Aún no eran las tres de la tarde cuando ya estaban de vuelta. El joven arqueólogo les esperaba pacientemente apoyado sobre una sólida columna de mármol blanco.
Al verle, Marc se dio cuenta de que no habían contado con Bruno al elaborar el descabellado plan que el conde tenía en la cabeza. Le lanzó un guiño a la mujer y luego al noble, que no tardó en decirle que no se preocupase, porque él mismo controlaría la situación.
Con una sonrisa, Pierre le lanzó una breve pregunta.
—¿Ha comido usted bien, joven?
—Excelente —le contestó Bruno, adoptando una posición erguida.
—Bien. Déjeme que le cuente mi plan…
Pierre Dubois cogió al arqueólogo por un brazo y se lo llevó hacia el interior de las ruinas de la casa del médico árabe. Pasados unos minutos, ambos salían con el semblante serio.
—Me ha costado convencerle, pero lo he conseguido —dijo el noble—. Nuestro joven amigo ha entendido lo importante que es encontrar lo que estamos buscando. ¿No es así?
Asintió con la cabeza y señaló unas herramientas apoyadas sobre la pared exterior.
—A pesar de todo, pienso que debemos proceder con una especial pulcritud —añadió el conde—. No es necesario destrozar nada, sino sólo conocer si debajo de los adornos hay algo escrito, y por eso, levantaremos única y exclusivamente algunas partes, para probar. Luego, las restituiremos, ¿vale? Pues adelante; coja ese pico.
El arrojo del noble sorprendió a Marc, que le obedeció sin rechistar. Parecía que aquel hombre era otro distinto al que había conocido hacía un par de días, aunque achacó su ímpetu a las ganas que tenía de acabar con el tema y solucionar el terrible problema que planteaba la máquina. Así pues, se decidió a coger la herramienta y se dirigió hacia donde le indicaban.
* * *
Dejándose llevar por su olfato, Pierre Dubois se dispuso a comenzar por unas finas placas de mármol talladas, que componían un espectacular mural en una de las paredes del salón. Indicó al detective que separase al menos dos piezas para ver qué había debajo. Éste le obedeció y, con sumo cuidado, utilizando la punta del pico, logró despegar dos planchas que, ayudados por Bruno, pudieron coger y depositar en el suelo.
Tras ellas, apareció la piedra desnuda, marrón y gris sin ningún tipo de inscripción.
Con un simple gesto, le volvieron a indicar que despegase dos nuevas unidades del extremo contrario, apareciendo la misma superficie, desnuda de cualquier incisión que contuviese un texto por simple que fuese.
A sabiendas de la enorme responsabilidad que estaba contrayendo con aquella decisión, el conde pidió que nadie se pusiese nervioso. Debían seguir investigando.
El rico artesonado del techo no parecía un sitio propicio para dejar inscripción alguna, y tampoco los hermosos arcos sobre las puertas eran, a priori, idóneos para guardar información. Por eso, decidieron pasar a la alcoba.
El pequeño patio que separaba ambas estancias, con la coqueta pileta en el centro, les hizo detenerse por unos instantes. Los cuatro movieron la cabeza en señal de negación, porque allí no parecía haber nada, y procedieron al análisis del dormitorio.
Las paredes lisas no parecían albergar secreto alguno. Una sencilla cenefa a modo de rodapié era el único adorno de la sobria alcoba del médico. Por si acaso, el conde le indicó a Marc que retirase una de ellas. Tras el trozo de mármol, apareció de nuevo la piedra de la que estaba construida la casa.
Sin caer en la desidia, el noble les indicó que le siguiesen.
El baño, con sus piletas y un aljibe de pequeña dimensión, tampoco era a priori un sitio acertado donde dejar un mensaje para la posteridad, a pesar de lo cual el conde trató de mover alguno de los elementos de la pequeña estancia, aunque comprobó que estaban sólidamente construidos.
Hizo el amago de romper una de las pilas de mármol, pero su hija le indicó que ni se le ocurriera.
El estado de excitación de su padre, que rozaba la alienación, comenzó a preocuparle.
Para darle nuevas ideas que le tranquilizasen un poco, Guylaine le aportó una pista simple y concisa.
—Se me ha ocurrido que si alguien esconde algo importante, e íntimo de alguna forma, quiero decir, reflexiones que quiere preservar para la posteridad, lo puede hacer probablemente en su habitación, en la que cualquier ser humano se siente más seguro y donde por las noches da rienda suelta a sus sueños. El lugar más introspectivo de cualquier ser humano es su propio dormitorio. ¡Volvamos allí!
Los hombres la siguieron sin pestañear.
La mujer propuso golpear suavemente el suelo con el puño del pico, o de cualquier otra herramienta, para ver si debajo estaba hueco, ya que el sonido delataría si había algún habitáculo secreto.
En unos segundos, los cuatro se encontraban arrodillados sobre las mayólicas de barro cocido del pavimento marrón, y cada uno de ellos había cogido un utensilio con puño de madera para golpear los ladrillos.
Por unos instantes, al estar vacía la estancia, se llenó de profundos repiqueteos que provocaron un reiterativo eco.
Ninguna de las baldosas parecía contener algo bajo ella.
No obstante, procedieron a tantear con rapidez todas y cada una de las losas, y cuando al llegar al final de uno de los extremos Marc se giró, se encontró de repente con la cara de Guylaine, que le observó con desconcierto. Mantuvieron la mirada un rato, sin tocar baldosa alguna, hasta que el conde, que notó un repentino silencio, les preguntó si habían descubierto algo. Sin rechistar, volvieron a probar suerte.
* * *
Quedaban menos de dos metros cuadrados de solería por examinar cuando el conde, al borde del desánimo, dio un golpeteo en una baldosa que sonó de una forma distinta.
Frente al resto de porrazos que sonaban secos y sin eco alguno, un nuevo intento devolvió un ruido diferente, dejando claro que bajo esa losa podía faltar el relleno.
Alentado por la prometedora resonancia, pidió al detective que clavase sin miramientos el pico en esa placa.
Antes de destrozar una reliquia del pasado como aquélla, Marc le miró para comprobar que la orden era correcta. El conde asintió y el detective dejó caer la herramienta sobre el suelo, sin llegar a quebrar la pieza.
—¡Más fuerte, hombre! —gritó el noble, perdiendo la compostura.
Tomó esta vez una piqueta de menor tamaño y se arrodilló sobre la baldosa, propinándole un porrazo que la hizo saltar hecha añicos.
Al unísono, todos acudieron para ver qué había ocurrido.
En el lugar que ocupaba antes la pieza de barro, aparecía ahora un negro boquete a través del cual no se podía ver el fondo.
* * *
La sorpresa era palpable en la cara del aristócrata, que miró hacia el techo y cerró los ojos, como si estuviese agradeciendo a Dios el halagüeño descubrimiento.
Mientras hacía ese gesto, Marc metió la mano para verificar la profundidad del hueco, pero pudo comprobar que la longitud de brazo no era suficiente, por lo que pidió una linterna para realizar una inspección visual. La mujer se la acercó y, gracias al haz de luz, el hombre intuyó que parecía haber un nuevo suelo, sin enlosar, a unos dos metros aproximadamente desde donde se encontraban.
—Eso nos obligará a romper varias losetas más y así poder bajar en buenas condiciones —propuso el arqueólogo.
Él mismo metió esta vez la mano y palpó cuáles eran las piezas que habría que levantar para construir un perímetro razonable por el que descender sin complicaciones. El detective, con la herramienta aún en la mano, procedió a destrozar tres losas más, con lo que se efectuó un acceso de forma cuadrada, de un metro de lado.
La mujer había traído una gruesa cuerda que serviría para iniciar el descenso.
El arqueólogo se ofreció para bajar en primer lugar, aunque el conde le dijo claramente que estaba loco si pensaba que alguien en el mundo iba a ser capaz de quitarle esa posibilidad. Mientras aún pronunciaba esas palabras, comenzó a atarse la soga alrededor de su cintura y, sin mediar ninguna otra discusión, ordenó al detective que sujetase con fuerza el cabo, porque iba a comenzar a bajar. Su hija le pasó la linterna y le deseó suerte, lanzándole un beso con la mano.
Sorprendido por la reacción del noble, Bruno dio un paso atrás y prefirió observar el desarrollo de los acontecimientos.
* * *
La oscura estancia no debía de tener más de cuatro metros cuadrados y era sensiblemente menor que la alcoba del médico.
Sin decoración alguna, la piedra con la que había sido construida mostraba un color marrón oscuro, e incluso el suelo parecía estar descuidado, sin revestimiento alguno. El conde plantó sus dos pies y lanzó una señal hacia arriba indicando que había llegado bien. Desató la cuerda de su cintura, pidió que bajase su hija en siguiente lugar y que los dos hombres permaneciesen arriba para tirar de ellos más tarde.
Guylaine hizo lo propio y se introdujo sin rechistar, quizá porque nunca había visto a su padre dar tantas órdenes seguidas en tan poco espacio de tiempo.
La chica vio que no había ni un solo mueble, trasto, ni utensilio en aquella estancia ciega, donde tampoco había puertas. La mayor decepción la provocó el hecho de que no había libro alguno, ni siquiera un solo pergamino.
En la penumbra facilitada por la linterna, le hizo una señal a su padre para que le dijese qué era aquel sitio tan extraño.
El noble se encogió de hombros, dando a entender que desconocía la utilidad del zulo.
Desde arriba, también les estaban pidiendo que informasen de lo que estaban viendo.
Antes de tener consciencia del lugar en el que se habían introducido, Pierre y Guylaine Dubois se dieron la vuelta y comprobaron que una de las cuatro paredes estaba repleta de símbolos árabes.
Entre el suelo y el techo, de un lado de la pared al otro, había un amplísimo texto labrado.