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La apresurada salida hacia Medina Azahara denotaba que las noticias eran realmente positivas. Una llamada del arqueólogo Bruno, indicándoles que ya habían alcanzado el suelo de la casa del médico árabe, fue suficiente para que dejasen el hotel precipitadamente, puesto que, si llegaban antes de media hora, podrían ver en directo la recuperación completa del pavimento original de una pequeña mansión que, con seguridad, escondería secretos milenarios.

A esa hora de la mañana, el sol ya había subido lo suficiente como para que el calor inundase la explanada delantera donde aparcaron el coche.

El conde no esperó a que Marc apagase el contacto del motor para abandonar el vehículo y, sin avisar, dio un salto desde el asiento trasero, cerró la puerta y se dirigió sin mediar palabra hacia el interior del inmenso recinto de la ciudad califal.

Cuando llegó, se encontró la misma frenética actividad del día anterior. A pie de la excavación se encontraba el joven vigilando de cerca los trabajos.

—Bienvenido, señor —saludó, acercándose hacia Pierre Dubois, que había sacado una gran ventaja sobre su hija y el detective—. Me alegro de que haya llegado usted porque estamos limpiando en este preciso instante el suelo de lo que pudo ser una casa de dimensiones medias; probablemente fuese la morada de un médico-cirujano o de cualquier otra persona que tuviese una posición de prestigio dentro del personal adjunto al poder. Desde luego, por los labrados que hemos visto en varias paredes, es evidente que no se trata de la vivienda de ningún sirviente, por lo que puede que hayamos dado con lo que usted buscaba.

—¡Me alegro! —dijo el conde visiblemente atraído por la recuperación de un espacio que podría ser relevante en sus investigaciones. Cuando menos, estar allí era un privilegio por poder comprobar de primera mano la residencia de un erudito musulmán que pudo tener conocimientos increíbles.

Multitud de herramientas empleadas en la retirada de la tierra acumulada, así como restos de andamios, cubas, carritos y otros elementos permanecían repartidos por todos sitios.

La llegada de Guylaine y Marc llamó la atención del arqueólogo.

—¡Ah! Veo que también están ustedes aquí. Le he dicho a su padre, señorita, que estamos a punto de terminar de limpiar el suelo para pasar a realizar una exploración en profundidad de lo que hemos recuperado. Llegan ustedes justo en el momento adecuado. ¡Retirad las herramientas! —gritó a los obreros.

Disciplinadamente, terminaron de limpiar los restos de arena que aún permanecían sobre lo que podía ser una solería de mármol blanco muy deteriorada, y procedieron a recoger el material de la excavación, tal y como les había ordenado. Después de unos minutos, con todo aquello fuera del lugar, la imagen del sitio cambió por completo.

Los restos de una casa de menor dimensión que las mansiones que habían visto en Medina Azahara, pero mucho más hermosa porque no había perdido los ricos labrados y la decoración, apareció ante ellos de una forma sorprendente.

Los techos se habían perdido casi por completo y, muy al contrario de lo que esperaban, las paredes mostraban un buen estado y una belleza parecida a otros entornos de la ciudad palatina, pero mejor conservadas.

—Hay una cosa evidente —murmuró el conde, que atrajo la atención de los presentes—. Esta vivienda ha permanecido así todo este tiempo, tal y como fue abandonada en su momento.

—¿A qué te refieres? —le preguntó su hija.

—¿Recuerdas lo que hablamos ayer sobre la tierra que cubría estas paredes? Mi teoría es que alguien tapó esta casa antes de que fuese expoliada. Y lo hizo a conciencia.

—¿Cómo puede usted estar tan seguro? —quiso averiguar Marc.

—Porque si nos fijamos en los muros, suelos, paredes y, en general, en todo lo que vemos, podemos observar que su nivel de deterioro es inferior al resto de las mansiones y casas de esta ciudad. Recordad que este emporio fue objeto de múltiples saqueos durante siglos, y sin embargo, fijaos en esas maderas y en sus recubrimientos de cobre. Eso quiere decir que alguien ocultó deliberadamente esta parte, tapándola con esa tierra que es claramente diferente al manto que aún cubre el resto de la parte de Medina Azahara que permanece bajo el suelo. Por eso se libró del terrible desvalijamiento que ha sufrido este sitio.

—¿Y qué cree usted que pudo querer ocultar quien tapara esto, fuese quien fuese? —solicitó Bruno.

—Eso es precisamente lo que tenemos que descubrir. Es… el motivo por el que estamos aquí.

* * *

Marc tiró discretamente del brazo del conde y le llevó hasta una reservada esquina para susurrarle que sería importante que toda aquella gente se marchase, a fin de que ellos pudiesen investigar con tranquilidad, porque si encontraban algo, era evidente que debía permanecer en el anonimato, por el bien del caso.

Pierre Dubois alabó la idea del detective y se dirigió a Bruno para que ordenase a los obreros que abandonasen el lugar. El conde insistió en ofrecerles un excelente salario por el tiempo de trabajo y se dirigió personalmente a cada uno de ellos para darles la mano y agradecerles la labor realizada. Al cabo de un rato, habían partido hacia el exterior, perdiéndose de vista.

—Quiero pedirle, con el debido respeto, que me deje participar en las investigaciones —solicitó el arqueólogo—. Ya conoce usted mi pasión por este tema.

—Por descontado —afirmó el noble—. Es evidente que sin su ayuda habríamos tenido muy complicado llegar hasta este punto. Es para nosotros un honor que nos acompañe. Por cierto, ¿cuál es su apellido?

—No se preocupe. Llámeme sólo Bruno.

La mujer observó que Marc frunció el ceño y que había dado la espalda al arqueólogo.

—De acuerdo —dijo el conde, que comenzaba a mostrar su inquietud por comenzar las indagaciones—. Es el momento de iniciar nuestras pesquisas.

—¿Cómo nos repartimos el trabajo? —reflexionó Guylaine—. Imagino que si dividimos el espacio en tres zonas será más rápido encontrar lo que buscamos.

—Más o menos, ya que lo haremos entre cuatro. Este joven está muy capacitado para ayudarnos. Yo comenzaré por el salón, tú, hija, irás al dormitorio, y Marc se ocupará del baño. Usted, Bruno, puede revisar la fachada exterior.

—Me parece bien —confirmó el joven—. No obstante, espero que me diga lo que buscamos, pues no sabría por dónde empezar.

—Disculpe nuestra impaciencia —le rogó el conde—. En puridad, hay que encontrar un libro, un pergamino o, en general, algún tipo de texto que nos alumbre sobre unas investigaciones que estamos llevando a cabo. En definitiva, debemos buscar algo que se pueda leer.

El arqueólogo asintió con la cabeza, lo que dio lugar a que cada uno de ellos se dirigiese sin rechistar hacia el sitio que le habían encomendado.

Pierre Dubois se situó en el centro de la estancia.

Observó que las paredes marrones dejaban entrever restos de la piedra de la que estaban construidos los muros de carga. Se trataba de los clásicos sillares, dispuestos como sólidos bloques labrados en forma de paralelepípedos rectangulares. Comprobó que las juntas entre ellos eran casi perfectas, debido a un correcto asentamiento, y que nada tenían que ver con las paredes de mampostería a base de piedras sin labrar, colocadas con argamasa de aspecto tosco, que aquella gente había utilizado en las residencias del personal de servicio, y por tanto, era evidente que esa vivienda había sido construida para alguien relevante.

Más interesante eran los restos de placas de piedras labradas que aún permanecían unidas a buena parte de las paredes y que venían a demostrar que aquella casa nunca había sido saqueada. Aunque algo deteriorados, los ricos dibujos, cuyas composiciones se disponían de forma geométrica, dejaron extasiado al noble.

Pasados unos segundos, elevó la mirada y comprobó que las puertas habían sido dotadas de bellos arcos de herradura. Las dovelas se alternaban en colores rojo y blanco, y también habían sido objeto de laboriosos labrados que se perdían en infinitos arabescos, dispuestos a modo de ataurique, donde el motivo decorativo lo formaban hojas y frutos. El poco techo que aún quedaba en pie estaba rematado por un sorprendente artesonado con bóvedas formadas por vigas que en su día debieron de estar elegantemente dispuestas.

Las columnas, coronadas por un hermoso remate, dejaban ver una profusa y menuda decoración labrada con trépaño. Al tener multitud de pequeños y profundos orificios en la talla, el conde recordó que aquello era lo que se denominaba un capitel de avispero.

Para terminar la inspección, dirigió sus ojos hacia el suelo y constató que no faltaba ni una sola de las losas de mármol blanco que componían el pavimento. En una de las esquinas, parecía que una de las piezas se había roto en varias partes, por lo que, pensando que bajo ella podría haberse escondido cualquier cosa, se dirigió allí con rapidez.

Trató de levantar la plancha completa, si bien era evidente que estaba firmemente pegada al suelo, así que retiró uno de los trozos y metió la mano en un pequeño hueco, sin encontrar nada.

No obstante, la idea no parecía mala. Decidió comprobar una a una si alguna de aquellas baldosas había sido utilizada como tapa de un posible habitáculo que pudiese contener el secreto del médico árabe.

Una vez terminada la indagación, sintió una repentina decepción por el fracaso, porque allí no había nada de eso.

A pesar de ello, sin dejar que le venciera el desánimo, se insufló una nueva dosis de moral y continuó inspeccionando el lugar.

* * *

Guylaine adaptó sus ojos a la penumbra de la habitación que, por su aspecto, debía de haber sido una alcoba.

La sala estaba precedida de un pequeño patio con una pileta de mármol rojo en el centro. La mujer pensó por un instante en el delicioso ruido del agua, fresca y limpia, que en otros tiempos debía de circular por toda la ciudad palatina.

La solería de la sala, de losas de barro cocido, formaba un curioso contraste con las lajas de caliza violácea del embaldosado del patio y, por otro lado, las incrustaciones de piedra caliza que incorporaba dibujos geométricos, así como diversas cenefas, componían el espartano ornato de la estancia.

Sin grandes alegrías en la decoración, parecía que aquella habitación estaba destinada al recogimiento, y al contrario que la sala principal, no tenía lujos que hicieran pensar que allí su propietario recibía a otras personas. Por eso, era probable que en ese lugar estuviese lo que buscaban, porque si alguien quisiera esconder algo, era evidente que ése era un buen sitio.

Tanteó las paredes, sucias tras la reciente excavación que la había dejado al descubierto, y notó que no era perceptible que hubiese algún habitáculo o trampilla que permitiese esconder algo. Cuando dio la vuelta completa a todo el perímetro, se ocupó de hacer lo mismo con el suelo. Aunque algunas baldosas parecían moverse, ninguna de ellas cedió al tocarlas. Volvió a repetir la operación y llegó al mismo resultado: allí no había nada.

* * *

Marc Mignon sacó su libreta y anotó algunas reflexiones sobre lo que había pasado esa misma mañana.

Cuando terminó, se dirigió hacia el interior y comprobó que había dos estancias. Una de ellas parecía destinada al baño en sí mismo, porque las piletas, aljibes y otros elementos allí construidos se le antojaron propios para hacer de aquel lugar un placentero espacio destinado al relax y la meditación, haciendo uso de aguas previamente calentadas. Se acordó de que había tenido la oportunidad de conocer un baño turco en algún momento de uno de sus viajes y, de una u otra forma, aquello le recordó lo que había visto. Eso sí, mucho más deteriorado.

Accedió hacia una dependencia aneja, de menor tamaño, y no tardó en darse cuenta de que se trataba de una letrina.

Procedió a dar varias vueltas a ambas salas e intentó mover todo lo que se le ocurría, palpando las paredes en búsqueda de un posible hueco secreto.

Como el sitio no era muy grande, no tardó en llegar a la convicción de que el baño no había sido el sitio en el cual el cirujano árabe dejó el secreto milenario.

* * *

Se encontraron frente a la puerta de entrada de la arruinada casa, donde les esperaba un Bruno expectante.

La cara de decepción de los tres hacía patente que la búsqueda no había sido muy fructífera. La primera pregunta la lanzó el conde.

—¿Ha encontrado usted algo? Nosotros no hemos tenido mucha suerte.

—No. La verdad es que esperaba que ustedes tuvieran mayor fortuna, porque aquí fuera no hay nada. Ya pueden ver que se trata de la fachada de una vivienda de cierto rango, pero lejos del boato de la casa de Ya’far y de la propia casa de la alberca. A mí no se me ocurre nada que pudiese contener un texto, un mensaje, o lo que sea.

—No, no lo parece —dijo Pierre Dubois algo desmotivado.

—Si al menos me dijesen ustedes para qué quieren esas palabras, su finalidad, a lo mejor podría ayudarles. Pero sin saber el trasfondo, es muy difícil por mi parte serles de utilidad.

—Sí, lo imaginamos. Por decirlo así, es la llave de un asunto que estamos investigando, sobre el que tenemos que guardar discreción —explicó Guylaine.

—Me hago una idea —contestó el joven.

—Creo que deberíamos comer algo —propuso Marc, dando vueltas a su mano alrededor del estómago—. Quizá podamos poner en común nuestras ideas.

A todos les pareció correcto. Bruno se despidió, porque tenía que hacer unas gestiones y acordaron que se verían allí mismo tras el almuerzo.