¿Vamos? No tenemos mucho tiempo.
Marc miró a Bruno, el cual se ofreció de inmediato a cuidar del conde.
No debían preocuparse, puesto que estaba en buenas manos.
* * *
Alcanzaron el coche en pocos minutos. Tenían unas dos horas antes de que se hiciese de noche, por lo que decidieron ir a un gran almacén situado no muy lejos de la carretera, en la salida de Córdoba.
El hombre aprovechó el trayecto para retomar el estado de las cosas e indagar si Guylaine sabía lo que iba a suceder ahora. Sin decirlo, se preguntó a sí mismo si lo que temía era que el caso estuviese ya cerrado y, en consecuencia, que no volviese a verla nunca más.
Preocupado por el hecho de que ése pudiese ser el rumbo de la situación, le lanzó directamente la pregunta.
—No tengo ni idea de lo que puede ocurrir a partir de aquí —contestó Guylaine—, pero ten por seguro que tengo unas ganas tremendas de volver a Reims y ver qué ha pasado con mi madre, porque me tiene muy preocupada. ¿Puedes imaginarlo? Primero pierdo a mi padre por unos días y, a continuación, me ocurre lo mismo con mi madre. Esto es de locos. Jamás en mi vida me había pasado nada parecido.
—Lo sé. Esto no es fácil para nadie.
—Y además, para colmo, están esos matones que nos persiguen. El remate de esta difícil situación es que desconocemos qué han hecho con el pobre de Renaud. Con todo, te puedes figurar que si pudiésemos coger hoy mismo un avión de vuelta a casa, yo lo haría encantada.
Marc sintió una ligera decepción, pero lo entendía.
Asintió con la cabeza y le indicó que ya habían llegado al centro comercial.
Unas libretas, lápices, gomas de borrar y, sobre todo, una buena cámara digital con un potente flash fue todo el material que compraron.
Al regresar a Medina Azahara, el hombre se preguntó si ése sería el último viaje que haría en su vida con Guylaine Dubois a solas.
* * *
Llegaron a las ruinas de la casa del médico con un extenuado sol que a duras penas dejaba entrever el camino.
Al entrar en la alcoba, se extrañaron de no ver a Bruno al pie de la abertura.
Con el pulso acelerado, el detective se lanzó hacia el hueco llamando a gritos al conde. La desesperación le hizo pensar en saltar directamente, aunque la prudencia le mantuvo firme.
Con voz trémula, Pierre Dubois le contestó que se encontraba bien y, profundamente emocionado, le dijo que lo que estaba leyendo era muy interesante.
Tras el detective, apareció Bruno, que había acudido al oír las voces.
—¿Dónde te habías metido? —le espetó Marc, muy enojado.
—Estaba haciendo unas llamadas. ¿Pasa algo? Deberías serenarte, chaval —le contestó el arqueólogo—. Te va a dar algo.
—No debiste dejar a este hombre ahí abajo, solo. Podría haber pasado cualquier cosa.
—No te preocupes —le recomendó Guylaine—. Todo está bien. Ayúdame a bajar.
La vuelta junto a su padre, que comenzó a contarle lo que había aprendido hasta ese momento, la tranquilizó. Ella le pidió que hiciera las mejores fotografías posibles y que anotase lo que fuese necesario, porque debían salir de allí cuanto antes, pues, con toda seguridad, ya era de noche.
El conde obedeció y se puso manos a la obra, no sin antes dar un fuerte suspiro, puesto que aquello era una de las cosas más grandes que le habían ocurrido en su vida, eso sí, después de haber encontrado la cabeza parlante. Ante tan emocionante descubrimiento, se preguntaba si el final de su larga carrera estaría cerca.
* * *
En el hall del hotel, planificaron la velada. Decidieron descansar un rato, descargar las fotos en el ordenador portátil y, finalmente, acordaron cenar juntos para analizar las conclusiones. El conde manifestó que en el plazo de dos horas interpretaría el complejo texto que habían hallado y podría dar una respuesta solvente sobre su validez, por si era o no lo que andaban buscando. Una sonrisa picarona les hizo pensar que Pierre Dubois, el historiador y experto milenarista, ya sabía de qué se trataba y que realmente habían dado en el clavo.
Marc Mignon aprovechó la espera en su habitación para ordenar su maleta, en previsión de que al día siguiente estaría viajando de vuelta a casa, así que, mientras recogía la ropa y la plegaba ordenadamente, recordó el día que su tío le llamó para hablarle del caso de los Dubois y la proposición que le había hecho. No hacía mucho tiempo de eso, pero a él le parecía una eternidad, ya que este periodo inmerso en aventuras había transcurrido en un suspiro. A pesar de experiencias como la traumática paliza, había una cosa que le quedaba clara: a partir de ahora, ésta era su nueva vida. La investigación privada le había llenado esa parte de su ser que nunca logró contentar, incluso cuando se dedicaba a la defensa del ecologismo, que le había proporcionado satisfacciones y frustraciones a partes iguales, por lo que, en cualquier caso, con apenas treinta años cumplidos, por fin sabía a qué iba a dedicarse. Ni más ni menos que a la profesión de su padre. Nunca lo hubiese imaginado.
Terminó de ordenar la habitación y se dirigió a la planta alta del hotel, hacia el restaurante que tanto le gustaba al conde. Pidió un Manhattan y se dedicó a contemplar a las personas que ya habían comenzado a cenar.
Al cabo de media hora, aparecieron el padre y la hija elegantemente vestidos. Una vez más, el detective se preguntó si no sería ésa la última vez que se sentarían a comer juntos, y al no encontrar respuesta, una ligera sensación de frustración se instaló en su interior.
Eligieron una mesa discreta, la misma de la noche anterior en realidad, para poder hablar con tranquilidad.
Cómodamente sentados, Marc esperó el veredicto del conde.
—Sí, efectivamente, es lo que buscábamos. Hemos tenido suerte. Mucha suerte —manifestó el noble, con un brillo especial en los ojos.
—¿Eso quiere decir que hemos llegado al final del caso? —preguntó el detective expectante.
—Sí y no —respondió Pierre Dubois.
—¿Puede explicarse?
—Por supuesto, para eso estamos aquí. Pero… pidamos antes la cena. Estoy hambriento y en este lugar se come realmente bien.
Saludaron al mismo camarero que ya conocían de la noche anterior y se dejaron recomendar por él, porque además de lo expuesto en la carta, el chef había elaborado varios suculentos platos ese mismo día.
Redactada la comanda, el conde esperó a que se retirase para iniciar la explicación.
—Creo estar seguro de que la información que hemos encontrado hoy es exactamente la que buscábamos y que se corresponde con la parte que falta en la máquina de Silvestre para llegar a las conclusiones finales y, por tanto, hacer que funcione al completo.
—¿Estás seguro? —indagó su hija.
—No; del todo, no —respondió el noble con una mirada extraviada—. Junto al largo texto grabado en la pared interior del zulo, he hallado una inscripción que no esperaba y que me tiene contrariado.
—¿Puedes decirnos cómo es?
—Claro que sí. Voy a pintaros lo que he visto.
El noble buscó un trozo de papel en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras sostenía la estilográfica en la mano.
—Junto al texto, hay una misteriosa frase que no acabo de comprender. Yo sabía que el monje francés había robado, cogido, o bien, simplemente conseguido un libro o un pergamino con información desconocida en la cultura occidental y que, probablemente, fue la base que utilizó para la creación de su cabeza parlante.
—Eso ya lo sabíamos —expresó Guylaine, que tardó unos segundos en darse cuenta de que su padre estaba hablando en voz alta, como si estuviese repitiendo sus pensamientos para llegar a algún lugar concreto.
—Sí, así es. Lo que ocurre es que esta frase, que no entiendo, parece indicar que quien la escribió quiso dejar constancia de que alguien se había llevado un fragmento de la información y, en esa sala, lo que grabó fue exclusivamente la parte que faltaba.
—Entonces, todo está correcto —añadió el detective—. Ahora nosotros lo tenemos todo, incluso lo que Silvestre no consiguió.
—No, porque la frase añade, de forma ambigua, que nadie debe pensar que este trozo de sublime sabiduría antigua completa el puzle.
—¿Quieres decir que aún falta otra parte para tenerlo todo? —preguntó Guylaine sorprendida.
—Sí, eso parece decir, y, más aún, el símbolo que tiene asociado —pronunció el conde, dubitativo.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo es ese símbolo? —volvió a interrogar la mujer.
Pierre Dubois reflejó en el papel lo que había visto esa misma tarde en la sala soterrada de la casa del médico, en Medina Azahara.
* * *
Desconcertados por el extraño juego de letras, el detective se decidió a preguntar por su significado.
—¿Y qué puede querer decir?
—Me ha costado trabajo entenderlo, pero por fin he llegado a conocer lo que quiso decir nuestro amigo, el árabe. Antes de nada, debemos tener claras las fechas; el monje estuvo por aquí antes del año 970 y murió en el 1003. La ciudad palatina fue destruida en el 1013. Pero, por lo que hemos visto, alguien se tomó la molestia de cubrir la casa del médico-cirujano con una capa de arena especialmente destinada a preservar un secreto que la civilización no debía perder.
»Además, hay que fijarse en el hecho de que fuese quien fuese la persona que dejó esta valiosa información para el futuro, lo hizo grabándola en una sólida pared de piedra, sobre una losa de mármol, muy resistente al paso del tiempo. No habría sido lo mismo en el caso de haber dejado allí un simple libro o pergamino, cuyo riesgo de desaparecer o de degradarse era mucho mayor.
—No entiendo nada —soltó Guylaine, mostrando una expresión de contrariedad.
—Pues es evidente, hija. El sabio árabe conoció al portador de la primera parte del libro, redactó para la posteridad la segunda parte del ancestral secreto e incluso le quedó tiempo para decir dónde está la tercera y última parte de la valiosa revelación.
—¿Y dónde estaría esa última parte? —interrogó el detective.
—Tenéis que fijaros en las tres «R». ¿No es increíble?
—Para mí no, porque no sé qué quieren decir —dejó patente la mujer.
—Pues, hija mía, está muy, pero que muy claro. Este anagrama con la triple R hace referencia al mayor sabio del final del milenio, Silvestre II, la persona que revolucionó algunas disciplinas como las matemáticas y otras ciencias. Aquí está la R de Reims, tu ciudad, en la cual el monje francés fue arzobispo durante mucho tiempo. También está la R de Rávena, donde también fue arzobispo y, finalmente, está la última R, la más importante.
—¡Vaya! Suéltelo ya, hombre, que me va a dar algo —suplicó Marc.
—La última R es la decisiva, porque allí terminó su carrera nuestro hombre, que fue saltando de R en R durante toda su vida.
—¿Y cuál es? —volvió a insistir el detective.
—Roma.